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Confesión silenciosa

La jornada había terminado, y Daniel al igual que siempre hablaba sobre el panorama para la noche.

     Era una tradición que los viernes solíamos irnos de fiesta o terminábamos emborrachándonos con el vino de su padre hasta el amanecer. Esos fines de semana eran buenos, reíamos y reflexionábamos sobre la vida. A veces se nos unían dos amigos que teníamos en común que no alteraban en nada nuestra dinámica.

     El verdadero problema era cuando Daniel invitaba a sus diferentes novios. Siempre salía con uno y otro, y los presentaba para que se unieran a nuestra pequeña manada. Yo ponía la mejor cara cuando eso pasaba. Intentaba ocultar esa ira que me daba cada vez que veía cómo se comían con la mirada y se dedicaban cursilerías.

     Lo bueno es que tenía la certeza de que ese entusiasmo tenía fecha de caducidad. «Vamos a ver cuánto dura» pensaba para mis adentros. Porque por más mal que estuviese, esa era la manera en que en mí había despertado el deseo de estar con alguien. Sabía que no era correcto querer que ellos me vieran de la misma forma en que veían a Daniel, pero simplemente no podía controlarlo. No había nada que me causara más satisfacción que lograr gustarles más de lo que les gustaba Daniel.

     Así, cuando él insistió nuevamente en qué haríamos en la noche, que le urgía que hiciéramos algo especial lo supe de inmediato; alguien nuevo había entrado a su vida, y otra vez quería hacerme partícipe de ese acontecimiento.

     Presentármelos era un autogol, pero Daniel no se daba cuenta de ello; de que con el pasar de los meses el interés decaía y terminaban con él. Las excusas siempre eran variadas, ya que entendían que era una situación compleja al ser mejores amigos. Al inicio se ponían distantes y fríos, ya no accedían a todas sus invitaciones y se olvidaban de las fechas importantes. Las peleas se volvían frecuentes hasta que finalmente le decían que querían cortar.

     Esos días Daniel aparecía en la puerta de mi casa, pidiéndome que pasemos las penas con alcohol. Yo le seguía el rollo, y mientras él no veía, sacaba el celular para intercambiar un par de mensajes con sus antiguos novios.

     Tonteaba un corto tiempo, después me aburría y les dejaba el visto. Insistían al inicio, pero todos tenían su cuota de dignidad, así que me solían dedicar una cuantas palabrotas y luego desaparecían de mi vida.

     —¿Qué te parece si vamos al nuevo bar en Franklin? Yo corro con los gastos.

     —¿Hablas en serio, Tomás?

     Su sonrisa era contagiosa, y verlo así de animado me hacía feliz a mí —por más contradictorio que eso pudiese sonar. Lo cierto es, que no me gustaba lo que le hacía, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Le dije que no se preocupara por nada, que me encargaría de crear un buen ambiente para que los dos estuviesen cómodos.

     Y en efecto lo hice, incluso conseguí una reservación a través de un conocido. Pero mis intenciones no eran buenas. Incluso me había sorprendido de mí mismo al buscar por horas la ropa que diera la mejor impresión. Me aprovechaba de la situación, porque sabía que Daniel era algo descuidado con esos detalles, lo que marcaría un mayor contraste entre ambos.

     No obstante, toda esa confianza en mi persona decayó rápido al reunirme con ellos. De inmediato, pude advertir la manera innecesaria en que buscaban el tacto del otro, las palabras bajas en el oído que adelantaban en qué terminaría la noche.

     Demoraron en advertir mi presencia, así que me vi obligado a toser un par de veces. Ahí Daniel fue el primero en conectar con mis ojos. Me presentó como su mejor amigo de toda la vida, y podía sentir sus ansias de que nos hiciésemos cercanos.

     —Un gusto. Tomás. —Correspondí el apretón de manos, demorando más de lo debido y rozando sutilmente los dedos de su novio. Era un descaro de proporciones, pero Daniel era demasiado inocente para percatarse de esas actitudes. De todo el tiempo que llevaba haciéndolo nunca había sospechado de mí. Nos conocíamos desde niños y confiaba plenamente en nuestra amistad.

     Dentro del local mantuvimos una charla agradable. Reímos con las anécdotas de la infancia; suyas y nuestras, y yo genuinamente me la pasaba bien en esos momentos. Sin embargo, todo se pudría con las demostraciones de afecto; cuando recordaba que eran pareja.

     Así y todo, había conseguido adaptarme, incluso involucrarme en sus charlas, como si más que un anexo fuera parte de ellos. 

     Y ese comportamiento no se limitó a algo esporádico de esa junta, porque poco a poco me había convertido en la piedra en el zapato. Siempre llegaba a cada una de sus salidas. Casi no había espacio para la intimidad, porque ahí estaba yo nuevamente ocupando un lugar que no me correspondía. Daniel era demasiado tímido y le acomodaba que yo estuviese cerca dándole ánimos, así que todo parecía el acto de un muy buen amigo; de alguien que sólo quería ayudarlo, ya que él también prefería mi presencia. 

     Y de ese modo, me volví confidente de su novio. Conocí sus pasatiempos, defectos e incluso su familia. 

     Una cosa fue llevando a la otra y una noche conseguí mi objetivo. Para ese entonces ya hablábamos cada día, e incluso sabía que no era feliz con Daniel, ya que encontraba que sus cambios de actitudes eran desconcertantes. Sin embargo, aún no se atrevía a terminar con él.

     Por ello, tuve que ser testigo de cómo se besaban en la pista, de lo cerca que bailaban el uno del otro a pesar de que su relación pendía de un hilo. Por supuesto, nada de eso me preocupaba, ya tenía terreno ganado y confiado me recliné en el asiento esperando el momento en que se separaran.

     Lo cual no tardó demasiado tiempo. Su novio se disculpó para ir al baño de hombres, y después de unos minutos imité su actuar, convirtiéndose ese sucio espacio en el único testigo de la tensión que flotaba en el ambiente.

     Estábamos solos, y cuando él tomó la iniciativa reí contra su boca, porque otra vez había logrado lo que quería. Aunque eso me hiciera la peor persona del mundo esos pequeños segundos me daban la satisfacción que nunca sentía en el día a día. Porque hace nada sus labios habían estado sobre los suyos, pero ahora devoraban los míos. 

     Satisfecho con el resultado salí del recinto para respirar algo de aire fresco. Escuché unos pasos detrás mío, pero dudaba que me siguiera afuera. A fin de cuentas, debía regresar aún con Daniel.

     Cuando me detuve a un lado de la escalera, los pasos cesaron. Era una muchacha que me observaba con recelo, y aunque me tomó un tiempo reconocerla sabía que habíamos sido compañeros en la escuela.

     —Deberías dejar de hacer eso. Daniel algún día se dará cuenta.

     —¿Disculpa? ¿Te conozco?

     Ella puso los ojos en blanco. Actitud que me recordó a cuando éramos niños y alguien hacía algo que daba grima. 

     —Sé que me reconociste. Fuimos compañeros. Te preguntarás qué sabe esta, ¿no?, pero uno de mis amigos salió con Daniel y sufrió mucho por tu culpa. Sé lo que haces, le robas todos los novios, y una vez que lo consigues los deshechas. Tu ego llega demasiado lejos.

     Encendí un cigarrillo mientras la escuchaba. Ella no tenía nada que opinar en algo que no le incumbía, así que le boté todo el humo encima por puro capricho.

     —¿Me culpas a mí? Son sus novios —solté en medio de una carcajada al ver cómo fruncía el ceño.

     —Es tu amigo, Tomás.

     «Amigo» La mención de la palabra la encontré odiosa, repulsiva, como si algo no terminara de encajar.

     —Lara, siempre te has creído muy astuta, pero este asunto no te importa.

     Creí que con ello la conversación se daría por terminada, pero ella hizo una mueca arrogante como si tuviera un as bajo la manga.

     —Te saqué una foto.

     —Estás mintiendo. 

     —¿Quieres ver?

     Dio vuelta su teléfono y, en efecto, nos había sacado una fotografía al salir del baño. Se apreciaba claramente que nos habíamos enrollado.

     —Se la mostraré a Daniel.

     —No... No lo hagas —pedí, y cualquier confianza se fue al suelo.

     Sentí todo el miedo de golpe. No era que antes nunca me hubiera sentido mal por mis actos, solo que lo que conseguía era preferible antes que la idea de quedar a un lado. Cuando éramos Daniel y yo todo era perfecto, pero había sido ese inicio, ese instante en que Daniel empezó a salir libremente con otras personas los que me hicieron dar cuenta de que no soportaba quedar marginado de sus interacciones. No conocer ese otro lado de él más íntimo, al que únicamente ellos tenían acceso. Además, no estaba acostumbrado a tan desconcertante cambio. Daniel siempre había sido más introvertido, y de pronto se había convertido en alguien demasiado exagerado en sus muestras de afecto —al menos públicamente, conmigo presente. 

     Y sabía que no lo soportaba porque quería ocupar yo ese lugar en vez de ellos. Sabía también, que debía ser honesto con mis sentimientos, o al menos no joderle la vida, pero no había sido capaz de gestionar bien lo que sentía porque desde el inicio había sido Daniel. Solo Daniel.

     Me recriminaba por ello, por la manera en que ese sentimiento había despertado, que difería de todo lo que había conocido y visto. Se suponía que el amor no tenía que así, pero era lo único que conocía.

     —Yo... lo quiero más de lo que crees. —Conseguí articular, aunque ni siquiera le estaba prestando atención, más bien, se trataba de una primera confesión en voz alta. Nunca había verbalizado lo que me pasaba con Daniel, y me parecía ridículo hacerlo frente a una persona que nunca fue mi amiga. 

     Lara ignoró mis palabras, la situación en el fondo le divertía. Vi cómo ingresaba al local con teléfono en mano. Seguramente lo hacía para torturarme, ya que perfectamente podía enviarla a través de redes sociales.

     Y como un cobarde tomé el primer taxi que encontré. Apagué el celular y me olvidé del asunto.

     O al menos lo intenté, porque cuando llegué a la casa no pude conciliar el sueño en toda la noche. Me di vueltas de un lado a otro, sacudiendo la culpa y vergüenza de mis sentimientos. 

     No fue la luz del día la que me hizo levantar de la cama, sino el timbre que sonaba sin parar. 

     Caminé descalzo hasta la entrada y vi por la mirilla. Con el corazón a mil retrocedí al ver a Daniel del otro lado. 

     No estaba listo para esa conversación. Nunca iba a estarlo. Sin embargo, ya era hora de hacerme cargo de mis actos, así que abrí la puerta antes de arrepentirme. 

     Fue ahí cuando me llevé la verdadera sorpresa, porque no me encontré con un rostro molesto ni mucho menos. Si bien, había algo de resentimiento en su expresión no era lo que predominaba, ni tampoco parecía ser por los motivos que yo esperaba. Por alguna razón, Daniel tenía las mejillas sonrojadas como si él tuviera que sentir vergüenza por algo.

     Y entonces pensé en las palabras exactas que le había dicho a Lara, en lo que yo erróneamente había interpretado como indiferencia. «Sí que le gusta meterse donde no le importa» pensé. 

     Tardé en comprender qué le pasaba a Daniel. Tardé en entender que los dos habíamos sido unos verdaderos imbéciles.  

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