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QUINTO:

Has corrompido tu sabiduría por causa de tu esplendor.


Se dirigió al palacio de la creación después de volver a su gloria habitual, caracterizada por sandalias de oro, túnica blanca y corona de hojas. Durante el vuelo de ida su autoestima incrementó considerablemente: las virtudes, encargadas de hacer seguimiento a distintos personajes, lo miraron con devoción, los principados se arrodillaron ante él y ciertos ángeles se acercaron para darle ofrendas que rechazó con gracia. Aquella muestra de humildad, excusada en que debería ser él quién les recompensara su ausencia, no hizo más que elevarlo en sus corazones. Casi se hallaba en ellos en la misma posición en la que tenían al Señor. «Casi», se repitió al pensar en Layla. Ella siempre amaría a Dios por encima de él.

Siempre él iría primero.

Para Lucifer debería ser igual, pero no concebía la vida sin ella. Llevaba tanto tiempo cuidándola como su ángel guardián, el primero antes de que el sistema fuera aplicado a los humanos, que su existencia se ligó a la suya. Sin Layla no había vida que valiera la pena ser vivida y por eso interpretaba el regalo de Dios de forma diferente. Se sintió un extraño al entrar en el salón y observar a los tronos, serafines y querubines adorar a su creador sin dejarse llevar por distracciones. «Eso que tanto agradecen se convertirá en desgracia cuando se den cuenta de que carece de emoción», se decía a sí mismo para convencerse de que tenía un argumento válido para la desigualdad en sus emociones. Ellos no la conocían, él sí.

La felicidad. El amor dado y recibido. Incluso la rabia. La pasión.

Todo formaba parte de un delicioso equilibrio. Eso era la verdadera vida: caer y levantarse, subir y bajar, gemir y gritar, ganar y perder, luchar y rendirse. Eso era vivir. Tras eones de reflexión, Lilith se lo había confirmado al enseñarle que había sensaciones más allá del amor y el orgullo que Dios les proporcionaba a sus siervos fieles al concretar una misión en nombre de su gloria.

Eso era vivir.

«No puedo esperar por compartir mis enseñanzas con quién más quiero».

─Layla ─murmuró en su delicada oreja tras situarse tras ella en la cúpula.

Sanctus, sanctus, sanctus... ─siguió cantando sin prestarle la más mínima atención.

Era una de las pocas veces que Lucifer tenía la oportunidad de escucharla durante sus obligaciones, por lo que no insistió y la abrazó por detrás mientras acercaba su propio oído a su barbilla. Ninguno de los ángeles lo vio como algo anormal ya que cuando no estaba sirviendo, Lucifer revoloteaba a su alrededor y le ofrecía su contacto. Pero debieron. Aquél apego sería la condena del cielo. Por otro lado, Layla ni siquiera se inmutó. Cantar le era como respirar. Por más alterada que estuviera, fuera por la presencia del querubín o por otro motivo, seguiría haciéndolo hasta que llegara su turno de ser polvo en el universo.

Vivía para servir.

Dominus Deus, Sabaoth. Pleni sunt coeli et terra gloria tua. ─Los ojos de Lucifer se llenaron de lágrimas por el impacto de la entonación de su ángel. Dentro de la mente del querubín el canto coral era un solo protagonizado por su amor─. Hosanna in excelsis... Benedictus qui venit in nomine Domini. Hosanna in excelsis.

Benedictus qui venit in nomine Domini ─la acompañó y los murmureos de los tronos, encargados de dar y llevar información a las dominaciones, callaron por el esplendido fenómeno que la mayoría desconocía y recién descubría.

Lucifer también, cómo no, fue dotado de una hermosa voz.

─Hossana in excelsis.

Hossana.

Hossana.

Sellaron el Sanctus con un emotivo abrazo. Aplaudir aún no era considerada una muestra de emoción y más adelante estaría prohibido hacerlo por cualquier muestra de fe, sería considerada una falta de respeto alabar a los hombres cuando el único y verdadero objeto de alabanzas era el Señor, pero los ángeles habrían sucumbido al impulso de manifestar su aprobación y entusiasmo de haber sabido cómo. Lucifer, consciente de la mirada de todos y cada uno en ellos, separó sus alas y apretó más a Layla contra sí. Leyendo la intención del querubín en sus ojos, el serafín se aferró a sus antebrazos y cerró los ojos para no marearse cuando se alzaron miles de pies sobre el mismísimo cielo.

Las estrellas le dieron la bienvenida por los segundos que estuvieron frente a ellas. Layla, emocionada, intentó tomar una en su mano. El tiempo que duraron en el espacio no fue suficiente para cogerla. Eventualmente la gravedad y el temor a perderse en lo desconocido los llevó de regreso al mismo rincón en el que compartieron su primer beso, haciendo que no tuviera más remedio que conformarse con su estela. Lucifer, torpe como cualquier primerizo desarrollando por primera vez cualquier acción, la depositó en el suelo y empezó a desprenderse de la túnica que lo cubría tras asegurarse de que no hubiera nadie observando.

Layla, sin saber si aquello era prohibido o no, se cubrió los ojos con las palmas.

No se arriesgaría. Ante todo era temerosa de Dios.

─Layla ─rogó.

Ante el tono de Lucifer movió uno de sus dedos para echar un vistazo. Gimió al verlo en todo su esplendor. Cada centímetro de piel expuesta parecía brillar. Se descubrió por completo el rostro al cabo de unos segundos y extendió el brazo, invitándolo a acercarse a ella. Lucifer se arrodilló en frente. Tomando su pequeña y delicada mano de porcelana, la llevó a su punto más sensible recién descubierto.

Gimió desde lo más profundo de su garganta cuando finalmente sus dedos hicieron contacto con su entrepierna. Lentamente, despacio, guió sus movimientos hasta que empezó a sentir algo similar a lo que Lilith le mostró. Similar no porque fuera diferente o menos, sino porque era un placer infinitamente más sublime. Con el ángel del amor solo le dio la bienvenida a las ideas, las aceptó, que luego haría realidad con Layla. Verla allí con su pelo castaño desparramado sobre sus hombros y la piel sonrojada, atendiendo sus pedidos con curiosidad y ansías, hizo que pensara en ella como la íntima compañera que en realidad quería. El rubor en sus mejillas era real, no improvisado como el de Lilith. La inocencia en sus ojos que se consumía en la pasión era verdadera. Esto era tan nuevo para ella como para él. Estaban destinados a descubrirlo juntos.

─Déjame... déjame a mí ─murmuró con su tono más aterciopelado.

El serafín se apartó, dejándolo momentáneamente vacío, para empezar a retroceder hacia la pared de mármol. El terror y la consciencia de lo que había estado haciendo finalmente la alcanzaron─. ¿Dejarte hacer qué?

Lucifer avanzó un poco más. Layla vio en él un depredador.

─Tocarte como me tocabas.

─Pero... pero...

─Solo quiero amarte ─murmuró abatido─. ¿Por qué hay tantos peros entre esa acción y tú? ¿Es que te desagrado? ─Su rostro se distorsionó en una mueca de dolor─. ¿Le pondrías tantos peros a tu Señor si él quisiera amarte como yo? Si tú me amas más que nadie como dices, deberías dejarme amarte más que nadie a cambio porque no hacerlo acabará conmigo.

«Mi Señor», Layla se dio cuenta, «no nuestro».

─Lo menos que quiero es hacerte sentir mal.

─Hay un desacuerdo muy grande en lo que dices y en lo que haces, serafín.

─Yo... ─Se mordió el labio inferior. Al instante en el que se dio cuenta de que Lucifer seguía el movimiento con ojos dorados y hambrientos, se arrepintió de haberlo hecho─. ¿Te conformarías con ver, mi corde? ─Lo detuvo colocando las plantas de sus pies en su pecho cuando se acercó negando─. Entiende que esto es tan nuevo para mí...

─Para mí también lo es.

─... que preferiría ir despacio mientras descubro si está mal o está bien.

─¿Está mal amarte demasiado? ─repitió la misma pregunta de siempre.

La misma pregunta que los atormentaba a ambos.

Layla meditó antes de contestar. Ella sentía lo mismo que él.

Negarlo era como negar su fe.

─Está mal que lo demuestres ante los demás mientras no sepamos si estamos pecando ─respondió para los dos─. Pero aquí, entre nosotros, somos libres de amarnos tanto cómo queramos. ─La sonrisa de hoyuelos apareció en su rostro con forma de corazón, espesas pestañas y nariz respingada. El corazón del querubín se detuvo por unos instantes antes de empezar a latir a la misma velocidad, inclusive más rápido, que el aletear de sus alas─. Aquí, protegida por mi ángel de la guarda, soy tuya y tú mío. ─Lentamente, dispuesta a seguir su propia a ocurrencia, separó las piernas y guió las manos a su fruta prohibida─. No hay nada más ─gimió al sentir el tacto de sus propios dedos en una zona tan sensible─. Nada.

─Nadie ─reafirmó él retrocediendo dos pasos.

La respetaría. Amaría cada cosa que le diera, aunque no estas no fueran lo que tuviera en mente, y la convertiría en su más grande fantasía. Siguiéndole el juego con sus propios medios guió la mano derecha a su falo. Se lastimó las primeras veces que lo intentó, pero al final logró coger un ritmo placentero que fue nada al lado del gusto que le producía observar a su lindo serafín complacerse a sí misma entre sollozos de deleite. Ella había hallados su propio botón de regocijo entre su valle de rizos cobrizos, brillantes a la vista por su humedad. Lucifer entendió, entonces, que se trataban de fluidos como el que él había liberado con Lilith y en sus aposentos durante los cinco días que permaneció de reposo.

Instantes luego, más pronto de lo que cualquiera de los dos hubiera querido, Lucifer ensució el suelo de materia gaseosa con un chorro de espeso líquido transparente. A los minutos le siguió su caelo, jadeante, atrapando su mano entre sus muslos. Lucifer observó entre maravillado y complacido cómo su respiración se volvió más suave y ligera, cansada, tras la explosión en la que tuvo que cubrirle la boca para que su secreto, el gozo que se producían al amarse así fuera amándose a sí mismos para el otro, se descubriera por sí mismo.

«Y nosotros conformándonos con el doloroso placer en las cosquillas», ironizó colocándose tras ella para auparla como era debido. Acarició sus cabellos desde la raíz a las puntas, que le llegaban a media cadera, antes de empezar a acariciar su rostro como ella solía hacer con el suyo. «Radiante» era el único adjetivo que encontraba apto para describir su belleza, una que dejaría descansar y luego llevaría de regreso a la cúpula para que cantase sus alabanzas. Podría quedarse con ella por más tiempo, nadie cuestionaría la desaparición de ambos, pero sabía que en la condición en la que se hallaban lo mejor era no abusar.

Sanctus Deos ─la oyó susurrar antes de sucumbir por completo en un profundo sueño─. Sanctus Fortis... Sanctus Inmortalis, miserere nobis.

Miserere nobis ─se unió a su pedido de misericordia.

No por él, sino por ella.

Aún después de obrar sin su consentimiento y seguramente ser merecedores de su furia, Dios lo era todo para Layla.


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