Capítulo 8: Pánico.
Las zancadas rápidas de Cassandra por todo el internado hizo que Lucas frunciese el ceño y soltase todo tipo de blasfemias. Melissa bajó aprisa las escaleras y ayudó a levantar a Victoria de encima de Caym. La rubia estaba preocupada por la seguridad de su amiga, pues más de uno le deseaba la muerte allí dentro. Melissa tenía la extraña costumbre de espiar conversaciones ajenas, y contra más intimas, más le gustaba. Por esa razón, sabía todo los chismes que se especulaban en el internado Fennotih, y sobre todo, sabía qué intención tenían las mujeres contra Victoria. El hecho de que Victoria estuviese rodeada de los dos jóvenes más apuestos las encabronaban. ¿Había algo peor que adolescentes hormonadas y además desquiciadas? La locura no tiene límites.
—¡Dios mío! —exclamó Melissa conforme ayudaba a la joven—. ¿Cómo ha podido pasar?
Caym se levantó del suelo y se sacudió la vestimenta que se había manchado de polvo. Para colmo debía de continuar fregando.
—¿De qué te sorprendes, Melissa? —cuestionó el joven malhumorado—. Ni que no supieses lo que planeaba Cassandra.
Por unos instante, la joven miró a Caym confusa. El muchacho había insinuado que ella sabía algo que los demás no. Por esa razón, no supo cómo él siempre daba en lo cierto, como si se adentrase en su mente y le leyese los pensamientos. Era increíble. No obstante, los nervios hicieron que la joven no preguntase y alterase su ritmo cardíaco.
—¡No lo sabía! —se justificó—. ¡No pensaba que lo haría de verdad!
—¿Qué estás insinuando? —inquirió Victoria, adusta.
—Espié una conversación en el baño de chicas —comenzó a contar cabizbaja, como si se avergonzase de haberlo hecho—. Era Cassandra con sus "secuaces" hablando de ti. Cassandra insinuó empujarte por la escaleras y que, con suerte, te rompieses alguna extremidad. Una le dijo que no lo hiciese, que mejor sería gastarte alguna broma macabra. Empezaron a reír y no hubo más conversación.
—¿Por qué no me advertiste de lo que oíste?
—Porque no creí que fueran capaz de hacerlo. Si algún profesor le viese empujándote por las escaleras, recibiría un castigo que no le gustaría pasar a nadie —mencionó con temor.
—¿Qué tipo de castigo? —inquirió con curiosidad.
—¡Señorita Massey! —interrumpió la psicóloga Laura. Victoria giró sobre su eje para acudir a su llamado. La psicóloga miró su muñeca vendada y frunció el ceño. La joven notó la expresión de la mujer y alzó ambas cejas. No sabía qué quería ni por qué la había llamado—. Me gustaría hablar contigo. Pásate por mi consulta ahora mismo.
—Ya casi es la hora de irse a la cama.
—¿Acaso importa? Sígueme, es importante.
La joven bufó por la nariz y rodó los ojos sobre si mismos. Lo que menos le gustaba de aquel internado era tener que ir a un psicólogo diariamente.
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Invitó a la chica a sentarse como de costumbre en aquel sofá de cuero alargado. Victoria se cruzó de brazos, molesta por ser obligada a permanecer en aquellas paredes pardos que tanto empezaba a odiar. La joven soltó un bostezo llamando la atención de la psicóloga Jenkins. Ella sonrió y cogió la libreta más su bolígrafo y se sentó frente a la muchacha.
—Sé que estás cansada, Victoria —rompió el silencio—. Sólo serán unos minutos.
—Como sea —espetó.
—¿Cómo te has roto la muñeca?—cuestionó.
—No está rota, es solo una pequeña lesión.
—No has respondido bien a mi pregunta.
—Resbalé en el baño —contestó apartando la mirada.
La psicóloga anotó algo en la libreta que Victoria no podía ver.
—¿Qué acaba de apuntar ahí? —cuestionó sin apuro con el ceño fruncido. La mujer no contestó, tan solo sonrió y prosiguió sus preguntas.
—Cuéntame porqué tu padrastro te encerró en nuestro internado, Victoria.
Al recordar a Benjamín, Victoria apretó su mandíbula formándose un pequeño músculo en sus mejillas.
—Lo intenté envenenar con matarratas.—confesó mirando a los ojos de la mujer. No tenía miedo, no llevaba armadura. Le daba igual lo que pensase de ella, o si la creía o no. Aunque le creyese, no estaba en sus manos sacarla de allí.
—¿Por qué lo querías matar, Victoria?
—Engañó a mi madre.
—¿Qué tipo de engaño? ¿Infidelidad?
Victoria soltó una risa sarcástica.
—Ese bastardo sabía que teníamos fortunas. Sedujo a mi madre con el único fin de quedarse su dinero, no le importó su muerte en absoluto, de hecho, su amante es nuestra ama de llaves. Mi madre me dejó todos los bienes a nombre mío, dado que soy su única hija. Benjamín pensó que, si permanecía con mi madre, regalándole el oído con palabras melosas, los bienes irían a su nombre. Se le fue el santo al cielo cuando leyó que toda la pasta sería mía.
—¿Qué motivo tendrías para querer quitar de en medio a ese hombre, Victoria?
—¿Qué motivo no tendría usted si a su madre la engaña con tanta maldad? —respondió ella en otra pregunta—. Insulto es que lo llame «hombre». Es una escoria, un saco de excremento, basura. Mi madre era tan inocente que creía que, al padecer tal enfermedad, ningún caballero se le acercaría nunca más. Ilusa creyó las palabras envenenadas de ese bastardo, inclusive cuando le advertí. Al menos le agradezco que no fuese tan estúpida como para regalarle toda su fortuna.
Anotó palabras en su libreta de nuevo. Por la expresión tan adusta de la mujer, quizá la estaba creyendo.
—Benjamín intentó que pareciese loca —contó apretando sus puños—. Lograba de una manera que mi paciencia acabase en arrojarle objetos, que intentara lastimarlo con cualquier cosa. Le contaba a los vecinos que me había vuelto demente a raíz de la muerte de mi madre, que desarrollé un trastorno mental. El ama de llaves y Benjamín se mofaban y soñaban con robar el dinero de la cuenta bancaria. Escuché conversaciones de querer deshacerme de mí, enviándome a un manicomio o Dios sabe dónde, para que así ellos pudieran quedarse con mi bonito hogar. Vi al bastardo informarse una vez de centros para adolescentes problemáticos, añorando que me esfumase de su vista para rehacer su vida bañado en billetes y satisfacción, con su nueva y despreciable amante. Me volví antisocial, los vecinos me miraban y me juzgaban. Negaban con la cabeza, sintiendo lástima de la persona en la que me había convertido
—¿Es eso cierto? ¿Te hicieron pasar todo aquello?
—¡Por supuesto que lo es! —exclamó— ¿Por qué una niña loca de dieciséis años debería tener esa fortuna, si va a pasar el resto de su vida en un manicomio? Era una vía fácil para Benjamín. La única alternativa para que lo creyesen.
—¿Crees que la muerte de Benjamín es la única alternativa para tu dolor?
—¿Mi dolor? —repitió con un falso asombro—. No tengo dolor, psicóloga Jenkins, tengo resentimiento, ira, venganza. ¿Acaso cree que no sería capaz de hacerlo? Sé ingeniármelas para que nunca encontrasen su cadáver. Nadie lo echaría de menos.
La mujer miraba a los ojos esmeralda de la muchacha, que en ningún momento había apartado la mirada ante tal confesión. No obstante, sí la apartó cuando le preguntó cómo se había lesionado la muñeca. Escuchaba su historia con fascinación, intentando indagar en la mente de una pequeña alumna con problemas de conducta.
—Si ese bastardo sigue vivo, hará lo mismo a otras mujeres. Las engañará con palabras melosas y quién sabe hasta dónde es capaz de llegar por conseguir la fortuna. ¿Sabe cuál es la única cosa que es capaz de volver a ser humano demente? El dinero, la ambición, el poder.
—¿A ti no te importa la fortuna, Victoria?
—¿De qué me sirve tener todo el dinero del mundo, si ahí fuera hay otros que lo necesitan más que yo? ¿No te sientes sucia por ver a mendigos sin tener nada que llevarse a la boca, mientras tú puedes comprarte todos los autos que te vengan en gana? ¿No le apena ver a niños con una enfermedad tan temprana, que los padres no pueden pagar el tratamiento porque es excesivamente caro? No hay forma más estúpida de gastarse el dinero que en caprichos que no necesitas. Si algo me enseñó mi madre, es a no ser una niña consentida. No por tener todo el oro del mundo, te tienen que comprar lo que pidas por tu lengua. Así no se educa, ni se enseña. Las cosas materiales, al final, no sirven de nada. Si algún día salgo de aquí, ¿qué cree que haré con tanta fortuna? —preguntó haciendo que la mujer alzase ambas cejas.
—¿Donarlo? —cuestionó dubitativa.
—Dejémoslo en el misterio —respondió ella.
La psicóloga observó la hora del pequeño reloj de plata de su muñeca. Al ver ese gesto, la joven se levantó del sofá y antes de que la psicóloga dijese que la hora había terminado, Victoria se marchó por la puerta sin despedirse.
—Hasta la próxima, Victoria...—musitó la mujer dejando su libreta en la mesita.
Cuando la joven salió de la habitación, Caym le esperaba apoyado en la pared. De pronto, el joven aplaudió confundiendo a la muchacha.
—¿Todo eso ha salido de tu boquita, mi querida Victoria? —cuestionó sonriéndole con su perfecta dentadura—. ¡Estoy sorprendido! ¿De verdad que no te importa la fortuna que heredaste de tu madre? ¿Serías capaz de donar gran parte de ella? Eres brillante, Victoria. Ya no solo por lo convencida que has dicho todo eso, sino porque tienes una mente capaz de hacer que los de alrededor tuyo sientan compasión de ti.
—¿Crees que miento? —inquirió ella con un ligero rubor en sus mejillas.
—Quizás tengas buenas intenciones en eso, pero los que tienen malas intenciones son los de acá. Ellos te quieren ver muerta, bien muerta.
—¿Los alumnos? —cuestionó ella.
—La mayoría de ellos—se encogió de hombros—. No te preocupes, estoy aquí para ayudarte.
La joven había recordado como Caym le había ayudado a no caer por las escaleras. Sabía que lo hizo porque no comprendió cómo apareció en sus brazos en menos de un segundo.
—Me has salvado, ¿verdad? —cuestionó sin apuro. El joven tragó saliva y frunció el ceño.
—¿A qué te refieres, exactamente?—inquirió adusto.
—Cuando Cassandra me ha empujado.
Justo en ese preciso instante, Caym apareció a pocos centímetros de la cara de Victoria, casi rozando su nariz y penetró sus ojos grises en los ojos verdes de la muchacha. Ella sintió un escalofrío extraño en su cuerpo junto un ligero quemazón en su estómago. Podía escuchar la respiración fuerte de él y aquello le resultó fascinante.
—Que sepas que si te he salvado es porque tú y yo tenemos un trato. Me das tu alma, a cambio de cumplir tu venganza.
—Si me hubieses dejado morir, obtendrías mi alma igualmente.
—Ambos acabaríamos perdiendo. Si te hubiese dejado morir, tu venganza no se hubiese resulto con la ayuda que te prometí. Por lo tanto tu alma no me serviría de nada.
—¿Por qué no te serviría?
—Para que lo entiendas mejor: si hoy hubieses muerto, tu alma sería como una caja en vuelta en papel de regalo, pero cuando la abres no hay nada dentro. Esa es la importancia de hacer un pacto con un demonio, debo de protegerte hasta que cumplas lo que ansías.
—Entonces, ¿por qué te has puesto nervioso cuando te he preguntado? ¿Me estás diciendo la verdad o me estás mintiendo porque sientes vergüenza de salvar a una humana?
—¿Qué necesidad tendría yo de estar mintiéndote? ¿Acaso crees que no sería capaz de atravesar tu corazón en este instante y arrancártelo de cuajo? Lo que me impide hacerlo es mi promesa.
—¿Tan importante es la promesa de un demonio?
—Más que mi vida.
Ambos se miraron a los ojos con fijación. Victoria empezó a fruncir sus ojos sin creer al joven, sin embargo, Caym no apartó la mirada de la muchacha.
—Si lo que quieres es que te aparte la mirada, a eso no me gana nadie—comentó el muchacho—. Puedo hacer que te sientas incómoda.
—Ponme a prueba.
Él transformó sus ojos a su aspecto verdadero: un vacío de oscuridad aterradora. Le sonrió con burla sin apartar la mirada de la joven. Mostró como sus uñas se alargaban volviéndose afiladas, casi como la hoja de una espada, dispuesto a cortarle en pequeños pedazos. Acarició con su dedo indice la cara de ella como si quisiese cometer todo tipo de atrocidades.
—¿No te asusta? —cuestionó burlón al ver que no apartó la mirada.
La joven lo pilló desprevenido y lo beso en los labios haciendo que la transformación demoniaca de éste se apagase. El varón se apartó de ella y le dio un pequeño empujón.
—¡¿Qué estás haciendo?! —bramó con la respiración acelerada.
—Asustarte.
Dicho aquello la muchacha puso paso firme a su habitación. Antes de marcharse de aquel pasillo, se giro sobre su eje para observar a Caym, que aún lucía sorprendido.
—Has apartado la mirada —murmuró llamando la atención del joven—. He ganado.
—Pediré la revancha —comentó frunciendo el ceño.
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Cuando Victoria iba a entrar en la habitación, Cassandra se colocó tras ella y la asfixió con su antebrazo. La joven intentó defenderse dándole un codazo en el estómago haciendo que esta se estremeciese y aflojase su apretón. Victoria logró deshacerse de sus manos, pero Cassadra le dio un fuerte empujón ocasionándole una caída. Se sentó encima de ella y colocó sus manos en el cuello de Victoria.
—¡Lucas es mío! ¿Por qué te lo has llevado? ¡Es mío! ¡Es mío! —farfullaba conforme apretaba el cuello de la joven. Ella intentaba deshacerse de sus fuertes manos, pero con la muñeca lesionada apenas podía hacer fuerzas.
Victoria arañó con sus uñas la cara de Cassandra haciendo que ella soltase un alarido. Una pequeña capa de sangre se hizo visible. La cara de la joven ya se estaba poniendo roja. Buscaba el aire con desesperación. Su vista estaba borrosa a causa de las lágrimas que comenzaron a salir de sus ojos por la asfixia.
Cuando Caym subió las escaleras y presenció aquel acontecimiento en mitad del pasillo, quiso defenderla, pero Lucas se presentó detrás de Cassandra, que había escuchado los gritos desde el piso de arriba y bajó las escaleras aprisa. Lucas Ashworth llevaba en su mano una lámpara de mesita de noche, la que tenía en su habitación. Con ella agredió a la pelirroja en la cabeza haciendo que la bombilla se hiciese añicos. Cassandra cayó a un lado de Victoria sin mostrar signos de moverse.
—No soy tuyo, perra —murmuró el joven agarrando la lámpara con fuerza.
Victoria cogió una bocanada de aire conforme se intentaba incorporar del piso. De inmediato, una mancha roja comenzó a salir de la cabeza de Cassandra, manchando el suelo. La joven abrió los ojos sorprendida, pues Lucas lo había hecho, no ella.
—¿Está muerta...? —cuestionó Lucas que comenzaba a entrar en pánico.
—¿Tú que crees? —inquirió Caym de brazos cruzados.
El joven soltó la lámpara de sus manos dejándola caer y comenzó a temblar. Su estado de pánico estaba a punto de comenzar.
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