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Capítulo 4 |


No sabía cuál era el origen de mi consternación: que no pudiera encontrarle ni un mínimo de sentido a las fórmulas que ocupaban la enorme pizarra del aula de Estadística —cuya dimensión era estratégica debido a la cantidad de alumnos que repetían año tras año la materia— o la tranquilidad con la que el profesor Hayes caminaba por la tarima, como si aquello no fuera nada para él.

Hacía ya muchos años que había asumido mi falta de destreza para las matemáticas, pero André y su don innato para domar los números sin siquiera despeinarse poseían la habilidad de hacerme sentir más estúpida de lo que ya era.

Se paseaba con tal seguridad y firmeza que no había nadie con las agallas suficientes para apartar la mirada de él. Su cabello cenizo estaba peinado a la perfección hacia un lado, a excepción de un par de mechones rebeldes que le caían sobre la frente. Unas cejas oscuras y pobladas enmarcaban sus profundos ojos castaños mientras que el vello rasurado de la barba en su mentón resaltaba una mandíbula cuadrada y varonil.

Tez trigueña, aún favorecida por el beneplácito del verano, nariz recta y unos labios de infarto que pocas, o ninguna, habían tenido oportunidad de besar, André Hayes fue el crush de muchos durante su etapa como estudiante en la universidad y el placer culposo actual de sus alumnos ahora que ejercía como profesor.

La primera hora de clase pasó antes de lo previsto, quizá porque se dedicó a hacer un mero repaso por las nociones básicas de la asignatura, aquellas que incluso yo dominaba.

Levantó la voz ante la estampida que se armó al sonar el timbre.

—¡No tan deprisa, chicos! Como sé que este verano habéis echado en falta mis clases, me he tomado la libertad de subiros unos ejercicios de repaso del semestre anterior al campus para que podáis refrescar la memoria. —Los lamentos y quejas no tardaron en hacerse escuchar y él los recibió, risueño—. Esta práctica no ponderará para la evaluación, pero su entrega es obligatoria, ¿estamos? No encontraréis nada que no hayamos hecho antes, así que no tendréis problemas para resolverlos.

Recogí mis pertenencias con torpeza y me apresuré a abandonar el aula. A continuación, me abalancé por el pasadizo e intenté fundirme con el resto del alumnado que, al igual que yo, daba por superada la primera clase del día. No obstante, ni con esas fui capaz de evadirle.

Los ojos de Cole, a quien por lo visto no se le habían pegado las sábanas esa mañana, me acribillaban el cogote desde que entré a Estadística y, por si no fuera suficiente, ahora también lo hacía su voz.

Seguí con mi camino, abriéndome paso a codazos entre el gentío, hasta llegar a las puertas de la Facultad y, cuando por fin creí que iba a librarme, noté cómo alguien me detenía.

—Blake.

Pese a que pronunció mi nombre en un susurro, fue incapaz de disimular la advertencia implícita que ocultaba.

—¿Y ahora qué quieres? —mascullé entre dientes al verlo ocupar un lugar a mi lado.

—Te he escrito este fin de semana y ni siquiera has abierto los mensajes. Llevas días evitándome.

—¿Y no te has planteado que, si no te respondí, fue porque no quería hacerlo?

Me miró con los ojos entrecerrados mientras sopesaba mi respuesta, que parecía no decirle lo suficiente.

—Pensé que después de la conversación del otro día comenzábamos a estar bien otra vez.

Mi subconsciente soltó una carcajada que hizo eco en mi interior y yo me limité a escucharla, pues sabía que me lo tenía más que merecido. Cole era de esas personas a las que le dabas la mano y te agarraban del brazo, lo sabía de sobra. Pese a ello, noches atrás, en la fraternidad, se la ofrecí de nuevo.

La única culpable de esa excesiva confianza con la que tomaba todo lo que quería y más de mí, era yo. Por mostrarme indulgente, débil, ante alguien que merecía sufrir mi indiferencia.

—¿Pensabas? —Exhalé—. No me jodas, Cole. ¿Qué punto de la conversación te hizo pensar que algo entre tú y yo volvería a estar bien alguna vez?

Hundió las cejas al escucharme y los labios se le fruncieron hasta formar una línea. Se estaba conteniendo, pero su molestia era más que obvia para mí. Podía verla ahí, en el interior de sus ojos, en plena ebullición.

—Dijiste que aceptabas mis disculpas.

Quise meterme en esa cabeza cuadrada y hueca que tenía y gritar hasta que mi voz resonara entre sus pensamientos.

—Sí, y también que quería que cada uno fuera por su lado de aquí en adelante. Pero supongo que esa parte no te interesó escucharla.

—Blake. —Lo noté temblar por la ira, mas no sabía hacia quién de los dos iba dirigida—. Sé que no me porté bien contigo y que te sobran motivos para no querer verme ni en pintura, pero por favor te lo pido, dame otra oportunidad.

De repente, me di cuenta de la cantidad de veces que había vivido esa escena ahí mismo, a puertas de la Facultad. Cuántas veces me había encontrado a mí misma en ese lugar, escuchándole pedirme perdón, excusarse por todo lo que había hecho mal y prometiéndome que esa sería la última, pese a que ambos sabíamos que nunca era así.

—Si lo sabes, ¿por qué vuelves a hacer lo mismo? ¿Por qué no puedes dejarme vivir en paz? —alcé la voz. Y lo hice porque estaba enfadada con él, pero sobre todo porque lo estaba conmigo misma por haber bajado la guardia.

—¡Porque soy un hijo de puta egoísta que no sabe vivir sin ti!

El ambiente disperso de primera hora de la mañana desapareció y el tráfico de estudiantes, que iban y venían de sus respectivas clases, se detuvo ante el espectáculo que estábamos montando.

—Sé que me merezco tu indiferencia. Joder, me encantaría poder decir que no me daba cuenta, que no era consciente de que te hacía sufrir, ¡pero no puedo! ¡Ya no sé cómo pedirte perdón por todas las veces que te herí con mis mierdas! —clamó con la voz hecha trizas—. Siento haberme dado cuenta de esto tan tarde y sé que soy egoísta al pedirte esto. Un hijo de puta egoísta, pero enamorado.

Dio un paso hacia mí y yo di otros más, en dirección contraria.

—Cole, haznos un favor a los dos y cállate —advertí.

—Si alguna vez te he importado, escúchame. Blake, demuéstrame que de verdad sentiste alguna vez algo por mí, porque no te reconozco. No reconozco a la mujer frívola en la que te has convertido.

Me acerqué a él, devorando la distancia que yo misma había interpuesto entre ambos, y lo tomé por el brazo. Cuando lo tuve lo suficientemente cerca, procedí a decirle al oído, lejos de las habladurías de quienes nos rodeaban, lo que llevaba guardándome todos aquellos meses.

—No tienes ni la más mínima idea de lo que me está costando no soltarte un guantazo e irme, así que escúchame con atención, porque no volveré a repetírtelo nunca más —me pronuncié—. La otra noche te mentí. No importa cuántas veces me pidas perdón, porque nunca, jamás, voy a perdonarte. Lo único que siento por ti es rabia y asco, porque tú mismo te encargaste de destruir todo lo que había antes. Deja de lamentarte por haberte comportado como lo que eres y asumamos ambos que la única culpable de haberte aguantado fui yo, por creer que podías ser algo más que el capullo sin escrúpulos que evidentemente eras.

Contuvo el aire y aproveché su incapacidad para responderme para quedarme tranquila de una vez por todas.

—Créeme que indiferencia es lo mínimo que te mereces después de haberme grabado sin mi consentimiento, Cole. ¿O es que todavía no te habías dado cuenta de que te estabas comportando como un capullo cuando dejaste que los vídeos se filtraran en el campus? No, seguramente no. En ese momento sólo te importaba quedar como un machote, dejar claro que tú eras, de entre todos, el que la tenía más larga y gorda, ¿a que sí? —dije, cínica—. Aprovecha que la vida te sonríe. Has perdido a una chica, pero has ganado confianza en tu virilidad, campeón.

Seguí impasible ante su repertorio de excusas. No quería, no soportaba la idea de volver a ser esa chica estúpida que disculpaba las acciones más crueles a cambio de palabras bonitas pero vacías.

—No vuelvas a acercarte a mí.

*

Compuse una mueca al encontrarme con el montón de apuntes esparcidos frente a mí, desordenados y llenos de fórmulas que memoricé el año anterior y ya no recordaba. Había aprovechado la hora libre que me quedaba antes del almuerzo para ir a la biblioteca de la universidad y adelantar los ejercicios que André mandó esa misma mañana, pero lo único que había conseguido hasta entonces era exasperarme.

Exhalé en un vago intento de deshacerme del cansancio y permití que mis ojos vagaran por la librería en la que llevaba encerrada las últimas dos horas. Al parecer no era la única que había perdido agilidad en alguna asignatura, pues el recinto estaba atestado de estudiantes enfrascados en sus respectivas lecturas.

Mi móvil vibró sobre la mesa, levantando las miradas del resto de estudiantes que la ocupaban. Sonreí con falsedad y me eché sobre el teléfono para sofocar el ruido.

@Midnightemptation:

¿Cómo van esos ejercicios? ¿Todavía se te resisten?

El recordatorio de todas las horas de sueño que me faltaban aquel día saltó en la pantalla al desplegar la barra de notificaciones. No recordaba quién de ambos se durmió primero, pero lo que sí sabía con seguridad era que nos dieron las tantas de la madrugada y ninguno de los dos parecía dispuesto a abandonar la conversación que emprendimos noches atrás.

@Girlonfire:

El curso acaba de empezar y ya me veo estudiando para las recuperaciones, así que imagínate.

Mi orgullo fue lo único que me impidió acudir al despacho del profesor Hayes tras la primera clase de Estadística del semestre. Eso y un poco de vergüenza, a decir verdad.

El año anterior iba tan apurada en la materia que me vi obligada a tomar las horas de atención personalizadas del centro, que servían de flotador a aquellos estudiantes que andaban algo justos en nociones de natación. Por suerte para mí, el profesor Hayes, además de guardar un parecido considerable con los modelos que ocupaban las portadas de Calvin Klein, también lo hacía con las hermanas de la caridad, puesto que ofrecía intensivos extracurriculares para los que requeríamos directamente de un socorrista.

En definitiva, su despacho se convirtió en mi segunda residencia y el poquito sentido de la vergüenza que habitaba en mi ser me impedía que, tan solo tres meses después de haber terminado las clases, fuera a picar su puerta para decirle que ya no me acordaba de nada de lo que, con tanto esfuerzo, me enseñó.

@Midnightemptation:

Lo más probable es que estés algo oxidada después del verano, nada más. Tómalo con calma.

@Girlonfire:

Pues no sé qué decirte. Yo creo que estoy oxidada desde que nací.

No he vuelto a encontrarle sentido a las matemáticas desde que aprendí a dividir.

@Midnightemptation:

¿Y si te ofreciera un incentivo a cambio de que lo intentaras?

@Girlonfire:

Muy bueno tendrá que ser ese incentivo para que vuelva a enfrentarme a ese engendro del demonio.

@Midnightemptation:

Resuélvelos todos y me ocuparé personalmente de hacerte olvidar todo el sufrimiento que te causen.

@Girlonfire:

¿Qué puedes ofrecerme que sea tan tentador para que me esfuerce siquiera?

@Midnightemptation:

Empecemos resolviendo algunos de los interrogantes que dices tener sobre mí y ya veremos hasta dónde llegamos, ¿te parece?

No intenté siquiera hacerle ver que no sabía de qué hablaba, porque recordaba con una exactitud milimétrica el minuto y segundo de la madrugada en el que se me ocurrió confesarle que pecaba de una curiosidad tan grande como la del resto de estudiantes desde que leí su primer relato. Por supuesto, había obviado detalles insignificantes como que me machacaba el esmalte de uñas esperando las actualizaciones semanales.

Me decidí a aparcar el teléfono tras intercambiar un par de mensajes más, pues mis ojeras eran prueba suficiente de lo mucho que podían alargarse nuestras conversaciones, y me dispuse a buscar el manual de Estadística que el profesor Hayes había linkeado a los ejercicios de repaso.

La biblioteca me parecía un laberinto. Cada pasadizo era igual de largo y estrecho que el anterior y estaba tan atestado de tomos académicos como el que le seguía, así que tardé una eternidad en localizar el maldito libro y media de otra en poder siquiera alcanzarlo, porque estaba a dos estanterías de distancia de donde me permitía llegar mi corta estatura.

Estuve a punto de gritar eureka cuando alguien me lo arrebató de las manos.

Nociones de Estadística Aplicada Básica, cómo no.

Deseé profundamente haberme quedado dormida durante la clase del profesor Hayes y que todo lo que sucedía ahora a mi alrededor no fuera más que una desafortunada ilusión producto de mi mente, prodigiosa en ámbitos creativos.

Pero sabía que una fragancia como la suya, que mezclaba los aromas amaderados de las grandes marcas con la pestilencia de una arrogancia igual o más penetrante, era difícil de replicar en el mundo de los sueños.

—¿Acaba de empezar el curso y mi hermano ya te está dando problemas?

El asco que me embargó al darme la vuelta y encontrarlo frente a mí debió ser muy evidente, porque Elliot no pudo hacer más que arquear una ceja. Su cabello rizado estaba un par de tonos más claro a causa de su exposición prolongada al Sol y varios centímetros por debajo de la línea de la mandíbula.

Me pregunté si la temperatura bajo esa densa mata de pelo había sido suficiente para freírle el cableado neuronal.

Su mirada era punzante y perspicaz, como de costumbre, señal de que, por desgracia, no sólo seguía gozando del atractivo congénito que compartían los tres hermanos Hayes, sino que además mantenía el intelecto intacto. Por tanto, seguía siendo el mismo figurín popular y gilipollas que de costumbre.

Le arrebaté el tomo sin contemplaciones y le dediqué la sonrisa más tétrica de todo mi repertorio, esa que tenía guardada para aquel grupo selecto de personas a quienes aborrecía con todo mi ser. Recorrí el pasadizo en completo silencio, a sabiendas de que los pasos de Elliot se solapaban con los míos a escasos metros de distancia, porque no era el tipo de persona capaz de aceptar un no como respuesta, y torcí la primera esquina en dirección a mi mesa.

Los ánimos decayeron en cuanto abrí el manual y me adentré en la presentación del libro, que prometía ser una solución asequible para quienes no nacimos con un don para los números. A mí me pareció una invitación al suicidio.

Por si esa frustración no fuera suficiente, también estaba Elliot, que me había seguido y se había sentado frente a mí. Me miró por encima del desorden de mis apuntes, como si le importara un bledo la animadversión que sentía hacia él y la poca paciencia que me quedaba a esas alturas.

—Ilumíname. ¿Estás aquí por algún motivo en concreto o simplemente has venido a joderme la existencia por estar en el lugar y momento equivocado?

La despreocupación con la que se reclinó en la silla me hirvió la sangre, pero fue esa mueca burlona la que incentivó mis ganas de abrirle una brecha en la cabeza con el manual.

—Te veo tensa. ¿Qué pasa, el segundo tomo te va grande?

—Me pasa que ya he perdido bastante tiempo con un gilipollas esta mañana como para que ahora venga su mejor amigo, que resulta ser otro gilipollas, a tocarme las narices. Así que ahórrate el discurso.

Levantó un poco las cejas mientras una sonrisa se le asomaba en los labios, recibiendo con gusto la sarta de barbaridades que le lanzaba como misiles.

—Solo por curiosidad, ¿cuál crees que es el motivo por el que estoy aquí?

—Ni lo sé ni me interesa. Es más, si está relacionado con Cole ya puedes levantarte e irte por donde has venido —le advertí.

—Pero... ¿y si no? ¿Y si te equivocas y no he venido hasta aquí para hacer de Cupido y arreglar los desperfectos de tu relación tóxica-dependiente? —me desafió. Sus ojos, que eran de un color azul profundo y vibrante como el del cobalto, me acribillaban sin compasión en busca de un solo indicio de duda.

—Te tomo la palabra, pero... —Deslicé los codos sobre la mesa hasta que quedamos lo suficiente cerca como para que nadie a nuestro alrededor pudiera escucharnos—. Voy a declinar tu oferta y a asumir el riesgo de equivocarme.

Cogió un folio de los muchos que había esparcidos en la mesa, me quitó el bolígrafo de la mano con una chulería calcada a la que yo usé al arrebatarle el manual y escribió, con una caligrafía perfecta, un seguido de números que intuí pertenecían a su móvil.

—¿Qué se supone que haces? —pregunté cuando lo deslizó hacia mí, como si fuera un gramo de coca y no un papelito inofensivo—. No voy a usarlo.

—Quédatelo, por si acaso.

—¿Por si me quedo sin papel y necesito algo con lo que limpiarme el culo?

Soltó una corta, aunque sonora, risa nasal.

—Errar es de humanos y rectificar de sabios. —Se levantó de la silla sin dejar de mirarme—. Estaré esperando tu mensaje para cuando estés preparada para ser lo último.

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