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30. Wil: reflexiones y luces de colores

El segundo lunes de noviembre me despierto temprano por la mañana y por primera vez en años no tengo nada que hacer.

Tras la presentación de mi tesis, la Universidad nos otorga un par de meses de vacaciones hasta que el resto de compañeros expongan las suyas. Es decir, que no debo volver al trabajo hasta enero. 

En ese mismo mes, además, el equipo directivo va a tomar la decisión acerca de a quién de entre los doctorandos interesados se le ofrecerá la plaza relativamente fija de investigador que quiere conceder la Universidad.

Con todo el estrés de estos últimos meses, apenas había pensado un par de veces en ese asunto. Anne y yo somos los candidatos más favorables para obtener el puesto, pero a medida que la cordial rivalidad se ha ido convirtiendo en una indudable amistad sincera, la idea de que solo uno de los dos consiga la plaza y el otro deba buscar otro puesto improvisado a toda prisa me incomoda muchísimo más de lo que debería.

Sin embargo, Anne y yo apenas hemos hablado seriamente del tema. Tan solo hemos intercambiado alguna que otra pulla amistosa, sobre todo provenientes de su parte; bromas acerca de patearme el culo y dejarme viviendo bajo un puente

Pero cada vez éstas se hacen menos frecuentes, ya que la fecha se acerca. 

Y ahora que yo estoy en casa, sin nada que hacer salvo comerme la cabeza y limpiar el parqué compulsivamente, este tema me carcome por dentro como una pulgas devorando la sangre de un perro.

Soy perfectamente consciente de lo que diría Anne. Me daría una colleja y exclamaría que es una tontería, que no tiene tanta importancia, que soy un exagerado. Pero también conozco su situación económica. Apenas ha estado en posición de permitirse el doctorado, por lo que mucho menos logrará enfrentar los meses de paro que implicarían no conseguir el puesto. Y estoy convencido de que la muy cabezota sería demasiado orgullosa para pedir ayuda.

Me preocupo por ella. Eso es todo.

Pero como me preocupo por todo, a veces me pregunto si no estaré exagerando. 

Llega un punto en la vida de un neurótico en el que apenas sabes diferenciar las estúpidas preocupaciones inventadas por tu cabeza de aquellas que de verdad podrían conducir a un auténtico problema.

Y luego está esa otra parte de mi vida. La misma que estoy convencido de que va a llenar todos y cada uno de los minutos de este par de meses de vacaciones.

Aura.

Pero esa cuestión es tan compleja que incluso mi cerebro parece reacio a pensar demasiado al respecto. Creo que simplemente sigue ligeramente aturdido por su primer orgasmo compartido.

El otro día, tras la interrupción inesperada de la madre de Aura y nuestra rápida y ridícula improvisación, apenas me quedé media hora más en su casa. 

No hicimos nada, simplemente hablamos un poco acerca de mi presentación del doctorado y nos reímos cuando ella comentó que había tratado de entender algo de lo que explicaba sobre la tarima con pésimos resultados.

Cuando me marché, nos dimos un abrazo ligeramente incómodo, compartimos una sonrisa tonta y ella terminó dándome un pequeño beso en los labios.

Y ahora aquí estoy, con la mente en blanco y un café oscuro y amargo con unas gotas de leche para desayunar en la mano, apoyado en la encimera de la cocina de mi casa y preguntándome qué coño voy a hacer toda la semana si no tengo que ir a trabajar.

Apenas pasan unos segundos antes de que me llegue su mensaje.

Aurita la más bonita <3: ¡WIL! HAY UN TRIBUTO A QUEEN EL MIÉRCOLES. ¿Me acompañas?

Leo su mensaje de refilón y esbozo una pequeña sonrisa.

Supongo que ya tengo plan.

Hemos ido a centenares de tributos juntos. Dado que mi estilo de música preferido es el rock de los ochenta, la única manera que tengo de disfrutar la música que me gusta en vivo y en directo es a través de esas bandas profesionales que honran los grandes clásicos tocando su música con una excelencia admirable. 

Al principio, esos conciertos eran una manera de pasar un rato entre ambas familias, pero a medida que Aura fue aficionándose al género de tanto escucharlo conmigo, terminó siendo una actividad muy nuestra. A partir de los dieciséis años, íbamos los dos solos y nos lo pasábamos como pocas veces. Con ella, las multitudes siempre me han parecido menos abrumadoras. Además de que nunca nos apelotonábamos en las primera filas.

Pensar en retomar esa tradición me enternece el corazón en el pecho.

Me termino el café de un trago y contesto.

Yo: ¡Claro!

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Apenas hago nada hasta el miércoles. 

Leo un poco, trato de hacer algo de deporte, cocino. Lo típico. 

Pero mi cabeza no quiere concentrarse en ninguna de esas actividades. Prefiere revolotear entre recuerdos antiguos y situaciones presentes con la que solía ser mi mejor amiga. 

Por algún motivo, ese título me parece cosa del pasado, algo infantil e inmaduro. 

Y eso me genera una sensación profundamente agridulce.

A las seis de la tarde, me preparo para salir de casa. 

Me pongo las lentillas, me peino un poco y me visto. Llevo una camiseta negra con el logo de la banda Queen estampado en el pecho. Apenas hay ocasiones mejores para llevar este tipo de prendas oficiales, por lo que siempre procuro tenerlas limpias para este tipo de eventos. Sé que Aura tiene una camiseta igual y estoy convencido de que también va a llevarla.

Hemos quedado directamente en el local  y, como siempre, llego antes de tiempo. Sin embargo, son apenas cinco minutos, por lo que prácticamente lo considero un logro personal. 

Cuando Aura aparece caminando hacia mí calle abajo, la acera húmeda y resbaladiza de la lluvia que ha caído hace una media hora reflejando su figura, una pequeña sonrisa inevitable se me extiende por el rostro. 

Efectivamente, lleva la camiseta de Queen. Puedo ver los colores del mítico emblema de la banda bajo las solapas abiertas de su abrigo y mientras la miro pienso en lo satisfactorio que es conocer de verdad a una persona.

Cuando llega hasta mí, Aura me lanza los brazos al cuello y yo la atrapo en un abrazo cariñoso.

—Gracias por venir, Wil. Son los Kings, el tributo oficial más famoso del Reino Unido. No podía perdérmelos —exclama ella mientras me agarra el brazo y nos guía hacia la entrada.

Tras enseñarle nuestras entradas al portero, nos adentramos en el oscuro bullicio de la sala. 

Aura y yo hemos ido a los suficientes tributos juntos como para tener una rutina bastante marcada en ellos. El pecho se me constriñe ligeramente al percatarme de que la seguimos manteniendo sin necesidad de compartir ni media palabra. 

Aura nos lleva a un rincón del fondo de la pequeña sala de conciertos, lejos de la masa de gente y lo suficientemente cerca de la puerta como para que no me resulte abrumadora la situación.

Me sonríe, se aleja un segundo para ir a la barra y pide dos refrescos con sombrillita.

No puedo reprimir la sonrisa cuando me tiende uno. 

Esas ridículas sombrillas de plástico decorativas han causado decenas de debates en nuestra adolescencia. De pequeña, ella defendía lo adorables que eran y yo me centraba en su poca utilidad. 

Aura solía alegar que podían servir para proteger a las ratas de la basura de una tormenta inesperada. 

Yo no tenía argumentos para rebatir aquello.

Le doy un sorbo a mi refresco por la pajita y contemplo a Aura de soslayo. Está preciosa. Me inclino un poco hacia ella antes de hablar.

—Sigo creyendo que estas cosas no sirven para nada —le digo en voz alta para hacerme oír por encima de la música, y agarro la sombrillita para juguetear con ella entre mis dedos. Creo que la sonrisa me llega hasta los ojos cuando los nuestros se encuentran. Aura ríe.

¿He dicho ya que está preciosa?

—Los roedores no opinan lo mismo.

Sacudo la cabeza con una sonrisa. 

Aura sorbe por su pajita y yo no me quedo mirando cómo sus labios envuelven el tubito de plástico con suavidad. 

O tal vez sí. 

Tal vez demasiado, porque me obligo a volver la vista al frente.

El gentío se congrega ante el pequeño escenario repleto de instrumentos. Una batería, una guitarra eléctrica y un bajo descansan sobre el suelo a la espera de que sus dueños salgan a hacer su magia con ellos. Más allá, proyectado con letras de un amarillo neón en la pared del fondo, está el nombre del grupo de la banda tributo: Kings.

Apenas pasan un par de minutos antes de que los focos de colores se atenúen y enfoquen el escenario con una potente luz blanquecina.

El grupo sale por una entrada lateral y el público enloquece. Alzo las cejas, ligeramente sorprendido ante el entusiasmo. Pero entonces me fijo en el hombro bigotudo del centro.

El cantante principal parece la reencarnación del mismísimo Freddy Mercury. El parecido es curioso, como mínimo.

Aura vitorea a mi lado y me sacude el brazo, emocionada.

—Will, mira. ¡La ropa es igual! —exclama, y yo asiento.

Es cierto que la forma de vestir de los integrantes del grupo está sorprendentemente bien inspirada en el de la banda original. Queen tenía un estilo muy característico. Está claro que no se trata de un tributo de aficionados. 

El concierto comienza con un par de canciones muy conocidas que Aura canta a pleno pulmón a mi lado. 

Yo, como siempre, la contemplo con una pequeña sonrisa en los labios y marco el ritmo de la canción con el pie y la cabeza. 

Las luces de colores le brillan en los ojos marrones.

Y así, sin más máquina del tiempo que una canción nostálgica, vuelvo a tener quince años y mi corazón se acelera ante algo tan simple como una sonrisa compartida.

Tras Don't stop me now y Bicycle Race, el guitarrista rasga las cuerdas y empiezan a sonar los primeros acordes de Show must go on

Aura vitorea. 

Recuerdo perfectamente que aquella canción fue la que la introdujo a la banda original. Por eso, cuando me agarra la mano y empieza a revolotear a mi alrededor en un cántico dramático, utilizando mi puño como micrófono, le sigo el juego. 

Me inclino y canto con ella, porque sé que no sería la primera vez que me vería cantar. Con ella, la confianza y la comodidad siguen burbujeando en mi interior como con nadie más.

Creo que el principal motivo por el que yo, tanto de niño como adolescente como adulto, siempre me he sentido a gusto haciendo cosas que salen de mi zona de confort junto a Aura es simplemente el hecho de que ella nunca le ha dado mayor importancia. 

Nunca se sorprendía si comentaba algo inusual o actuaba de manera más extrovertida que de costumbre, tan solo sonreía y continuaba a lo suyo. Y eso siempre me ha hecho sentir un poco menos bicho raro.

Por eso, canto con ella y la hago girar y me río cuando se tropieza y todo es exactamente igual a hace cinco años.

Salvo por un pequeño detalle.

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Sus labios chocan contra los míos en cuanto entramos por la puerta de mi piso un par de horas después, y mi cuerpo se estremece de la necesidad de sentirla un poco, solo un poco, más cerca.

La agarro con fuerza de la cintura y le devuelvo el beso con ganas. Sus dedos se enredan en mis mechones castaños claros y yo la acerco un poco más, desesperado por sentir su cuerpo junto al mío.

Y ésta es la diferencia principal con nuestra relación de antaño.

Pero ahora solo somos un par de jóvenes deseando el contacto de piel con piel. Nada fuera de lo normal. Todo controlado, me digo.

Pero tal vez debería pararme a considerar si de verdad tengo la situación tan bajo control como creo cuando no dudo ni medio segundo en guiarla hacia mi habitación y cerrar la puerta con torpeza a nuestra espalda sin separar mis labios de los suyos.

Aura sonríe un poco, pero tampoco parece ser del todo consciente de a dónde nos está llevando esto: a mi siempre hermético cuarto, mi lugar más privado, más íntimo. O, si lo sabe, parece importarle tan poco como a mí.

Apenas me reconozco cuando la tumbo sobre la cama perfectamente hecha y me acomodo sobre su cuerpo. Jamás he visto a Aura mirarme del modo en que lo hace ahora. No sabría decir qué es lo que reflejan sus preciosos ojos melosos. Deseo, seguro, pero también algo más...

Ella me sonríe, acuna mi rostro entre sus suaves palmas y me acerca a sus labios.

Todo pensamiento consciente desaparece de mi cabeza entonces. 

Deslizo la lengua por sus labios y ella los entreabre en un jadeo ahogado. Nos besamos como si fuésemos dos indigentes hambrientos frente a un buffet gratuito.

Deslizo las manos por sus costados y ella me acaricia la espalda con una suavidad que contrasta notablemente con la ferocidad de su lengua contra la mía.

Y entonces, cuando le beso la mandíbula y el cuello con suavidad y me aprieto contra ella y Aura suelta un adorable gemido ahogado, se detiene de golpe.

Su cuerpo se ha congelado bajo el mío tan rápido que me deja momentáneamente aturdido. Levanto la cabeza para mirarla, confundido. 

No sé qué esperaba encontrar en su expresión, pero desde luego no es un gesto de sorpresa profundamente genuino con sus preciosos ojos clavados en algún punto detrás de mí.

Al menos, no hasta que recuerdo dónde estamos.

En mi habitación.

La espalda se me tensa entonces a mí también y me giro para seguir su mirada. 

Frunzo los labios y la inseguridad me carcome por primera vez en toda la velada.

Porque ahí, perfectamente ordenados en una estantería, están todos y cada uno de los libros en español que ha publicado Aura Sanders-Vila.

..........

Hola!

Estos capítulos están siendo más despreocupados per muy dulces, así que me encantan...

Vota y comenta si te ha gustado.

Un beso y gracias por leer!

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