Capítulo 19
Con Adam el sexo era muy diferente. Si yo sufría de molestias y las quejas se volvían incontenibles, me pasaba la botella para que bebiera más alcohol. El cuerpo se me adormecía lo suficiente para no ser consciente de nada, ni siquiera de lo que Adam y yo hacíamos.
Despertaba adolorido de las piernas, la espalda y el cuello. Algunas veces podía salir de la cama y en otras tenía que mentirle a mi mamá con que no me sentía bien y que me dedicaría el resto de la tarde a dormir. Afortunadamente las resacas llegaban de madrugada y muchas de ellas no interfirieron en mi sueño.
A pesar de los complicados sacrificios que hacía para seguir acostándome con Adam, siempre me contentaba recibir sus mensajes diciendo lo bien que lo pasó conmigo, que no podía esperar a que nos viéramos de nuevo, que me amaba y agradecía por todo. Al final valía la pena encontrar sangre en las sábanas y no poder sentarme con comodidad.
Pero con Daron las cosas fueron distintas.
—Si te duele, dime. —pidió, acomodándose encima. Yo asentí en apenas un movimiento.
Hundí el rostro en la almohada, con cada mano a un costado y la espalda apuntando al techo. Me tomó de las caderas, pegándose por detrás. Paseó la nariz por mi columna, provocándome incontenibles cosquilleos. Mi respiración se agitó tanto como la suya, entreabrí los ojos, tensé el cuerpo.
Con los dedos tiró hacia arriba de la ropa interior que utilizaba. Que se ciñera tanto a mi miembro me excitó demasiado. Apreté los párpados, contuve el aliento lo más posible, aunque no funcionó. Con la otra mano desocupada nos puso el lubricante. Me acarició en el proceso, resbalándose por mi trasero, muslos y finalmente, por mi erección. Ahí fue cuando comenzamos.
Daron juntó por completo el torso a mi espalda. Me besó la oreja y la mejilla, rodeándome con su brazo por enfrente, presionando sutilmente mi cuello y clavículas. Antes de que pudiéramos besarnos otra vez, sujetó la parte trasera de la ropa interior, la hizo a un lado sin quitármela y, sin pensárselo dos veces, comenzó a entrar en mí.
Tuvimos paciencia. El tacto no paró mientras tanto. Durante esos minutos difíciles pensé en que quizá necesitaría alcohol para relajarme y no pensar en el dolor, pero al final no fue necesario. Todo resultó lo suficientemente soportable, con el placer dominando.
No fui capaz de decir su nombre, pero él sí que dijo el mío, cerca de mi oído. Parecía disfrutarlo demasiado. El cuerpo le temblaba, apenas y contenía sus jadeos, se abrazaba a mí con mayor afecto del que hubiese esperado. Incluso los besos tan intensos se sintieron más tiernos que pasionales.
Yo estaba acostumbrado a no hacer mucho ruido, en especial para no levantar sospechas en mi casa o en la de Adam, si es que había alguien cerca que pudiera escucharnos. En la cama de Rynne las cosas eran distintas, pero la costumbre se quedó conmigo. Durante ese corto rato de sexo, poco a poco fui armándome de valor para levantar la voz. Quería que Daron supiera que lo que hacíamos me gustaba tanto como a él. Jadeé al ritmo de sus movimientos dentro de mí.
Fui yo el que acabó primero, entre espasmos, sofocos, lágrimas y manos apretujando su almohada. Tuve que esperarlo un par de minutos más, con el rostro viendo hacia la puerta de su baño. Entrecerré los ojos y contuve mi dolor, que ya no era tan placentero pese a que yo siguiera escurriendo.
Él me abrazó en el último minuto, justo cuando se intensificó la velocidad de sus movimientos. Al final mis jadeos fueron por dolor, pero no dije nada para no interrumpirle. Apreté los parpados, me quejé ligeramente con la voz hasta que finalmente se vino y ambos pudimos relajarnos.
Me guio para que nos recostáramos a descansar. Alzó las cobijas que ensucié para meternos debajo. El calor se iría pronto de nuestros cuerpos y la noche enfriaba. No nos dijimos gran cosa, salvo un "¿todo bien?" suyo y un "sí" mío. Él y yo preferimos cerrar la noche con nuestras últimas acciones.
Hundió la nariz en mis cabellos, abrazándome por la espalda, conciliando el sueño con bastante facilidad mientras acariciaba mi torso. La calidez de nuestros cuerpos y la amplitud de su cama nos sumieron en lo que debía ser una relajante comodidad. Sin embargo, seguí mirando hacia el baño, con los ojos bien abiertos, incapaz de dormir.
La sombra de Adam parecía haberlo visto todo desde ese lugar.
Llegué a mi casa a la mañana siguiente. Daron me llevó en su auto después de que nos duchamos por separado y desayunamos. El tema de la noche anterior apenas y salió a relucir, pero por nuestra propia tranquilidad consideramos que fue lo mejor. Habíamos roto los últimos límites que nos quedaban, ¿cómo tratarnos a partir de entonces?
Su actitud hacia mí no cambió. Siguió siendo animado y respetuoso, igual que en el instituto. Habló consigo mismo, justo como estábamos acostumbrados gracias a mi poca participación. Pero también pude notar cambios en su mirada, en especial cuando nos veíamos a los ojos.
Dejé de ser un estudiante para Rynne en cuanto me metí en su cama. Ya no me observaba como a un chico de preparatoria, sino como a un hombre con el que experimentó. La lástima tampoco salió a flote, que era lo mejor.
—Podemos vernos cuando quieras, Alroy —mencionó, sin apartar la vista del camino—. En mi oficina también hay espacio.
Su comentario sirvió para que le hablara de la mentira que le dije a mi madre acerca de quedarme en "terapia" con él después de clases. Sonrió ampliamente, negando con la cabeza y llamándome mentiroso entre cortas risas. Acordamos vernos al menos dos días a la semana en su oficina, respetando las clases en todo momento. Los recesos juntos igual se suspenderían; lo que él más deseaba para mí era que hiciera amigos o que al menos estuviera con los pocos que tenía como un estudiante normal. Era su forma de decirme que no quería levantar sospechas con nadie en el instituto.
Estacionó el auto a una cuadra de mi casa, ya que yo no quería que los vecinos nos vieran. Me cubrí el cabello con el gorro de mi suéter y me despedí de él con un beso de tres segundos que correspondió a la perfección.
Se fue por el mismo camino una vez que empecé a andar por mi calle, sin mirarlo de vuelta. Mi corta aventura terminó y con ello, regresaba a esa horrorosa realidad donde Adam ya me esperaba. Miré al suelo todo el tiempo, con los dedos jugueteando en mis bolsillos. Subí los pocos escalones de mi casa y abrí la puerta, ignorando cualquier cosa a mi alrededor.
Debí prestar atención en todo momento, pues justo cuando entré y caminé rumbo a mi habitación, vi a mi madre sentada en la sala, con el rostro apuntando en mi dirección. Se levantó de su lugar, dirigiéndose hacia mí con bastante prisa y seriedad. Una vez que se detuvo a escasos treinta centímetros de mí, alzó la mano y me asestó una fuerte bofetada.
—Mentiroso. —Me dijo, con la voz entrecortada.
Me llevé la mano a la mejilla, atónito. Regresé la vista a ella tan pronto como pude, sin decir nada. Nuestros ojos conectaron en ese momento y ahí pude ver que el mismo golpe que acababa de darme también le dolió. Se le estaban por escurrir las lágrimas y sus manos temblaban ligeramente.
—¿Dónde estabas? —preguntó, manteniendo la distancia.
Quise excusarme nuevamente con Kyla, pensando que aún me creería, pero leyó mi intención. Antes de que le respondiera, contó que había hablado con sus padres y que ellos le dijeron la verdad. Maldije en mis adentros por eso, pero no podía culpar a nadie que no fuera yo. Tensé los labios, contuve la respiración para no quebrarme.
—¿Tienes idea de lo preocupada que estaba? —siguió, secándose el rostro—. Sabes que no puedes desaparecer así, Alroy. Tú no estás bien.
Temía que mi no muy lejano pasado se repitiera, que me encontraran inconsciente en alguna parte y me internaran en un hospital por tratar de lastimarme. Entendía su temor, porque justo en ese momento también estaba herido de una de las muñecas.
—Lo siento... —contesté en un murmullo—. Quería ver a papá.
El enojo de su rostro se redujo mucho después de escucharme. Una triste preocupación se apoderó de ella, pero prefirió callar. Avanzó un paso, alzó la mano y acarició sutilmente uno de mis brazos, como si intentara consolarme. Mantuvo la cabeza gacha y los hombros tensos. Tuve curiosidad por saber si mis palabras le dolían; después de todo, quiso a mi padre lo suficiente para tenerme y con ello, conservar por siempre una parte de él.
—Conocí a mis hermanos. —La primera lágrima escurrió—. Nos parecemos, pero ellos se ven mejor que yo.
Mamá negó con la cabeza antes de pegarse a mi cuerpo para abrazarme. Fui incapaz de responder de la misma manera; me quedé en la misma posición, con la vista fija al interior de la casa y los brazos a los costados. Ella nos balanceó ligeramente, sollozando.
—¿Por qué lucirían mejor? —cuestionó como lo haría una madre que cree que su hijo es la criatura más hermosa de todas.
—Porque son felices.
Ella supo desde el principio que ese hombre era casado, pero no que tenía un hijo. Cayó en la clásica excusa de un matrimonio complicado y un muy próximo divorcio. Esperó y esperó varios meses y años a que papá cumpliera con su promesa de dejar a su esposa, pero eso nunca sucedió.
Mi mamá era una mujer enamorada que quería tener pronto una familia, así que cuando supo que estaba embarazada, sintió auténtica felicidad. Sin embargo, mi padre no lo tomó de la misma manera. A partir de ahí su relación se fragmentó, pues él no pudo convencerla de no tenerme.
En un intento por ayudar y que no chocara con su otra familia en lo que hallaba una supuesta solución, la alojó en un minúsculo tráiler a las afueras de la ciudad. Ahí viví los primeros años de mi vida, encerrados hasta que todo terminó y él nos obligó a salir de ese lugar.
Cuando seguí a mi padre, escondido en la parte trasera de su camioneta, ella y yo descubrimos la existencia de Tyler. Aquello sirvió para que mamá decidiera que lo mejor era irnos y fingir, igual que él, que no nos conocíamos. No volvió a ser la misma después de eso. Luchó hasta la actualidad para darnos estabilidad, así que tampoco hubo hombres nuevos en su vida. Aquel sueño roto le parecía irrecuperable.
Lo intenté, en serio lo intenté. Lo siento, pero ya no puedo soportarlo, soy muy débil. Todos los días recuerdo lo mucho que me odio y el daño que le hago a los demás. Quiero dejar de fingir que estoy vivo, me agota ser un cadáver andante.
Traté de decirme a mí mismo que lo que sentía no era para tanto, pero finalmente el sufrimiento acabó conmigo. Sé que tú y otros miles allá afuera lo pasan peor y que estoy siendo demasiado egoísta, no creas que no me siento culpable mientras lloro y escribo esto. Solo quiero que todo mejore, pero decidir mi muerte es una condena segura al infierno. Tengo mucho miedo, no sé a dónde iré. Solo sé que cualquier cosa es mejor que esta.
En serio perdóname por no haberte ayudado lo suficiente, perdóname por cargar mis problemas contigo y por dejarte tan repentinamente. Me merezco lo que siento ahora que conozco a la perfección todo lo que pasaste. Al final yo no lo he podido aguantar como tú.
No te culpes por esto, porque soy yo quien no tiene arreglo. Me dormiré para no sentir más dolor. Gracias por acompañarme hasta el final. Lo siento.
Adiós.
Lancé el celular lo más lejos que pude, sin importarme si se dañaba o no. Di varias vueltas en la cama hasta que mi cuerpo apuntó hacia la pared, hecho un ovillo, con las rodillas rozando mi frente. Me cubrí los ojos con las manos; respiré a grandes bocanadas por causa de una repentina asfixia.
«¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora?». Múltiples imágenes y sensaciones se percibieron en mi mente a una velocidad impresionante.
No solía recuperar la memoria a plena luz del día, pero acababa de suceder porque quise torturarme releyendo el último mensaje que Adam me mandó antes de suicidarse. El mismo que también le entregué a la policía para verificar los hechos.
Tuve una crisis. El cuerpo entero me tembló sin control. Se me contrajo el estómago, provocándome fuertes náuseas. Me arrastré en la cama únicamente para asomar la cabeza y vomitar en el basurero. Creí haber recuperado el peor recuerdo de todos, por fin. El que inició con la perdición irremediable de Adam.
«Yo no quería dejarte solo, pero en serio ya no podía soportar ni un día más en ese instituto».
Cualquiera pensaría que la adolescencia es una etapa donde los jóvenes se definen como personas a través de su relación con los demás. Y que claro, mucha de esa convivencia viene acompañada de errores y problemas que seguramente no definirán su futuro. Sin embargo, mi caso no fue así. Lo que sucedió conmigo a partir de los 15 años me dañó de forma permanente, en especial el último mes en mi escuela anterior.
Las agresiones a las que me exponía comenzaron siendo ligeras. Basura en mi pupitre, bolas de papel, pequeños empujones de hombro en el pasillo, miradas y murmullos, nada de lo que realmente valiera la pena quejarse. Al año siguiente las cosas se transformaron en insultos directos, tropezones "accidentales". Tiraban mis cuadernos a la basura, me lanzaban comida de vez en cuando y me encerraban en la oscuridad del baño durante todo el receso. Pero tampoco me quejé lo suficiente.
El último año, junto a la llegada de Adam, todo lo anterior se repitió y más. Empezaron a golpearme a escondidas, en los baños o en la parte trasera del edificio. Eran cuatro chicos de mi clase que no se caracterizaban por nada en particular. No eran problemáticos o irresponsables, pero tampoco los más destacados y obedientes. Pasaban desapercibidos, cosa que era buena para ellos.
Me agredían porque les parecía divertido y yo no respondía. No existía otra razón más profunda que esa. Les daba lo mismo mi apariencia, mi orientación, mis gustos o mis calificaciones. Yo solo era el blanco más fácil.
El último día que asistí al instituto, antes de que comenzara a faltar, fue la vez en la que llevaron su odio indiscriminado a otro nivel. Pensar en ello, ya que lo recordaba, era indescriptiblemente difícil.
Me encerraron con ellos en el baño saliendo de clases, me golpearon entre los cuatro durante un par de minutos, riéndose cada vez que escuchaban mis quejas de dolor. Fui obligado a hincarme en el centro de todos ellos. Jalonearon mi cabello, burlándose.
—Tienes un cabello muy bonito, Alroy —dijo el que me sujetaba, sacudiendo mi cabeza—. ¿Me puedo robar un mechón?
Responder equivalía a otro golpe, así que seguí en silencio y a la espera de su siguiente movimiento. Ni siquiera tuve que verlo, solo sentir cómo me cortaban varios mechones con unas tijeras.
—¡Yo también quiero uno! —Siguió otro de ellos, arrebatándole las tijeras a su compañero y agarrando mi cabeza.
Cortaron varios, riéndose sin parar. Se disculparon con sarcasmo, afirmando que tendrían que cortarme más porque los que tenían no les gustaban lo suficiente. Yo solo podía ver cómo se me caía el cabello a tajos, con los puños bien apretados sobre las piernas, los ojos escurriendo, un nudo garrafal en la garganta y una horrible sensación de vacío en el interior.
Trasquilaron mi cabeza por mero pasatiempo, aburriéndose rápido como si probaran viejos juegos de mesa. Yo sufría en silencio, con el cuerpo adormecido, el cuero cabelludo ardiendo por los jaloneos, quieto como un muerto. A causa de mi ansiedad, apenas y escuché su debate sobre lo siguiente que harían conmigo.
—¿Entonces puedo? —Sus voces resonaron a la distancia, aunque los tuviera encima de mí.
—Sí, pero déjanos ver. —Lo secundó otro.
—¿Y si nos metemos en problemas?
—Creeme que nunca hace nada, solo míralo ahora. —añadió el cuarto—. Además, esas cosas le gustan...
Por primera vez en mucho tiempo opuse resistencia, pero no conseguí librarme de ellos. Dos me recostaron boca abajo, sujetándome de las manos, de la cabeza y cubriéndome la boca; otro me bajó los pantalones y el último de ellos fue el primero en la fila.
No tenía muy claros los rostros o lo que vi desde mi vista tan limitada, pero sí que recordaba las indescriptibles sensaciones que experimenté durante esa falsa eternidad. Fui violado por cuatro personas, sin nadie que pudiera detenerlos o escucharme, entre lágrimas, espasmos, ansiedad y dolor.
Al final me abandonaron sobre el piso del baño, como a un trapo sucio. Se fueron a prisa, cada uno con su respectiva satisfacción. No hubo culpa en ninguna de sus expresiones; toda la cargué yo, acurrucado en el último cubículo por el próximo par de horas. No se lo conté a nadie, ni siquiera a Adam. Era mi secreto mejor guardado, que únicamente compartía con los involucrados que ya no formaban parte de mi presente, pero que me habían marcado para el resto de mi vida.
Desde entonces, le tuve fobia a ir a la escuela. Faltaba dos o tres veces por semana, sin que mi madre se enterase. Ella me dejaba en la entrada principal y cuando veía que su auto desaparecía, caminaba a la estación y volvía a casa para encerrarme en mi tranquilidad. Me desconecté poco a poco del mundo, incluso de Adam, que cada vez me escribía con más desesperación.
Al principio pedía que volviera porque me extrañaba, después rogaba por mi regreso porque lo empezaban a molestar las mismas personas que a mí. Según sus palabras, no quería sentirse solo, pero con el tiempo más bien interpreté su mensaje como una petición para que yo volviera a ser el objeto de burlas, de golpes y de placer. No respondí ninguno de sus mensajes ni llamadas, en especial porque no quería recordar nada relacionado al instituto.
Yo no fui consciente de que a Adam le hicieron lo mismo que a mí hasta que releí su carta de suicidio y lo recordé todo. En ese instante fui consumido por la culpa, pues era consciente de que, si no hubiese faltado al instituto con tanta frecuencia, él no sería el nuevo objeto de acoso y, por ende, no se hubiera suicidado.
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