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El doctor Jekyll y el jovencito Hyde


Los golpes en la puerta acabaron despertándome por fin de mi placentero sueño. Aún somnoliento, pude vislumbrar en el reloj de la pared la hora de las cinco de la mañana. El ruido seguía haciéndose insoportable, así que con la ropa de cama aún puesta bajé las escaleras todo lo rápido que pude. En el portal de mi casa había dos policías de uniforme esperándome.

—Ha aparecido otra, inspector —las palabras de aquella persona se estrellaron contra mi cara antes de acabar de abrir del todo esa puerta.

—Vaya —gimoteé entre bostezos—. Bueno, dadme unos minutos que me vista y vamos para allá.

Me llamo Stephen, Stephen Reynolds, y soy inspector de policía en Liverpool desde hace apenas tres años. En estos momentos, y a pesar de mi falta de experiencia, entre mis manos se encuentra uno de los casos más intrigantes y más espeluznantes que se recuerdan en esta ciudad industrial. Con la de esta noche, ya son cuatro las prostitutas que han aparecido brutalmente asesinadas en los suburbios en los últimos dos meses. Los cuerpos siempre aparecen golpeados y mutilados, como si el asesino en cuestión disfrutara ensañándose con sus infelices víctimas.

Cuando llegamos, ya me estaban esperándome el inspector Thurman, mi compañero en esta investigación, y el médico forense del departamento.

—Hombre, Reynolds, ya iba siendo hora —el tono irónico de mi compañero me dio las buenas noches antes de llegar a su lado.

—¿Qué tenemos aquí? —respondí aún medio dormido y tratando de ignorar su tono de voz.

—Te hemos fastidiado la noche, ¿verdad?

Por un momento giré mi cara hacia mi interlocutor y conseguí abrir los ojos. Si esperaba alguna réplica por mi parte, el pobre se quedó con las ganas, no tenía ni ánimos ni la necesidad de empezar una de nuestras habituales discusiones.

—Inspectores, si les parece bien, podríamos volver al cadáver —el forense se acercó a nosotros y nos exigió con su mirada que dejáramos nuestro enfrentamiento para otro momento.

—Sí, por supuesto —mi desgana en esa respuesta se confrontaba con la mirada retadora que aún le dedicaba a Thurman—. ¿Qué tenemos entonces, doctor?

—Poco nuevo, como ya indiqué el otro día, se trata del mismo asesino, así que ya no puede negarse que tenemos a un asesino en serie. Sus víctimas presentan el mismo tiempo de heridas.

—Y aparte de eso, ¿hemos conseguido identificar algo nuevo, doctor? —mi compañero pareció centrarse por fin también en el cadáver.

—Sí, en verdad sí, su forma de actuar es muy interesante y particular.

—¿A qué se refiere? —le inquirí al forense mientras me agachaba para inspeccionar a la nueva víctima.

—No las mata a golpes...

Aquello sí que nos dejó descolocados a los dos. Supongo que debimos de poner una cara muy cómica al oírle decir aquellas palabras.

—Me explico, normalmente este tipo de asesinos suelen ser rápidos y prácticos con sus víctimas, pero no es este caso... en este no. Se trata de una persona muy diferente a lo habitual —y mientras pronunciaba estas palabras, la cara del forense fue mutando de su típica indiferencia propia de una persona con su ocupación a una expresión enrabietada, llena de odio—. Este es un monstruo, el demonio personificado.

—¿Qué quiere decir? —pregunté sin conseguir disimular mi creciente interés— Los cuerpos presentan múltiples golpes por todo el cuerpo.

—Sí, pero no mueren por esos golpes —el forense empezó a acariciarse la barba mientras hablaba, supongo que en un gesto para conseguir contener los sentimientos que se desbordaban dentro de él—. El asesino primero las asalta y estrangula hasta hacerles perder el conocimiento. No llega a matarles, las deja inconscientes pero con un halo de vida. Después sí, empieza a golpearlas salvajemente con un algún tipo de vara o bastón, pero tampoco busca matarlas de esa manera, solo intenta descargar toda su agresividad sobre una víctima a su merced.

—¿Y cómo se produce entonces la muerte, doctor? —Thurman se agachó también a mi lado para inspeccionar de forma más próxima el nuevo cadáver.

—Fíjense inspectores —el forense se aproximó a nosotros y nos señaló el muslo de la desdichada joven, entre los múltiples golpes se podía apreciar un rápido y firme corte—. Les secciona la femoral... Un corte certero y letal, buscando que la muerte de la víctima llegue lentamente, a medida que va recuperando el conocimiento y es consciente del dolor que le provocan todos los golpes que tiene por el cuerpo.

Tengo que reconocer que aquellas últimas palabras me helaron la sangre. No comprendo como una persona puede llegar a mostrar tanto odio por una vida humana. Si ya de por sí un asesinato es un crimen horrible, hacerlo de esa forma ya raya un límite demasiado cruel. Mutilar a una persona, que sienta como poco a poco la vida se le va escapando al mismo tiempo que el dolor empieza a recorrer su cuerpo... Algo espantoso, me puso la piel de gallina.

—¿Y por qué creen que siempre escoge a prostitutas? —pregunté mientras en mi mente trataba de asimilar el informe del forense.

—Porque son víctimas fáciles —afirmó Thurman con rotundidad—. Por eso la mayoría de los asesinos en serie las escogen. Nadie las acepta, todos las odian, y si desaparecen nadie va a preocuparse por ellas... Solo se tratará de una puta menos.

Les dejé a ambos para que se encargaran de realizar el informe y volví caminando a mi casa. Durante todo el trayecto estuve meditando constantemente, enfrascado en mis pensamientos. En mi mente solo una única idea me revoloteaba, "¿por qué?" No conseguí dar con la respuesta.

Cuando llegué por fin a casa ya había amanecido, y me encontré en la puerta con Barrymore, lo que me sorprendió y me alegró enormemente, haciendo desviar por un momento mi atención del caso de los asesinatos. Barrymore era el mayordomo de Richard, Richard Jekyll, mi mejor amigo durante la juventud. Hacía años que habíamos perdido el contacto, desde que se fue a Londres para estudiar medicina. La última noticia que había tenido de él era que había vuelto a Liverpool tras graduarse, aunque todavía no había tenido la oportunidad de acercarme a su casa a saludarle.

El viejo mayordomo también se alegró mucho de verme. Estuvimos un buen rato hablando los dos ya dentro de casa, recordando los viejos tiempos y como el pobre no paraba de regañarnos a Richard y a mí cada vez que escalábamos las pesadas armaduras que presidían el comedor de ese enorme caserío, heredado de la fortuna que amansó su abuelo durante la revolución industrial. También hablamos, lógicamente, de su estancia en Londres. Según parece, se habían estado alojando en casa de un tío suyo, llamado Henry, que había desaparecido hacía años y que recibió en herencia al no tener más descendientes. Justo antes de irse me entregó una invitación para una fiesta que estaban organizando para celebrar su regreso a Liverpool y, al mismo tiempo que nos despedíamos, me guiñó un ojo con complicidad y me advirtió que quedaría gratamente sorprendido durante esa fiesta.

He de reconocer que estuve esperando que llegara con gran impaciencia el día de la susodicha, al fin y al cabo, no había visto a mi viejo amigo durante demasiados años. Cuando por fin llegó el tan ansiado día, mi corazón latía desbocado. Por mi cabeza no dejaban de transitar múltiples preguntas... "¿Cómo le habrá ido en Londres?" "¿Habrá cambiado su viejo carácter retraído?" "¿Habrá conocido a una joven londinense hermosa y bien proporcionada que le haga pasar por la vicaría?"...

Una vez que apareció en lo alto de las escaleras que conducían al hall de ese caserón, no pude evitar quedarme ojiplático al contemplar la figura que descendía cada uno de esos antiguos escalones cubiertos por una pesada moqueta. No es que su aspecto físico hubiera cambiado en demasía, de hecho sí que había cambiado algo, pero lo que atrajo mi atención fue el aura que desprendía su presencia, su actitud. Cuando viajó a Londres era un muchacho introvertido, muy reservado, que prácticamente tenía solo relación con sus amigos y un estrecho círculo de familiares. En cambio, ahora se mostraba abierto y extrovertido, y conversaba dichacheramente con personas a las que seguramente no había visto en toda su vida.

Este cambio en su carácter me alegró, pues siempre había intentado conseguir este mismo efecto en él, aunque por desgracia nunca tuve demasiado éxito en mi empeño. Su estancia en la gran Londres, esa ciudad nueva y diferente, debió de obrar el milagro que yo no pude conseguir. Cuando Richard se percató de mi presencia vino presurosamente a estrechar mi mano, aunque yo fui más rápido y me fundí en un profundo abrazo con él. La ocasión lo merecía, desde luego.

El resto de la velada fue una sucesión de chistes, bromas y anécdotas entre todos los presentes. La verdad es que fue una gran noche. Cuando todos los invitados se marcharon de vuelta a su casa, nos quedamos los dos solos, fumando sentados en los viejos sillones frente a la chimenea chisporroteante.

—Sabes, Richard —pregunté mientras exhalaba humo de mi cigarro—, es posible que tu viaje a Londres haya sido una de las mejores cosas que te han ocurrido en la vida.

—Sí, no ha estado mal del todo —afirmó con una enorme sonrisa en su boca.

—Pero, explícame, ¿cuál ha sido el milagro que te ha hecho cambiar tanto?

Se quedó por un momento callado, observando en silencio la copa de brandy que balanceaba en su mano.

—Un hombre —afirmó rotundamente justo antes de engullir de un trago el oscuro líquido—. Conocí a un hombre que consiguió hacer cambiar mi forma de vivir.

—Caramba, así que esa persona es el culpable de este milagro —respondí con un tono de resquemor en mi voz, incapaz de ocultar la sensación de resentimiento por no haber podido ser yo esa persona—. ¿Y cómo se llama él?

—Hyde, Edward Hyde. Ese hombre me ha hecho descubrir el lado divertido de la vida, el lado desenfrenado. Si no hubiera sido por él, esta misma noche seguro que habría vuelto a esconderme en la misma esquina de siempre, oculto por una cortina y esperando ansiosamente a que llegara el final de la noche y poder refugiarme bajo las sábanas de mi cama.

—Ese nombre me suena, la verdad. ¿No estará por Liverpool ahora mismo?

—Sí, vino conmigo desde Londres.

Desde luego que me sonaba ese nombre. Hasta mí habían llegado numerosas noticias de esa persona. En las últimas semanas había aparecido por la vida nocturna de la ciudad, y sus correrías eran bien conocidas por todos los habitantes, al igual que sus malos hábitos.

Se trataba de un hombre antipático, provocador, muy maleducado e impresentable, lo que producía un fuerte sentimiento de repulsa a todos aquellos que habían tenido la desgracia de relacionarse con él. Me pregunté seriosamente qué era lo que había llamado la atención de mi amigo para haber llegado a ser tan relevante en su vida.

Bien entrada ya la madrugada salí de casa de Richard, e inicié el camino de vuelta a la mía. Lo hice preocupado, no puedo negarlo. Por más que intentaba encontrar algún sentido a tan extraña amistad entre dos personas tan diferentes en cuanto a carácter no lo conseguía. Incluso, me negaba a mí mismo la posibilidad de que verdaderamente ambos pudieran ser amigos, y mi mente truculenta jugueteó con teorías conspiranoicas que pudieran justificar mis reticencias. Aunque, y eso sí que no había forma de poder negarlo, la verdad es que esa persona sí que había obrado el milagro de cambiar el carácter adolescente de Richard, para mi desgracia esa afirmación era irrefutable. Me sentí desplazado, lo que me generó un profundo malestar interno conforme fui ascendiendo los escalones de mi casa que conducían a la alcoba, donde esperaba encontrar un refugio a mi desazón.

Al día siguiente, una vez que llegué a la comisaría, encargué que investigaran a fondo a Hyde. "Para asegurarme" intentaba repetirme a mí mismo en mi cerebro, pero la verdad es que solo buscaba hallar un resquicio que me devolviera mi lugar.

Sí, no voy a negarlo, estaba celoso de esa persona. Profundamente celoso y dolido de que Richard le hubiera preferido a él antes que a mí. Cuando días después ese informe llegó a mis manos, todas mis dudas se justificaron.

Según aquellos papeles, el tal Hyde era un personaje curioso. De estatura reducida, extremadamente feo y peludo, con el cuerpo encorvado y unos ojos oscuros penetrantes, vistiendo siempre un sombrero de copa y una pesada y larga capa que le resguardaba del frío nocturno y posibles miradas recelosas. Leyendo aquellas líneas comenzaba a comprender el origen del fuerte sentimiento de repulsa que inspiraba a las personas que se cruzaban con él. En cuanto a su pasado, por los datos que nos llegaron desde Londres, sus correrías nocturnas eran también bien conocidas en la capital, donde había personificado todos los males y vicios de la condición humana. No obstante, lo que más me preocupó fue la nota final que acompañó al informe, donde se relataba que había sido relacionado con un brutal asesinato, aunque su participación no había llegado probarse nunca, debido a la misteriosa desaparición del sujeto. Durante años, la policía de Londres lo había dado por muerto.

Obviamente, tras este informe Hyde pasó a convertirse en el sospechoso número uno para toda la comisaría en el caso de los misteriosos asesinatos de las prostitutas. Supongo que todo coincidía. Había aparecido casi al mismo tiempo que el primer crimen, era sospechoso de uno parecido ocurrido años atrás y, para qué intentar negarlo, todos deseábamos en silencio que ese personaje fuera el culpable, era una forma de justificar nuestra repulsa. Aunque no existieran pruebas que le relacionaran con las prostitutas asesinadas, todos sentimos que habíamos encontrado al culpable.

Por todo esto, de la noche a la mañana comenzamos a tenerle vigilado. Las patrullas le acompañaban en cada una de sus salidas nocturnas, aunque él siempre conseguía escabullirse de la vigilancia y no pudimos avanzar mucho en nuestras pesquisas. Mientras tanto, los asesinatos seguían produciéndose en los suburbios de Liverpool, ya eran cinco las prostitutas que habían caído asesinadas. Todos los implicados en el caso redoblamos los esfuerzos para poder atraparle y evitar nuevos crímenes.

Finalmente, ocurrió. Durante una de sus salidas, un policía que hacía su ronda de vigilancia se topó con el asesino. Le echó el alto pero consiguió escaparse a pesar del cruce de disparos. Le persiguieron hasta un callejón, donde un nuevo tiroteo hizo brillar el cielo nocturno entre esos mugrientos edificios. Cuando los agentes llegaron, se encontraron con el inspector Thurman apoyado en la pared, intentado detener con la manga de su chaqueta la hemorragia de sangre que surgía de una herida que tenía en su brazo.

Thurman, alertado por los disparos mientras hacía él mismo su ronda de vigilancia por la zona, se había topado con el asesino. En el cruce de disparos con él había caído el sombrero que portaba el asesino, que rápidamente pudimos identificar como el de Hyde.

Por fin habíamos encontrado las pruebas definitivas, y pudimos emitir una orden de busca y captura por toda la ciudad pero, una vez más, Hyde se había evadido del cerco. Parecía que la propia tierra se lo hubiera tragado.

Un par de semanas después, mientras volvía a casa al anochecer después de una de nuestras redadas de búsqueda del asesino, me volví a encontrar con Barrymore esperándome en la puerta de mi casa. Había ido a buscarme por petición de Richard. Desde que se conoció la noticia de la culpabilidad de Hyde su señor se había vuelto a recluir dentro de su casa, inmerso en una profunda depresión y negando cualquier tipo de contacto con otro ser humano, ni siquiera con su fiel mayordomo. En cierto modo, me sentí culpable, pues mis pensamientos egoístas no habían tenido en cuenta los sentimientos de mi amigo. Hyde era el principal sospechoso de los asesinatos, es verdad, pero no podía negar que en mi mente esas sospechas aparecieron mucho antes de tener una mínima prueba. Posiblemente, mis celos le habían marcado a fuego la marca de culpabilidad, y eso podía ser cualquier cosa menos una muestra de profesionalidad por mi parte.

Barrymore me acompañó hasta la puerta de la habitación de mi amigo, donde el silencio reinante nos envolvió a los dos bajo un pesado manto.

—Richard, soy Stephen. Déjame pasar, por favor.

No hubo respuesta, ni tan solo un pequeño ruido que nos mostrara que existía vida al otro lado de esa puerta maciza.

—Richard, abre la puerta y déjame pasar. No me obligues a que tengamos que echarla abajo.

De una forma lenta y sonora la puerta se entreabrió ligeramente.

—De acuerdo, pero solo tú —su voz tenue apenas era perceptible.

Entré en aquella lúgubre y oscura habitación y cerré la puerta tras de mí. Todas las pesadas cortinas estaban cerradas, por lo que solo se podía vislumbrar alguna silueta gracias a una pequeña vela encendida sobre la mesita de noche que había junto a la cama. Pero, a pesar de esa pobre iluminación, pude distinguir encima de la enorme cómoda las formas de numerosas probetas de cristal y tubos de ensayo de laboratorio. En un rincón, justo en el lado opuesto de esa cómoda, encontré a mi amigo sentado en su viejo sillón junto a la cortina que tapaba la luz de la luna, que era incapaz de traspasar la pesada tela. La iluminación era escasa, pero suficiente para discernir la palidez de la cara de Richard y sus enormes ojeras, remarcadas por la pesadumbre que dominaba su rostro.

—¿Te encuentras bien? —intenté interesarme por él.

Richard no respondió. Siguió hundido en el fondo de ese sillón, intentando sumergirse entre las fibras entrelazadas de esa tela. Su cuerpo estaba presente en esa habitación, pero su mente había huido del mismo universo que compartíamos.

—¿Estás preocupado por Hye? —pregunté nuevamente.

—Tú no lo entenderías.

—Hyde es un asesino. Un criminal, puede que hasta un monstruo. Si hubieras visto el estado en el que dejaba a sus víctimas le odiarías tanto como nosotros.

—¿Estáis convencidos de que es culpable?

—Sí, un compañero se topó con él. Y la víctima que pudo sobrevivir reconoció su sombrero.

Un espantoso silencio acompañó a mis palabras. Solo el sonido de nuestras propias respiraciones podía romper la paz reinante en esa habitación.

—¿Sabes dónde está, Richard? Si lo sabes debes decírmelo, ha de pagar por lo que ha hecho.

—Sí, lo sé —consiguió pronunciar esas palabras en un tono de voz apagado—. Lo tienes delante. Yo soy el culpable.

Se levantó de su asiento y descorrió la cortina que tenía delante. La lechosa luz de la luna inundó la estancia por fin libre de la atadura que la retenía. Mi amigo observaba a través de esos cristales, dándome la espalda, por lo que supongo que no era consciente de la mirada de incredulidad dibujada en mis ojos.

—Siéntate ahora tú, Stephen, tengo que contarte una historia.

Traté de acomodarme en el sillón, más bien me hundí en el agujero provocado por el cuerpo de mi amigo, pues demasiado tiempo había permanecido anclado en él.

—Siempre había querido estudiar medicina, lo sabes. Era mi sueño desde que empecé a tener uso de conciencia. Me imaginaba a mí mismo curando a los pacientes de todas las enfermedades raras e inimaginables, creando pócimas sanadoras de colorines diversos y humeantes.

—Sí, recuerdo que jugábamos mezclando agua y tierra de diversos colores, y como intentabas hacerme creer que eran ungüentos mágicos mientras los restregabas por mis extremidades.

Mi amigo empezó a dibujar una pequeña y melancólica sonrisa en sus labios mientras él mismo evocaba esas imágenes en su cerebro.

—Pero nunca creí que el estudio sería tan complicado. Te juro que lo intenté, que me esforcé todo lo que pude, pero nunca conseguía aprobar los malditos exámenes. Poco a poco fui encerrándome más en mí mismo, abatido por tanto fracaso y desencantado de mi existencia.

—Pero al final pudiste acabar los estudios, Barrymore me dijo que el último año tus notas fueron excelentes.

—Sí, pero no fue obra mía, fue Hyde el que consiguió esas notas.

Me incorporé instintivamente de mi asiento de un salto, sorprendido por ese comentario. Richard rió silenciosamente, divertido al ver como una expresión de sorpresa e incredulidad cruzaba mi cara.

—El último verano, mientras vagaba por la casa de mi tío desencantado del futuro de mis estudios, encontré un viejo baúl escondido en un rincón del desván. No había gran cosa dentro, pero sí una curiosa caja. Encontré varios frascos y probetas, junto con algunos productos químicos extraños... había algunos que ni siquiera conocía que existieran —su sonrisa continuó agrandándose en su cara—. También encontré un libro, un diario que perteneció a mi tío Henry.

Volvía a sentarme en ese sillón, expectante ante las revelaciones que me ofrecía esa velada.

—En ese diario había una serie de fórmulas y anotaciones —continuó explicándome Richard—, donde mi tío explicaba como había conseguido, tras muchos años de investigaciones, descubrir una fórmula mediante la que las personas podían externalizar su personalidad oculta, "su otro yo"..

—¿Qué quieres decir? –le inquerí interesado.

—Pues que gracias a esa fórmula las personas podemos sacar a relucir aquello que tenemos oculto en nuestro interior. Aquellos deseos ocultos que no hemos podido desatar. En mi caso, una personalidad alejada de mi fobia social e inseguridades.

—Quieres decirme que...

—Sí, amigo mío, no pude reprimir la curiosidad de averiguar mi personalidad secreta, de apartar mi carácter vergonzoso y descubrir un mundo ajeno a mi realidad. Me transformé en Edward Hyde, igual que le ocurrió a mi tío años atrás.

Aquellas palabras me destrozaron, me hundí en la profundidad de ese sillón como si una tonelada de piedras me arrastraran hacia el fondo.

—Por eso —continuó con su voz alicaída—, cuando descubristeis que el asesino era Hyde no podía creerlo. Me resistía a pensar que mi personalidad oculta fuera capaz de matar a alguien, y mucho menos de esa forma sanguinaria.

—¿Y entonces?

—Entonces, terminé de leer el diario de mi tío Henry. Solo lo había leído por encima, lo imprescindible para poder crear la fórmula. Y allí descubrí el secreto. A mi tío su personalidad secreta también acabó descontrolándose, se apoderó de su cuerpo poco a poco. El espíritu de Hyde fue comiéndole el terreno, la necesidad de sacar a relucir ese lado maligno se fue acrecentando cada vez más, cada vez era más necesaria. Tampoco él pudo reprimir sus instintos más salvajes, por eso decidió suicidarse, para conseguir detener a Hyde.

Detuvo su relato por un instante. Su respiración era pesada y entrecortada. Seguramente era incapaz de inhalar el aire suficiente.

—Todo es culpa mía, Stephen. Yo soy el asesino, yo soy Hyde —exclamó entre lágrimas de desesperación—. Si hubiera leído el diario entero... si no hubiera tenido tanta curiosidad... si no hubiera sido tan egoísta...

Le abracé y traté de consolarle. Traté de hacerle entender que no pasaba nada, que Hyde aún no se había apoderado de su espíritu, que mientras Richard Jekyll se mantuviera firme su alter ego no volvería a aparecer.

Le pedí que destruyera ese diario y todo el material de laboratorio. En verdad, mientras pudiera retener a Hyde en su interior, sería como si hubiera muerto, y no volvería a hacerle daño a nadie. Aquellas palabras mías consiguieron poco a poco ir sosegándole. Comprendió que era la única solución, y seguramente él mismo lo sabía, pero necesitaba que alguien más se lo dijera.

Decidí dejarle solo por esa noche, que tuviera la oportunidad de organizar sus ideas. Probablemente unas vacaciones le vinieran bien, así que le propuse viajar ambos a la costa, tomarnos unos días alejados de la suciedad de Liverpool y bañarnos en los rayos de sol. Eso sí, cuando salí de la habitación le pedí a Barrymore que cerrara la puerta de la habitación y no le dejara salir bajo ningún concepto, para que tuviera la posibilidad de centrar su cerebro dentro de la vorágine que le azotaba.

Pasé el resto de la noche en mi casa. En mi mente fui creando una historia verosímil que pudiera enterrar el recuerdo de Hyde. En mi relato me enfrentaba a Hyde y acababa con su vida al sorprenderlo escondido en un viejo embarcadero al lado las fábricas que bordean el río Mersey... El concepto era fácil y sencillo, pero el conseguir que la historia resultara creíble ya era otro cantar. Cuando más o menos esbocé algo verosímil acudí a la comisaria, rezando porque mis compañeros se mostraran poco recelosos a mi guión teatrero.

Cuando llegué la actividad era frenética, casi de locura, lo que me dejó muy intrigado.

—¡Inspector! —un joven se acercó apresuradamente a mi lado— Ha aparecido otra. Ese maldito bastardo lo ha vuelto a hacer esta noche.

—No puede ser... —titubeé de forma incrédula.

Aquello era una locura. Yo mismo había visto a Barrymore cerrar con llave la puerta de la habitación, y tenía orden de no dejarle salir bajo ningún concepto, y sabía que Barrymore cumpliría esa petición a rajatabla. Richard no hubiera podido volver a transformarse, escapar de aquella estancia y matar a una nueva prostituta, era imposible...

Aquel rompecabezas que tanto esfuerzo me había costado recomponer en mi mente había quedado hecho pedazos en apenas unos segundos. Hyde no podía ser el asesino, no había tenido oportunidad para matar a la última mujer, pero en mi mente toda la tormenta de pensamientos me atolondraban y era incapaz de hallar la puerta de salida a toda esa historia. No conseguía dar con la respuesta.

Todas las frases sobrevolaban mi mente entremezclándose... "Yo soy Hyde"... "Es culpa mía"... "Hyde es un monstruo"... "Las prostitutas son un objetivo fácil"... "Nadie se preocupará por ellas"... Y de repente, lo encontré... Encontré la solución al rompecabezas. Ya lo veía todo claro. Sabía quién era el asesino.

Recorrí a grandes zancadas la distancia que me separaba del despacho de Thurman, incapaz de reprimir la ira creciente que azotaba mi cuerpo. Cuando alcancé la puerta de su despacho la hundí de una patada.

—¿Pero qué demonios estás haciendo? —exclamó sorprendido el susodicho al mismo tiempo que intentaba levantarse de su silla con su brazo aún vendado por el tiroteo anterior.

No le di oportunidad para incorporarse, de un puñetazo le volví a sentar en esa silla.

—Fuiste tú. ¡Tú eres el asesino!

—¿Pero qué tonterías estás diciendo?

—Tú las mataste. Tú eres el asesino de prostitutas.

Unos compañeros se abalanzaron sobre mí para retenerme, aunque a duras penas consiguieron su cometido.

—¡Lo hiciste tú, no puedes negarlo! —mi ira crecía a cada palabra que exhalaba mi boca.

—¿Qué dices? Ya sabes que fue Hyde, me hirió en un brazo cuando lo sorprendí.

—No, quién te hirió fue el policía en el tiroteo mientras huías. Te inventaste toda esa historia como una pantomima para poder escabullirte.

Mis palabras le hicieron titubear, las dudas se dibujaron en sus ojos y su cara y todos los que estábamos dentro de ese despacho nos percatamos rápidamente.

—Tu error ha sido matar a la última esta noche. Hyde no podía hacerlo... Lo maté yo ayer por la tarde, cuando me lo encontré oculto en un embarcadero.

Mi afirmación, y la rotundidad de mi tono, le derrumbó. Abatido se desplomó sobre la silla, y entre llantos acabó confesándolo todo.

Según parece, Thurman había estado acumulando un profundo odio hacia las prostitutas desde su niñez. Su propia madre ejercía el oficio, y había crecido viendo a multitud de hombres entrando y saliendo de su casa, un viejo y pequeño apartamento en el ático de un edificio mugriento de los suburbios más oscuros de Liverpool. Su rencor le hizo enloquecer, y decidió acabar con aquellas mujeres que personificaban a su parecer las miserias de la sociedad. La llegada de Hyde a la ciudad le sirvió de excusa para iniciar sus tropelías, esperanzado en poder desviar las sospechas hacia ese misterioso y odiado personaje.

Unos meses después el inspector Thurman fue condenado a la horca. En controversia, la figura de Hyde se convirtió en un pequeño mártir de la hipocresía de esa ciudad. Todos se creyeron mi pequeña fábula, y quién más y quién menos se sentía culpable por sus recelos y prejuicios hacia él. Incluso, llegaron a ofrecerle un solemne entierro por todo lo alto. Curiosamente, ese ataúd repleto de piedras nunca ha personificado mejor a un personaje desaparecido.

¿O quizás no?

Una duda no deja de asaltarme desde entonces. Una vez liberado de los sentimientos de culpabilidad, mi viejo amigo Richard recuperó su alegría, pero no consigo apartar un pensamiento de mi mente... La resolución del caso quizás fue demasiado rápido, y aunque él me jura que destruyó todas las investigaciones de su tío, la sonrisa permanente en su rostro no consigue disipar mis temores más ocultos...

En cualquier caso, rezo para que Edward Hyde no vuelva aparecer nunca más en mi vida.

Imagen del relato: Peter Forster en Unsplash

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