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7. Aura: Antes (pt. 1.5)

Wil ha sido una de las grandes constantes de mi vida.

Desde siempre ha estado ahí, como un amigo, como un hermano. De pequeña, recuerdo pensar que lo veía siempre profundamente triste e, inocente de mí en la tierna infancia, no entendía que simplemente hay personas que llevan sus sentimientos de manera menos abierta que otras, de manera más privada, más suya.

A veces me gustaría ser una de esas personas, porque todo el mundo siempre ha sido capaz de percibir al segundo cómo me siento yo, y eso a veces da miedo.

Sin embargo, por mucho que Wil siempre haya sido extremadamente cerrado con sus emociones, yo solía creer, en mi presuntuosa estupidez de la adolescencia, que lo conocía demasiado bien como para que me ocultara nada relacionado con sus sentimientos.

La amarga verdad que descubrí hace años, no obstante, es otra.

Cuando te estás mirando tu propio ombligo, da igual que alguien esté gritando en busca de ayuda a tu lado, porque no te darás ni cuenta.

El primer recuerdo que tengo de Wilhelm Ashton es de cuando ambos éramos unos críos de preescolar. Debíamos tener unos 2 o 3 años.

Estábamos comiendo en casa de Richard y Josephine, los padres de Wil y Lauren, y al terminar recuerdo correr hacia su sala de estar para tumbarme en la mullida alfombra gris que les cubría el suelo de madera pulida de todo el salón. De pequeña, me encantaba jugar a que era una nube de algodón y yo dormía sobre ella... Ahora tengo una alfombra igual en mi piso de Barcelona, y debo admitir que aún hoy en día me tumbo en su suave y tersa superficie de vez en cuando.

Pero eso no viene al caso.

Al cabo de unas horas de imaginarme como un unicornio salvando haditas en el reino de los cielos, me giré y vi a Wil sentado a pocos pasos de mí con el ceño fruncido por la concentración. Estaba ordenando unas piedrecitas blancas por tamaño sobre la mesa baja del salón, y tenía dos en una mano; estaba dudando sobre cuál era más grande y dónde colocarlas.

Ya de pequeño era bastante indeciso y obsesivo con ese tipo de cosas, y por aquel entonces yo no lo entendía.

Me levanté y me planté al otro lado de la mesa, observando con curiosidad el debate interno de un niño de tres años sobre si poner una piedrecita al lado de la más pequeña o en medio de otras dos.

Wil, cuando se dio cuenta de mi presencia, se tensó un poco, pero tenía una prioridad; encontrar el hueco perfecto para sus piedras.

Y yo, que siempre he sido muy impaciente y nunca he entendido de verdad a Wil hasta que ya fue demasiado tarde, le desordené las piedras porque me pareció más divertido que ordenarlas.

Sinceramente, recuerdo que solo pretendía hacerle reír, que se olvidara de eso tan aburrido que estaba haciendo. Cuál fue mi confusa sorpresa infantil cuando vi que Wil miraba la mesa y las piedras desperdigadas completamente horrorizado, y empezaba a llorar de esa manera tan desesperada que solo un niño que acaba de dejar de ser un bebé para empezar a tener un mínimo de consciencia puede lograr.

Yo no entendía nada. Mis madres y Josephine vinieron corriendo desde la cocina al oír el llanto del crío y mamá me cogió en brazos.

—Aura, cielo, ¿qué ha pasado?

Yo no contesté, aún centrada en las mejillas rojas de Wil y los gordos lagrimones que rodaban con fuerza por sus mejillas. Su madre lo cogió en brazos y se sentó en el sofá, preocupada. Ruth observó la escena como si se tratara de un escenario de un crimen, y al ver las piedras blancas desparramadas pero aún con un cierto orden sobre la mesita, lo dedujo.

Me regañaron poco, porque sabían que no hacía falta, ya que no lo había hecho por maldad. Por aquel entonces, yo ya odiaba hacer sentir mal a la gente y, por desgracia, en el futuro me convertiría en una de esas personas que necesita agradar a todo el mundo en todo momento.

Por eso, cuando Ruth me explicó que había hecho sentir mal a Wil, terminé llorando junto a él.

La cuestión es que, días después, un sábado cualquiera en el centro comercial, vi un puesto de piedras preciosas que en teoría limpiaban las auras y las malas vibraciones y le pedí a mi madre que me comprara una cajita azul preciosa con dibujos de olas y gaviotas grabados en la tapa, con decenas de piedras preciosas de colores y formas diversas descansando en el mullido interior de terciopelo rojo.

Entusiasmada, la siguiente noche que fuimos a cenar a casa de los Ashton, le di la caja a Wil con toda la ilusión de mi corazón. Él se la quedó mirando con su expresión, ya inescrutable por aquel entonces, y levantó la mirada hacia mí.

Ese fue el primer momento en que vi un atisbo de calidez en sus ojos verdosos; cuando se cruzó con la mía sobre la madera azul.

—Gracias. —murmuró, y se apresuró al salón. Sacó las piedras de la caja y los ojos le brillaron. Había tantas formas diferentes de organizarlas...

Sin embargo, no se movió. Yo lo miré, de nuevo confundida (debería haber sabido que ese sería uno de mis sentimientos más frecuentes cada vez que estuviera con Wil). El niño levantó los ojos hacia mí y lo entendí. Aguardaba. Me esperaba a mí. Le sonreí ampliamente y me senté a su lado en el suelo.

Nos tiramos horas, días, semanas, con las puñeteras piedras. Yo solo las contemplaba, fascinada por todos los ángulos y aristas multicolor que reflejaban el movimiento de las llamas de la chimenea, y fingía que eran cristales encantados que me daban distintos poderes mágicos. Luego se las daba a Wil y él las organizaba. Y había algo de satisfactorio en ver mis piedras mágicas perfectamente ordenadas ante la expresión de genuina felicidad de Wil.

Años después, recuerdo pensar que esas piedras representaban muy bien cómo influimos el uno en el otro... Él aporta serenidad a mi vida de la misma manera que yo magia a la suya.

Y yo sentía esa compensación de nuestras personas como algo tangible, algo sólido a lo que agarrarme y que me completaba. Por eso mismo creo que nos hicimos tan buenos amigos. Cantábamos juntos sus canciones preferidas de los ochenta, me enseñaba nuevas curiosidades del universo que había aprendido (y que yo no retenía porque no me interesaban, cosa de la cual me arrepentiré en el futuro) y jugábamos a esos videojuegos nuevos que tanto le entusiasmaban y que eran sorprendentemente divertidos.

Porque sí, lo mucho que le brillaban los ojos cada vez que me sentaba a su lado con un mando de la consola en las manos o cuando me colocaba una foto de Saturno en el regazo y empezaba a hablarme de su anillo de asteroides flotantes, es algo que tengo clavado en el cerebro seguramente para siempre. En alguien tan frío como Wil, esos momentos eran como pequeñas joyas escondidas en una playa de arena. Debes buscarlas con lupa, pero si las encuentras se convertirán en lo más valioso de tu mundo.

Aunque, por desgracia, de esto me di cuenta también demasiado tarde.

El caso es que Wil y yo éramos muy buenos amigos. A mí me fascinaba su compañía. Me gustaba hablarle de mis cosas porque él sabía escuchar, y me encantaba cómo su cuerpo se destensaba cuando me hablaba de las suyas en ese tonillo bajo y suave que siempre ha utilizado de manera inconsciente conmigo.

A medida que fuimos creciendo, nuestra amistad iba madurando con nosotros. O al menos eso creía yo, porque nunca fui consciente de que sus sentimientos hacia mí habían cambiado lo más mínimo.

Ahora que echo la vista atrás, me pregunto cómo no me di cuenta. Wil se ponía rojo como un tomate cuando lo tocaba, era mucho más distante conmigo cuando sabía que yo tenía alguna parejita en el instituto, y en la adolescencia empezó a desarrollar un aire sarcástico con todos sus conocidos menos conmigo, con quien mantenía siempre una dulzura en la voz que yo achacaba a la familiaridad y cariño que nos profesábamos.

Fui una idiota, y le hice daño. Porque, cuando ni siquiera te planteas algo, da igual que lo tengas ante tus narices porque ni siquiera te fijarás.

Y cuando yo empecé a corresponderle, ya fue tarde.

Todo empezó en el instituto. Al principio, fue la mejor etapa de mi vida. Tenía muchos amigos, y quedaba con ellos dentro y fuera del centro. Empecé a salir bastante pronto, dado que mis madres siempre han sido muy permisivas conmigo. Por muy lanzada y extrovertida que fuera, también les salí relativamente responsable. Nunca llegué borracha a casa (al menos, no que se dieran cuenta ellas) y tuve un par o tres de novios bastante decentes (buenos chicos pero profundamente estúpidos, todo hay que decirlo. Aunque lo cierto es que, durante toda mi vida, mi referente masculino de inteligencia había sido Wil, así que no es un estándar muy neutro con el que comparar al resto de chicos de nuestra edad... Es un poco injusto para ellos, pero también para mí, porque todo chico con el que salía me parecía... sí, para qué suavizarlo; estúpido).

Pasadas las primeras semanas de curso, Wil también consiguió su grupo de amigos. Me gustaban para él. Las pocas veces que hablé con ellos en clase me parecieron interesantes y, lo más importante, lo trataban bien. Por primera vez en todos los años que lo conocía, veía a Wil verdaderamente cómodo con gente de su edad que no era yo.

Sin embargo, me niego a reconocer por escrito que me puse ligeramente celosa... pero era mi amigo, así que, obviamente, me alegré mucho por él.

Theodora, una chica menuda y rubita con cara de niña pero muy inteligente, fue con la que más hablé. Eran tres en total, si no recuerdo mal: ella, Adam (un chico con el pelo negro como el carbón que se convirtió en el amigo más cercano para Wil) y Kiko. Wil les tenía mucho cariño a los tres. Me hablaba bastante de ellos cuando quedábamos por las noches (con menos frecuencia que antes, dado que ambos teníamos otras relaciones que mantener y cosas que hacer, pero siempre mantuvimos nuestras charlas y seguimos haciéndonos cercanos).

Una vez, cuando ambos teníamos quince años, Wil me comentó, entre risas, tumbado en el césped trasero de mi casa, que Kiko se burlaba de él porque no se creía que tuviera relación alguna conmigo (en la pirámide jerárquica del instituto, Wil y yo estábamos en extremos opuestos, y a aquella edad eso era bastante significativo a la hora de relacionarte. Sin embargo, a nosotros nunca nos importó. Al menos, no cuando estábamos solos).

Yo resoplé, me apoyé en los codos, le robé el móvil que descansaba en la tierra mojada y abrí la aplicación de la cámara. Me tumbé de nuevo, apoyé la cabeza en su hombro, sonreí ampliamente y saqué varias fotos con la intención de que se las enseñara a Kiko.

Cuando me incorporé sonriente para mirarlas, vi una que hizo que me diera un pequeño, minúsculo, insignificante vuelco el corazón. Yo salía sacándole la lengua a la cámara, y Wil sonreía con suavidad, con la cabeza algo ladeada y las gafas descolocadas. Sin embargo, lo que me hizo tragar saliva fue su mirada. Tenía los ojos clavados en mí. Y había tanto cariño, tanta dulzura en ellos... Era una fotografía preciosa.

—¿Qué tal han salido? —me preguntó, incorporándose también. No sé por qué, pero me dio vergüenza que viera esa foto, así que oculté la pantalla pegándola a mi pecho.

Lo miré, algo azorada. Sin embargo, como su pelo marrón claro y largo por los hombros normalmente recogido en un moño en la nuca estaba hecho un desastre por la hierba, rompí a reír. Le quité varias hojas del pelo y, mientras él se deshacía el recogido para peinarse un poco con los dedos y los labios fruncidos, yo aproveché para guardar en favoritos esa fotografía y ocultarla como un tesoro.

¿Fue egoísta y ridículo? Un poco. Pero también fue el comienzo de algo para mí. Algo que se complicaría mucho en los años siguientes y que amargaría para siempre todos los recuerdos maravillosos que tengo con él durante estos primeros años de nuestra vida.

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Hola!!

Aquí está el capítulo siete, con el que cerramos parte del pasado entre Wil y Aura... En el siguiente cap. veremos cómo evoluciona su reencuentro en el presente!

Votad si os ha gustado y nos vemos le lunes que viene!!

Un beso y gracias por leer <33

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