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Innombrable


No fue sencillo alejarse de su familia, en primer lugar, las montañas del Encanto eran muy altas como para lograr atravesarlo. Segundo, Bruno no tenía corazón para dejarlos completamente en el olvido. Y tercero, nadie en el pueblo lo ayudaría a encontrar refugio. Nadie.

Vivir entre las paredes de Casita no era una opción tan favorable para él, pero era todo lo que tenía y debía conformarse con ello. Trató de ver el lado bueno, su habitación —si podía llamarlo así— se encontraba cerca de la cocina, tendría acceso a los alimentos con más facilidad, además, sus ratas amigas le harían compañía. Fue complicado desviar una de las tuberías de la casa para acceder a un poco de agua, así que tampoco le faltaría dicho elemento para su uso personal.

Las semanas se convirtieron en meses. Y esos meses en años.

Fueron tiempos muy duros para Bruno, su calidad de sueño había cambiado, su estado físico, mental, su estilo de vida en sí. Sobraría decir que acostumbrarse a ello le había costado demasiado.

Cuánto extrañaba a sus hermanas. Bruno se había planteado en más de una ocasión en decirles que aún se encontraba con vida, ir a darle un abrazo a Julieta cuando lloraba por él entre las solitarias horas del almuerzo mientras cocinaba, excusando aquello por cortar cebollas. O cuando Pepa era regañada por su madre por tener consigo una nube y mojar los pasillos de Casita con sus lluvias, quería decirle que sus nubes aún le parecían bonitas y que daría lo que fuera por volver a bailar con ella bajo sus lluvias como cuando eran apenas unos niños.

El día de su cumpleaños era un total martirio, en especial el primer año en que él no estuvo presente para soplar las velas con sus hermanas. Aquella vez había oído a Pepa decir que no estaba de humor para celebrar, encerrándose en su habitación mientras la tormenta siguió durante tres días más.

Julieta estuvo de acuerdo en no celebrarlo también, reflejando con total libertad la desdicha con la ausencia de su hermano. Bruno se había quedado recostado durante todo aquél día en un rincón de su improvisada habitación, deseándoles un feliz cumpleaños en un suspiro triste, con la culpa surcando en su corazón por convertir un día festivo en algo totalmente deprimente para ellas.

Su madre, Alma... ¿Qué decir sobre ella?

Bruno se encontraba reparando algunas fisuras extrañas que habían estado apareciendo entre las paredes de la casa cuando logró oír la voz de su madre, tan lejano y apenas audible, inconscientemente había dejado la mezcla a un lado al oír a su sobrina Luisa preguntar por él.

Aquí no se habla de Bruno. —había indicado la mujer.

Aquellas palabras fueron como un puñal al pecho. Una navaja con espinas y veneno incado en su maltratado corazón.

¿Había prohibido a los demás hablar sobre él? ¿Su propio hijo?

En realidad, Alma no lo había iniciado por rencor o maldad, aún amaba a su hijo, por supuesto que lo amaba. Se sentía dolida de haberlo dejado ir y no poder hacer nada para traerlo de vuelta, le dolía ver a sus hijas sufrir la ausencia de su hermano y no tener una solución para eso. Pensó que, al evitar mencionar al trillizo faltante les haría volver a su rutina habitual, lejos de la tristeza y la melancolía que provocaba hablar de Bruno.

Pronto todo el pueblo había hecho un voto de silencio sobre él y no con la excusa de ahorrarle la humillación a los Madrigal de haber dejado que uno de ellos se desviara del camino del bien, sino por que, según ellos, el nombre de Bruno atraía desgracias.

Qué cosa tan patética. Bruno nunca había atraído la mala fortuna, eso lo hacían las propias supersticiones de los habitantes. Sólo le echaban la culpaba al hombre porque era más sencillo tenerlo como culpable que hacerse responsable ellos mismos de sus desgracias.

Y tan pronto como fue posible, nadie volvió hablar sobre Bruno. Como si fuera algún tabú mencionarlo.

Se rindió. Lo había dado todo, también lo que no tenía.

No pasaba una noche sin que Bruno se arrepintiera entre lágrimas el haberle dicho a su madre que desearía estar muerto, rogando en silencio que Dolores no oyera sus sollozos nocturnos.

Se quedó sin esperanzas luego de oír tantas veces a su familia prohibir hablar sobre él.

"Aquí no se habla de Bruno".

"No digas su nombre".

"No lo nombren".

Él sólo quería hacer sentir orgullosa a su familia, ser útil para los demás, honrar el apellido Madrigal, en cambio logró todo lo contrario, convirtiéndose en la oveja negra, el pájaro de mal agüero, el yeta, la persona a la que puedes echarle la culpa de todos tus males.

Lo habían convertido en un ser innombrable.

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