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Capítulo 29

En cuestión de días, Lucien se incorporó parcialmente a mi grupo de amigas. A todas les caía bien por encima de lo hablador, directo e intimidante que pudiera resultar. Igual que yo, participaba muy poco en la charla que siempre entablaban, pero sentía auténtico interés. A veces, si la situación lo permitía, también opinaba sobre cualquier dilema que las chicas tuvieran. Quizás por eso fue muy bien recibido.

En los recesos íbamos los dos a fumar en la parte trasera del edificio. No me gustaba el sabor ni el olor del tabaco, pero era una forma de no pensar en la fuerte necesidad de buscar a Daron. Ya me torturaba lo suficiente al tomar su clase de ética y ser ignorado majestuosamente por él.

De paso, jugaba un poco con el encendedor de Lucien y quemaba parte de la maleza que crecía entre el concreto y los minúsculos bichos que andaban por ahí. Nos quedábamos callados casi todo el rato, a no ser que él se aburriera y comenzara a contarme sobre las cosas menos interesantes del mundo. Solo tenía que fingir que lo escuchaba mientras en mi interior seguía reinando el caos.

No hablábamos de Daron, ni de Adam ni de mi viejo instituto por mi propio bien. Algunas veces lo intentó con los dos últimos temas, pero siempre me mostré reacio a responder e incluso estuve por irme un par de ocasiones, cuando lo rebasaba la insistencia. Por lo visto, mi antigua relación con Adam le producía curiosidad.

Yo no tenía ninguna intención de conocerlo ni de ser su amigo. Solo lo quería para que me detuviera cuando los sentimientos me superaban, y vaya que hacía bien su trabajo. Con él cerca, logré sobrevivir dos semanas más en el instituto.

No obstante, la situación en mi casa fue diferente. Aprovechaba su ausencia para volver a sumergirme en mis fuertes deseos por obtener una respuesta de Daron. Le escribía cada cierto tiempo —obviamente sin recibir respuesta— y también le llamaba. Su rechazo me hacía llorar todas las tardes y reabrir viejas heridas físicas que no había tocado en meses.

Y si ese dolor no funcionaba, solo me quedaba fantasear. Me tocaba imaginando a Daron, recordando las escasas veces que nos acostamos, todos esas caricias y la forma en la que decía mi nombre entre jadeos. Veía su rostro en mi mente, escuchaba su voz, miraba esos ojos que rara vez me veían.

Pero eso no solucionaba nada. Solo me devolvían al inicio de todo, de cuando Rynne y yo no éramos más que un profesor dedicado y su inestable alumno que soñaba con él.

Las pesadillas también regresaron en las noches, pero cada vez me resultaron menos angustiantes. Seguían distorsionando mi pasado y añadiendo terroríficas sombras, cadáveres, oraciones y rostros que me atormentaban todos los días. Lo único que esperaba era que eso terminara pronto.

Y así ocurrió.

El inicio del fin surgió cuando menos lo esperé, un sábado cualquiera donde toqué fondo contra mi propia voluntad. Porque si bien fingía que ciertas partes tormentosas de mi pasado nunca existieron, al final estas volvían y no necesariamente como recuerdos, sino traspasando una realidad que estaba fuera de mi control.

El viernes, justo después de que el timbre de salida anunció el tan necesario fin semana, Lucien me detuvo cerca de la entrada principal del instituto.

—¿Tienes planes mañana? —preguntó, viéndome apenas y bajando por las escaleras.

Lo seguí, manteniendo la distancia. Junté las cejas, negué con la cabeza en un ligero movimiento. Yo nunca tenía planes para nada, pero tampoco esperaba que Lucien quisiera hacer algo conmigo fuera de la escuela. Siempre había una intención y yo quería saber cuál.

—Nada en particular, podemos caminar cerca de nuestros vecindarios —respondió, con los hombros alzados.

Nuestras casas se separaban únicamente por una estación de metro. Solía ser vecino de Adam, claro. No era nada complicado vernos fuera del horario de clases, pero no lo hacíamos porque yo lo rechacé en un par de ocasiones que lo sugirió. Este era su tercer intento en menos de dos semanas y parecía que nunca se detendría hasta que yo le dijera que sí.

Así que, un sábado a las tres de la tarde, abandoné mi habitación para reunirme en la calle con él en un punto intermedio de nuestras casas. No me quité el pijama, simplemente me coloqué una de mis sudaderas negras, me puse la capucha para cubrirme las orejas del frío y le dije a mi mamá que saldría a tomar un poco de aire.

No iba a demorarme más de una hora.

Caminé por al menos veinte minutos hasta la estación, donde Lucien afirmó que me esperaría. En el trayecto pensé sin parar en si esto era realmente una buena idea. Ni siquiera salía con mis amigas después de clases y me resultaba extraño que sí estuviera haciéndolo con alguien que no me agradaba. ¿Por qué accedía con tanta facilidad y por encima de ese mal presentimiento que sentía en el interior?

Porque nada bueno podía salir de dos personas problemáticas juntas.

Cuando llegué a la estación Lucien ya me esperaba, recargado en una señal de alto, mirando su celular. Ambos habíamos coincidido en portar sudaderas negras esa tarde. Me acerqué en silencio, de forma tan cuidadosa, que cuando estuve a solo un metro de distancia él se sobresaltó. Sonrió a medias, pero yo me mantuve serio, esperando a que me dijera en qué dirección caminaríamos.

—Yo estoy bien, gracias por preguntar. —Fue lo primero que dijo antes de dar media vuelta y comenzar a andar.

Solté un suspiro, rodé los ojos a sus espaldas, lo seguí sin decir nada. Esta vez caminamos uno junto al otro, aprovechando la amplitud de las calles. No había mucha gente a nuestro alrededor, salvo los que abandonaban la estación y se dirigían muy posiblemente a sus casas.

—¿Qué tal tú? ¿Cómo te ha ido? —preguntó de vuelta, girando el rostro en mi dirección.

—Nos vimos ayer... —contesté yo en un murmullo.

—Creí que eras más consciente de lo mucho que pueden cambiar las cosas en pocas horas —respondió de vuelta, sin eliminar su sonrisa.

Lo miré con indignación, pero me rehusé a responderle. En su lugar, apreté los puños bajo las mangas largas, conteniéndome. No podía negar que tenía razón, pero era innecesario que me lo recordase así.

—¿A dónde vamos? —pregunté, esperando que mis recientes y negativos pensamientos se evaporaran.

Era mejor iniciar con otro tipo de conversación antes de permitirle seguir aprovechándose de mi silencio. Lucien sacó su celular y tecleó una dirección en Google Maps que después me enseñó. A menos de cinco minutos a pie había una cafetería.

Esa clase de establecimientos siempre eran ideales para relajarse y conversar, dos cosas para las que yo no era muy bueno. Argumentó que tal vez podríamos conocernos mejor, hacer las pases y, si quería, resolver nuestras dudas mutuas. Un poco similar a lo que hice con Tyler dos semanas atrás.

Era innegable que sintiera curiosidad por Lucien, por encima de todo lo que me desagradaba como persona. ¿Por qué insistía tanto en ayudarme no solo en el presente, sino desde mi viejo instituto? ¿Qué odiaba él de Adam? A cambio de esas y más respuestas, estaba muy seguro de que él pediría detalles de mi pasado. ¿Valía la pena aceptar ese riesgo? Solo yendo a la cafetería podría averiguarlo.

Así que lo seguí sin complicaciones, manteniendo el silencio lo más posible. Él tampoco dijo gran cosa, salvo temas triviales como el clima, que estaba cansado o que tenía antojos de un café cappuccino. Intentó bromear conmigo, pero acabó riéndose solo en mitad de la calle. Aunque no me gustara la compañía, al menos caminar me ayudaba a ejercitar mis muy rígidos y débiles músculos.

Entramos al establecimiento a los pocos minutos, respirando el increíble aroma a cafetería y viendo múltiples estampados en las paredes y ventanas sobre granos y vasos de café. Antes de tomar una mesa vimos el menú y elegimos nuestras bebidas rápidamente, solo que él se adelantó a pagar por los dos.

—Ya me invitarás otro día —dijo cuando traté de detenerlo, sin mirarme.

Solté un ligero suspiro, giré la cabeza en otra dirección. No me gustaba la sensación de deberle algo a los demás; por eso había rechazado que me ayudara en el pasado. Obviamente eso no era comparable con los tres dólares de un café, pero sí daban un nuevo motivo para vernos de nuevo o que al menos él insistiera con eso.

Así que cuando llegamos a nuestra mesa, en una de las orillas y centrada a la barra, metí mi mano al bolsillo y saqué un billete para pagarle. Obviamente no lo aceptó, así que se quedó en la mesa por un largo rato.

—¿Sigues viendo a Daron? —preguntó, dando un trago.

Negué con la cabeza, pero también omití decir que le escribía y que pensaba constantemente en él, aunque no obtuviera respuesta. Su indiferencia era de las partes más dolorosas de habernos separado, una prueba de que no se arrepentía de lo que pasó, pero tampoco de haber mentido con que me quería y apreciaba. Las sensaciones de ser utilizado se volvieron cada día más latentes y me asustaba la creencia de que ya las había experimentado tiempo atrás.

—Me rendí con él —mentí.

Y volvió a repetirme que era lo mejor. Sin embargo, aquello no me hizo sentir mejor en lo absoluto. Llorar todos los días por esa "buena decisión" solo me hacía creer que, después de todo, no fue muy "buena". Los cortes también eran un recordatorio de eso, recién abiertos por desesperación, pero bien escondidos para simular normalidad.

—Lo superarás —dijo, confiado, sonriendo—. Así como superaste el resto.

Sonreí por inercia, muy ligeramente. No porque sus palabras me motivasen, sino porque me producía gracia lo equivocado que estaba. Podía sufrir de constantes lagunas mentales y hacer cosas en total estado de inconsciencia, pero nunca olvidar ni superar las causas de todo. No era tan sencillo como parecía a palabras de Lucien.

—¿Y tú? —pregunté en voz baja. Él arqueó una de las cejas, queriendo que me explicara—. ¿Ya superaste el casi haber matado a alguien?

Se le borró la sonrisa de la cara en menos de un parpadeo. Fue la primera vez en mucho tiempo que lo vi tan serio, pero ni siquiera eso me intimidó. Me sentí orgulloso por mi atrevimiento, sin importar que sonara igual que él y sus preguntas insensibles.

Lucien me miró fijamente, con los labios tensos, las cejas juntas y a punto de reventar su vaso de cartón.

—¿Qué más te contó ese viejo malnacido? —contestó con otra pregunta.

Alcé los hombros, me llevé el café a la boca y finalmente me recargué en el cómodo asiento a mi espalda. Acababa de entender por qué Lucien realizaba esa clase de preguntas; ver a los demás enojarse era divertido cuando sabías que no corrías peligro. Él por fin sentía lo mismo que yo y no podía negar que era una sensación... agradable.

—Solo eso, Lucien. —Decir su nombre en voz alta fue extraño—. Que apuñalaste a alguien y...

—Yo no quería que eso pasara —me interrumpió, manifestando cierta angustia—. Fue un impulso y no sabes cuánto me arrepiento.

Solo porque fue un intento de asesinato involuntario, aunque hubiera de por medio una fuerte pelea. Pero nunca mostró arrepentimiento por agredir e incitar al suicidio a Adam, que también era parecido a asesinar a alguien. Su culpa selectiva me irritaba con creces, pero me lo guardé a conveniencia. Una vez más me dije que no debía ganarme su odio o de lo contrario volvería al círculo de hostigamiento.

—Estoy cambiando —afirmó.

Aunque me pesara admitirlo, era incapaz de negar sus palabras. En todo el mes jamás se metió en problemas dentro o fuera del instituto, era medianamente responsable con la asistencia y tenía amigos de nuestra clase. En otros años eso hubiera resultado impensable, así que no podía quitarle mérito por hacer las cosas mejor.

Sin embargo, también sabía que en un mes no podía tener una transformación permanente. Lucien no era una buena persona. Se esforzaba en exceso por serlo, pero dentro de sí seguían esas ganas de hacerle daño a los demás. Conocía bien a la gente de su tipo porque fui su víctima por años; él no podía engañarme y más pronto que tarde comprobé que no me equivocaba.

—No sé qué más te dijo Rynne, pero yo de verdad...

La puerta del establecimiento se abrió de nuevo, haciendo sonar una pequeña campana. Lucien alzó la vista hacia la entrada como un reflejo de distracción, pero se interrumpió a sí mismo de golpe. Una vez más, igual que minutos antes, volvió la seriedad a sus facciones. Atraído por la curiosidad, giré el rostro y miré por encima del hombro. No estuve listo para lo que vería, nada listo.

Neal Murray acababa de entrar en la cafetería, saludando con cordialidad a una de las trabajadoras tras la barra. Neal Murray, uno de los cuatro chicos que solía molestarme.

Mis huesos se helaron, se me revolvió el estómago. Todo el cuerpo comenzó a temblarme sin control y mis ojos ardieron. Solo pude volver la cabeza de vuelta a nuestra mesa, encogerme y agacharme, buscando calma. Me costaba trabajo recuperar el aire y controlar mi corazón, cuyos latidos dolían. Sostuve mi vaso con tal fuerza, que comenzó a quebrarse. No me importó ensuciar la mesa y quemarme los dedos con el café.

«Lo odio. Lo odio».

Me bastó verlo solo dos segundos para saber lo cómoda que estaba siendo su vida y lo poco que yo repercutí en ella. Lucía bien, tranquilo, parcialmente feliz, imperturbable. Incluso el tono de su voz era amable y animado, todo lo contrario a lo que escuché durante mis primeros dos años de preparatoria.

«Vive en paz incluso después de lo que me hizo».

Porque fue Neal el que una vez nos encerró a solas en un cubículo del baño y que me besó, tocó y me obligó a hacerle lo mismo porque quería saber lo que se sentía experimentar con otro chico. El que amenazó con violarme si le decía alguien y que, a pesar de mi silencio, lo hizo de todas formas.

Empecé a sentir sus manos otra vez sobre mi cuerpo, a ver fragmentos de esas horribles memorias y a escuchar sus amenazas, que en ese entonces me susurró a la cara. El miedo cada vez me consumía más rápido y temía que eso repercutiera en mi comportamiento, en que sufriera de otra laguna por estrés.

Me dolían las sienes, el pecho y las piernas. La asfixia era cada vez mayor.

—Alroy... —murmuró Lucien, aproximando su mano a la mía.

Pero en cuanto sentí el roce de sus dedos, me levanté y salí corriendo a toda velocidad, abandonando el establecimiento e importándome muy poco que Neal me viera o no huyendo de él. Una vez en la calle, corrí lo más rápido y lejos que pude, sin una dirección en especial.

Ignoré todo a mi alrededor y solo corrí, cruzando calles, fijándome apenas en los cruces, limpiándome las lágrimas con el dorso del brazo para seguir viendo mi camino. Lo hice hasta que las piernas se me entumecieron un par de minutos después. No podía llegar tan lejos teniendo una condición física tan mala, producto del aislamiento y la depresión.

Así que cuando ya no pude dar un paso más, me dejé caer de espaldas sobre una cerca. Aterricé en el piso con brusquedad, pero finalmente con una sensación de alivio. Recuperé el aliento a grandes bocanadas, apretando los párpados y recogiendo las piernas para abrazarlas y consolarme a mí mismo.

Dejé que las lágrimas fluyeran por sí solas, casi igual que el sudor que me corría por la frente o los bruscos temblores de mis brazos y piernas. Tensé los labios, me repetí una y otra vez que resistiera, aunque por dentro yo no pudiera dejar de sentir que esto solo empeoraba.

—¡Alroy! —escuché una voz a lo lejos, junto a unos pasos acercándose.

Miré hacia esa dirección por mero reflejo y me topé con Lucien, quien llegó en menos de cinco segundos hasta mi sitio. Se agachó a mi altura y comenzó a sacudirme por los hombros, preguntando qué me sucedía. Yo ni siquiera podía pensar.

Mantuve los brazos rígidos a mi lado y las piernas haciendo de barrera entre ambos. Lo miré a los ojos, pero de mi boca no pudieron salir palabras. Noté cierto enojo y confusión en sus gestos, por lo que soltó mis hombros para sujetarme del cuello del suéter. Al ver que no reaccionaba a esa cercanía, me asestó una fuerte bofetada que me devolvió al presente.

—¡Reacciona, mierda! —exclamó, soltándome con brusquedad.

Aterricé nuevamente en el suelo, sobándome la mejilla y mirando hacia sus zapatos. Su golpe funcionó al instante, pues conseguí volver en mí. Ambos respirábamos con agitación, pero él parecía hacerlo por coraje.

—Dios, Alroy, qué débil eres... —murmuró entre dientes antes de volver a agacharse a mi altura.

Ya con los pensamientos más ordenados, logré incorporarme y sentarme en el suelo. No podía parar de llorar, pero al menos pensaba y para mí eso era suficiente. Al observarlo de regreso, noté que Lucien tenía el rostro enrojecido, el cabello un poco despeinado y una seriedad que en serio intimidaba.

—¿Recuerdas que te dije que el destino se encargaría de todos ellos? —preguntó, cerca de mi cara. Intentó forzar una sonrisa—. Bueno, creo que es hora de hacerse cargo de Neal.

—¿De qué hablas? —contesté, aún aturdido.

Se levantó del suelo y me tomó del brazo para que lo imitase antes de responder. Me sacudió un poco la sudadera y me puso de vuelta la capucha que se había caído por mi espalda cuando me pegó. Momentos después se puso la suya para vernos lo más similares posible.

—Tengo un plan, pero necesito que confíes en mí —siguió, con la voz cada vez más baja—. Ese bastardo tiene que pagar.

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