Capítulo 17: La locura de Bellamy.
Melissa estaba sentada en la cama de su habitación abrazándose sus propias piernas. La dona de chocolate yacía en la mesita de noche sin catar un solo bocado. La rubia tenía los ojos humedecidos en lágrimas. El nudo en su garganta le impedía comerse el dulce como hubiese deseado.
La melancolía le invadió al confesarse con la psicóloga. De alguna manera se sentía aliviada. Sin embargo, recordar todo aquello hizo que la ansiedad se apoderara de ella. Su mirada lucía aterrada. Su cuerpo, hecho un ovillo, le hacía ver como un cachorro asustado. Le repugnaba recordar como su padre tocaba zonas que no debía tocar. En ocasiones invitaba a hombres a que "jugasen" con la joven a cambio de un par de billetes.
Quería arrancarse la piel por tal de sentir otro dolor que no fuese el de los recuerdos. Se aguantaba las ganas de gritar con fuerzas, de hacer su mente pedazos para que se callara.
Había dejado la puerta de la habitación abierta al descubierto de los ojos curiosos de los demás, pero no le importaba. Sollozaba en silencio sin que nadie se percatara de su presencia, salvo Lucas, que había tocado a la puerta con dos suaves golpes. La joven no reaccionó, tan solo miraba al dulce ignorando el llamado.
—Hey, Melissa—La llamó—. ¿Te encuentras bien?
—Vete —espetó ella sin mirarlo. Su voz estaba quebrada por el llanto.
Lucas quiso darse media vuelta, pero cuando la joven sollozó con desolación, decidió entrar y cerrar la puerta. Nunca fue un chico que supo dar consejos ni subir el ánimo a nadie. Jamás se había visto en la situación de ver a una amiga afligida. Se posicionó a su lado conforme la miraba con pesadumbre.
—¿Qué te pasa? ¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó. La voz del muchacho era cálida. Daba gusto escucharlo hablar.
—Nadie puede hacer nada por mi—habló hundiendo la cabeza en sus rodillas—. Solo quiero borrar mis oscuros recuerdos. ¿Es mucho pedir?
—Los recuerdos no se pueden borrar, pero pueden crearse nuevos que logren sustituir los malos —murmuró jugando con el dobladillo de su corbata. Estaba nervioso, pero aquel gesto fue adorable. Melissa alzó la vista para observarlo.
—¿Tú podrías crearme buenos recuerdos?
—Bueno... Yo...—murmuró, titubeante. Se alborotó su cabello con nerviosismo—. Soy el menos indicado en crear buenos recuerdos.
—Podrías intentarlo, Lucas —dijo dedicándole una sonrisa. No entendió el por qué se lo pedía a él.
Lucas sintió sus mejillas arder, así que carraspeó y desvió la mirada
—Si te sirve de consuelo, ahora tienes amigos en los que confiar. Ya no estarás nunca más sola. Sé que a Victoria le importas.
Melissa agarró la dona de chocolate y la partió por la mitad. Le tendió un trozo al joven para que lo agarrase.
—¿Quieres que lo compartamos?—indagó el joven con recelo.
—Sí. Gracias por apoyarme.
—De nada —agarró la mitad del dulce y le sonrió.
Ella le hizo un ademán para que se sentara a su lado. El chico asintió y la miró curioso. Sus lágrimas se habían desvanecido y su expresión melancólica había cambiado a una más risueña. Finalmente, pudo darle un bocado a su dona.
No le había dicho la razón por la cual lloraba y eso le tenía intrigado, pero no era un chico insistente. No iba a cuestionar aquello sabiendo que ella no confesaría nada con él. Su cabello rubio se deslizaba por sus hombros y algunos mechones impedían apreciar su perfil. Él apartó alguno de sus cabellos colocándolos detrás de su oreja. Melissa lo miró con asombro al percatarse del acto que hizo. Nadie le había tocado con tanta delicadeza, como si se tratase de una muñeca de porcelana apunto de romperse.
—Lo siento. No quería incomodarte.
—Mi padre abusaba de mí —confesó haciendo que el joven abriese sus ojos con asombro.
—¿Qué? —preguntó confuso. Lo había oído a la perfección, pero no podía creerse que había confesado aquello.
—Recomiendan no contar nuestra historia a nuestros compañeros, por el simple hecho de que pueden jugar con nuestro dolor a sus antojos. Pero sé que puedo confiar en ti.
—Melissa, no tienes porqué contarme...
—Los maté —Lo interrumpió—. Mis padres eran cocainómanos y querían venderme a cambio de drogas. Quizás planeaban venderme como objeto sexual, no lo sé, pero los maté y no me arrepiento. ¿Crees que soy mala persona? ¿Crees que iré al infierno?
No supo qué decir. Siempre había imaginado que ella carecía de alguna grotesca historia. Pensaba que la rubia había sido encerrada injustamente. Era la típica joven adorable, que emanaba una ternura enternecedora.
Resultaba entrañable que le preocupase si su acto fue bueno o malo y que por ello iría al infierno. El joven recordó que mató a su padre casi por la misma razón; abusaba de su madre cuando le daba la gana, más usaba la violencia y la agresión si no obtenía lo que quería. Sintió su sangre arder, las voces pronunciarse en su cabeza, diciéndole lo que debía de hacer, recordando la noche del suceso.
Su respiración se aceleró y su cuerpo se tensó.
Las memorias del hecho llegaron como imágenes instantáneas a su mente, una tras de otra. Por alguna extraña razón, sintió la necesidad de proteger a Melissa como si se tratase de su misma vida. Quizá le recordó a su madre, esa mujer a quien quiso proteger pero ella no se dejó.
Abrazó a la rubia de inmediato entrelazando sus brazos por su cuello. Ella se sobresalto del repentino comportamiento del chico. Su rostro denotaba angustia.
—¿Lucas?
—Siempre he creído que poseías la más pura inocencia; tan alegre y risueña. Tu dulzura me provocaba diabetes, pero ahora entiendo porqué querías mostrarte así.
Ella sonrío para sí misma.
—Incluso la persona más inocente ha sido seducida por la oscuridad y le ha invitado a entrar en su vida con una de las mejores sonrisas—murmuró ella.
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La psicóloga Jenkins invitó a Elliot a sentarse en el sofá, como era costumbre. El joven asintió y con una expresión de arrogancia soltó un pequeña risa. Caym se movía lento por la habitación, mirando si el muchacho podía percatarse de su presencia. No era posible que aquel humano pudiese verlo.
Elliot no volvió a hacer contacto visual con Caym. Es ahí cuando supo que fue una mera casualidad que hubiese observado en su misma dirección.
—¿Por qué quieres hablar de Victoria Massey?—indagó la mujer adusta.
—Es un tanto curiosa esa chica, ¿no cree? Siempre deambulando por zonas en las que no debe pasar.
Caym apretó su mandíbula al escuchar su manera de hablar tan arrogante y soberbia. Lo mató de pensamiento más veces de lo que hubiese matado a un miserable mortal.
«La arrogancia y la soberbia llevan mi nombre, no el tuyo. Parásito.», pensó el joven para sus adentros.
—Es normal que se mantenga curiosa. Es una sangre nueva —dijo la mujer soltando un suspiro.
Elliot sonrió son suficiencia.
—Quisiera saber qué relación tiene esta chica con Caym.
—¿Caym Sybarloch?
—Sí, como sea. Ese tipo, ¿qué expediente tiene?
—Elliot, no puedo revelar ningún dato de los expedientes de mis pacientes.
—¿Segura, psicóloga Jenkins? ¿No ha revelado alguna vez información a alguien? —indagó con sospecha. Ella se sintió incómoda, pues sí reveló información a Victoria que nunca debió de confesar.
—No, nunca. No vas a manipularme, Elliot. Tu sociopatía no funciona conmigo.
—¡Oh, venga! Me dice eso como si fuese un ser irremediablemente malvado. Pero si usted sabe que no dañaría ni a una mosca. Hay personas peores —comentó con un ápice de burla en sus palabras.
Elliot decía padecer de un trastorno antisocial de la personalidad, conocido también como TPA o sociopatía. A menudo se caracteriza a un sociópata de no sentir remordimiento por sus actos. Son mentirosos profesionales. Ellos crean historias y elaboran frases extravagantes y falsas, pero son capaces de hacer que estas mentiras suenen convincentes con su confianza y asertividad. No sienten empatía ni culpa en dañar a otros, más no pueden controlar su rabia o enfado.
Elliot era todo un experto en convencer y manipular a otras personas en cometer actos bajo las palabras melosas y extravagantes frases. Por esa razón, Caym comprendió por qué se había dirigido a Victoria. Ella había sido la única que lo había rechazado y que no había accedido a su palabra. No aceptó el rechazo.
—Hay hombres gobernando un país disfrazados de héroes cuando carecen de empatía, escrúpulos y humanidad, y aún así hay personas que lo admiran—continuó hablando—. Que injusta la vida, ¿verdad, psicóloga Jenkins? Nadie está a salvo.
—¿Adónde quieres llegar?—inquirió ella malhumorada.
—Dígame el expediente de Victoria Massey y el de Caym... Como se llame.
—No, Elliot. Y ahora sal de mi consulta, por favor. No quieras que avise a tu tío de lo que intentas hacer.
Él se levantó del sofá y sonrió a la mujer con una de las sonrisas más aterradoras que había apreciado en un simple adolescente.
—Bien. Lo haré a mi modo.
Dicho aquello se marchó de allí sin dar explicaciones a Laura.
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Victoria estaba entretenida intentado romper el candado de la puerta que conllevaba al sótano. Benister seguía ahí, sin emitir ni un ruido. Sospechaba que la chica no se hallaba en buen estado. No sabía cuánto llevaba sin comer, o si alguien la había alimentado. Su curiosidad le llevaba a cometer aquellos actos; quería descubrir qué se escondía ahí abajo.
Por varios minutos que llevase procurando romper el candado o intentara abrirlo con una de las horquillas de su cabello, no pareciese dar resultado. Maldijo en silencio dándose por rendida. Que la puerta se hallase cerrada era lo más sospechoso del internado. ¿Acaso aquél sótano era una sala de torturas?
—¿Benister? ¿Hola?—La llamó en un susurro alto. Pegó su oído en la madera de la puerta intentando escuchar respuesta.
—¿Victoria...?—cuestionó dubitativa. La voz de la chica sonaba débil, dolorosa. Se la escuchaba frágil, quizás lejos de las escaleras que conducían allí abajo—. Deberías irte si no quieres que te castiguen por chismosa.
—¿Conoces a Elliot?—indagó. De inmediato la joven se sobresaltó y empezó a hablar a voces.
—¡No le creas en nada! ¡Va a querer manipularte!—exclamó sin apenas fuerzas.
Victoria no sabía por qué su voz sonaba de esa manera, como si la hubiesen maltratado. Empezó a sospechar que a Benister le quedaba poco tiempo de vida. Lo que más llamó su atención fue su exasperada reacción cuando mencionó a Elliot. Su voz reflejó temor, un pavor que no había apreciado en alguien como ella. En el poco tiempo que la conocía, se mostró intimidada y atemorizada al escuchar el nombre de un compañero. ¿Qué tan grave era Elliot para provocar un ataque de pánico? Sintió lastima por aquella chica, a pesar de las desgracias que la había causado. Quizá fue víctima del joven.
Engañada por un trastornado.
—¿Por qué estás ahí abajo?
—Elliot me manipuló—confesó alterada—. Él me ofreció las llaves del director para secuestrar a Lucas de su habitación. Nunca supe averiguar sus pensamientos. Jamás pensé que me delataría, confiaba en él. Creí que le gustaba. Me contaba cosas que hicieron que sospechara de ti y del grupo que te rodea. Me aseguraba que tú...—se detuvo de hablar tras un ataque de tos repentino—Creo que planea algo. Aléjate de Elliot, Victoria.
Dicho aquello la voz de Benister cesó. Victoria trató de llamarla pero no hubo más respuesta.
Cuando la muchacha giró sobre su eje se encontró de cara con Elliot. Ella se sobresaltó mostrando debilidad y tragó saliva. Por unos segundos se arrepintió de mostrarse así, pero de inmediato volvió a su frialdad. El joven se acercó a ella hasta tenerla a escasos centímetros de su cara. La obligó a mirarlo a los ojos agarrándola de la barbilla. Victoria no apartó la mirada en ningún momento.
—¿Otra vez curioseando, Massey?
–¿Otra vez acosándome, Elliot?
—No, cariño. Jamás acoso, tan sólo presto atención.
—No me llames de ese modo, me repugna.
Le acarició los labios con su pulgar y Victoria se estremeció. Los ojos negros del joven se desviaron a los carnosos labios de ella. La muchacha deseaba salir corriendo, pero prefería mantenerse severa. Lo que más agradaba a individuos como Elliot era sentirse superior al resto, sobre todo poderoso. Por esa razón no iba a mostrarse débil.
—Tu nombre es precioso, Victoria. Posees esa belleza oscura tan misteriosa que es digna de hipnotizar—le sonrió con seducción—. Eres tan fascinante como el lado oculto de la luna.
—¿Así conquistas a tus presas?—inquirió Caym carcajeándose de él. Elliot se volteó para observarlo.
—¿Me estás fastidiando?—murmuró apretando sus puños. Ya iban dos veces en la que interrumpía su charla.
—Fastidiar no, me estoy riendo.
—Yo que tú no me reiría tanto. Ya sabes el dicho «quien ríe último, ríe mejor».
—La risa es la mejor medicina para todos los males —respondió él.
Victoria se apartó de Elliot con fastidio pero éste la agarró del antebrazo presionándola contra él.
—Ven a mi lado y te aseguraré que juntos podemos ser la pareja perfecta. Te abriré puertas en las cuales siempre quisiste entrar —susurró en su oído.
Ella se soltó con violencia de su agarre y le dio un pequeño empujón. Sus palabras lograron que su curiosidad aumentase, pero sus intenciones sonaban malintencionadas y eso le inquietaba. Sobre todo por la advertencia que le dio Benister.
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Caminaba junto a Caym de brazos cruzados con su expresión fría. Al pasar al lado del baño de mujeres el muchacho la obligó a entrar con apuro. No supo que quería hacer allí dentro, pero por alguna extraña razón sintió un hormigueo en su estómago. Ambos se metieron en uno de los baños y este cerró la puerta con pestillo. Victoria notó sus mejillas arder ante la presencia encantadora del joven, que la miraba con soberbia.
—Me debes algo —musitó sonriendo.
—¿Melissa es inocente o culpable?—inquirió con nerviosismo.
—Tu dulce amiga es inocente. Sus padres eran unos cocainómanos que la tenían encerrada obligada a prostituirse. Ella los mató para defenderse y lograr escapar. Trágico, ¿verdad?—Victoria sonrió aliviada y soltó una pequeña risa. Agradecía no tener que encargarse de su muerte, le había tomado afecto—. Por cierto, Elliot está indagando en nuestros expedientes. Quería que la psicóloga se los ofreciera pero no accedió.
Cuando la joven se dispuso a contestar, él la interrumpió acercándose a escasos centímetros de sus labios. Ella quedó con la boca entreabierta aguantando la respiración en sus pulmones con inquietud. Aquello la había sorprendido, su rapidez hizo estremecerla.
La agarró de la cintura y la pegó contra su fornido cuerpo.
—Me debes algo —repitió.
—¿Qué quieres de mí?—cuestionó ella perdiéndose en sus ojos grisáceos.
—Muchas cosas, pero principalmente quiero diversión.
—¿Qué clase de diversión?—inquirió ella. El joven sonrió con arrogancia.
Le metió las manos en los bolsillos de su americana y le sacó la jeringuilla que le había obsequiado.
—¿Cuándo piensas usarla, querida?—preguntó jugueteando con la jeringuilla en sus dedos.
—Cuando la situación me lo permita. No puedo usarla sin motivo alguno.
Silencio. Ambos se miraban con la respiración acelerada. Victoria desviaba la mirada hacia los labios jugosos del muchacho, y él inspeccionaba cada facción de su rostro como un artista queriendo esculpir cada detalle de ella.
Sin previo aviso, la puerta de la entrada al baño se abrió y el varón colocó su dedo índice en sus labios insinuando silencio. Victoria frunció sus ojos tratando de averiguar quién había sido la persona que había entrado. Reconoció el sonido que emitía sus tacones; era la psicóloga Jenkins. La respiración de la mujer denotaba angustia. Lucía alterada por alguna situación.
Se miraba al espejo como si al inspeccionarse así misma pudiese calmar sus demonios internos. Sus labios estaban fruncidos y sus manos estaba apoyadas en el lavamanos con fuerza.
—Nunca debí meterme en este internado de locos!—murmuró—. Podría estar muy tranquila teniendo mi propia consulta en cualquier lugar que no fuese este. ¿Cómo se atreve amenazarme? Semejante bastardo. Espero que se pudra en el infierno. ¡Maldito hijo de...!—dejó su frase al aire y respiró hondo—. Cálmate, Laura. Has lidiado con peores personas...—se dijo para sí, tranquilizándose.
El chorro de un grifo abierto se pronunció. La psicóloga se humedeció la cara y de inmediato salió del baño. Victoria quedó confusa. Nunca había apreciado a la mujer tan irritada y exasperada. Alguien la había cabreado lo suficiente para que una psicóloga actuase de esa manera. Por unos segundos dudó en Elliot, pero por otro lado estaba el profesor Bellamy quien se acostaba con ella. ¿Era posible que el hombre hubiese amenazado a Laura?
La cuestión era, ¿con qué la había amenazado?
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De madrugada, Victoria se había levantado tras sentir la necesidad de beber agua. Maldijo con fastidio cuando se percató que debía de salir de la habitación y dirigirse a los baños si quería beber. La penumbra se hizo presente en la habitación. Se colocó sus zapatillas y salió del dormitorio sin hacer mucho ruido. La había dejado abierta para luego volver a entrar.
Resultaba tétrico como lucía los pasillos en la noche, sin siquiera una luz encendida. Tan sólo tenía la ayuda de la Luna, que alumbraba con su hermosa lindura los ventanales. La joven se abrazó a sí misma tras sentir el frío de la madrugada, más su camisón de seda no ayudaba mucho en abrigarla. Bajó las escaleras con cuidado hasta llegar al primer piso y acudir a los baños. Se percató que la clase del profesor Bellamy se hallaba encendida. No le dio importancia y siguió caminando.
Finalmente se adentró a los baños y se inclinó para beber del grifo. En esos momentos odiaba no poder tener una simple botella de agua con la que poder beber en su habitación sin la necesidad de hacer todo ese recorrido. Aún estaba adormecida por el repentino despertar. Cuando se incorporó, observó al profesor Bellamy tras ella estudiándola con la mirada. El hombre tenía las manos tras su espalda, como si escondiese algo. Ella se sobresaltó ante la presencia del profesor.
—Sabía que algún día te levantarías de madrugada —habló llamando su atención.
Maldijo para sus adentros cuando recordó que se había dejado la jeringuilla en la habitación.
—No puede estar en el baño de chicas —respondió ella mirándolo por el espejo.
Él se acercó con lentitud y la joven se acobardó. Sus manos seguían tras de sí y ella empezó a sospechar que utilizaría algo en contra de su voluntad. Se giró sobre su eje y observó al hombre.
—Como dé un paso más, gritaré a todo pulmón —amenazó señalándolo.
—¿De qué tienes miedo, señorita Massey? Usualmente te muestras muy segura de sí.
Quiso correr, pero él la arremetió y la jaló del cabello. Victoria arqueó su cuello y soltó un fuerte alarido, de inmediato el hombre apagó sus gritos tras inyectarle algún especie de liquido en su cuello. A los pocos segundos la muchacha sintió mucho sueño y comenzó a flaquearle las piernas. Intentó defenderse con todas sus fuerzas, pero sólo logró arrastrarse por el suelo queriendo escapar. Imploraba la ayuda de Caym en un hilo de voz que Bellamy no escuchó. Las fuerzas iban decayendo y el sueño se iba adentrando. Se negaba a rendirse, pero la lucha era inútil. La risa del profesor Bellamy fue lo último que escucho.
El hombre levantó a Victoria del suelo y la llevó en brazos hasta la clase. La tumbó en el escritorio y empezó a acariciarla la cara con aquella delicadeza que repugnaba. La levantó el camisón y apreció su ropa interior. Se relamió los labios con deseo y sonrió con maldad.
Empezó a desabrocharse la correa y cuando lo hizo, quiso bajar las bragas de la joven deslizándolas por sus muslos. De inmediato agredieron en la cabeza a Bellamy con algún objeto contundente. El hombre cayó al piso insconciente.
Había sido la psicóloga Jenkins. La mujer subió la ropa interior de la joven y la intentó reaccionar dándola golpecitos en la mejilla.
—¿Victoria? ¿Victoria?—decía preocupada. Apoyó su oído en el pecho de ella tratando de escuchar sus latidos. Respiró aliviada al saber que estaba viva.
Caym se presentó circunspecto en la sala sin saber muy bien si escuchó la voz de la joven implorando ayuda. Al verla de ese modo en el escritorio, con la psicóloga y el profesor inconsciente, se apresuró a ella y la agarró en brazos. La llamó varias veces por su nombre, pero ella no reaccionaba.
El profesor la había inyectado una jeringuilla con algún especie de liquido. No obstante aquello no era lo más raro, sino que, para poder acceder a la jeringuilla debió de meterse en la enfermería, o que la enfermera se la obsequiara.
La psicóloga se llevó las manos a la boca reprimiendo un grito cuando observó sangre caer por la cabeza del profesor.
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