Maldición
Alma Madrigal siempre aconsejó a su hijo ver la buena fortuna de los demás, en uno de sus tantos intentos desesperados con tratar de que el don de éste, sea de ayuda para el pueblo.
Lo que ella nunca entendió, ni dejó que Bruno lo descubriera por sí sólo, es que él no decide qué ver en sus visiones. Él es sólo un mensajero, advirtiendo a la gente de sus infortunios. Pero nunca lo vieron de ese modo. Bruno Madrigal siempre sería el pájaro de mal agüero, arrastrando las desdichas de todo aquél que se atreviera a pedirle ver su futuro.
A los quince años de edad, el chico Madrigal comenzó a perder el interés en tratar de caer bien a los demás, empeorando en la etapa de la adolescencia, volviéndolo de un niño hablador y risueño, a un muchacho callado y distante. Y no por voluntad propia.
Ni siquiera tenía amigos, además de sus hermanas. Ese hecho en su vida lo deprimía bastante. Incluso llegó aborrecer el don que se le había otorgado, por un largo tiempo, entre la soledad de su ridículamente enorme habitación, terminando con él entre lágrimas y lamentos por tales pensamientos. Noches tras noches. Sus ojeras comenzaban hacerse visible.
—Bruno. Bruno.
El leve codazo de Pepa entre sus costillas le hizo alzar la mirada de su plato de comida, deteniendo el movimiento de cuchara entre el guiso, pasando su mirada de la pelirroja a su madre, al otro extremo de la mesa. Notó de inmediato el descontento de Alma al observarlo con la frente arrugada.
—Ah, perdón. Estaba distraído. —vaciló al responder.
—Ya lo noté. —hizo una pausa, analizándolo con la mirada. Él se encogió en su lugar—. Te pregunté si tenías algo que aportar hoy, acerca de tus servicios a la comunidad.
El muchacho arrastró los ojos hacia sus hermanas, en busca de ayuda para evitar hablar sobre el tema. Se encontró con los ojos de Julieta, ella le sostuvo la mirada, captando el mensaje a la primera. Aclaró la garganta, enderezando la espalda contra el respaldo de la silla.
—De hecho, hoy...
—Deja que él hable, Julieta. —interrumpió Alma. La susodicha obedeció, disculpándose con su hermano en silencio.
Bruno oprimió la mandíbula, rendido. Esta vez no tenía cómo librarse de hablar.
—Una persona se... Eh, se acercó a mí a pedirme ver su futuro. —comentó no muy orgulloso de ello—. Dijo que quería saber cuánto crecería su pez dorado.
—¿Y bien?
—Su pez morirá mañana.
Pepa se ahogó con la comida al contener una risa, siendo regañada por su hermana a medida que seguía tosiendo. La sonrisa de la mujer se esfumó al oírle decir aquello.
—¡Bruno! —regañó.
—¿Qué? ¡Eso fue lo que vi! No puedo mentirle sabiendo que está viendo lo mismo que yo.
—Pero no puedes andar por ahí diciéndole a la gente que su mascota morirá al día siguiente, mi cielo.
—Es inevitable, mamá. Sólo digo lo que está pasando en las visiones. —defendió con ligera molestia—. Incluso llegan a ser difusas, apareciendo en desorden y luego ¿yo debo decifrarlo? ¡Es su futuro, que ellos lo hagan! De todos modos, cualquier cosa que diga o haga es culpa mía. Siempre lo es.
—Si trataras de ver algo positivo en tus visiones...
Y ahí iba de nuevo. Bruno hizo el esfuerzo de no rodar los ojos ante las palabras de su madre, obligándose a sí mismo a prestar atención nuevamente a su plato de comida, jugando una vez más con la cuchara entre sus dedos.
Ya sabía lo que diría, incluso del revés. Era lo mismo de siempre, el discurso inútil de los últimos años. Lo tenía harto.
Y en cuanto Alma terminó de hablar, Bruno respondió de la misma manera, casi automático, que lo intentaría.
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—¡Se lo repito a diario pero no quiere entender! A este paso me convertiré en un loro. O peor, creo que ya me convertí en uno.
—Bruno, no ofendas a los loros. —intentó bromear Julieta. El chico curvó sus cejas, tomándolo en serio, caminando a su lado con la canastilla llena de comida—. Perdón, sólo quería hacerte reír. Ahora, hablando en serio, ¿porqué supones que no puedes ver algo positivo en tus visiones?
—Porque simplemente no lo hago, Julieta. Sólo aparecen al azar.
—¿Ya lo has intentado?
—Hasta el cansancio.
Julieta lo observó preocupada, puesto que sí lucía cansado. Su postura, caminata y ojeras lo delataban aún más. Inmediatamente la culpa trepó por sus piernas hasta invadir su pecho y sujetó con firmeza la canastilla entre sus delgados brazos.
Se dirigían hasta la plaza central del pueblo, donde ella tenía su puesto de comidas medicinales, curando a quien lo necesite. Y fue Bruno quien se ofreció acarrear las canastillas junto a su hermana.
—No tienes que venir conmigo si te sientes cansado, hermano. Puedo con esto sola.
—¿Quieres decir que no me necesitas? —soltó, sin las agallas suficientes para observarla. Julieta entró en pánico.
—¡No dije eso! —detuvo sus pasos, obligándolo a imitarla—. Por supuesto que eres de ayuda, sólo no quiero que te esfuerces demasiado. Luces exhausto.
—Estoy bien, en serio.
Mintió. No le gustaba mentirle a su hermana, ella era la única quien aún lo trataba como antes. Y odiaría perder su confianza.
Pero una mentira piadosa no le haría daño. No quería preocuparla por cosas tan insignificantes —según Bruno—.
Como ya era habitual, varias personas del pueblo no lo saludaron, sólo a Julieta, pasándolo de lado. Susurraban a sus espaldas, alejándose de su presencia, ignorándolo, como si fuera nada.
Maldita sea, nunca se acostumbraría a tanto rechazo.
¿Realmente se lo merecía?
«Tal vez», pensó Bruno. Después de todo, sólo les causaba miseria. Eso se lo dejaban muy en claro.
Si no podía ayudar con su don, al menos intentaría ayudar a sus hermanas con sus tareas. De manera indirecta, él también estaría involucrado en ello, ¿no? Así dejaría de sentirse tan inservible. O eso esperaba lograr.
—¡Cuidado!
El grito de alguien alarmó a todos a los alrededores. De pronto, Bruno sintió la sangre drenarse de su rostro al ver a una mula correr en dirección a Julieta, mientras ella conversaba con una persona con el brazo recientemente sanado.
No lo pensó dos veces al lanzarse en camino del animal, causando que el impacto lo lance hasta el puesto de su hermana y en consecuencia, desparramar todo lo que anteriormente se encontraba sobre la mesa. Julieta terminó tirada en el suelo debido al cuerpo de Bruno, quien rozó contra ella al ser golpeado. Aún así, terminó menos herida que el muchacho.
El estruendo llamó la atención de varias personas, obervando el desastre con ambos Madrigal tirados en el suelo. Alguien calmó al animal justo antes de que éste volviera a rematar contra otra persona.
Los pueblerinos los rodearon, ayudando principalmente a la joven, pregúntale si se encontraba bien. Julieta ignoró la sangre escurriendo en su brazo derecho, debido a un raspón en el codo. Se levantó rápidamente en busca de su hermano, quien se quejaba del dolor entre los bocadillos en el suelo.
—¡Por Dios, Bruno! —exclamó arrodillándose a su lado.
El susodicho hizo lo posible para sentarse, pero no pudo. Julieta buscó rápidamente alguna comida que no haya tocado la sucia tierra, teniendo la suerte de hallar uno.
—Vas a estar bien, tranquilo. Come esto.
Luego de una mordida al bocadillo, Bruno logró incorporarse, verificando el estado de su hermana, con las manos temblorosas y el rostro pálido por el reciente susto. Julieta afirmó estar bien a pesar de la herida, era una lástima que aquél bocadillo fuera el único en buen estado y no haya quedado nada. Muy diminuto como para haberle dejado algo a su hermana.
Qué lamentable.
—Julieta, ¿necesitas ayuda? —preguntó una persona a su lado, extendiéndole la mano. Ésta aceptó la ayuda para ponerse de pie, ayudando a su hermano en el proceso.
—Está sangrando. Debemos vendar la herida. —propuso otro.
—No, la tela se pegará a la herida, necesitamos llevarla a su casa. Tal vez quede alguna de su comida sanadora ahí.
—Buena idea. Sólo tengan cuidado de no tocar su herida.
—Te acompañaré hasta tu casa. —ofreció una joven, sosteniéndola del brazo sano.
—Gracias, qué amables, pero no es para tanto. Estoy bien, es sólo una raspadita y ya. —calmó Julieta, con una sonrisa en su rostro.
—Insisto. Siempre nos ayudas, deja que hagamos esto por ti.
Alejaron a la muchacha del desastre, en camino a su hogar, entre agobiantes preguntas sobre su estado físico. Bruno la observó alejarse con el pequeño gentío que la rodeaba, oyendo nada más que murmullos debido a la distancia.
Echó un vistazo al desastre en el suelo, sintiendo pena por el desperdicio de comida. Julieta había trabajado tanto en los bocadillos esa mañana.
—Creo que tienen razón respecto a lo que dicen de él. —alguien murmuró a sus espaldas—. Sólo trae mala suerte a los que le rodean.
—No atraigo la mala suerte. —encaró Bruno.
—¿Entonces porqué tu hermana terminó herida justo cuando decides estar con ella? Julieta siempre viene aquí a ayudar, y pasa esto —apunta al desastre de la mesa—, justo cuando tú estás aquí.
—Coincidencia. —titubeó.
—Claro.
Varios se le quedaron viendo, juzgándolo hasta el alma con sólo una mirada. Bruno se sintió tan vulnerable e insignificante en ese instante, que deseó que la tierra bajo sus pies lo tragase y lo escupa en alguna otra parte. Lejos de aquellas personas.
¿No acababan de presenciar que salvó a Julieta de una herida más grave que un raspón?
Lo dejaron solo. Recogiendo los —ahora— inservibles bocadillos.
Bruno comenzaba a dudar de sí mismo, pensado en que tal vez sí estaba maldito después de todo.
Su don era una maldición.
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