23. Aura: amistad y películas
El corazón me revolotea como un colibrí contento en el pecho cuando estamos volviendo de vuelta a Londres en el coche.
Estoy agotada, ya que mis queridos frikis científicos se han tirado cinco horas (¡cinco horas!) sentados en medio del campo, en una habitual gélida noche de otoño, contemplando las estrellas surcar el cielo como pequeñas luciérnagas con prisa.
Y yo he pasado la mitad de ese tiempo acurrucada junto a Wil en la parte trasera de la camioneta de Stephanie (creo), su brazo envuelto con suavidad a mi alrededor y su respiración calmada acariciando mi coronilla de vez en cuando.
Todavía no me he parado a pensar demasiado en ello. Ni en lo que me ha provocado en las entrañas.
Porque ha sido tan parecido, tanto, a cómo nos comportábamos de pequeños que noto una tirantez en el pecho, un sentimiento entre cálido y amargo que no soy capaz de discriminar del todo al pensar en ello.
Estamos entrando en Londres cuando una voz ligeramente estruendosa me despierta de golpe de mi letargo.
—Eh, chica blanca heterosexual normativa —me llama Anne desde el asiento de atrás y doy un pequeño respingo al igual que Julio, quien estaba completamente dormido en el asiento de su lado pero quien parece no tener ningún problema en volver a conciliar el sueño. Para el viaje de vuelta, yo me he sentado en el asiento del copiloto, y llevaba dormitando un poco la última media hora. Veo por el rabillo del ojo cómo Wil contiene una risita y le doy un manotazo en el brazo. Anne directamente suelta una carcajada. —Perdona, cielo. No quería despertarte.
Me froto los ojos con el dorso de la mano.
—No, no, si no estaba dormida.
—No, para nada—murmura Wil de forma sarcástica con una pequeña sonrisa en los labios y los ojos clavados en la carretera frente a él. Lo fulmino con la mirada y Anne vuelve a reír, apoyando los antebrazos en los respaldos de los asientos delanteros.
—En fin, ¿qué querías? —le pregunto, incorporándome un poco en el asiento del copiloto del coche de Wil.
—La Universidad prepara una fiesta de Halloween la semana que viene. Te apuntas, ¿no? —abro la boca para contestar pero no digo nada. Le echo un rápido vistazo de soslayo a Wil, quien tiene la expresión tan cordial como inescrutable de siempre cubriéndole los rasgos —. Sí, él también viene. He tardado cinco meses, pero le he convencido.
Vuelvo los ojos hacia Anne y enarco una ceja, ligeramente divertida.
—¿Es una fiesta de disfraces?
Anne asiente despacio, con un brillo malicioso en los ojos y yo rompo a reír. Me vuelvo hacia Wil, entusiasmada.
—¿Vas a disfrazarte? Por favor, te lo suplico, di que sí.
Wil pone los ojos en blanco y se encoge de hombros.
—Todavía no lo sé. Hace años que no me disfrazo —me fulmina con la mirada, pero hay un trasfondo extremadamente dulce reluciendo en sus preciosos ojos verdes.
Porque las únicas veces que el brillante (futuro) Doctor Wilhelm Ashton se ha disfrazado han sido conmigo. Por mi característica insistencia e ilusión infantil. Y porque me encantaba pensar en disfraces que pudiésemos llevar los dos, y él sabía perfectamente lo feliz que me hacía.
De pequeños, Wil siempre se negaba cuando le pedía jugar a representar ridículas obras de teatro inventadas o a recrear conciertos de estrellas del pop, pero esa única vez al año, cada Halloween, él me daba el placer de pensar, preparar y organizar toda una salida por el vecindario cubiertos del disfraz más absurdo que se me pudiera ocurrir.
Y esa fue una tradición que mantuvimos a lo largo de los años hasta los diecisiete. Aquel último curso, aunque a mi me invitaron a fiestas adolescentes repletas de gatitas y enfermeras sexys (a las cuales fui, pero más tarde y con un diminuto vestidito de animadora), pasé la mayor parte de la noche recorriendo el barrio disfrazada de Shrek junto al pobre Wil, vestido con dos orejas de asno y un mono gris pintado.
Y apenas se quejó.
Esbozo una sonrisa amplia y sincera pero ligeramente ladina antes de hablar.
—Me quedan muchas ideas pendientes...
—¡No! —exclama él y yo rompo a reír de nuevo.
Entonces giro el cuerpo en el asiento y me dirijo a Anne, que nos contempla con una sonrisita en los labios.
—Iré. ¡Claro que iré! ¿Cómo me lo voy a perder? —contesto entre risas.
—Lo suponía —es todo lo que dice ella.
Apenas pasan cinco minutos antes de que Wil pare el coche en casa de Julio para que éste baje. Hace falta que lo despertemos entre los tres, y aún así nos quedamos esperando dentro del coche un par de minutos hasta ver que llega sano y salvo al piso que comparte con su mujer sin quedarse dormido en medio de la acera.
La siguiente parada es la casa de Anne. Me guiña un ojo y le planta un sonoro beso en la coronilla a Wil a modo de despedida, quien se la quita de encima como si de una mosca molesta se tratase.
"En el fondo me quiere", articula ella con los labios sin emitir sonido y yo me río.
Y entonces quedamos solo él y yo. De nuevo.
Solos y juntos, como hemos estado toda la noche.
Me acomodo en el asiento con una sonrisa y giro el cuerpo para contemplar su perfil mientras conduce.
—En serio. ¿De qué vas a disfrazarte? —pregunto apoyando la cabeza en el respaldo. Él pone los ojos en blanco con un amago de sonrisa.
—No lo sé. No lo he pensado. Nunca he tenido que hacerlo, de hecho.
Suelto una risita.
—Podrías ir de Chewbacca. Así seguro que no das demasiado el cante en una fiesta repleta de cerebritos. O de Gollum.
Wil me mira con el ceño fruncido y una expresión incrédula.
—¿Gollum? ¿En serio? ¿Tan feo te parezco?
Rompo a reír.
—Existen máscaras, idiota.
Él sacude la cabeza para ocultar una sonrisa y vuelve los ojos a la carretera.
—No voy a ir de Gollum. Olvídate.
—Genial. Más posibilidades para mí —replico con una sonrisita orgullosa—. ¿Y si vamos de R2D2 y C3PO? Nah, mucho curro y poco tiempo...
Wil ríe ante mi clara concentración por pensar en un disfraz original y rápido de preparar. Porque a mí no me gustan las cosas cutres; si voy a hacer algo, quiero hacerlo bien.
—¿Qué te ha dado con Star Wars? —pregunta entonces enarcando una ceja en mi dirección—. Creía que no te gustaba.
Vuelvo la cabeza hacia él con una carcajada.
—Y creías bien. No me gustaba. Pero cuando me propuse escribir este proyecto ridículo de ciencia ficción —Wil ríe—, volví a ver la saga entera con una mirada más... analítica, por decirlo de algún modo. Y la encontré fascinante, la verdad. El mundo que creó George Lucas es impresionante. Complejo y envolvente. Y una fuente de inspiración muy útil para una novata en el género como yo.
Wil me contempla con cautela por el rabillo del ojo, una media sonrisa decorando la comisura de sus labios.
—Vaya. Eso sí que es una novedad. La última vez que intenté ponerte una película de esa saga recuerdo perfectamente que dijiste: "Citando a The Big Bang Theory, es como ver el canal parlamentario pero con monstruos".
Rompo a reír, porque yo también recuerdo decir esas palabras exactas cuando ambos teníamos unos catorce años.
—Bueno, pero todos tenemos derecho a cambiar de opinión, ¿no?
Él se encoge de hombros con una sonrisa.
—Supongo que sí.
Veo cómo entramos en la calle de la casa de mis madres y me sorprendo entristeciéndome un poco porque acabe este encuentro.
Tal vez por eso digo lo que digo a continuación, sin una pizca de vergüenza, sin una pizca de arrepentimiento.
—Pues me estoy volviendo a ver la saga entera por tercera vez y me quedan todavía un par de películas de la saga original. ¿Quieres verlas conmigo?
Noto cómo las manos de Wil toman el volante con un poco más de fuerza que antes, y lo gira para aparcar el coche en frente de la colorida fachada de mi casa de la infancia.
Vuelve sus preciosos ojos verdes y opacos hacia mí.
—¿Estás segura? —me pregunta de vuelta en voz baja. Le dedico lo que pretende ser una sonrisa genuina e ilusionada. Tranquilizadora.
—Claro. ¿Por qué no?
Wil parece relajar los hombros y la expresión, un destello de felicidad hace relucir su mirada.
—Vale —Me sonríe con suavidad y echa un vistazo rápido hacia mi casa por encima de su hombro—. Podemos quedar en mi piso. Así no molestamos a tus madres.
Finjo que el corazón no me acaba de dar un vuelco en el pecho a causa de la sorpresa.
—¡Genial! —exclamo, tal vez en un tono un poco demasiado agudo. Carraspeo—. ¿Qué tal el domingo?
Sé que es dentro de dos días, pero no veo necesidad de retrasarlo. Solo haría que Wil le diese vueltas al asunto y tal vez se echara atrás. Él parece pensar lo mismo, porque asiente sin dudar.
—Genial —repite y nos miramos un segundo.
—Bueno —digo y rompo el contacto visual—, son las dos de la madrugada y Ruth va a interrogarme sobre esta excursión durante los siguientes cuarenta minutos, así que será mejor que me vaya ya si quiero dormir un poco.
Wil suelta una risita y yo me desabrocho el cinturón.
Vuelvo la vista hacia atrás un segundo y sonrío con suavidad.
—Gracias por invitarme. Me ha encantado la salida —reconozco de corazón, y tras un titubeo de apenas un par de segundos, me inclino hacia el asiento del conductor y le planto un beso en la mejilla. No como los dos besos de cortesía que se dan en el país de origen de mi madre biológica, sino un beso de verdad.
Mis labios acarician su mejilla apenas un segundo antes de apartarme a tiempo de no ver su reacción y salir del coche murmurando un "Buenas noches".
No contesta.
De pequeños, besarlo de esa forma era algo que hacía bastante a menudo. Mi lenguaje de amor siempre ha sido el contacto físico, y aunque soy consciente de que no es lo que Wil más adora en el mundo ni mucho menos, él nunca, nunca se había quejado de ello cuando era yo la que lo tocaba de cualquier modo.
Pero las personas tienen derecho a cambiar de opinión, como muy bien hemos hablado hace un minuto en el coche, y ahora temo haberlo incomodado con el gesto. Solo pretendía mostrarle mi agradecimiento por lo a gusto que me ha hecho sentir esta noche, pero tal vez...
No me atrevo a volver la vista atrás mientras camino hacia la entrada de la casa porque noto que el coche de Wil sigue aparcado justo a mi espalda.
Abro la puerta, dejo las llaves en la mesita de la entrada y me giro para cerrarla.
Su coche desaparece calle abajo.
Frunzo un poco los labios y abro el bolso para coger el móvil, dispuesta a pedirle disculpas por el beso.
Sin embargo, ya tengo un par de mensajes suyos. Enviados hace literalmente treinta segundos.
Wil Helmpollón <3: Te paso la dirección de mi casa por si no te acuerdas. Puedes pasarte sobre las ocho.
Wil Helmpollón <3: A mí también me ha encantado que vinieras hoy.
Wil Helmpollón <3: Haré otra tanda de croquetas para el domingo.
Las mejillas se me encienden y le sonrío a la pantalla como una idiota.
Porque ahí en medio, entre dos mensajes completamente irrelevantes, está la reacción que esperaba. Que anhelaba con todo mi corazón. La que no se ha atrevido a darme en persona.
Le contesto al momento, seleccionando el último mensaje, el de las croquetas. Porque soy consciente de que Wil ni quiere ni espera que conteste al otro mensaje.
Yo: Cómo te adoro.
..........
—¡Me voy! ¡No me esperéis despiertas! —exclamo desde la puerta, porque para variar llego tarde a casa de Wil.
Mi madre me detiene agarrándome de la capucha de la chaqueta.
—¡Quieta ahí! Dale un beso a tu madre, ratoncita.
Suelto un suspiro exasperado y le planto un beso en la coronilla. Le lanzo otro a Ruth, que contempla la escena apoyada contra la puerta del comedor con una expresión de perversa diversión en el rostro.
—¡Saluda a Wil de nuestra parte! —exclama con un tono demasiado inocente. Lo ignoro, asiento y salgo rápidamente de casa en dirección al metro.
Hace un par de noches, al volver de la salida de las estrellas (como me gusta llamarla), Ruth me había estado preguntando al respecto durante unos buenos veinticinco minutos antes de cansarse de mis evasivas y generalizaciones y volver enfurruñada a la cama con mi madre.
Yo me reí, pensando que hace unos años era más insistente con estas cosas.
De cualquier modo, saca el tema de Wil cada vez que puede. No para de mencionar lo contenta que está de que volvamos a ser amigos (haciendo un énfasis innecesario con el tono de voz en la palabra "amigos"), lo maravilloso que es él, lo listo, lo buena persona, lo educado... como si yo no supiera todas esas cosas.
Mi madre la ha fulminado con la mirada algunas veces e incluso he llegado a escuchar cómo le decía que dejara el tema. La contestación de Ruth tan solo había sido: "es divertido ver a Aura avergonzada; es algo que no se ve todos los días".
Y me negué a pararme a pensar un par de segundos en por qué me ruborizaba cada vez que Ruth mencionaba algún recuerdo especialmente bonito o ridículo de nuestra infancia, o hacía referencia a lo bien que cocinaba, lo bien que conducía, lo guapo que se había vuelto con los años...
Cuando la situación me sobrepasaba, me encerraba en la habitación y me ponía a revisar el borrador de mi novela, haciendo muchísimos retoques e incluso algún que otro cambio en alguna característica importante de los protagonistas o de la historia.
Éste era el período de escribir que más me estresaba; el de buscar la perfección más absoluta. A veces me entraban ganas de mandarlo todo a la mierda.
Esta noche, incapaz de concentrarme, tan solo me he quedado releyendo una y otra vez una de mis escenas favoritas de uno de mis personajes preferidos con la barbilla apoyada en la palma de la mano y una pequeña sonrisa en los labios.
Tras un trayecto de media hora en el apestoso pero relativamente bien comunicado metro de Londres, me quito los cascos al llegar al apartamento de Wil, la bufanda bien ceñida al cuello y la nariz roja como un tomate a causa del frío del crepúsculo.
El corazón me aporrea con una fuerza ridícula detrás de las costillas cuando repaso el número del piso y me acerco al interfono.
Respiro hondo una vez y llamo al timbre.
—Lo siento, no espero ningún paquete —oigo su voz robótica desde el otro lado cuando descuelga, bromeando. Le hago un gesto grosero a la cámara.
—Alguien se ha levantado graciosillo —replico, pero me pongo a dar pequeños saltitos a causa del frío—. Abre, Wil, que me congelo.
—Ya veo. Entra, Rudolf —contesta, y oigo la sonrisa en su voz cuando abre la puerta.
Le saco el dedo al interfono una segunda vez antes de apresurarme al interior del edificio.
Cuando subo en el ascensor, no puedo evitar revisar mi aspecto en el espejo. Sigo con la nariz más roja que un rubí y los ojos ligeramente acuosos por el viento. Tengo el cuerpo embutido en un chaquetón blanco largo y enorme que me hace parecer mucho más baja de lo que soy en realidad, y la bufanda me cubre los labios y las orejas y me deja el pelo hecho un enredo castaño.
Sin embargo, me da bastante igual: ni todo mi esmero por tener un aspecto decente va a conseguir nunca que no me abrigue si hace frío. Salvo al salir de fiesta o al tener una cita.
Pero esto no es una cita.
Wil me espera con la cadera apoyada en el marco de su puerta abierta cuando salgo del ascensor al rellano de su piso. Lleva una camiseta de Darth Vader que usaba a modo de pijama de adolescente y un pantalón de chándal gris junto con unas zapatillas de Chewbacca de lo más adorables.
Rompo a reír.
—Veo que te has vestido para la ocasión.
Él sonríe, sus gafas de pasta reflejando la brillante lámpara blanca del rellano, y me envuelve en un abrazo rápido pero sorprendentemente cálido cuando llego a su lado aún envuelta en mis ropas de abrigo.
—Por supuesto. Me ofende que tú no.
Finjo soltar una exclamación ahogada y ofendida.
—Por supuesto que voy vestida. Soy la princesa Leia, ¿o no lo ves?
Wil reprime una sonrisa cuando doy una vuelta sobre mí misma, enseñándole mi abrigo blanco, tan largo y del mismo color que los vestidos que solía llevar el personaje.
—Bueno, me temo que pareces más bien un burrito congelado en lugar de una princesa intergaláctica —bromea, y vuelvo a reír. Wil me mira con cariño y sacude la cabeza—. Anda, pasa. He puesto la calefacción.
Se hace a un lado para dejarme entrar en su piso y yo le sonrío desde abajo, suspirando de placer cuando el cálido aire que sale desde el techo de su saloncito me calienta las mejillas arreboladas por el frío.
En cuanto me paro a quitarme las prendas de abrigo, recuerdo de golpe y de manera innecesariamente vívida lo que pasó la otra vez que entré por esta puerta, y las mejillas se me encienden por un motivo muy distinto al frío.
Carraspeo, y sigo a Wil con la mirada cuando rodea la isla de su cocina para ir a la nevera. Entonces vuelvo los ojos al sofá y escaneo el comedor.
Una sonrisa inevitable se abre paso por mi rostro cuando veo una bandeja bien dispuesta con dos platos blancos con pequeñas decoraciones doradas junto a un par de copas de vino vacías y unos cubiertos plateados.
Me enternece de sobremanera el cuidado que impregna todos y cada uno de los objetos parados sobre la mesita.
—Esta tarde he hablado con tu madre —me dice entonces Wil desde la cocina. Me vuelvo hacia él quitándome la chaqueta.
Por fin puedo enseñar la prenda que llevaba escondida bajo todas las capas de abrigo que estaban dispuestas encima; es un precioso jersey rojo con pequeños bordados en las mangas y con una caída asimétrica por el cuello que deja ver la camiseta de tirantes negra que llevo debajo al resbalar con delicadeza por un hombro.
Lo compré de segunda mano en Camden Town la semana pasada y apenas lo había estrenado todavía, así que me moría por ponérmelo.
El pelo, sin embargo, creo que se me ha encrespado ligeramente tras quitarme la bufanda de lana, pero al llevarlo bastante corto, una peinada rápida con los dedos es más que suficiente para adecentarlo un poco.
Wil se incorpora desde donde estaba agachado trasteando en la puerta de la nevera y saca una botella de vino blanco con una sonrisa tímida.
Suelto una exclamación ahogada que está a medio camino entre una risa sorprendida y un sonidito de incredulidad.
—Le he preguntado qué vino te gustaba —Wil gira la botella entre sus manos para leer la etiqueta, el ceño ligeramente fruncido por la preocupación, su ligera obsesividad haciendo mella en él de nuevo—. Era éste, ¿verdad? Creo que sí, pero no estoy seguro...
El hecho de que parezca genuinamente intranquilo por no haber acertado con algo tan irrelevante como el vino me recuerda demasiado al Wil adolescente y me produce una ola inesperada de calidez en el pecho.
Con una sonrisa pequeña y algo tímida pero repleta de una dulzura asombrosa, me acerco a él y le quito el vino de las manos.
Wil levanta los ojos hacia mí en una expresión ligeramente confusa.
—Es perfecto —murmuro, y finjo no darme cuenta del pequeño, pequeñísimo rubor que se le extiende por las mejillas.
Wil carraspea y da media vuelta para sacar algo del microondas. Cuando veo las croquetas humear en una bandeja de florecitas amarillas me pongo a dar saltos de alegría con la botella de vino blanco abrazada contra el pecho.
Wil me lanza una media sonrisa por encima del hombro, colocándolas en un plato para llevarlas a la mesa.
—¿Quieres algo antes? ¿Hago una ensalada? —pregunta, y yo me inclino para robar una croqueta antes de que pueda impedírmelo. Wil me fulmina con la mirada y yo le lanzo una sonrisa inocente con media croqueta entre los labios.
—Creo que no hará falta —digo con la boca llena y él pone los ojos en blanco con una sonrisa antes de terminar de colocar todas las croquetas en el plato.
—Por cierto —añade en un tono aparentemente despreocupado, aún dándome la espalda—, el color rojo sigue favoreciéndote mucho.
Me ruborizo con fuerza, porque ciertamente ese es un color que llevaba mucho, muchísimo de más pequeña, y también en la adolescencia.
No obstante, estos últimos años, al igual que los rasgos de mi personalidad se han suavizado ligeramente, también lo ha hecho mi manera de vestir; ahora uso tonos más neutros, más crudos, más elegantes y menos vistosos.
Sin embargo, de vez en cuando, mi niña interior se rebela y me hace comprar alguna prenda de este estilo.
El hecho de que se haya dado cuenta me parece entre curioso y adorable.
—Gracias —contesto en voz baja, y por algún motivo necesito volver a una dinámica más neutra—. Y a ti todavía te favorecen las zapatillas de Chewbacca.
Wil ríe pero mi sonrisa se torna agria, ligeramente forzada.
Sigo siendo una puta cobarde.
..........
Tras unas buenas tres horas de película, dos bandejas de croquetas y dos botellas de vino blanco menos, me tumbo en el sofá al comienzo de la tercera película de la saga original; para el gusto de Wil la mejor de todas.
Me habla de frikadas que aprendió viendo la versión extendida con comentarios del director, y me cuenta curiosidades del rodaje y los actores, sorprendentemente modernas para tratarse de un film de principios de los ochenta.
Tras la famosa escena del bikini metálico de Leia y Jabba el Hutt, Wil se estira para coger una manta de la cesta de mimbre medio deshecha de Ruth y nos la echa por encima a los dos.
Mis piernas descansan sobre sus muslos de manera distraída.
En algún momento entre el rescate de Han Solo y una escena con un gusano de arena gigante, los párpados comienzan a pesarme sobre los ojos y me quedo dormida.
En mi defensa, diré que esta noche apenas he descansado. Pero lo cierto es que ver la televisión cuando está oscuro siempre me ha dado un sueño terrible. Por eso no me gusta demasiado ir al cine. Es prácticamente como tomar una pastilla de melatonina para mí.
No tengo ni idea del tiempo que ha pasado cuando vuelvo a despertar con la manta subida hasta los hombros y el silencio de la televisión apagada como único acompañante.
Me incorporo, frotándome los ojos con el puño y con la media melena hecha un desastre, buscando a Wil con la mirada.
—¿Wil...? —lo llamo en voz baja. No me puedo creer que me haya quedado dormida en nuestra primera quedada oficial como amigos desde que nos hemos reencontrado.
Él aparece al instante.
Me vuelvo hacia el sonido de sus pasos a mi espalda y le dedico una pequeña sonrisa ligeramente avergonzada cuando se apoya en el marco de la puerta que comunica la cocina con el salón, secándose las manos en un paño y con una expresión entre divertida y dulce en el rostro.
La luz cálida proveniente de la cocina conectada al resto del piso por la isla de mármol gris impoluto ilumina parte del espacio, mientras que el brillo de la luna que se cuela por la ventana sin persianas del salón le proporciona un aire relativamente íntimo al cuarto.
—Había olvidado que ver la televisión más allá de las nueve y media y con poca luz era un somnífero para ti —dice y yo me río.
—Lo siento —murmuro, aún medio dormida—. No es mi culpa que tu sofá sea tan blandito como una nube de algodón de azúcar.
Esta vez es Wil quien suelta un amago de risa.
—No te preocupes. Sigue durmiendo, si quieres.
Vuelvo los ojos hacia la manta en mi regazo y esbozo una sonrisa diminuta pero muy sincera al pensar que seguramente él me haya tapado con ella.
Deslizo los ojos hacia Wil de nuevo y me levanto.
—Imposible. Has apagado la televisión.
Wil pone los ojos en blanco y me mira desde arriba.
—Puedo volver a encenderla.
Río un poco.
—No hace falta. ¿Qué hora es?
Wil le echa un vistazo al reloj de su muñeca.
—Las doce menos cuarto.
—¡Joder! Tengo que irme —La voz me sale mucho más apenada de lo que pretendía, pero doy media vuelta y empiezo a buscar mis cosas. Wil le echa un vistazo al amago de luna que se entrevé por la ventana.
—Te llevo a casa.
Me giro hacia él con la bufanda a medio poner, y frunzo el ceño.
—Ni se te ocurra. Es ridículo. Ya estás en tu piso.
—Por eso mismo —Hace ademán de ir a buscar las llaves del coche y le corto el paso. Planto una mano sobre su pecho y Wil desliza los ojos hacia ese punto al momento, brillantes en la oscuridad en una expresión sorprendida antes de volverlos hacia los míos.
Nos miramos un segundo.
Su corazón trona bajo mi palma y prácticamente puedo sentir el calor que irradia su cuerpo bajo la ridículamente adorable camiseta de La Guerra de las Galaxias.
Trago saliva y me percato de cómo sus ojos recorren mi rostro, como si buscara el mayor secreto del universo en él. Y parece haberlo encontrado cuando los posa en mis labios y no los separa de ahí.
Cuando me sorprendo deseando con todas mis fuerzas tener el valor necesario para dar yo el primer paso esta vez, atreverme a cerrar el puño en la tela de su camiseta, atraerlo hacia mí y estampar los labios sobre los suyos para besarlo hasta dejarlo sin aliento, me separo rápidamente con las mejillas ardiendo.
—Yo... —murmuro entre titubeos— no hace falta, en serio. No es tan tarde. En Londres siempre hay gente.
Wil no me mira. Carraspea un poco y se mete la mano en el bolsillo del pantalón.
—Deja que te pida un taxi, al menos.
—De verdad que no hace falta...
Pero ya tiene el móvil en la mano y me da la espalda, hablando con la compañía de taxis de la ciudad.
Suelto un suspiro y me paso una mano por el rostro cansado y por el pelo, peinándomelo ligeramente hacia atrás para intentar serenarme un poco
¿Qué coño me pasa?
¿Por qué el aire parece estar tan cargado cuando nuestros ojos se encuentran, cuando nos rozamos de cualquier modo?
¿Por qué parece todo tan igual y a la vez tan diferente entre nosotros?
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Hola, amores!
La tensión se cuece y está a punto de hervir...
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