
Capítulo 32
Papá era la única persona viva que me conocía de verdad, por eso me odiaba.
A los alrededores del tráiler minúsculo había mucha vegetación. Árboles enormes, plantas casi tan altas como yo, un montón de ardillas y ratones. A los seis años los niños no son realmente habilidosos para atrapar animales, así que yo coleccionaba insectos.
Cuando mamá se asomaba y me preguntaba qué hacía jugando en el patio, yo le contaba con entusiasmo que me divertía con los insectos e incluso le mostraba los gigantescos ciempiés. Debido al asco y el miedo ella nunca me acompañó en ese pasatiempo, pero por alguna razón que hasta la actualidad desconocía papá lo intentó una vez, aunque no se quedó por mucho tiempo.
Me regañó en cuanto vio que les quitaba las patas y las cabezas cuando aún se movían, solo que yo no entendía por qué no podía hacerlo. Los bichos no sangraban ni hacían ruido ni lloraban. También había muchos más iguales entre la hierba, qué más daba que yo jugara con uno.
—¿Te gustaría que yo le hiciera lo mismo a tu madre? —Me preguntó en voz baja, serio.
A los seis años yo no entendía demasiado sobre la vida de los demás seres vivos, o más bien me importaba muy poco. Pero cuando mi padre dijo eso, me paralicé en la tierra y no volví a tocar a los insectos. Me tomé en serio sus palabras, aunque tal vez solo intentara hacer que entendiera por qué no debía jugar como lo hacía.
Por la siguiente semana me quedé en el interior de la casa. Mi mamá insistió varias veces en que saliera, pero me opuse por el temor de que mi padre volviera a atraparme jugando y a cambio, le hiciera daño a ella. Nunca se lo pude decir, por eso asumió que estaba deprimido y me buscó compañía lo más rápido que pudo.
Me trajo un gato. Era lindo, pequeño y estaba lleno de energía, así que eso me motivó de nuevo a aletear por los alrededores de la casa. Jugábamos juntos todo el tiempo e incluso mi mamá se unió a nuestras aventuras imaginarias en un par de ocasiones. Fue de esas pocas veces donde más la vi sonreír en mi vida, así que concluí que ese gato realmente le hacía feliz.
Yo quería saber qué tenía ese animal de especial, quería saber de qué estaba hecho y por qué yo no era capaz de provocar el mismo entusiasmo en mi familia, así que se lo pregunté. Ese gato poseía felicidad en sus adentros y era algo que ella parecía necesitar con urgencia. Haberlo creído de una forma tan literal trajo consecuencias, pero el único que cargó con ellas fue papá.
Por eso a la mañana siguiente, muy temprano y antes de que ella despertara, tomé las tijeras de la cocina y salí con el gato al patio. Afuera también me encontré con mi padre, quien llegaba por primera vez —quizás para su desgracia— de visita muy temprano.
Él no pudo detenerme a tiempo, pese a que intuyó mis intenciones mientras se acercaba a la entrada. Le di una puñalada al animal y después lo dejé clavado en el suelo, muy concentrado y dispuesto a indagar en sus entrañas. Ni siquiera pasaron tres segundos cuando me alcanzó, me empujó y me gritó.
—¿Qué carajos te sucede?
Rápidamente se agachó a la altura del gato moribundo y le sacó las tijeras del cuerpo, sin importarle en lo absoluto que se manchara las manos de sangre. Su agresividad me asustó, causando que corriera al interior de la casa y buscara a mamá, que ya venía a toda prisa por el angosto pasillo.
Ambos nos asomamos por la puerta al mismo tiempo para verlo a él. Fue como si le hubiésemos atrapado en el acto, aunque no fuera responsable de ello. Se levantó del suelo rápidamente, mirándonos a los dos con asombro. Respiraba agitado y parecía aturdido. Ella, en cambio, estaba horrorizada.
—Sandra... —Intentó acercarse, queriendo explicarle las cosas.
Ella puso una mano frente a mí, haciéndome retroceder, escondiéndome tras su espalda. Él me miró con furia, me señaló con su mano ensangrentada.
—Fue él.
—¿Cómo puedes acusarlo de hacer algo así? —Se le quebró la voz. Vi sus ojos llenos de lágrimas—. Te juro que entendía que no te gustara que tuviéramos un gato, pero ¿por qué?
Me estreché a ella, apretujando su ropa. No le quité la vista de encima a mi padre, igual que él no me la quitó a mí. Si de por sí no me quería por haber interferido en su otra familia, esto por fin le había dado todas las facilidades para odiarme.
—Dile la verdad, Alroy —pidió entre dientes, tratando de acercarse de nuevo.
Tenía miedo de que mi mamá me odiara también; ella era lo único más cercano al amor que tenía. Al principio no fui consciente de que había hecho algo malo y estaba muy asustado de decirle la verdad. Debía mentir, pero no sabía cómo hacerlo para que me creyera. El pánico y la presión de la situación causaron que rompiera a llorar por primera vez en mucho tiempo y dijera lo primero que se me vino a la cabeza.
—Tú me dijiste que le ibas a arrancar las piernas y la cabeza a mi mamá —solté, sin parar con las lágrimas.
Ese día mi madre y yo nos encerramos en casa. No dejó que papá entrara para hablar. Su relación rota se fragmentó aún más a raíz de ese incidente, provocando en ella un miedo involuntario que causó que nos alejáramos de él.
No me preguntó por el gato ni si lo que papá decía era cierto. Decidió creerme a mí desde el principio. Tal vez si hubiera sido honesto ella me hubiera enseñado a ser mejor persona, a saber que los actos tenían consecuencias y que entre más me atreviera a ser yo mismo, peor me iría en la vida.
Pero a pesar de lo que hice, sin remordimientos de ello, no tuve la necesidad de volver a hacer algo así. Ya no jugaba con insectos y no me regalaron otra mascota. Solo tenía que hacerle caso a mi mamá y quedarme en la habitación cuando escucháramos que él venía.
No era un hombre violento, solo indiferente. Y después de aquel incidente dejó de preguntar y preocuparse por mí. De vez en cuando me echaban de la habitación para usar la cama durante una hora, pero en general solo aportó lo indispensable para sobrevivir por el próximo par de años.
Hasta que un día nos dio una sentencia definitiva; ordenó que nos fuéramos y desapareciéramos. Ahí yo tuve el instinto de seguirlo, infiltrándome en su camioneta, llegando hasta la casa de su otra familia. Después de todo lo quería, aunque estuviera ausente, aunque me mirara con odio y negara mi existencia.
Luego de que papá entrara en la casa me escabullí por su jardín, donde me crucé —sin esperarlo— con Tyler. Estaba fascinado por encontrar a alguien que se viera como yo, que midiera lo mismo y tuviera la misma energía que el gato que solía perseguir. Él, con inocencia, me invitó a ser parte de sus juegos. Pateamos la tierra, nos empujamos un poco, reímos y finalmente nos salpicamos agua de su alberca plegable.
Tras cansarnos hablamos muy poco en realidad, pero esos pocos minutos fueron suficientes para que me contara sobre sus padres y yo descubriera la desagradable verdad cuando vi cómo ellos se besaban al otro lado de la ventana.
—¿Lo ves? —Sonrió de oreja a oreja.
—Pero él es mi papá... —dije, cada vez más confundido.
—No, es mi papá —contestó de vuelta, señalándose a sí mismo y poniéndose tan serio como yo.
Fue difícil asimilarlo, en especial porque no entendía cómo funcionaba el mundo exterior. Todo lo que conocía estaba en aquella casa a las afueras, entre los árboles y con los vecinos más cercanos a más de cien metros de distancia. Vivir así por ocho años, creyendo que en la tierra solo existíamos tres personas, perjudicó mi percepción y comportamiento.
¿Por qué había otros como yo apoderándose de lo único que tenía? ¿Era por ese otro niño que papá planeaba desaparecer? Tener esas preguntas en mente, sumado a la amenaza que aquello representaba y una inexplicable ansiedad, provocó en mí una fuerte necesidad de liberar mi frustración. Ni siquiera tuve que pensarlo.
Tomé a Tyler por el cabello y sumergí su cabeza en el agua verdosa de la alberca para hacer que se callara. De paso, si terminaba inmóvil como esos insectos o el gato, seguramente papá ya no tendría motivos que le hicieran quedarse. La sola idea me hizo empujar su cabeza con más fuerza, usando las dos manos, viéndolo fijo.
Tyler luchó tanto como pudo. Agitó los brazos hasta que empezaron a acabarse sus energías. Sus piernas se debilitaron pronto, facilitándome la tarea. Solo debía esperar unos cuantos segundos más y habría terminado con él.
Sin embargo, quedarme tan concentrado en mis acciones causó que no le prestara atención a lo que ocurría a mi alrededor. Papá llegó a tiempo. Me rodeó con sus brazos, me sujetó con una brusquedad hiriente y me cargó para alejarme de su hijo mayor.
—¿Por qué hiciste eso? —Me preguntó, bajándome de vuelta, sujetándome fuerte de los hombros.
Me temblaron las piernas de nervios, pero también de emoción. Mis malas acciones resultaron buenas para mi cuerpo, dándome la energía y atención que llevaba tiempo sin experimentar. Nos vimos a los ojos, permanecimos cerca, algo que casi nunca sucedía. Por eso curvé los labios y empecé a reírme de auténtica felicidad, ignorando totalmente lo que estaba aconteciendo junto a la gravedad de mis acciones.
—Deja de reírte, Alroy —Me sacudió, con bastante confusión en el rostro—. ¡Respóndeme!
La otra mujer auxilió a Tyler, con llanto y horror. El niño tosía con fragilidad, moviéndose apenas. Su piel no dejaba de verse morada y parecía incapaz de levantarse. Mi padre, en mitad de la tensión, se acercó a ella pidiéndole que llevara a su hijo de inmediato a urgencias, que él se quedaría conmigo para devolverme con mi madre.
Cuando desaparecieron y nos quedamos solos, papá me arrastró con violencia hasta su casa y nos encerró en el baño, ignorando mis lágrimas y disculpas. Fue ese el día donde intentó ahogarme en la bañera.
—¡Monstruo! —exclamó varias veces.
Durante mucho tiempo pensé que nací con un problema que solo yo tenía. Al crecer descubrí que fue alguien más quien me lo heredó. Papá era como yo en casi todos los sentidos e incluso un poco más insensible. Comparó a mi madre con un insecto, sujetó a un gato agonizando sin asco y lo peor: No tuvo problemas ni remordimientos por ahogar a un niño de ocho años.
La diferencia entre él y yo era la adversidad. No conocía a mi padre realmente, pero sí sabía que con esa otra familia era feliz. No se sentía amenazado y nadie tenía la necesidad de reprimirlo, contrario a lo que pasó conmigo.
Pues alguien en algún momento de mi vida escolar se dio cuenta que yo era peligroso y se aprovechó de mis escasas habilidades sociales para que otros me molestaran en un intento de represión y seguridad.
Al principio no me importó mucho porque sabía cómo desahogarme. Y es que esconderse de los bullys en los recesos de cada colegio equivalía a adentrarse en los jardines y matar el tiempo con insectos y ratones, lejos de cualquier otra interacción. Me tranquilizaba, me mantenía cuerdo e incluso animado.
Sin embargo, cuando el hostigamiento escaló en preparatoria, ya no pude hacerlo porque era obligado a pasar más tiempo con mis acosadores. Me convertí en una bomba de tiempo, por eso no tuve más alternativas que utilizarme a mí mismo para mantener la cordura. Los animales heridos se transformaron en mis brazos, los impulsos violentos se los llevaban el alcohol y el sexo doloroso con Adam... hasta que ya no pude más.
—¿Cómo deberíamos empezar la carta? —Le pregunté.
Adam se encontraba hincado a mis pies, con el rostro agachado y las lágrimas desbordándose de pánico. Ya no intentó insultarme ni resistirse luego de las nuevas patadas y golpes que le propicié. Quedarse quieto era también su pequeña esperanza para que me apiadase de él.
—"Querido Alroy, hoy quiero despedirme de ti..." —Escribí desde su celular, sentado en el borde de la cama—. No, demasiado falso.
—Por favor, Al... —suplicó, con los puños apretados y la voz jadeante de cansancio—. Lo siento mucho. Lo siento, lo siento.
Su voz no dejó que me concentrara, así que le hice callar con una bofetada tan fuerte, que casi aterrizó al piso con la cara. Aunque, pensándolo bien, sus ruegos desesperados fueron una gran motivación para comenzar a escribir el mensaje de despedida que me enviaría a mí mismo.
Dentro de esa misma despedida me desahogué. Hice que se despreciara y me ofreciera las disculpas que siempre quise escuchar. Incluso hice referencia a la violación que sufrí por su culpa, como si también la hubiese experimentado. Era un movimiento torpe y arriesgado, pero si me atrapaban por eso al menos tendría pruebas traumáticas que no me hundirían solo.
Una vez que terminé la carta y la releí verificando que todo se escuchara lo suficientemente creíble, se la leí en voz alta.
—"Me dormiré para no sentir más dolor". —Adam sollozó cuando me escuchó decir aquello—. "Gracias por acompañarme hasta el final. Lo siento. Adiós".
Bajé el celular, viendo a detalle sus expresiones. Estaba aterrado, pero parecía aceptar mejor lo que iba a pasarle. Se enjuagó las lágrimas, negó con la cabeza. La asfixia y los golpes lo debilitaron bastante, aunque eso no detuvo a su voz, que siguió escupiendo todas las excusas que pudo para obtener mi perdón.
Lo ignoré, continuando con una de las últimas partes del plan. Tomé la botella de alcohol que cargaba conmigo y la abrí. En cuanto me sentí conforme con la breve despedida que escribí, me abalancé sobre Adam.
Intentó detenerme pese a su fragilidad, aunque fue fácil derribarlo. Me senté sobre su torso, con las rodillas doblegadas y apoyadas en sus brazos para que no pudiera apartarme. Cerró los ojos, hizo la cabeza hacia un lado, trató de moverse con toda la fuerza que pudo mientras se quejaba con llanto. Rogó por su vida, pero no me conmovió ni un segundo.
—Vamos, tú siempre dices que te sientes mejor después de beber.
Giré su rostro hacia mí con un brusco movimiento. Apreté sus mejillas tanto como pude para que abriera la boca y le introduje el cuello de la botella. Sus movimientos causaron derrames significativos de licor que le empaparon parte del cabello y la ropa. Siguió resistiéndose, pero al final tragó lo que pudo para no ahogarse.
Lo solté cuando creí que era suficiente. Adam se giró hacia un costado, tosiendo, sobándose la garganta. Rápidamente me levanté para tomar las pastillas, abrí el frasco y volví con él. Iba a obligarlo a ingerirlas.
Sus intentos por detenerme fallaron de nuevo. Se aferró a mi muñeca, cerró la boca, apretó los párpados. Solté un suspiro de cansancio, después le tapé la nariz y lo sacudí para que abriera más rápido. No podía gritarle por temor a que sus vecinos nos escucharan, así que tuve que ser paciente.
Adam no aguantó ni siquiera un minuto. En cuanto trató de respirar le metí las pastillas y lo retuve contra el suelo, cubriéndole la boca, evitando que las escupiera. Agité su cabeza contra el suelo varias veces, le murmuré que se apresurara porque el tiempo se nos estaba acabando.
Lo solté en cuanto creí que tenía la boca vacía. Él se quedó en la misma posición, agitado, expresando malestar con sus pocas energías. Tenía una mano sobre el estómago y la otra junto a su cabeza. Permanecí de pie a su lado, examinándolo de cerca, esperando al momento oportuno de su muerte. Quería verlo todo.
Sin embargo, él intentó salvarse una última vez. Giró la cabeza y vomitó todo lo que le hice ingerir. Tosió, tembló y recuperó parte de la conciencia. Esa fue una oportunidad. Una oportunidad para ambos; que él continuara con su vida y yo no arriesgara la mía cometiendo un crimen. Aún podía retractarme, dejarlo en paz e irme sin abandonar mi humanidad.
Solo que en ese momento me di cuenta de una cosa. Y es que a pesar de que podía detenerme e impedir que todo escalara a un punto sin retorno, yo realmente quería que muriera. Nada iba a hacerme cambiar de opinión.
Si perdía el control cometería errores importantes, así que tomé una buena bocanada de aire y volví a repetir el proceso, no sin antes regañar a Adam como el perro que era, sujetándolo del cabello y restregando su rostro contra el vómito.
—¿Por qué haces esto, Alroy?
Lo solté e ignoré, alzándome en mi lugar para buscar la botella. ¿Realmente preguntaba los motivos? ¿De verdad no entendía todo lo que había hecho mal? Adam era un caso perdido e incluso estar al borde de la muerte no lo hizo cambiar ni un poco.
Su debilidad y embriaguez era tanta, que esta vez no hubo ningún forcejeo cuando me acerqué de nuevo a él. Dejó que le metiera todas pastillas sobrantes a la boca y se las tragó junto al vodka. Mi diversión terminó ahí, cuando él fue incapaz de luchar y se entregó a inconciencia.
—¿Por qué? —Fueron sus últimas palabras, susurradas en la alfombra sucia.
Dejé de escuchar su agitada respiración un minuto después. Sus ojos se cerraron casi en su totalidad y por fin la habitación se quedó en silencio.
Adam murió.
Un fuerte dolor se manifestó en mi pecho. Era una mezcla entre satisfacción y culpa que no tenía ni idea de cómo expresar. Se me escurrieron las lágrimas por sí solas, como si en serio me doliera que ya no estuviera. Ni siquiera podía hacer ruido a causa del pesado nudo en mi garganta.
Observé su cuerpo por un instante que se sintió largo y denso. Pensé en lo que significaban mis acciones. Quizás de niño no entendía que estuviera mal quitarles la vida a otros seres vivos, pero con diecisiete ya no era una excusa decir que no lo sabía. Por eso iba a ocultarlo, por eso iba a fingir que esto era un evento desafortunado.
Tuve que seguir con el plan. Me acerqué al cuerpo, tomé los pañuelos nuevamente y le limpié el rostro, como si mereciera verse bien en sus últimos momentos. Después lo arrastré hasta la cama y con mucha dificultad logré subirlo y acomodarlo con la vista al techo.
Me senté junto a él y tomé una de sus manos para que sus dedos fríos enviaran el mensaje de despedida y tomaran las dos fotografías que probarían que iba a matarse. Por último, controlé al cadáver para que escribiera el famoso "Adiós" que se posteó.
Una vez hecho, corrí fuera de la habitación tan rápido como pude, rumbo a la cocina. Dejé que el gas se escapara de la estufa para que invadiera el resto de la casa. Tenía que ser rápido o yo también moriría a causa de la posible explosión.
Subí con el único propósito de quemar su habitación. Tomé los pañuelos sucios y tantos papeles como encontré, poniéndolos dentro del bote de basura que se hallaba entre su cama y escritorio. Eché unos cuantos chorros de vodka y lancé un papel que prendí con el encendedor. Todo ardió de inmediato.
Antes de irme, decidí prenderle fuego a su cama. Empecé directo por la almohada, que igual que el bote se encendió rápido gracias al alcohol del cuerpo y la ropa de Adam. Su cara se quemó primero; la imagen podría resultar horrorosa para la mayoría, pero a mí me sirvió para dejar de llorar.
Pude sonreír por fin una vez que el olor a carne quemada pasó por mis pulmones. Fue una sonrisa amplia y sincera, tan cálida como el fuego y el color de mi cabello, que combinaban a la perfección.
Mientras a él se le derretían los ojos, a mí se me derretía el corazón de la inmensa paz que experimentaba por verle.
Pero no pude quedarme a disfrutarlo. Una vez que el fuego de la cama comenzó a correrse por las cortinas y la temperatura se elevó, supe que era momento de irme. Bajé a la cocina, salí por la puerta trasera, con el rostro cubierto de nuevo por la mascarilla, el gorro y las manos en los bolsillos.
Corrí hasta la estación del metro y desaparecí de la escena exitosamente. Todo pareció salir bien, pero tendría que esperar al paso de los días para confirmarlo. Ya solo debía seguir la segunda fase del plan, que era involucrarme en el incendio como un amigo desesperado. Tenía solo quince minutos para llegar a casa y volver a la de Adam.
En cuanto volví a mi hogar tiré los guantes y la mascarilla por el inodoro. Me lavé las manos y la cara, me vestí con el pijama para fingir que acababa de despertar y ver el mensaje. Despeiné mi cabello, me puse otro suéter y zapatos.
Salí de nuevo, con el corazón latiendo a una velocidad impresionante. Toda la adrenalina se manifestó. No iba a tomar el metro de nuevo porque el horario no me haría llegar a tiempo, así que corrí como nunca. Era solo una estación, así que los tres minutos se transformarían en poco menos de diez.
Mientras corría, le respondí a Adam con una fingida desesperación. También hice llamadas que obviamente no iba a responder. Al no cubrirme la cara, varias personas me vieron andar "angustiado y llorando" por todo el vecindario.
Cuando llegué vi la casa ardiendo, junto a los vecinos que observaban con horror. Los servicios de emergencia aún no llegaban, pero lo harían en cualquier momento, así que tenía que adelantarme a ellos para armar mi coartada.
Empecé a llorar y a gritar con fuerza mientras andaba por el jardín. Algunas personas intentaron detenerme, pero yo les aseguré que Adam estaba ahí y que tenía que salvarlo. El fuego era peligroso y cada vez consumía más de la casa, pero aún no se tragaba por completo al exterior.
Subí por el recibidor, que ya estaba empezando a quemarse, e intenté abrir la puerta.
En mi mente solo estaba el pensamiento constante de que siguiera actuando, que no flaqueara por nada, que priorizara verme desesperado y herido. Que le mostrara a los demás que mi poca cordura no me estaba haciendo razonar y medir el peligro de las cosas.
Pero ocurrió algo inesperado. Algo que de verdad me metería contra mi voluntad en el papel del chico que acababa de perder a su mejor amigo, a quien amaba más que a nadie.
Pateé la puerta sin medirme para "tratar de entrar", pero no pronostiqué que por culpa de ese golpe se me caería encima un trozo de madera ardiendo que sostenía parte del techo del recibidor. Quedé inconsciente casi al momento, con marcas permanentes en el cuerpo y la memoria alterada.
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