1| El error más dulce
La nieve caía sin prisa, como si el cielo estuviera jugando a pintar de blanco todo lo que tocaba. Desde mi lugar en la cafetería, veía los copos pegarse al cristal antes de derretirse y desaparecer. Me recordaban a los sueños: pequeños, hermosos, pero demasiado frágiles.
Yo era un desastre, y no lo digo en broma. Mi delantal tenía manchas de café que no saldrían ni con magia, mis manos temblaban un poco mientras intentaba llevar tres tazas a la vez, y mi coleta se había rendido a mitad de la mañana, dejando mechones sueltos por todas partes.
Pero ahí estaba, sonriendo como si todo estuviera bajo control, porque esa era yo: Vania, experta en ocultar el caos detrás de una sonrisa.
—¡Buenos días! —exclamé cuando la campanita de la puerta anunció a un nuevo cliente.
Él entró como una ráfaga de viento helado, con el abrigo gris perfectamente abotonado y una corbata que parecía gritar seriedad. No tuve que mirarlo dos veces para saber que no era el típico cliente de El Rincón del Café. Nada en él encajaba con las paredes llenas de cuadros abstractos y las plantas colgantes. Parecía más del tipo de cafeterías donde sirven café en tazas transparentes y todo cuesta el doble solo porque el menú está en inglés.
—Un café negro, grande, para llevar. Sin azúcar —dijo, sin levantar la vista de su reloj.
—¡Claro! —respondí, con más entusiasmo del necesario.
Me giré para preparar su pedido, pero mi mente estaba en otra cosa. Él era interesante. No de la forma obvia, como alguien que destaca por su apariencia o por su ropa cara (aunque, si somos sinceros, también tenía eso). Era su energía. Había algo en la forma en que se movía, en su mirada distraída, que lo hacía parecer... cansado. Como si la perfección que intentaba proyectar le estuviera costando más de lo que quería admitir.
Tomé el vaso, llené la máquina, y luego... bueno, cometí mi primer gran error del día.
En lugar de café, serví chocolate caliente.
No me di cuenta hasta que él ya estaba fuera, caminando con pasos firmes hacia la calle. Pero no había tiempo para culparme; la fila estaba creciendo y la vida seguía.
Cuando volvió al día siguiente, no me dio oportunidad de disculparme.
—Ayer pedí café negro, y me diste chocolate caliente.
—¡Lo siento muchísimo! Fue mi primer día, y creo que...
—Quiero otro chocolate caliente —me interrumpió, con una sonrisa tan sutil que apenas fue un gesto, pero suficiente para desarmarme.
Ese día, entendí que no siempre las cosas tenían que salir según lo planeado. Y, sin saberlo, ese pequeño error se convertiría en el comienzo de todo.
El llegó con una puntualidad casi insultante. Parecía el tipo de persona que cronometraba su vida al segundo, como si cada minuto estuviera calculado con precisión matemática.
Yo, en cambio, apenas recordaba qué hora era. Mi día había empezado con prisa, seguía con un turno interminable y prometía terminar con pintura hasta en las cejas.
—Buenos días. Chocolate caliente, grande, para llevar —dijo, esta vez con una ligera curva en los labios.
No pude evitar reír. ¿Así que no iba a pedir café? Bueno, esto era inesperado.
—¿Te... gustó? —pregunté, mientras preparaba la bebida.
—Digamos que fue una sorpresa decente para un día pésimo.
Su respuesta me hizo mirarlo un poco más de cerca. Había algo en su tono, que me hizo pensar que no estaba acostumbrado a admitir que algo tan simple como un chocolate caliente podría mejorarle el día.
—Si te gustan las sorpresas, estás en el lugar correcto —respondí, entregándole la taza con una sonrisa.
Él levantó una ceja.
—¿Por qué lo dices?
—Porque aquí las sorpresas son gratis, pero la perfección cuesta el doble —respondí, señalando el letrero pintado a mano que colgaba detrás de mí.
Esta vez, la curva en sus labios fue un poco más visible. No era exactamente una sonrisa, pero estaba lo suficientemente cerca para considerarlo un logro.
—Volveré mañana —dijo, como si fuera una declaración de intenciones.
Y volvió.
Día tras día, a la misma hora. Siempre pedía lo mismo, siempre se sentaba en el mismo lugar mientras esperaba: la barra frente a la ventana. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran como pequeñas piezas de un rompecabezas que no sabía que estaba armando.
Descubrí que se llamaba Jack. Que trabajaba en algo relacionado con números y contratos. Que su oficina estaba a unas cuadras de la cafetería y que odiaba que las reuniones se adelantaran sin aviso.
—Arruina mi planificación semanal —me dijo una vez, mientras tamborileaba los dedos sobre la barra.
Yo me reí, porque en ese momento me di cuenta de que éramos exactamente opuestos.
Él vivía en un mundo de horarios y estructuras; yo, en un caos que apenas lograba controlar. Pero, de alguna manera, nuestras diferencias parecían encajar como piezas de un rompecabezas mal hecho.
Una tarde, después de unas semanas de idas y venidas, decidí arriesgarme un poco.
—¿Te has dado cuenta de que siempre pides lo mismo? —le pregunté, apoyando los codos en la barra.
—Porque funciona —respondió, sin apartar la vista de su reloj.
—¿Y si un día pruebas algo diferente?
Él levantó la vista, finalmente encontrando mis ojos.
—¿Como qué?
Sonreí.
—Déjame elegir por ti mañana. Prometo que será algo que no olvidarás.
Jack no respondió de inmediato. Parecía estar calculando si valía la pena el riesgo. Finalmente, asintió.
—Está bien. Pero si no me gusta, me debes un chocolate caliente.
—Trato hecho.
Esa noche me quedé despierta más tiempo del necesario, pensando en qué podría pedir para él. Algo que lo hiciera salir de su zona de confort, pero que también tuviera un toque de familiaridad. Al final, opté por un capuchino con un toque de canela y una galleta de jengibre.
Al día siguiente, cuando se lo entregué, lo observé con más atención de la que debería mientras daba el primer sorbo.
—¿Y? —pregunté, sin poder contenerme.
Jack dejó el vaso sobre la barra y me miró.
—Es interesante.
—Eso suena como un "no me gusta".
—Suena como un "podría acostumbrarme".
—Entonces lo tomaremos como una victoria.
Ese día, cuando se fue, me di cuenta de algo: su vida podría estar llena de horarios y contratos, pero había espacio para algo más. Para sorpresas. Para personas como yo, que vivíamos al filo del caos.
Y, aunque él no lo sabía todavía, yo estaba decidida a demostrarle que las mejores cosas en la vida eran las que no podías planear.
El resto de la tarde pasó entre clientes habituales y algunos nuevos que entraban buscando refugio del frío. Pero mi mente seguía regresando a él: Jack, el hombre de los trajes perfectos y el chocolate caliente.
No era la primera vez que un cliente llamaba mi atención. Trabajar en una cafetería era como tener un asiento de primera fila para observar la vida de los demás. Había visto de todo: parejas discutiendo en sus primeras citas, estudiantes agobiados por exámenes, madres cargando bolsas de compras mientras intentaban controlar a sus hijos.
Pero con Jack era diferente. Había algo en su manera de estar, tan rígido y, al mismo tiempo, tan... humano. Era como si intentara mantener el mundo bajo control, aunque sospechaba que, en el fondo, había algo que se le escapaba.
—Vania, deja de mirar por la ventana y ven a ayudarme con este pedido. —La voz de Martina, mi jefa, me sacó de mis pensamientos.
Asentí rápidamente y corrí hacia la máquina de café. Martina era como un huracán disfrazado de mujer. Podía ser estricta, pero también tenía un corazón enorme, y a menudo me recordaba que yo era más capaz de lo que creía.
—¿Todo bien? —me preguntó mientras preparábamos un capuchino y un té verde.
—Sí, solo pensaba en un cliente.
Martina arqueó una ceja.
—¿Un cliente interesante?
—Algo así —murmuré, concentrándome demasiado en espumar la leche.
Ella rió.
—Ten cuidado, Vania. Los hombres que parecen demasiado estructurados suelen ser los que más problemas traen.
—¿Problemas?
—Sí, porque cuando su mundo perfectamente organizado se desmorona, tú terminas recogiendo los pedazos.
No supe qué responder a eso, pero sus palabras se quedaron conmigo. Porque, aunque no quería admitirlo, había algo en Jack que me hacía sentir como si él estuviera a punto de desmoronarse.
Esa noche, cuando finalmente cerramos la cafetería, caminé a casa con una extraña sensación en el pecho.
Mi apartamento estaba a solo unas cuadras. Era pequeño, con paredes que necesitaban una capa de pintura y un radiador que hacía ruidos extraños en invierno. Pero era mi espacio, lleno de colores, pinturas y pequeñas cosas que había recolectado en mercadillos: un reloj de pared con una manecilla rota, un par de tazas desparejadas, una lámpara que aún necesitaba un enchufe nuevo.
Encendí las luces y dejé mis cosas en el sofá viejo que había encontrado en una tienda de segunda mano. Tenía manchas que no salían ni con milagros, pero me encantaba. Era cómodo, y tenía carácter.
Mientras preparaba una taza de té, no pude evitar recordar la última conversación con Jack. ¿Por qué alguien como él, tan calculado y preciso, seguiría regresando a un lugar tan caótico como El Rincón del Café?
Tal vez era una pregunta que no necesitaba respuesta. O tal vez, si seguía observándolo con cuidado, encontraría una.
El té estaba demasiado caliente, pero no lo suficiente como para quemarme, solo lo suficiente para recordarme que estaba viva. Me senté en el alféizar de la ventana, envuelta en una manta, observando cómo los copos de nieve caían bajo la luz de las farolas. La calle parecía un cuadro que alguien había olvidado terminar, con los bordes difuminados por el frío y el silencio.
Me pregunté si él estaría viendo la nieve también. Jack. Había algo en él que no encajaba con mi mundo de servilletas manchadas y pinceles gastados. Y, sin embargo, seguía regresando.
Entonces, mi teléfono vibró.
No esperaba un mensaje a esa hora, y mucho menos de un número desconocido.
Desconocido: No quiero molestar, pero tu "capuchino interesante" logró sorprenderme.
Parpadeé, confundida, antes de caer en la cuenta.
—¿Cómo demonios consiguió mi número? —murmuré en voz alta, más intrigada que molesta.
Yo: ¿Cómo conseguiste mi número?
Desconocido: Luna. Creo que la conoces.
Yo: La próxima vez que venga al café, le pediré una explicación.
Desconocido: No fue tan complicado. Ella lo anotó en mi recibo como "recomendación artística".
Luna. Mi mejor amiga tenía una habilidad especial para tomar decisiones sin consultarme, pero en ese momento no podía ni siquiera enojarme.
Yo: ¿Qué te pareció el toque de canela?
Desconocido: Diferente. Pero eso ya lo sabías, ¿no?
Me reí, algo que no hacía tan seguido últimamente. Jack no era exactamente la persona con la que habría imaginado intercambiar mensajes.
Yo: Solo intento expandir tu paladar.
Desconocido: ¿Eso es un desafío?
Yo: Depende. ¿Aceptas retos?
Hubo una pausa antes de que su respuesta llegara.
Desconocido: Acepto.
Era curioso. En el café, Jack era todo eficiencia y control. Pero a través de la pantalla, había algo más. Algo que se sentía menos calculado y más humano.
Antes de que pudiera responder, llegó otro mensaje.
Desconocido: Mañana. Un nuevo desafío.
Y con eso, la conversación terminó.
Apoyé el teléfono en mi regazo, mirando la pantalla hasta que se apagó. Jack Parker, el hombre que pedía lo mismo todos los días, estaba empezando a ceder al caos. Y, sin darme cuenta, yo también estaba entrando en su mundo estructurado.
Apagué las luces y me metí bajo las mantas.
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