Capítulo 3- Descubrimientos
El señor Yan era contador público, y durante mucho tiempo, gracias a su profesión, había disfrutado de una sólida posición económica. Pero para cuando nació su hija los tiempos de las vacas gordas ya habían terminado: un negocio malogrado lo había llenado de deudas y sumido a la familia en la pobreza.
Pasado el tiempo, pudieron vivir un poco más tranquilos gracias a que el hombre había podido emplearse en una gran empresa, con un sueldo relativamente alto, aunque aún conservaba una importante deuda. Cuando le ofrecieron el traslado desde Beijing a una subsidiaria en una ciudad un poco más pequeña, y le dijeron que podía disponer de una casa de la empresa, el hombre se alegró mucho, porque podría disponer de más dinero para pagar su deuda e iba a ponerse al día antes de lo que esperaba. Para él era muy importante no perder ese trabajo, y su hija lo sabía: el propio futuro de la chica, su estabilidad económica y los pagos de las cuotas de su colegio y su futura carrera en la universidad dependían de ese trabajo.
ShiWei aprovechó una tarde lluviosa de primavera, después de volver del colegio, y se encerró en su dormitorio a estudiar los libros de la biblioteca. No encontró en ellos nada significativo, salvo una pequeña referencia a la casa, que llamaba la atención por ser la única de su estilo en esa zona. También encontró algunos comentarios acerca de la familia original, los abuelos paternos de su actual dueño.
El dueño original había fallecido hacía tiempo, y la antigua casa había pasado por dos sucesiones hasta ese hombre que ShiWei nunca había visto: el jefe de su padre. Dejó los libros de lado, y se decidió a investigar en internet.
El lugar donde trabajaba su padre, Wang Insurances, era una gran empresa de seguros con varias sucursales a lo largo del país. El señor Wang Kai, su propietario, era un hombre unos pocos años mayor que su padre, mediando los cuarenta, estaba casado y tenía dos hijos que estudiaban en el extranjero.
Sobre la casa no encontró demasiada información, más que sus datos arquitectónicos y la fecha en la que se había construído. Sus jardines eran famosos por la cantidad de especies de árboles de otros países que había hecho traer el dueño original y por el amor a las rosas que tenía su esposa. Por lo poco que pudo averiguar, a los actuales dueños de la casa no les llamaba demasiado la atención lo antiguo, y tenían una moderna casa en la ciudad, pero por respeto a sus familiares fallecidos aún mantenían la propiedad como en los tiempos de sus dueños originales. ShiWei se preguntó si sería posible tener acceso al interior de esa casa. Estaba segura de que allí adentro podría encontrar la punta de la madeja para desentrañar el misterio de la puerta del león.
Dos de las pequeñas viviendas del fondo del terreno en donde se encontraba la casona de los Wang, estaban ocupadas únicamente por las mujeres encargadas de distintos quehaceres, que aún permanecían solteras. Otras más, que ya estaban casadas, algunas con otros encargados del mantenimiento de la propiedad, vivían separados en sus casas, y en otras vivían los hombres solteros. Todo el lugar estaba bastante organizado. Pero a ShiWei no le interesaba saber nada de eso. Solamente quería relacionarse con alguna de las chicas más jóvenes que había en el lugar, para conseguir el acceso a la casona.
Todas eran demasiado grandes para hacerse amigas de la adolescente, pero una de las mujeres mayores, viuda y sin hijos, se fijó en ella, y con el tiempo las dos se encariñaron una con la otra, ya que a la chica esa mujer le hizo acordar a su abuela, fallecida no hacía mucho, y la solitaria mujer se sintió muy feliz de tener compañía. Después de varias tardes de té, variadas conversaciones y hasta alguna lección de tejido y bordado de la mano de la hacendosa mujer, ShiWei logró su objetivo de ser invitada a ver la casa por dentro.
—Debes tener mucho cuidado y no tocar nada —le advirtió la anciana—. Todos los objetos que hay aquí son invaluables en dos sentidos: en su costo, y en el valor afectivo que tienen para el dueño. Recuerda que meterás a tu padre en un grave problema si llegas a romper algo.
ShiWei estaba harta de que el principal argumento que usaran todos los que la conocían, para que obedeciera las reglas, era amenazarla con el empleo de su padre. Suspiró, pero le prometió a la mujer que no tocaría nada.
La casona por dentro era fastuosa: el estilo inglés, algo extraño para las construcciones de China, mezclaba en el interior su influencia de los dos países. Mientras recorrían las habitaciones, la anciana le contó la historia de la familia:
El abuelo del actual señor Wang, hijo de una familia de ricos comerciantes, había nacido en la tumultuosa época final del imperio, antes de la instauración de la primera República China. Sus padres, en parte para que tuviera una mejor instrucción y en parte para evitarle riesgos innecesarios estando en su país, que continuamente tenía escaramuzas en las calles, lo habían mandado a estudiar al Reino Unido. Cuando volvió a su país, años más tarde, a encargarse de la empresa familiar, se encontró con una nación con un fuerte sentimiento nacionalista, que él adoptó, aunque conservó su gusto por la arquitectura inglesa.
Tenía un sueño: construir una propiedad de estilo inglés, sueño que pudo cumplir antes de casarse. Llevó a su esposa a ese rincón inglés lleno de encanto y ella, apasionada jardinera, había transformado el lugar en un vergel de rosas, sus plantas preferidas. Juntos, los jóvenes esposos habían amoblado la casa, combinando el estilo inglés que le gustaba a él, y el chino que le gustaba a ella.
Shiwei no sabía mucho de estilos, pero se asombró por la cantidad de objetos frágiles y de aspecto valioso que fue encontrando a medida que recorría la casa detrás de la anciana, que no la perdía de vista, con terror a que en su distraído caminar la chica rompiera algo.
De pronto, en una pared, ShiWei lo vió: un gran cuadro con una pintura que representaba la misma cabeza de león de la puerta del muro.
—¿Qué es eso? —le preguntó a la mujer, al tiempo que le señalaba la pintura.
—Una cabeza de león, el antiguo símbolo de la familia Wang, que se remonta a la época del primer imperio chino —le explicó la mujer—. Esta familia es muy antigua, Shiwei. Todas las tierras circundantes a varios kilómetros a la redonda, alguna vez le pertenecieron. Con el tiempo la tierra se fue reduciendo, mitad por ventas y mitad por expropiaciones, y actualmente queda solo este terreno, que es enorme.
—¿Y por fuera del muro, qué hay? —preguntó la chica, con interés.
—Casi nada. A los costados están los terrenos de los propietarios de las mansiones vecinas, pero por la parte del fondo solo hay tierras que terminan varios kilómetros más lejos, en el mar, y que en otras épocas le pertenecían a la familia. Hoy son terrenos públicos.
—¿No hay jardines del otro lado? —preguntó la chica, extrañada, sin darse cuenta de que su pregunta era demasiado llamativa.
Pero la anciana no pareció darse cuenta:
—¿Jardines? Del otro lado del muro sólo hay un bosque y animales salvajes. Por eso se construyó el muro: para evitar que entren.
Shiwei se puso pálida, mientras la mujer la observaba con curiosidad y un extraño gesto en su rostro, que la chica no llegó a ver.
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