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Capítulo 1


Los minutos que precedían a la conclusión del sábado y al inicio de la madrugada del domingo despedían un particular aroma a desesperación diluida en litros de alcohol y, en consonancia, a malísimas decisiones tomadas al tuntún. El desenlace de una noche dependía, en gran parte, de ese corto lapso y del efecto que provocaba en quienes lo vivían.

El efecto Último día en la Tierra, como Ginger y yo lo llamábamos, era el causante de que enviaras ese fatídico mensaje a tu ex o a ese chico del que prometiste no enamorarte porque «era sólo sexo». También era el culpable de que bebieras esa copa de más que te llevaba directa a la taza del váter —si llegabas, claro— o que asaltases la boca de un desconocido del que al día siguiente sólo recordarías que se quedó frito en la cama antes de empezar con la acción de la que tanto alardeaba.

Aquella noche, el interior de la fraternidad emanaba verdadero hedor a ese efecto, y yo llevaba respirándolo desde que entré.

—Si es que no tienes remedio —solté.

Lo primero que vi al salir del lavabo fue cómo, a unos metros de distancia, el par de tíos que Ginger había interceptado un rato antes caía vilmente en las redes de mi amiga. La sonrisa juguetona en sus labios indicaba que se lo estaba pasando en grande ante los malabarismos que hacían con tal de seducirla.

Era jodidamente magnética, un auténtico imán tanto para hombres como para mujeres. Y no era para menos; Ginger se parecía más a la protagonista del cuadro renacentista de Botticeli que a una humana común y corriente, y hacía gala de su destreza en el arte del flirteo disfrutando al ver cómo aquellos que la contemplaban caían rendidos ante sus encantos. Batía las pestañas con esa gracia y distinción natural que poseía, cual noble doncella meciendo un abanico de largas y blancas plumas.

Y luego estábamos las demás, que lo intentábamos.

En situaciones como aquella, prefería darle un espacio para divertirse un rato e irme a dar una vuelta a mi aire. Así que eso fue precisamente lo que hice.

Le di un último sorbo a mi copa y me adentré en la multitud.

Los acordes de la que fue la canción del verano llegaron hasta mí desde el extremo opuesto de la estancia y, más pronto que tarde, me hallé tarareando las siguientes notas. Cerré los ojos y dejé que el ritmo de la música ahuyentara los gritos de aquellos a los que el alcohol ya les circulaba por las venas.

Bailé despacio y permití que la melodía me transportara de nuevo a los despertares en Miami, a los besos salados de las olas, la aspereza de la arena a mis pies y al embotellamiento de todos los atardeceres que pasé en la playa en la gama cromática de mi Tequila Sunrise. Mi evidente estado de embriaguez me despojó de cualquier tipo de vergüenza y, más pronto que tarde, me encontré moviéndome al ritmo tortuoso de la música, apaciguado y con un deje erótico que conseguía enloquecerme.

Batí las caderas como lo hubiera hecho encima de un hombre dispuesto a complacerme; desatada y rendida al placer que nunca nadie saciaba y que yo tanto ansiaba. Sacudí el cabello y enredé mis manos en él para, luego, soltarlo con cuidado.

Pese al diminuto vestido que llevaba, la humedad era insoportable. Mi piel transpiraba y tenía que coger aire a bocanadas, como un pez. Empezaba a molestarme.

—¡Blake, vengo con provisiones!

Ginger apareció a mi lado con una bebida en cada mano y un moño maltrecho de esos que se hacía en casa cuando atosigaba el calor.

—Gracias. ¿Gintonic? —pregunté ante la obviedad, y ella asintió. Le di un trago rápido mientras buscaba algo a sus espaldas, asomándose a ambos lados de su cuerpo—. ¿Y tu par de acompañantes?

—Olvídate, unos calzonazos. ¡Hombres! Mucho darle al pico, pero cuando hay que pasar a la acción... —Rodó los ojos con dramatismo—. Les he dado mi teléfono para que me llamen cuando estén preparados para un ménage a trois.

—Qué alto aspiras, amiga —comenté entre risas.

—¡Quien le tenga miedo a vivir que no nazca! —espetó con su característico entusiasmo. A continuación, entrelazó su brazo con el mío y añadió—: Anda, acompáñame al baño, que me estoy cagando.

—Qué fina eres cuando te lo propones.

Al llegar, y como era normal dadas esas horas de la madrugada, la cola para entrar era kilométrica. Por suerte, Ginger tenía el don de caer en gracia a cualquiera que se le pusiera enfrente, así que avanzó en la fila codeándose con todo quisqui.

—Te espero aquí —la avisé, apoyándome en el mármol del lavamanos.

El teléfono me vibró en la mano y emitió un parpadeo. A continuación, el sonido se propagó en el resto de los dispositivos de las allí presentes.

Sonreí ante lo que eso significaba y corrí a abrir la notificación.

«Nueva actualización de @Midnightemptation», leí para mis adentros antes de clicar y dejar que me dirigiese a la página del foro. Las risitas del resto de chicas indicaban que ellas estaban haciendo exactamente lo mismo.

Midnightemptation era todo un fenómeno social en la UCLA, un estudiante anónimo que había ido ganando popularidad desde su aparición en el foro de la Universidad a mediados del semestre anterior hasta convertirse en toda una revolución. Escribía relatos en la página de estudiantes y hacía que esta ardiera en visitas en cuestión de segundos.

Su identidad era todo un misterio y quizá aquello lo hacía todavía más interesante; era la incógnita que nadie, ni sus adeptos ni sus detractores, conseguía descifrar.

«Serendipia, por Midnightemptation», rezaba el título.

Cogí una respiración profunda y me abandoné a la lectura, sobrecogida por un revoltijo de nervios en el vientre.

Apareces de la nada y, aunque caminas, parece que flotas a centímetros del asfalto. Te escabulles entre el gentío con delicadeza, como lo hace la brisa al enredarse en tus piernas, y me pregunto por qué nadie más te mira.

Quizá porque esta noche es diferente, excesiva; como todo lo que la concierne. El bullicio, la velocidad a la que todos se mueven y la facilidad que tengo para dispersarme. Pero tú no.

No haces ruido, pero te oigo.

Anhelas ir despacio en un mundo en el que todo se hace rápido.

Me ofreces una copa más, una copa de ti que no voy a ser capaz de rechazar, pese a que el alcohol es lo único que recorre ahora mis venas.

Bailas entre un mar de gente, pero solo destacas tú y tan solo yo disfruto de tu espectáculo, y se me ocurre que tal vez el resto ha sido lo suficientemente cauto al no posar sus ojos en ti y yo, sin embargo, un estúpido.

Sobre tu piel resplandece el reguero de plata que la Luna refleja en el agua, pero en tus ojos todavía arde el panorama de una noche de verano.

La oscuridad efímera previa al amanecer acompaña el camino que tus pies descalzos han trazado al borde de la orilla y que ni siquiera el mar ha sido capaz de desdibujar. La espuma del océano se arremolina ante ti junto a los lamentos de los marineros que yacen a la deriva, pues las estrellas han dejado de orientarlos para seguirte, ya que brillas con mayor intensidad que ellas.

Un amago de sonrisa aflora en tus labios, aún húmedos por la sandía que reemplazaste para cenar, y no me cabe duda de que el viento transporta voces mucho menos poderosas que la tuya, que no necesita pronunciarse para hacerse escuchar.

Eres el panorama de una noche de verano. Las risas efervescentes de quienes esperan subirse a la siguiente atracción, el olor de las mazorcas recién hechas, el sabor pegajoso de una manzana caramelizada, el vaho que emborrona ligeramente la vista y el tacto esponjoso y pringoso de las nubes de azúcar.

Y también eres el amanecer de una feria ambulante: te marchas antes de que el resto despierte y lo haces sin dejar rastro. Quienes han tenido el placer de disfrutarte intentan contenerte en su memoria, como quien aguanta la respiración bajo el agua. Pero es imposible. Porque vuelas a una altura que sólo los astros alcanzan y lo haces libre, sin ligarte a nada.

Te alejas de la pista de baile y yo te observo hacerlo, pues la mera intención de apartar la mirada de tu cuerpo me resulta ya absurda. Me quedo desamparado ante una realidad que solo tú has sido capaz de evocarme, así que te busco a pesar de que sé que no voy a encontrarte. Y me sorprendo al notar que, aunque antes ardías a escasos metros de mí, quemas ahora con mayor intensidad en la distancia.

Tu recuerdo permanece inmutable en mi memoria y, pese a que cierro los ojos con mayor frecuencia de la que desearía para volver a verte frente a mí, no lo necesito para tenerte en mente. Te paseas por ella a tus anchas como un ángel lo haría por el averno, ajena a los pensamientos que transito cuando te pienso. Y es paradójico, porque he visto las puertas del averno ardiendo en tu interior, pero son unas alas de valquiria las que se funden en tu piel de mármol.

De modo que abro los ojos y, contrariado porque sé que buscaré en mil y un infiernos y en ninguno de ellos voy a encontrarte, asumo que simplemente eres serendipia.

Al acabar de leer, el corazón me latía a una velocidad que parecía que me hubiera pinchado un jeringazo de adrenalina. Los latidos me retumbaban en las sienes y las manos con las que sujetaba el teléfono me sudaban como si las hubiera zambullido en el agua.

Regresé al comentario fijado justo debajo del relato y, distraída, me acaricié la zona de piel tintada entre mis omóplatos.

«Mención especial a la chica con las alas de valkiria tatuadas en la espalda que bailaba esta noche en la fraternidad, porque ha sido un jarro de agua fría para mí y, sin ella, no habría actualización esta semana».

Al asegurarme de que las alas seguían allí y, como decía el relato, no habían echado a volar, me comenzaron a hormiguear las yemas de los dedos.

La chica del relato era yo.

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