Capítulo 26: Enigma.
Caym estaba sentado en la silla de escritorio giratoria, dando vueltas sobre sí mismo, silbando. Observaba a Melissa con atención, estaba intrigado de su dulce sueño. La rubia siquiera se percataba del ruido en la habitación o los murmullos. Aquella pastilla para dormir la había dejado bien anestesiada en su fase rem.
La tormenta no parecía querer menguar en unas horas, al menos los relámpagos ayudaban, en escasos segundos, a alumbrar el cuarto de la joven.
Mientras el varón estaba juguetón en aquella silla, Victoria inspeccionaba la extraña y curiosa nota que le habían dejado bajo la puerta. Leía y releía aquel acertijo, queriendo resolver el enigma que se traía. Admitía que los acertijos siempre le gustaron, pero no en aquella situación tan macabra. ¿Qué había que escanear bajo la tierra? ¿Qué escondía bajo sus pies?
—Veo que le has dado el uso a las pastillas para dormir. La tienes bien drogada a tu compañera —murmuró el joven junto a una risita perversa.
Victoria lo ignoró ensimismada en la nota. Trataba de encontrarle alguna lógica con la cual continuar. No tenía muy claro la finalidad de aquel acertijo. Podía estar jugando con su mente de manera burlesca o podía ser una buena pista.
—Caym, ven aquí —hizo un ademán para que el muchacho se posicionara a su lado. De inmediato se acercó a ella acudiendo a su llamado—.«Puerta abierta para la cena y el miedo...»—releyó en voz alta—¿Crees que se refiere a la cocina? Quizá allí haya otra pista.
—Hmm, puede ser.
—¿Quieres venir conmigo?
—Siempre estoy dispuesto a meterme en problemas junto a ti—se acercó veloz a escasos centímetros de su cara y la miró con malicia—, pero no te confundas. Tu extraña actitud de querer poseerme cuando todo esto termine hace que quiera acabar con tu miserable vida antes de tiempo.
Victoria lo desafío pegando su frente contra la suya con dureza, Caym frunció sus cejas confundido. La joven desvío su mirada a los labios carnosos de él, queriendo saborearle, el joven, sin embargo, estaba lo suficiente molesto como para matarla de pensamiento repetidas veces. No comprendía como la joven tenía la desfachatez de enfrentarse a él aún sabiendo que podía arrancarle el corazón de cuajo en un santiamén. Su personalidad hacía que la odiara a la vez que la admiraba, pues su actitud mezquina y egoísta, en parte, le recordaba así mismo. Era como apreciar su propio reflejo.
—Puedes apretar mi cuello cuanto quieras, no tengo nada que perder en esta vida.—musitó ella.
—Me asombra tu increíble valentía de desafiar a quien sabes que tiene tu vida en sus manos. ¿Qué clase de ser humano eres, niña? ¿Por qué no gritas ni te arrodillas ante mi presencia?
—Puedo gritar y arrodillarme siempre que hablemos de otro concepto.
—Interesante...—murmuró él arqueando una ceja.
La muchacha acudió a unos de los cajones de su escritorio para agarrar una linterna en caso de que hubiera un apagón repentino. A pesar de que la tormenta, por suerte, no había causado tal cosa, prefería ir con aquel pequeño foco que llamar la atención encendiendo los interruptores de cada pasillo y cada habitación. No podía permitirse que el director Newell los encontraran merodeando por los corredores como almas en pena. Aunque se mostrara jovial, el hombre empleaba dura disciplina en los castigos que imponía y la joven no quería recibir uno de ellos. ¿Quién querría ser encerrado en un sótano, dejado a la mano de Dios? No era una persona que padecía de claustrofobia, pero no obtener libertad en un espacio diminuto la inquietaba sobremanera, sobre todo por lo último sucedido con Benister.
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Deambularon por los pasillos con sigilo, tratando de llegar hasta la cocina sin ser detectados. La joven caminaba en camisón llamando la atención del muchacho, que le lanzaba miradas indiscretas. Ella odiaba que la viera de aquella forma y trataba de esconderse en sus propios brazos, pero era inútil. El camisón que obsequiaban en Fennoith no era para nada atractivo, sino más bien parecía estar durmiendo con un trapo viajo de 1930.
—Deja de mirarme, lograrás que me irrite más de la cuenta —bisbiseó alumbrando las puertas de los corredores.
—¿Se supone que eso debería asustarme?—Se burló conteniendo soltar una carcajada.
Ella se detuvo alumbrando la puerta que decía ser la cocina. A primera vista parecía estar cerrada, pero cuando giró el pomo se sorprendió de inmediato. Se suponía que todas las puertas debían de estar cerradas pasada la hora de la cena y que aquella no estuviera bajo llave le resultó extraño. ¿Acaso había una pista como bien había acertado la joven? ¿Quién era la persona que tenía las llaves de todo el internado?
Inspeccionó con ahínco cada cacharro que se hallaba ahí dentro. Lo único que parecía estar bajo llave era un cajón de encimera donde se escondían los cubiertos, incluyendo los cortantes cuchillos. Debían tener problemas con aquello si un cajón de cocina estaba bajo llave, ya que era inusual verlo así.
La joven alumbró la despensa sospechando primeramente de ella; atisbó varios tarros de especias y un largo catálogo de comida, nada interesante.
—¿Por qué miras aquí?—quiso saber el joven.
—Una pequeña hoja de papel puede estar escondida en uno de los tarros de especias.
—Si tú lo dices...
—Cuando la encuentre, te aseguro que te cerraré la boca.
Caym se dispersó de ella con actitud altanera, buscando por sí mismo lo que ella quería encontrar. A pesar de la oscuridad que había, Caym se movía audaz sin chocar si quiera con ninguna esquina. No hacía falta que ella alumbrara por donde pisaba ya que el varón sabía perfectamente valerse por sí solo. Sus habilidades sobrenaturales eran de gran ayuda.
—¡La tengo!—exclamó Caym agitando la pequeña nota para que le alumbrara. La joven soltó un bufido—Parece ser que te he cerrado la boca yo. Qué sorpresa, ¿verdad, mi querida Victoria?
Ella hizo una mueca con molestia.
—¿Dónde la has encontrado?
—Dentro de una cacerola. No era tan difícil.
Victoria le arrebató la nota de las manos para leerla en voz baja.
—«Si me conoces querrás compartirme, si me compartes me perderé ¿qué soy?»—decía la nota.
—Un secreto —contestó el varón.
Ella lo miró asombrada ante la facilidad del chico al resolver esa adivinanza. Sin embargo, empezaba a mosquearse de aquellas dichosas notas. ¿Quién las escribía y quién guardaba ese oscuro secreto?
—Esto no tiene gracia. ¿Acaso están jugando con nosotros? Ya sabemos que cada acertijo nombra los secretos, pero, ¿quién diablos los guarda?—comentó la joven con cierto hastío.
Unos pasos paulatinos se pronunciaron en los pasillos, dirigiéndose a la cocina. Caym agarró con fuerza a Victoria y la obligó a esconderse en el cuartillo de la despensa junto a él. El espacio era diminuto y había que tener mucho cuidado para que ninguno de los tarros de especias se balanceara en las estanterías.
No tenían ni idea de quién era el susodicho que entró, pero se lo veía molesto.
—¿Qué hace la puerta abierta? ¡Maldita mujer! Le tengo dicho que la cierre —Se quejó el director para sí mismo.
El sonido estrepitoso de un manojo de llaves se pronunció en la cocina junto a las maldiciones que soltaba el director Newell.
—Espero no hayan robado nada estos niños. Bastante tengo ya con Elliot.
Seguía hablando solo a pesar de que no había nadie a su lado. Claro que el hablar solo era tranquilizador, y en ocasiones, hasta terapéutico, pero Newell era un señor mayor en sus cuarenta y pocos; dado en el lugar en el que se encontraba, rodeado de tanta malicia y locura, no era de extrañar que en ocasiones se le fuera la cabeza.
La puerta fue cerrada con llave desde fuera. Victoria se inquietó mirando el rostro burlesco de Caym. Él no parecía intimidarse al darse cuenta que estaban encerrados en la cocina.
—¡Nos ha encerrado!—exclamó en un susurro alto.
—¿Y qué? Más diversión para nosotros.
—No es ninguna diversión, Caym. Es una maldita cocina, no hay nada interesante aquí.
—Yo soy interesante, querida.
—¿No lo entiendes? Nos impondrán un castigo si amanecemos aquí dentro.
Caym soltó una risa silenciosa haciendo que la joven soltara un suspiro con irritación. No aguantaba cuando se reía de ella y de su frustración. No quería permanecer allí hasta el amanecer, pues a saber qué diría la cocinera sabiendo la mala relación que ambas sobrellevaban. Esa mujer era muy dura y malintencionada, no soportaba a los adolescentes ni sus problemas mentales.
Victoria sabía que el demonio estaba jugando con ella, porque si por él fuera, ya habría salido de aquella cocina sin necesidad de abrir la puerta. De alguna forma parecía castigarle, quizá por su posesión que quería tener ella sobre él, o su egoísmo. La joven comenzó a dar vueltas sin sentido alguno, mientras que el chico se apoyó en la pared de brazos cruzados, observándola con diversión.
—No me hagas esto, idiota —dijo ella con desagrado.
—¿Hacer qué? No te estoy tocando.
—¡Vámonos de aquí ya! Me estás poniendo de los nervios con tus estúpidos juegos infantiles.
—Menos lobos, caperucita. Tranquilízate y ya veremos el resto.
—Caym, sabes perfectamente la clase de poderes que tienes. Abre la puerta de una maldita vez.
—¡Qué mezquina! ¿Así te educaron? ¿Dónde están los buenos modales?
Ella giró sobre su eje dándole la espalda. Quería gritar todo tipo de insultos si no fuera porque debió de guardar silencio. ¿Con qué derecho se atrevía a jugar con ella? No le parecía nada gracioso estar en aquella situación.
—No me hables de buenos modales sabiendo de dónde vienes tú.
El joven sonrió con soberbia. En pocos segundos, se posicionó tras ella dándole un pequeño abrazo, rodeando su antebrazo por encima de sus pechos. Que le dedicara aquella extraña muestra de afecto hizo que ella se confundiera más de la cuenta.
—¿Qué haces?—Inquirió confusa.
—¿Te gustaría complicarte un poco más la noche, mi querida Victoria?—cuestionó con una sonrisa pintoresca.
—¿A qué te refieres?
En un abrir y cerrar de ojos, el joven se había transportado de un lugar a otro con Victoria en brazos. Ella quedó estupefacta y al principio perdió un poco el equilibrio del repentino mareo por el extraño cambio de imagen visual que le había hecho observar. Parecía estar soñando, jugando con los espejismos y la realidad a su antojo, apoderándose de su mente. La expresión del chico denotaba malicia con un ápice de travesura. Victoria lo miró sin comprender muy bien qué le había hecho observar en mitad de los corredores con la penumbra, ni del por qué estaban allí.
Alucinaba al experimentar tal poder sobrenatural, fantaseaba con que lo hiciera más de una vez. ¿Quién no querría jugar con ello si era algo extraordinario? Era digno de quedarse boquiabierto.
—¿Qué hacemos en la consulta de Jenkins?—comentó con un bajo murmurllo.
La luz de la luna se asomaba por el ventanal con la única guía de movimiento en aquella habitación. Los cuadros tan extraños y sombríos que en las paredes se hallaban lucían mas tétricos que en el día. ¿Cómo alguien podría abrirse mentalmente en aquella habitación con cuadros como "la cara de la guerra" de Salvador Dalí? Era espeluznante a la vez que surrealista y fantástico. Sin duda, Jenkins era una fanática de Dalí y de sus curiosas obras maestras.
Caym se paseó por la consulta, jugueteando con cada cosa que tocaba. El joven señaló un cajón de los archiveros en donde se guardaban los expedientes de los alumnos, para que lo abriera Victoria. Parecían ser de los nombres que empezaban por "E". Ella tragó saliva mientras observaba su sonrisa burlesca que tanto lo caracterizaba.
—¿Qué quieres que haga?
—La última vez vinimos aquí para atisbar el documento de Elliot. Adelante, observa por ti misma qué esconde ese parásito.
Se acercó al archivero y buscó con vehemencia su expediente. Ojeaba cada uno de ellos hasta lograr encontrar su correspondiente nombre y apellido. No se podía imaginar qué historia grotesca ocultaba ese joven ni del por qué estaba en Fennoith. Su extraña personalidad sociópata era lo único que se sabía de él; sus ganas de manipular y robar la felicidad de otros para luego hacerla añicos en sus propias manos como un desecho.
Cuando por fin se percató de su correspondiente expediente, lo agarró con sorpresa y se apresuró en leerlo.
Todo parecía monstruosamente correcto hasta que leyó aquella frase que la dejó absorta.
«La historia de Elliot Lestrange es desconocida.»
¿Había leído bien? ¿De verdad la historia de ese joven era un enigma? Si Jenkins le hacía consulta al alumnado, ¿por qué se rendía en saber su encierro? ¿Era, acaso, el director Newell quién le había prohibido confesar el porqué se hallaba allí? La psicóloga no era una mujer que se rindiera con facilidad, husmeaba en el interior, haciendo que la fibra sensible se despertara y rompiera en confesar; era muy buena en lo suyo. Pero, en este caso, ella no pareciera querer entrometerse en la vida pasada de Elliot.
—¡Ese mala sangre no tiene historia! Qué injusto que los demás tengan que contar su pasado y este no hable del suyo. ¿Por qué Laura Jenkins no le presta importancia?
—Quizás porque Laura Jenkins esté acobardada—comentó con desdén—. No sabemos qué ha hablado Newell con ella o en qué la intimidó para arreglárselas en que Jenkins no investigue a Elliot.
Y sin nada más que decir, salieron de la habitación sin ocasionar ruido alguno.
Dieron las tres de la madrugada cuando ambos deambulaban por los pasillos hasta llegar a sus habitaciones. Victoria tuvo la extraña sensación de ser observaba en la penumbra. A pesar del silencio, en ocasiones, se percibía un sombra moviéndose muy cerca de ellos. Era como si la persona que los espiaba no quisiera ser detectada. No obstante, se imaginó que su notable agotamiento le estaba jugando una alucinación.
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A la mañana siguiente después del desayuno, el director Newell llamó por megafonia a Victoria y Caym, refiriéndose a ellos como los sangre nueva. Las miradas indiscretas de sus compañeros fueron evidentes, especulando qué habían hecho ambos para que el hombre los llamara. Recorrieron el pasillo hasta llegar al despacho del director.
La joven tocó a la puerta con dos suaves golpes y el hombre los invitó pasar. Newell estaba taciturno sentado en su silla de escritorio, disimulando observar el nubloso día que se había presentado después de toda la madrugada lloviendo.
Cada vez que ella contemplaba el cuadro del director con aquella expresión vanidosa, hacía todo lo posible para no reírse en su cara. Aquel retrato de sí mismo era lo único que cubría las paredes pardo desgastadas.
Newell giró su asiento y los miró encorajinado, como si aquella expresión intimidara a ambos. Caym tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Lucía desinteresado de lo que un director pudiera decirle.
—¿Qué clase de relación mantenéis ustedes?—preguntó frunciendo el ceño.
—La clase de relación en la que usted no posee incumbencia —respondió Victoria haciendo que Caym sonriera de medio lado.
Newell hizo una mueca de desagrado ante aquella respuesta.
—Puede que no sea de mi incumbencia, pero se me ha dado el aviso de que Sybarloch estuvo anoche en tu habitación. ¿Acaso debo de recordarte que está prohibido la presencia de un varón en la habitación de una chica a altas horas de la noche?
Newell sacó de un pequeño armario productos de limpieza los cuales tendió para que ambos lo agarraran.
—¡Estáis castigados!—voceó de repente.
—¡Ni siquiera me ha dado la oportunidad de explicarme!
—Fregaréis los baños que os corresponde. Más os vale que quede impoluto o lamentaréis no haber cumplido las reglas.
—¡Él no estuvo en...!
—¡Fuera, a limpiar!—La interrumpió señalando la puerta.
Victoria apretó su mandíbula con enojo, conteniendo maldecirle en su rostro. Salió de allí dando fuertes zancadas. Sabía que la sombra que presenció en la madrugada no era producto de su imaginación. Esa maldita persona había ocasionado que ambos estuvieran castigados. La joven estaba tan enfurecida que cuando llego al baño arrojó los productos al piso soltando un gruñido. Caym ni siquiera se inmutó de su comportamiento de rabieta de niña pequeña. De inmediato, ella se dirigió a él y le proporcionó un pequeño empujón.
—¡Ha sido tu culpa!
—¿Mi culpa? Tu decidiste indagar en la cocina.—dijo encogiéndose de hombros.
—¡Tú apareciste en mi habitación!
—Y tú me dijiste que me quedara a dormir contigo.
Al no tener argumentos, la joven empezó a insultarlo dando vueltas de un lado a otro cual histérica. Sin embargo, Caym estaba tan tranquilo haciendo que ella se enfureciera aún más. No comprendía su serenidad al ser castigado, ni siquiera había expresión en su rostro. Ella odiaba por todos los medios limpiar la suciedad de los demás, odiaba actuar como una señora de la limpieza, recordándole en parte a el ama de llaves, Bernadette.
Las memorias de Benjamín junto a Bernadette rondaron por la mente de la joven, imaginándose como ambos gozaban de la considerable cantidad de dinero que había dejado su difunta madre, aprovechándose de ella, riéndose en su tumba.
Su vista se nublaba ante aquellos recuerdos. Los mataba tantas veces de pensamiento que ya no le causaba efecto analgésico. Deseaba tanto verles arder en las llamas del infierno que no veía la hora en que llegara el día.
Caym apreciaba como Victoria maldecía sin control alguno, cegada de sus actos. Estuvo a punto de hacer el espejo del baño en añicos cuando él la detuvo agarrando su puño. Ella lo fulminó con la mirada.
—¡Déjame!
—¿Te estás oyendo? Estás perdiendo la cabeza. Vas a conseguir que te suministren cualquier calmante.
—¡Tú tienes la culpa!—repitió—¿Cuándo piensas sacarme de aquí? ¡Cuándo! Esos hijos de putas se están aprovechando de mi madre y de su casa. ¡Es mi casa! ¡Es mi herencia!—exclamaba zafándose de su agarre.
Y sin previo aviso, Caym la besó. La besaba desenfrenado, mostrando cierta agresividad con una pizca de deseo. No supo por qué lo hizo pero de alguna manera ella dejó de gritar. No opuso resistencia, no le rechazó. Quizá lo hizo para que la muchacha se silenciara y no la drogaran con cualquier calmante.
El muchacho la agarró por los muslos para sentarla en el lavamanos y continuar besándola. El sonido provocador de sus besos era lo único que se oía en aquel baño. Victoria lo presionaba rodeando sus brazos por su cuello queriendo que no se separara. Él acariciaba su entrepierna por debajo de su falda haciendo que a la joven la excitara sobremanera. El moreno la mordió el labio causándole una pequeña herida superficial, ella soltó un gemido sin importarla mucho el dolor. Saboreó su sangre con excitación, logrando que él jadeara y respirara más acelerado de lo normal.
De inmediato se separó de ella con rapidez y la miró a los ojos.
—¿Qué pasa?—quiso saber ella.
—Nada—respondió con extrañeza—. ¿Estás más calmada?
Ella no respondió. Prefirió mirar el rostro sobrecogido del chico que responder a su pregunta.
Elliot entró a los baños y los observó con aquella actitud creyéndose superior. Victoria se bajó del lavamanos y se ajustó su falda al verlo entrar. Estudió con la mirada la escena y los productos de limpieza arrojados por el suelo. Sonrió para sí mismo y dijo:
—¿Te gustaron mis acertijos, Victoria?
Antes de que ella pudiera responder el varón la interrumpió emitiendo una de sus risas perversas.
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