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Entrar al cascarón

Ella parecía algo desesperada mientras me hablaba.

     El primer día de clases. Una nueva oportunidad de hacer buenos amigos. Pan comido, decía.

     Pero yo sabía que no sería tan fácil cuando ella me dio muchos pasos a seguir; no hablar sobre el hombre-zorro, compartir a nana, no acercarse a las Sofías y todo eso.

     Yo no quería compartir a nana por varios motivos. Había esperado dos navidades para recibirla, y no quería que otro se la quedara. Eso de ya te lo devuelvo y que nunca pasa.

     Ya por la mañana me llamaron a comer a la mesa. La televisión estaba prendida y mamá seguía de mal humor por el cambio de escuela. Me vio y me dijo que subiera a cambiarme, que probara con otro vestido, porque ese estaba sucio.

     —Mamá, lo he limpiado, ¿lo ves? Pinté sobre las manchitas.

     —¡Niña tonta! ¡Niña tonta!

     Ella ya estaba diciendo cosas de que ese vestido había sido de ella, que lo había guardado especialmente para mí y que yo se lo arruinaba.

     Yo me puse a llorar porque había usado toda la pintura amarilla en el vestido. Ya no iba a hacer soles por un buen tiempo y siempre debía haber un sol en las esquinas, pero a ella solo le importaba su vestido y todo eso.

     El día había empezado mal, así que decidí esconder a nana dentro de la mochila y olvidarme de los huevos. Papá aguardaba por mí en el automóvil. En su radio sonaban canciones que hacían querer volver a la cama.

     Cuando llegamos me bajé y se olvidó de desearme buena suerte. Papá vigilaba a la mujer atrapada en la pantalla. A mí eso me molestaba, especialmente cuando quería jugar y decía que no podía.

     —Estoy trabajando, cariño.

     A mí me daban ganas de romperlo todo cuando eso pasaba.

     La señora Mónica también trabajaba en la segunda pantalla, lo hacía cuando creía que yo no la estaba viendo, y su espalda —al igual que la de mis papás— estaba cada vez más torcida. Ella me hacía la leche cuando estaba sola en casa, y se dedicaba a limpiar los cuartos. Pronto me preguntaría cómo había estado la primera clase.

     Yo quería dar una buena impresión, y esas se daban con una gran entrada. Pero apenas entré al salón me recibió un niño que gritaba demasiado y me sujetaba del cabello.

     —¡Suéltame! ¡Suéltame!

     Otro de ellos lloraba en una esquina, murmuraba algo de que su mami lo había abandonado. Yo quería decirle que no lo creía, que en unas horas volvería por él, pero nos mandaron a sentar.

     Cuando la maestra terminó de hablar ya podía hablar yo. Y lo hice, hablé del hombre-zorro por montones. Sus aventuras en las montañas, la vez que me salvó de caer al mar, etcétera. Pero ninguno de ellos tenía idea de lo que estaba contando. Les dije, el hombre-zorro, ¿cómo no lo van a conocer? Él me cuenta los secretos del universo.

     A nana la había sacado de la mochila, así que me apoyaba en mi relato.

     Lo malo fue la reacción de los otros niños. Me dijeron que estaba loca, que me lo había inventado.

     —No, no he inventado nada —me defendí.

     —A ver cómo se llama —preguntó Isabel.

     Yo le dije que no era necesario un nombre para que el hombre-zorro existiera.

     Ella insistió en que nunca había oído de él, así que no debía ser tan genial como yo decía. Alardeó de sus regalos de navidad, y de que Santa era algo así como un mago.

     Ahí yo me molesté, porque sí podía creer en el anciano panzón, pero no en lo que yo le estaba contando.

     —Santa no existe, los regalos los dejan los papás —dije ansiosa por ver su cara.

     La cosa no salió bien, porque sólo se puso a llorar el mismo niño de la mañana.

     —¡Mentirosa! Por eso te llegó esa fea muñeca —respondió Isabel.

     —¡Eres tonta, Isabel! ¡Tonta!

     El niño gritón seguía tirándome de las trenzas. Y yo me decepcioné, porque la única que sonrió por mi respuesta fue la que tenía un celular.

     Ya pensaría en cosas mejores.

     Me vengaría de Isabel. Me vengaría de ese niño.

     Apenas regresé a casa, saqué las tijeras.

     La cosa era simple. Mañana nadie me atacaría, no si ya no tenían con qué hacerlo.

     Corté todo lo que no servía. El piso quedó lleno de mi cabello. La señora Mónica se asustó cuando abrió la puerta. Me preguntó que qué había hecho, que ahora parecía un niño, y que mis papás se molestarían.

     Yo me eché a reír, le dije que no se preocupara, que ellos no se iban a dar cuenta, que para entonces estarían trabajando en la otra pantalla.

     El verdadero problema fue cuando la mujer volvió a aparecer en mi cuarto. Me recordó que me había advertido acerca de hablar más de la cuenta, pero yo qué iba a saber que lo decía tan en serio. 

     Ella insistió en si había compartido a nana. Yo estaba algo resentida, así que le dije la verdad nada más. Que nadie valoraba a nana, que eran otras cosas las que tenían valor hoy en día. Parece que eso la preocupó, pero no dijo mucho más.

     Las semanas pasaron y logré hacer una amiga. La niña del celular. Se llamaba Lara, no Sofía, era simpática y los días lunes siempre olía bien. Además, cortar lo malo le había roto las manos a Tomás —el gritón—, así que había sido bueno.

     Cumplir con tiempos no era muy divertido, pero no pasaba nada, porque siempre jugábamos a la ronda sin vernos el rostro. Empezábamos mañana y terminábamos ayer. Y la maestra tocaba la guitarra para nosotros.

     Isabel me tiraba el hombro hacia atrás, y su mano apenas me rozaba la piel. Tomás, a mi derecha, siempre me apretaba demasiado, dejando mis dedos gordos y rojos. A mí a veces me daba miedo que terminaran explotando, pero eso nunca ocurría.

     De todas maneras, prefería eso antes que estar en casa. Lara me había dicho que no pagaban por estar en la pantalla. Y yo pensé ¡Encima es gratis! ¡¿Es gratis y prefieren eso antes que jugar conmigo?! No podía creerlo. La verdad, les guardaba cierto resentimiento. 

     Un día mamá tuvo que ir a hablar con la maestra. Yo me quedé feliz en casa, pensando en que era afortunada de ser pequeña y estar en un cuerpo donde cabía. Me compadecía de los adultos, que sabiendo tantas cosas, dejaban de crecer. Era gracioso imaginar que un día ya no habría más espacio y no les quedaría otra que salir de su cuerpo. 

     Quizá seguía molesta. 

     Cuando mamá regresó a casa me contó que Tomás no tenía madre, así que después de una clase yo se lo conté a Lara. Esa vez la maestra me llamó la atención, porque Tomás se encontraba cerca. A mí me enojó bastante eso, ¿yo que iba a saber que Tomás estaba espiándonos? Él debía tener más cuidado de dónde se quedaba.

     Ella me regañó con que hablar sobre ese asunto era cruel. Yo le dije que me disculpara, que recién ahora me enteraba que estaba bien decirlo cuando la persona no estaba escuchando, que aún estaba aprendiendo.

     Pero poco a poco entendía cómo funcionaba. Y en general, las cosas se habían vuelto fáciles. Cuando los dientes estaban en mi mano me los ponía con pegamento. Si los demás encontraban que me veía fea me daba un buen baño. Si me hería y la piel se salía, entonces colocaba cinta para que todo siguiera en su sitio.

     La mujer consejera llevaba días sin aparecer, pero una mañana al abrir los ojos me asusté al creer verme en la silla; con el vestido amarillo y las trenzas largas. Me limpié los ojos y vi a la mujer que lloraba fuerte. Le conté que había hecho las cosas bien. Quería que me felicitara por mis logros.

     Sin embargo, ella se negó a contestarme, así que le pregunté que qué le pasaba. Su respuesta fue que ahora ella era ella, y yo era yo. Lo inevitable y esas cosas. Que ella ya no encajaba en el ayer, ni yo en el mañana.

     —¡Sofía! —gritó mamá.

     —¡Ya voy! —contesté y corrí rápido.

     Total no había nada que me frenara, porque ahora siempre estaría sola en el cuarto, pero jamás en el salón.

     Tomé asiento en la mesa y devoré los huevos que mamá había preparado.

     Llevaba días hambrienta y ni me había enterado.

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Afinidades electivas - René Magritte.

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