Capítulo 25: Toc, toc, ¿quién es?
La ambulancia se había presentado en el internado llevándose al joven, que parecía haber sido asfixiado. Los murmullos y especulaciones de los alumnos se oían a la vez que apreciaban el acontecimiento de su compañero. Aquel joven tuvo una reacción alérgica tras ingerir cacahuetes, adentrándose en la muerte de inmediato cuando su tráquea se hinchó impidiéndole respirar con facilidad. Algunos de los frutos secos se habían caído del bolsillo del chico que con anterioridad había permanecido en los baños.
Victoria inspeccionó la escena, aún dudando de que su muerte fuera un mero accidente. Si fue un síncope, ¿por qué el muchacho iba a ingerir el fruto seco sabiendo su reacción alérgica? Nadie en su sano juicio querría comer algo que su organismo no acepta, a no ser que no supiera que padecía tal reacción.
El director Newell había inspeccionado con la mirada la cocina del internado, sospechando primeramente de la cocinera, que poseía todo tipo de alimentos. Sin embargo, la mujer se defendió, alegando que ella no había servido frutos secos en el desayuno. Las sospechas eran evidentes y las personas se lanzaban miradas furtivas, mirándose por encima del hombro. ¿Quién querría deshacerse de aquel alumno? ¿Fue un accidente o planeado?
—Alguien más debe haberse sentido ofendido cuando él se burló de Melissa —musitó Victoria.
—Yo no he sido, ¿vale? No he hecho nada, no le he tocado —dijo Lucas, que seguía nervioso ante lo ocurrido. Aún insistía en defenderse y decir que él no había causado su muerte, a pesar de que ya lo habían oído perfectamente. Estaba delirando.
—Tranquilo —musitó Melissa acariciando su hombro.
La muchacha observó a la enfermera Margaret, que estaba afligida, inspeccionando con ahínco cómo se llevaban al joven asfixiado en la camilla de ambulancia. Negaba con la cabeza a la vez que se santiguaba haciendo el signo de la cruz sobre su pecho con pesadumbre. No se podía creer lo que había pasado, o eso denotaba su melancólica expresión.
Victoria la estudiaba por el rabillo del ojo con cierto escepticismo. El hecho de saber que jóvenes tan crueles hubieran asesinado a su amada hija le llevaba a cuestionarse hasta dónde llegaban las limitaciones y la cordura de una señora sucumbida por el dolor de la muerte de la susodicha. No obstante, Margaret era la típica señora entrañable y no parecía capaz de causar daños a terceros, por esa razón sus sospechabas se disipaban, restándole importancia a su persona.
El clima se había presentado oscuro. Las nubes negras parecieran sonreír con sorna, danzando por el grisáceo cielo. Pronto caería una llovizna acorde con la macabra situación que se había presentado aquella mañana. De nuevo, como cada vez que un alumno se marchaba, el director los reunió en el salón principal para comunicarles el percance. Nadie se apenó, nadie mostró ni un ápice de desaliento ante la noticia del joven asfixiado. Parecían robots, seres sin escrúpulos ni humanidad, seres inhumanos que no sienten la más mínima compasión ni aflicción por la muerte de un compañero. Algunos esbozaban una sonrisa llena de bigardía, luciendo más macabros de lo que ya se veían. La chica observó a sus compañeros, sospechando de si alguno podía ser partícipe de la muerte del chico, pero, al ser todos tan iguales, tan lúgubres, era casi imposible averiguar algo en sus comportamientos.
—No te sorprendas, querida —musitó Caym sin mirarla—. Tratar de mantener la cordura, en estos tiempos, puede llevarnos a la locura.
El único que no se hallaba presente en el salón principal era Elliot. El joven seguía castigado haciendo a saber qué. Cuando la chica se percató de que el chico no estaba allí, empezó a cuestionarse si tuvo algo que ver con los cacahuetes. Estaba claro que Victoria prefería opinar que la muerte no fue un accidente a pensar que sí lo fue. Sin embargo, juzgar a Elliot sin pruebas era algo descabellado. Quizás el varón estaba ensimismado en su castigo, y no estaba implicado de ninguna manera en la muerte del alumno.
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Más tarde, la joven Victoria divisó la figura de Elliot en la biblioteca. Estaba sentado en una de las sillas con las piernas reposadas en la mesa. Parecía leer algún libro con el cual estaba tan distraído que no se percató de la presencia de la chica, o más bien, fingía no verla. A su lado, había una caja llena de estos, los cuales debía ordenar en sus respectivas secciones. No parecía que su castigo le importara, su actitud arrogante y pasota denotaba todo lo contrario a un alumno recibiendo disciplina. Respiraba calmado, cualquiera diría que parecía de lo más inocente en aquella biblioteca.
—Elliot —lo llamó ella sin importarle la interrupción.
—¿Sí?
—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido?
—Claro que sí. Las paredes son de papel, se caen a trozos. ¿Cómo no iba a enterarme? —dijo sin despegar la vista del libro.
Ella, con curiosidad, quiso saber qué libro lograba adentrarlo de esa bella manera en la lectura. Así que, intrigada, leyó las letras que estaban escritas en la portada.
El cuervo, de Edgar Allan Poe.
—Buen libro —halagó la joven.
—¿Verdad que sí? Una vez leí que: «los buenos libros son como un salto al vacío, caes sin paracaídas, te aprisionan el corazón en el camino y mueres al golpear la última hoja». Razón no le falta.
Demasiado sosegado, demasiado sospechoso. ¿Por qué lucía tan tranquilo? Quizá quería pasar desapercibido por un día entre tanta locura.
—Me estás interrumpiendo. ¿Te importaría largarte de una maldita vez, Massey?
«Y ahí está. Mucho ha tardado en salir», pensó la muchacha para sí misma.
—¿No has visto nada raro? —insistió.
—Si lo que quieres saber es si tengo algo que ver en la muerte de ese chico, la respuesta es no. Además, ¿no es lo que querías? Tarde o temprano tu grupito de salvadores acabaría con él.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Mírate, actuando como una niña santa en cualquier colegio religioso. No te hagas la estúpida, Devan murió en vuestras manos.
—¿Qué viste, exactamente?
El joven sonrió con suficiencia.
—Pude observar a Caym volviendo de algún sitio del exterior. Estaba manchado de tierra y algunas gotas secas que parecían ser sangre.
Si solo vio a Caym volver del bosque, entonces no presenció la transformación demoníaca del joven. Por unos segundos respiró aliviada, pero su calma se esfumó en cuanto recordó que Elliot era un experto en la manipulación y las mentiras. Podía estar jugando y ella no darse ni la más mínima cuenta.
—Debéis de guardar muchos secretos. Me gustaría unirme a vosotros.
Aquello había dejado un tanto pasmada a la joven. ¿Elliot queriendo unirse a su grupo? No tenía muy claro si eso traería más problemas que calma. Era evidente que el joven era astuto, solía moverse por las sombras sin que nadie se percatara de su extraña presencia. También guardaba secretos, oscuros secretos de los que nadie estaba enterado. No obstante, Lucas le tenía bastante aborrecimiento, y aquello no le haría mucha gracia.
Desde un principio, Victoria supo que Elliot era un joven enterado, su personalidad denotaba inteligencia. Podía pasar desapercibido en la sociedad sin ningún inconveniente, aparentando ser un chico de lo más corriente.
—Agradezco todos los traumas de mi infancia que deformaron mi personalidad. Me hubiera odiado como un idiota más del montón —añadió, esbozando una media sonrisa.
—¿Por qué alguien como tú querría unirse a alguien como nosotros?
—Porque me necesitáis.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Soy el sobrino del director, ¿quieres que te diga más? Dispongo de puertas en las que nadie más puede entrar. Ya te lo dije.
Ella guardó silencio. No tenía nada más que añadir, prefirió darse media vuelta y consultarlo con sus compañeros. Aunque, claro estaba el hecho de que, si Elliot se unía, el joven poseía habilidades que lograrían que aumentara la posibilidad de que sus actos fueran más invisibles de lo que ya eran.
Antes de que saliera de allí, Elliot detuvo su paso llamándola.
—Victoria.
—¿Qué?
—«La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia» —citó una de las famosas frases de Poe.
La muchacha le lanzó una mirada furtiva. Sin decir nada, se apuró en irse.
La campana había sonado anunciando a los alumnos la siguiente clase. Cuando Victoria salió de la biblioteca, se encontró de rostro con Caym, ella dio un sobresalto y lo miró a la cara. De su expresión burlesca y arrogante podía deducirse que había escuchado toda la conversación con Elliot. Victoria trató de sonreír ante su inesperada presencia, pero, en vez de eso, solo consiguió una mueca forzada.
—Te encanta inmiscuirte donde no te llaman, ¿verdad, querida? Nunca aprendes.
—No he hecho nada. Solo he ido a hablar con Elliot.
Sus ojos grisáceos conjuntaban de maravilla con el oscuro cielo y la tormenta que se aproximaba.
—Es posible que la tormenta cause un apagón, así que no te separes de mí.
—De acuerdo.
Al pasar por delante de la enfermería, los jóvenes se percataron de que Benister no estaba en la camilla. Desde su secuestro había permanecido allí, recuperándose de las lesiones y la deshidratación. No obstante, a Victoria le pareció extraño que la muchacha no siguiera en la enfermería; tampoco se paseaba por los pasillos ni su habitación estaba ocupada. Dirigió una mirada cómplice a su compañero, él tan solo se encogió de hombros.
La presencia de la enfermera Margaret resolvió sus dudas respecto a su compañera ausente. Al parecer, su familia se la llevó a casa para alejarla del siniestro hecho en el que se vio involucrada.
—¿Cuándo se la llevaron? —indagó ella.
—De madrugada.
—¿Por qué todos los alumnos se marchan de madrugada? ¿Acaso no hay otro horario para que se los lleven? No entiendo por qué sois tan raros.
Margaret soltó una risa amigable.
—Ella estaba apurada en llamar a su familia y salir de allí. Sus temores aumentaron y no confiaba en nadie. Prefería estar segura en casa. ¿Por qué estás tan susceptible, mi niña? Cálmate, nadie va a morderte.
«Me incomoda que me llame mi niña. Me hace sentir extraña», pensó.
—Nos vamos a clase. Hasta luego —espetó la joven queriendo finalizar la conversación.
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Al anochecer, la tormenta había aumentado con fuerza. Las ramas de los árboles se movían con ímpetu, y las gotas de lluvia golpeaban el cristal. Melissa tenía miedo, se encogía en las sábanas como un perrito asustado, a veces gimoteaba en cada trueno que escuchaba, tapándose los oídos. Esa manera tan asustadiza e inocente la hacía lucir como una niña pequeña. Sin embargo, Victoria disfrutaba de la tormenta, el mecer de los árboles y las gotas resbalándose por el cristal.
—Quiero dormir y esta tormenta no me va a dejar hacerlo —se quejó la rubia en la penumbra.
—Tengo dos pastillas para dormir, si quieres te puedo ofrecer una.
Melissa sonrió con entusiasmo y se tomó la pastilla que le ofreció su amiga. A los pocos minutos, se fue adentrando en el sueño con placidez, a pesar de la llovizna tan fuerte que caía. Victoria se removía en las sábanas sin sueño alguno. En la noche, su activa mente lograba que se desvelara tras tener todos aquellos pensamientos. Sin duda, pensar por la noche es toda una actividad masoquista.
La presencia de Caym rondó su mente, imaginándose si yacía en la cama fingiendo dormir. Debía de ser estresante permanecer todas aquellas horas de la noche simulando ser un humano ordinario.
«¿Cuántas noches se queda mirando el techo sin hacer nada? ¿Hará algo aparte de quedarse en silencio?».
—¿Por qué estás pensando en mí? —preguntó de repente el varón, que había aparecido a los pies de su cama.
Victoria se impresionó por la repentina voz masculina que había oído. Aún no se acostumbraba a sus apariciones sin la necesidad de utilizar las puertas. No se imaginó que, si pensaba en él, lo sabría. El joven se cruzó de brazos observándola en la oscuridad. Algunos relámpagos lograban alumbrar su rostro, que lucía bastante sombrío.
—¿Qué haces por las noches cuando todos duermen? —preguntó incorporándose en la cama.
—Nada de lo que puedas sorprenderte.
Se miraron con fijación sin decir nada, parecía que Caym no tenía intenciones de marcharse. Quizá saber que ella estaba despierta le daba el gusto de no aburrirse. Ella se colocó un mechón de cabello tras su oreja. Sabía todo tipo del lenguaje no verbal, y que ella hiciera ese gesto le hizo saber que tenerlo ahí le agradaba.
—Tengo miedo. ¿Te gustaría acurrucarme en las sábanas hasta que me duerma? —dijo Victoria con notable falsedad.
—Mientes. Te gustan tanto los días grises como a mí.
—Abrázame hasta que me duerma —insistió.
—No.
—Por favor.
—Mis abrazos tienen un precio. ¿Estás dispuesta a pagar lo que sea?
—¿No es suficiente con tener mi nauseabunda alma en tu poder? Pides demasiado.
—Soy exigente.
—Ven de una maldita vez, Caym.
—Te lo tendré en cuenta, quedas advertida.
Se metió bajo las sábanas con ella y la abrazó por la espalda rodeando su brazo por su cintura. Ella sonrió con satisfacción al lograr que su demonio la obedeciera por una vez en la vida. Escuchaba su respiración en su oreja y no pudo evitar que su piel se pusiera de gallina. Tenerlo de esa hermosa manera lograba que la joven no pudiera contener los pensamientos obscenos hacia su persona.
Hubo un silencio ensordecedor en el que lo único que se oían eran sus respiraciones al mismo compás. Ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio; Victoria, por escuchar su hermosa respiración, y Caym, por la incómoda posición en la que tenía abrazada a la muchacha.
—Los demonios son ángeles revolucionarios —dijo ella captando su atención.
—¿Por qué dices eso?
—No siguen normas, no les gusta la monotonía. Van por libre, ansiando disfrutar de todo lo que conlleva vivir. Se deleitan en la lujuria. Son, en todo su esplendor, ángeles revolucionarios.
Caym no respondió. Tampoco hizo falta que lo hiciera, disfrutaba del silencio si era junto a él.
—Nadie se hace adicto a algo que no destruya. Incluso el amor es capaz de destruirte en todas sus formas. Sé que tú me vas a doler, pero quizá sea un dolor que merezca la pena vivir —musitó la joven sin importarle lo que acababa de soltar por su boca.
—Aléjate de esos pensamientos, Victoria.
Ella se giró con rapidez para mirar su hermoso rostro. Caym miró sus ojos esmeralda, que no parecían querer apartar la mirada de su cara.
—Eres mi demonio, por lo tanto, puedo tener todos los pensamientos que me dé la gana, y, si eso conlleva aferrarme a la esperanza con el único propósito de pensar que tú estás ahí, seguiré aferrándome con tanta fuerza que odiarás haberme conocido.
—Victoria... —regañó él, apretando sus dientes.
Una nota fue deslizada por la ranura de la puerta haciendo que la joven se sobresaltara de la cama y acudiera a ella. La última vez que alguien introdujo una nota fue Elliot. Cuando quiso ver al individuo que había dejado la carta, los pasillos estaban lo suficientemente oscuros como para no divisar ninguna silueta en ellos.
Sin apuro, leyó la carta a la vez que Caym se posicionaba a su lado.
«Puerta abierta para la cena y el miedo. ¿Será santo o pecador su dueño? Hay que escanear la tierra si quieres ver algo dentro.»
—¿Qué diablos es esto? ¿Un acertijo? —formuló ella sin comprender aquella misteriosa nota.
Caym sonrió con suficiencia. La nota no estaba firmada por nadie, y en la letra parecía que el individuo se había esforzado lo suficiente para hacerla distinta. Ella sospechó de Elliot, pero, si fue el joven, ¿qué quería lograr con aquel acertijo? ¿Era una pista para desenterrar un secreto?
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