17. Aura: amistad y cuero
Wilhelm y yo somos amigos.
Creo.
Tal vez.
Probablemente.
Wilhelm y yo llevamos una semana entera hablando por mensaje.
Son principalmente cuestiones acerca de mis dudas sobre la novela, sobre el funcionamiento de algún cachivache científico o alguna de las leyes que tengo apuntadas en mi libretita de cuero en un garabato rápido entre otros veintitrés conceptos diferentes pero igualmente complejos.
Sin embargo, cuando cae la noche y la luna se asoma entre las nubes que constantemente recubren el cielo de Londres, me acomodo en la butaca de mimbre verde de mi habitación y hablamos de temas tan diversos como privados.
Wil me ha hablado de su carrera en Cambridge. De su compañero de cuarto, que era algo insoportable pero buena persona, de cómo se sacó la gran mayoría de las materias con matrícula de honor por pasarse la mayor parte de las noches en las que sus compañeros salían a descontrolarse estudiando en la biblioteca y de lo raros que eran sus profesores, sobre todo la Sra. James-Miller, que le daba la asignatura de física cuántica y siempre llevaba un agaporni a las clases. Justo estaba bebiendo un vaso de agua cuando me ha explicado esto último, y no he podido evitar escupirlo al atragantarme con una carcajada.
Hay dos temas, sin embargo, que no hemos tocado; las parejas de ambos estos últimos años y nuestro pasado.
No obstante, no seré yo la que abra la caja de Pandora cuando parece que volvemos a encontrarnos cómodos interactuando el uno con el otro de esta manera.
Aunque solo sea por mensaje, sin duda es un comienzo.
Uno que no tengo ni idea de cómo me hace sentir, pero que me muero de ganas de ver a dónde conduce.
Una noche al cabo de unos cuantos días, cenando con mis madres en nuestra casa, el móvil me vibra junto a la servilleta y le hecho un vistazo de soslayo sin dejar de comer el puré de patatas y la escalopa que hemos preparada hace unos minutos.
Cómo no, es Wil. Sonrío mientras lo leo de pasada.
Wil Helmpollón <3: Esta tarde Julio me ha dicho que a su mujer le da muchísima vergüenza escribirte y si puedo preguntarte si puedes enviarle tú a ellos un mensaje. Te paso su número y ya me dices. Son raros pero buena gente, como la mayoría de nosotros.
Mi sonrisa se mantiene y no me fijo en la mirada que comparten Ruth y mi madre al otro lado de la mesa. Para sorpresa de absolutamente nadie, es Ruth quien abre la boca para preguntar al respecto.
—¿Con quién hablabas? —me pregunta como quien no quiere la cosa, la barbilla apoyada en su palma abierta y un pedazo de carne pinchado en su tenedor suspendido a medio camino hacia su boca.
Hago un ruidito mientras finjo masticar para ganar algo de tiempo. No sé por qué motivo no quiero confesarles que llevo días hablando con Wil por mensaje. Me parece algo demasiado privado, demasiado nuestro, demasiado frágil, como para compartirlo abiertamente todavía. Sobre todo después de lo que pasó.
Seguramente sea una tontería, pero he aprendido a hacer caso a mi corazón en situaciones como esta.
—Con nadie —Trago la comida—. Era Ashley. Vamos a quedar mañana para cenar. —Eso, por lo menos, no es del todo mentira.
Ashley es de las pocas personas del instituto con quien mantengo una relación de amistad más cercana. Al resto de mi grupo de entonces los veo de vez en cuando si quedamos todos juntos, pero más allá de eso apenas hablo con ninguno. No me arrepiento de haberme distanciado de la mayoría de ellos en ese sentido. Pero me encanta quedar con Ashley de vez en cuando para ponernos al día y echarnos unas risas.
Mis madres comparten otra mirada significativa pero yo las ignoro. Entonces Ruth empieza a parlotear sobre unas figuritas de madera que está tallando estos días; una familia de ratones. Dice que nos representan a nosotras y, aunque sea algo un poco raro, también me parece dulce.
Soy consciente de que es su manera de expresar el amor.
Al terminar de cenar les doy un beso en la coronilla a las dos antes de retirarme a mi cuarto para intentar terminar el capítulo que tengo a medias antes de irme a dormir.
Al cabo de unos minutos, con los dedos revoloteando sobre el teclado de mi portátil y los ojos deslizándose por las letras de la pantalla buscando la palabra perfecta para continuar, decido volver al piso de abajo para beber un vaso de agua y despejar la cabeza.
Y entonces las veo en la cocina desde el umbral de las escaleras.
Ruth tiene el rostro escondido en el cuello de mi madre y sus hombros se sacuden ligeramente. Como si estuviera llorando.
Hecho la vista atrás y me doy cuenta de que nunca he visto llorar a Ruth.
Me quedo congelada en el sitio. Mi madre pasa los dedos por la melena pelirroja de su pareja y le habla con suavidad en el oído. No puedo escuchar lo que dice, pero la otra mujer parece calmarse ante sus caricias.
Sin embargo, Ruth no la suelta. La abraza con fuerza. Más bien se aferra a ella. Con desesperación. Como si no quisiera dejarla ir, no pudiera soltarla.
Mi madre se aparta de ella, solo un poco, antes de agarrar su rostro entre sus palmas y dejarle un beso suave, dulce y sentido en los labios.
No soy capaz de ver sus expresiones desde aquí, pero cuando Ruth la agarra por las caderas con fuerza y se inclina para besarla con más pasión, para apoyarla en la encimera y pegarse a su cuerpo, doy media vuelta y desaparezco escaleras arriba.
Mi error entonces es no preocuparme dos veces por Ruth. Mi error es suponer que, si se tratara de algo grave, ya me lo hubiesen dicho. Y que seguramente la angustia de Ruth simplemente se trata de cuestiones con su familia hotelera, con quienes siempre ha tenido una relación complicada al ser ésta profundamente conservadora.
Mi error es centrarme tanto en lo que yo considero importante ahora, en mis pocas certezas, que no soy capaz de ver más allá.
En el futuro me preguntaré si no hace falta cometer el mismo error un par de veces como mínimo antes de aprender verdaderamente de él.
..........
Tras la cena con Ashley, me meto en la cama y abro el móvil bajo las sábanas.
Nos hemos hecho una sesión de fotos bastante estúpida junto al cartel del que solía ser nuestro restaurante japonés preferido de la adolescencia.
Contemplo las fotos que acaba de enviarme y sonrío con cariño. Ashley se ha teñido el pelo de rosa en las puntas, y le queda curiosamente bien con su tez morena y su porte sofisticado pero de algún modo también moderno.
Las dos nos vemos y nos sentimos tan diferentes en comparación al instituto... Ashley ha abierto una peluquería en el SOJO y tiene toda la agenda llena durante las próximas tres semanas. Mi amiga se ha vuelto mucho más activa y extrovertida que yo, quien en cambio he perdido un poco de esa energía infinita y desmedida que parecía llevarme a todas partes durante la infancia. Pero eso solo ha hecho que nos complementemos mucho mejor y que nuestros encuentros sean extremadamente divertidos. Ashley, por otro lado, nunca ha perdido ese puntito rebelde y compasivo que ya la caracterizaba en el instituto, al igual que yo mantengo mi optimismo y entusiasmo por las cosas, así como mi curiosidad y empatía clásicas.
Con Ashley he podido ver, despacio pero con claridad, cómo crecíamos, cómo madurábamos a lo largo de los años. Cómo pasábamos de niñas a adultas, cómo nuestra esencia perduraba pero nuestras cabezas y experiencias moldeaban nuestras personalidades poco a poco hasta convertirnos en quiénes somos hoy en día.
Guardo la fotografía en la que salimos apoyadas la una en la otra, riendo a carcajadas y sin hacerle ni caso a la cámara en la carpeta de favoritos de la galería y abro el chat que tenía a medias.
El último mensaje es suyo.
Wil Helmpollón <3: Que vaya bien la cena.
Sonrío un poco. Porque soy consciente de que él no les debe tener especial cariño a mis amigos del instituto. Sin embargo, cuando le expliqué mi plan para esta noche hace un par de días, tan solo había comentado que se alegraba de que mantuviera el contacto con ellos.
Tiempo después y tras hablar de muchas otras cosas, me había enviado este último mensaje. Se había acordado de que era hoy.
Yo: ¡Gracias! Ha ido muy bien. Supongo que ya estarás durmiendo. Buenas noches, marmotilla. Hasta el viernes.
Porque sí, dentro de dos días saldré con los compañeros de Wil a tomar unas copas por el cumpleaños de Julio. A quien, por cierto, he escrito esta misma mañana en cuanto Wil me ha enviado su número de teléfono. Llevo hablando con su mujer por mensaje desde entonces.
María parece tener muchas preguntas acerca de la inspiración para mis novelas y personajes, y no deja de pedirme que le explique curiosidades sobre ellos. Respondo todas y cada una de sus cuestiones encantada. Al menos, para las que tengo respuesta. Otras ni siquiera yo me las había planteado.
El caso es que no me paro demasiado a pensar en el hecho de que apenas faltaban 48 horas hasta ese improvisado encuentro que, por algún motivo, me pone las entrañas del revés.
Incapaz de conciliar el sueño, me levanto y me siento ante el ordenador.
Una sonrisa suave se abre paso en mis labios como siempre me ocurre cuando me siento a escribir, cuando una manta de calma y concentración se asienta sobre mi cabeza y me aísla del mundo más allá de estas cuatro paredes para adentrarme con delicadeza y firmeza en el inverosímil universo de mi corazón.
Porque mis historias, mis personajes, siempre han salido de ahí.
Siempre han sido un pedazo de mí, de mi alma, de mis sentimientos, tan grandes que muchas veces no me caben en el pecho y buscan otra manera de escapar.
Nunca de mi cabeza, nunca del raciocinio. Por eso esta novela está suponiendo tal reto para mí, porque requiere más reflexión, más cerebro. Sin embargo, los personajes... esos siguen siendo míos en toda su esencia.
Por eso no puedo eliminar la expresión de plácida felicidad de mi rostro mientras mis dedos vuelan sobre las letras del teclado a la velocidad de la luz: 300.000 km/s.
Muchas gracias, Wilhelm Ashton.
..........
El viernes llega y yo estoy tan nerviosa que me he cambiado de ropa cinco veces antes de decidir el atuendo perfecto para la velada de la que no tengo ni idea de qué esperar.
Mis madres me han acompañado durante todo el proceso, sentadas en el colchón de mi habitación, contemplando con aspecto exasperado como entraba en el baño para cambiarme por cuarta vez consecutiva los pantalones rojos de campana cuyo color no terminaba de convencerme para ir a un pub inglés.
—Estás preciosa, cielo. Deja de darle vueltas —había exclamado mi madre para hacerse oír por encima de la puerta entornada del lavabo.
—Me pregunto por qué le dará tanta importancia... —había murmurado Ruth con una pequeña sonrisa pícara en los labios y fingiendo que trataba de hablar en un tono bajo para que yo no la escuchara.
Cuando he entrado en el cuarto por quinta vez, las dos me han escaneado de arriba abajo con un brillo de orgullo en la mirada y Ruth ha exclamado:
—Si no escoges ese diminuto vestido de cuero me sentiré muy decepcionada como madre lesbiana tuya.
Mi madre ha puesto los ojos en blanco ante el comentario de su mujer antes de guiñarme uno en señal de aprobación.
Así que no le he dado más vueltas y ahora aquí estoy, esperando delante de la puerta de entrada a nuestra casa, dando vueltas de arriba a abajo en el rellano, congelándome viva con ese diminuto vestido corto de cuero marrón oscuro que resalta todas y cada una de mis normalmente poco pronunciadas curvas.
Es un vestido bonito en su simpleza, pero con los accesorios adecuados, he logrado transformarlo en una pieza elegante y a la vez moderna.
Esa es mi parte preferida de vestir; decorar.
Llevo todo un conjunto de joyería dorada; varios collares con largos diversos y cadenas trenzadas que llegan hasta más allá del escote palabra de honor del vestido, a juego con unos pendiente largos y brillantes relativamente cubiertos por mi media melena alisada. Llevo varios anillos y pulseras del mismo color y parezco una prostituta de lujo de Beverly Hills.
Me encanta.
Sobre todo cuando entra en juego el maquillaje; un sombreado oscuro sobre mis pestañas y un carmín intenso para mis labios, que contrasta notablemente con el resto del conjunto. Además de la suave chaqueta de pelo sintético blanca que llevo por encima y que combina a la perfección con los tacones del mismos color, altos y profundamente incómodos que he llevado dos veces contadas en mi vida.
¿Cuál es el motivo de mi esmero a conciencia con mi aspecto? La respuesta es sencilla. Tan sencilla que me niego rotundamente a admitirla en voz alta.
Miro la hora en el reloj de mi móvil. Las ocho menos cinco.
Reviso el mensaje que me ha enviado Wil esa mañana:
Wil Helmpollón <3: Paso a buscarte a las ocho.
Aquí, en Londres, las ocho es una hora ligeramente tardía para salir a tomar unas copas, pero supongo que tendrá algo que ver con el hecho de que la mayoría con los que he quedado hoy hayan salido de la Universidad apenas una hora antes. Wil entre ellos.
—¿Quieres dejar de dar vueltas con esos tacones infernales tuyos? Vas a rallar el parqué —La voz de Ruth suena desde el sofá, en un tono divertido y aparentemente molesto.
La fulmino con la mirada. Tiene una copa de vino tinto en la mano, y mi madre está sentada a su lado, contemplándome con una sonrisa repleta de cariño, la cabeza apoyada en el hombro de su mujer.
—Esta situación es culpa tuya. —murmuro entre dientes, y ella tan solo inclina la copa de vino a modo de saludo y confirmación silenciosa antes de beber un trago y guiñarme un ojo.
Entonces el timbre suena y pego un respingo. Oigo la carcajada de Ruth mientras me apresuro a la puerta.
Respiro hondo una vez. Dos. Bajo la mirada hacia mi vestido y sacudo la cabeza. No es tan importante, no es tan...
Pero cuando abro la puerta y los ojos verdes de Wil me escanean de la cabeza a los pies, dejo de respirar.
—Hola —saluda con una pequeña sonrisa, y parece dudar un segundo, casi como si fuese a añadir algo más pero se arrepintiera en el último momento. Finalmente tan solo se inclina para darme dos besos en las mejillas.
Al separarnos, aprovecho para mirarlo yo a él de arriba a abajo mientras el peso de todas las conversaciones que hemos mantenido estos días por mensaje cae sobre nosotros como una bofetada de realidad, un jarrón de agua fría, pero igualmente familiar. Cálida también, incluso, de algún modo y aunque sea contradictorio. Todo lo es cuando se trata de Wil.
Él lleva una camisa blanca por debajo de la chaqueta, además de unos pantalones y zapatos de vestir de color negro. Su aire sofisticado y el aroma cítrico y limpio de su cabello algo despeinado pero recién lavado me llena las fosas nasales y no puedo evitar pensar en que se ve extremadamente... adulto.
Atractivo. Mucho. Me parece demasiado ridículo negarlo.
—Hola —contesto y Wil me sonríe un poco antes de inclinarse hacia el interior de la casa para saludar a mis madres, que siguen sentadas en el sofá con el vino entre las manos.
—Buenas noches —dice y Ruth alza la copa a modo de saludo.
—Disfrutad de la noche —exclama y mi madre añade:
—Tened cuidado.
La miro con los brazos en jarra, una pequeña sonrisa exasperada en los labios.
—Tenemos más de veinte años.
Mi madre hace un gesto con la mano para restarle importancia y Wil suelta una risita.
Suspiro y me acerco para darles un beso en la coronilla a modo de despedida antes de volverme hacia la puerta de nuevo tras recoger el bolso de encima de la mesa.
—Pasadlo bien vosotras también —dice Wil con una pequeña media sonrisa.
Ruth le guiña un ojo y empezamos a salir de la casa. Cuando ya estoy a punto de cerrar la puerta, la voz de la mujer de mi madre vuelve a resonar:
—¡Tráela antes del anochecer o se convertirá en calabaza!
Mi madre suelta una carcajada y yo no puedo evitar reír también antes de exclamar de vuelta, a modo de despedida:
—¡La historia de Cenicienta ni siquiera es así!
Cierro la puerta, sacudiendo la cabeza con una sonrisa.
Wil me mira con los brazos cruzados, un brillo divertido en la mirada.
—¿Siempre es así cuando sales de noche?
Esbozo una sonrisita y empezamos a caminar hacia su coche, aparcado en frente de la puerta de la casa.
—Siempre es así, independientemente de que salga de noche o no —contesto con una risita. Entonces añado—: Hace mucho que no salgo por Londres.
—Pues me temo que no puedo decirte si ha cambiado mucho o no, porque yo no he empezado a salir hasta hace un par de años.
Le dedico una sonrisa, mirándolo de soslayo.
—¿Malas influencias?
Me la devuelve.
—Las peores. Ya la conociste.
Así que Anne había roto esa barrera de Wil que ni yo pude traspasar en su momento; sacarlo de fiesta.
Supongo que también nos encontrábamos todos en momentos muy diferentes entonces, pero no puedo evitar el pequeño retortijón de celos que me nace en la boca del estómago y me sube por la garganta.
Lo escondo en lo más hondo de mi corazón, porque no tiene ninguna razón de ser. Ninguna en absoluto.
En cuanto me doy cuenta, ya estamos subidos en su coche y Wil conduce con su soltura habitual.
Contemplo un segundo sus manos sobre el volante, colocado a la derecha del vehículo.
—Siempre me cuesta un poco acostumbrarme al cambio —digo refiriéndome al hecho de que en España se conduzca por la izquierda y aquí por la derecha—. En lo de conducir, digo. Pero me sigue resultando más complicado aquí.
—¿Por qué? —pregunta tras echarme un vistazo por el rabillo del ojo. Yo me encojo de hombros.
—Supongo que porque me saqué el carné de conducir en Barcelona. Y nunca he cogido un coche aquí.
Wil hace un sonidito dando a entender que me está escuchando. Esboza una media sonrisa sin apartar los ojos de la carretera antes de hablar.
—Si te apetece probar, puedo dejarte el mío. Pero te llevaría a un descampado sin ningún ser vivo en al menos veinte kilómetros a la redonda.
Me lo quedo mirando y suelto una carcajada.
Me acomodo en el asiento del copiloto, subo los pies (descalzos, por supuesto. Aprovecho cualquier oportunidad para quitarme esos malditos tacones) y encojo las piernas para girarme en el sitio. Apoyo la cabeza en el suave cuero oscuro que recubre los asientos del coche y lo miro con una pequeña sonrisa.
—Si algún día me apetece destrozarte el coche, tendré en cuenta tu oferta.
Wil mantiene la sonrisa en su rostro. Nos quedamos un momento en silencio. Yo lo contemplo sin disimulo mientras conduce, su porte ligeramente tenso, su aroma fresco llenando el diminuto espacio entre nosotros.
Él finge no darse cuenta. Finge que no le afecta mi escrutinio. Pero me fijo en que aprieta el volante con más fuerza que antes. Tanta que casi se le han puesto los nudillos blancos.
Suelto un suspiro.
—Wil, si no quieres que venga esta noche, lo entiendo. No pretendo hacerte sentir incómodo. Solo quería...
Me interrumpe.
—Ya te lo dije. Me parece bien que vengas. Más o menos. Quiero decir, sí, pero... es un poco raro, supongo. Pero es normal. Creo. No lo sé.
Suelta un gruñido, frustrado consigo mismo, y se pasa una mano por el pelo en un gesto nervioso.
Hay algo en ese gesto y en el hecho de que se haya atrevido a admitir que le parece "raro" que me enternece profundamente. Porque me recuerda tanto al Wil del instituto... tan inseguro pero de algún modo tan valiente...
Tan contradictorio.
Mi tono se suaviza hasta el punto de ser casi un susurro.
—Sí, supongo que es raro. Pero podemos intentarlo, ¿recuerdas?
Para el coche en un semáforo en rojo y me mira cuando utilizo sus propias palabras.
Su expresión no muestra nada más que contemplación, pero su sonrisa... su sonrisa es pequeña, muy pequeña, pero también sincera y tranquila.
A modo de respuesta, enciende la radio. Tiene sintonizada por defecto una emisora de música de los ochenta.
Escuchamos en silencio, pero mucho menos incómodos, como Mark Knopfler da paso a Elton John para terminar con la voz de Freddy Mercury entonando al mítico Queen.
Me encuentro tarareando con suavidad la melodía de "fat bottomed girls" mientras avanzamos por las siempre atestadas calles de la ciudad, las luces de las farolas y establecimientos y demás coches pasando a toda velocidad por la fría ventana en la que he terminado apoyando la cabeza.
Y no puedo evitar pensar que Londres es mucho más bonito de lo que recordaba.
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Hola, amores!
Me ha gustado mucho este capítulo. ¿Qué creéis que va a pasar en el pub?
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Un beso y gracias por leer!
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