Capítulo 10- Desconfianza
Ponerse un hanfu no era tarea sencilla: arriba de las prendas interiores había que ponerse otra bata blanca, un poco más larga y anudada a la cintura, y recién ahí había que colocarse el hanfu, que se sujetaba igual que la bata, además de llevar una complicada faja en la cintura.
Bo dejó sola a ShiWei, y corrió a buscar a la esposa del pescador, la misma que le había quitado la ropa ensangrentada, para que la ayudara a vestirse. La chica se revolvió, incómoda por la cantidad de ropa que tenía que llevar encima, y que no la dejaba moverse con naturalidad. Se sentía ridícula con esas prendas tan antiguas, pero prefirió quedarse en silencio.
—Ahora debes ponerte estas botas —le dijo la mujer, y después le mostró una placa de bronce pulido que hacía las veces de espejo, para que se mirara. La ropa era impresionante, y a pesar de seguirle resultando incómoda, tuvo que admitir que le quedaba hermosa.
—Estás muy linda, ShiWei... —el admirado comentario de Bo, que había entrado después de que se fuera la esposa del pescador, y la observó de pies a cabeza, la puso tímida.
—¿En serio? —musitó, avergonzada—. Me siento muy rara con esta ropa...
—A mí me pasó lo mismo cuando vine —le respondió el muchacho, sin darse cuenta—. Me costó adaptarme pero ahora me resulta muy cómoda.
ShiWei lo observó, extrañada: eso no era lo que su amigo le había contado.
—Pero, ¿tú no naciste aquí? —le preguntó—. Entonces, ¿de dónde viniste?
Bo se quedó en silencio, sorprendido por la pregunta de la chica; había hablado de más sin darse cuenta. Trató de pensar rápido para darle una respuesta que la dejara conforme:
—Estoy estudiando con Ton Ming. Antes vivía con mi familia en tierra firme...
—Pero yo te vi cuando estabas en el jardín detrás de la puerta, y la ropa que tenías, a pesar de ser antigua era mucho más moderna que esto. ¿Qué es lo que me estás ocultando, Bo? —Nada en ese lugar parecía amenazarla, pero ShiWei comenzó a asustarse, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡No, no llores por favor! Todo está bien, en serio... —exclamó el chico, alarmado.
—Quiero volver a mi casa... —comenzó a suplicar ShiWei, vencida por el llanto—. Llévame al jardín, Bo, ¡por favor!
—ShiWei... —el muchacho la miró con una expresión de tristeza, sin saber cómo decirle que en el lugar en donde estaban, ni el jardín ni la casa de los Wang existían aún.
La chica se secó las lágrimas con brusquedad, decidida a no confiar más en Bo: había sido un error irse de su casa, y uno peor aún buscar su ayuda.
—Si tú no quieres decirme cómo salir de aquí, me iré sola... —Decidida, salió de la habitación con pasos firmes. Tong Ming, que venía a ver cómo estaba, se la cruzó en la entrada, y la chica ni siquiera lo miró.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el monje a Bo.
—¡Lo siento mucho, maestro…! —exclamó el chico—. ShiWei quería volver a su casa y no me dejó explicarle nada. Ahora dijo que se iba sola. ¿Qué podemos hacer…?
—Síguela. Pero que no te vea. Déjala que se dé cuenta sola del lugar en el que está; no tendrá más remedio que volver aquí.
***
Tratando de vencer su angustia, ShiWei intentó averiguar hacia dónde ir. Le preguntó a las personas que fue encontrando a lo largo de su recorrido, para ver si alguien le daba alguna indicación. Pero todos le decían lo mismo: estaban en una isla, y la única manera de salir de allí era en uno de los barcos pesqueros.
«Tengo que encontrar el modo de escapar de esta isla de locos…» pensó, con miedo a que si el lugar en el que estaba era, como había pensado, el asentamiento de un culto religioso, tal vez le iban a impedir que se fuera.
Al final se decidió a preguntarle a uno de los pescadores, que estaba poniendo sus redes a secar en la orilla, si podía llevarla en su bote.
—¡Sí señorita, seguro! —le respondió el hombre, mientras hacía una serie de enérgicas afirmaciones con la cabeza—. ¡Solo le costará una pieza de plata!
«¿Qué diablos será una pieza de plata?» pensó la chica. Tal vez era dinero, pero ella no tenía ni una moneda.
Desanimada, se dio la vuelta para seguir su camino. Tal vez lo mejor era seguir por la orilla y ver si encontraba algún turista que de casualidad hubiera ido a parar a esa isla y quisiera llevarla a tierra firme. Pero después de un rato de caminar, sintió que la llamaban:
—¡Señorita, señorita! —Era el pescador que le había pedido la pieza de plata para llevarla—. Tengo que hacer el viaje de todos modos, así que permítame llevarla sin costo…
***
El agua apenas levantaba unas suaves ondas en el casco del antiguo barco pesquero. El sol se reflejaba sobre el río, que se movía con una corriente suave que ayudaba un poco al lento remero a llegar a tierra firme. ShiWei, impaciente, lo observaba.
«Este hombre no tiene intenciones de apurarse y se nos va a hacer la noche en el agua» pensó, un poco preocupada por el extraño giro que estaban tomando los acontecimientos. «Tal vez no debí salir de la isla con este desconocido... ¿y si es un secuestrador?» volvió a pensar. La imaginación de la chica se estaba desbocando, y ya estaba por entrar en pánico cuando, a lo lejos, vió otro bote que se acercaba, y se tranquilizó al ver sobre él la conocida silueta de Bo, que hacía vanos intentos por esconderse de ella.
Un rato más tarde, llegaron a la otra orilla. Pero de civilización, nada: el pequeño barco llegó a un muelle de madera, bastante precario pero del tamaño suficiente como para atar dos o tres botes como ese. Más allá se extendía una pradera salpicada de unos pocos árboles, y un camino de tierra que se perdía tras unas enormes rocas.
—¡Llegamos, señorita! —exclamó el pescador.
—¿ A dónde llegamos? —preguntó la chica, mirando a su alrededor, par6 ver si de casualidad veía el techo de alguna casa.
—¡Estamos en la tierra de los ríos y los lagos, por supuesto!
«¿Y eso qué diablos es?» pensó la chica. En la vida había escuchado hablar sobre esa tierra. Pero, ahora que sabía que por lo menos había un camino que de seguro llevaba a algún lado, pensó en apurarse antes de que Bo llegara a tierra, y después de darle gracias al hombre, comenzó a caminar con prisa, siguiendo el camino.
Segura de que había dejado atrás a ese chico que ya no le inspiraba confianza, después de un rato de caminar vio, a lo lejos, un montón de techos que se asomaban entre el suave declive del terreno. Ella no lo sabía, pero estaba por llegar a la ciudad de Huarong.
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