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Capítulo 17

Mamá se encontraba cerca de la entrada, tirando del brazo de ese hombre. Le rogaba casi entre lágrimas que no se fuera, afirmando que necesitábamos de él. Yo lo observaba todo desde el estrecho y único pasillo de la casa, llorando en silencio, con las piernas débiles y el corazón apretujado.

—Ella me ha perdonado a cambio de no volver a tener contacto contigo. —soltó mi padre, con una mano sobre el picaporte.

—Por favor, Leo —Ella se aferró, negando con la cabeza—. No tengo trabajo, solo me dedico a cuidar de Alroy.

—Lo siento, pero quiero que salgan de esta casa. —La severidad de sus palabras fue aterradora—. Tienen una semana.

Después de sentenciarnos con esa oración, mi mamá hizo un último esfuerzo para que se quedara. Prometió que seguiríamos escondidos, que no intervendríamos en su otra vida y que ella haría todo lo que él le pidiera a cambio de que no nos echara a la calle. ¿Cómo podía existir una persona tan más insensible?

Mi mente infantil no pudo entender lo que sucedía en ese momento. Yo asimilé que se estaba yendo y que nos abandonaría para siempre. Cosa que al final sí hizo.

A pesar de los maltratos, la frialdad y la indiferencia, yo amaba a mi padre. Era el único hombre con el que había interactuado en mi corta vida, el que traía comida, el que muy de vez en cuando se quedaba a dormir. Era también el hombre que mi mamá amaba, o al que más trataba de aferrarse. Si a ella le importaba, entonces a mí también.

Tenía que buscar una forma de detener a mi padre, convencerlo a mi manera de que permaneciera con nosotros. Y si eso no daba resultado, entonces yo tendría que seguirlo a donde quiera que fuera para demostrarle que lo necesitábamos y queríamos a nuestro lado.

Mientras ellos discutían, me dirigí sigilosamente a la puerta trasera de la casa, ubicada junto a la cocina. Ninguno se dio cuenta de que salí —por primera vez en mucho tiempo— para ejecutar un plan improvisado con el que esperaba mantener cerca a mi papá.

Atravesé la tierra del jardín y parte del terreno boscoso que rodeaba la vivienda, buscando la camioneta que siempre conducía. En cuanto la vi estacionada cerca de la calle, corrí con todas mis fuerzas y subí por el platón, en la parte trasera. Guardaba varias herramientas, lonas y trozos de madera que utilicé para ocultar todo mi cuerpo.

Dos minutos más tarde la puerta se abrió con agresividad, acompañada de las exclamaciones, insultos y ruegos. Yo permanecí quieto, bajo todos los objetos, apretando los párpados y pidiendo a Dios que no se diera cuenta de que estaba ahí.

El vehículo se movió con algo de violencia, la puerta delantera se cerró y finalmente, papá arrancó a toda velocidad.

Abracé los objetos sobre mi cuerpo, miré hacia arriba, donde el azul del cielo me iluminaba y el aire frío coloraba mis mejillas. Fue un trayecto tranquilizador, no pensé en nada más que en encontrarle forma a las nubes. A donde quiera que mi padre fuera, yo iba a estar bien. No tendría más alternativa que hacerse cargo de mí, llamar a mi madre y volver a estar juntos, ¿verdad?

Me quedé dormido antes de darme cuenta, pues el trayecto se alargó y yo no podía moverme en la camioneta. Fueron varios bruscos movimientos los que me hicieron despertar, producto de un camino pedregoso. Las copas de los pinos acapararon casi todo mi campo de visión, dejando estrechos espacios de cielo. La temperatura bajó un poco, pero me complacía la frescura del aire.

Papá se detuvo unos minutos después, con más calma que su arranque en nuestro hogar. Abrió la puerta y bajó del auto, sin mirar ni por un instante hacia donde yo me escondía. Tuve que esperar a que se alejara para poder ver a dónde me llevó.

Escuché el tintineo de las llaves a lo lejos. Después un par de saludos y finalmente, la puerta cerrándose y tragándose las múltiples voces que escuché. Me alcé después de eso, sin medir ningún tipo de riesgo. Miré hacia los alrededores para memorizar el escenario, cosa que le trajo un gran recuerdo a mi yo del presente.

Ahí estaba la otra casa de mi padre. Ligeramente distinta a la de mis sueños, pero sin duda era la misma. Recuperé un nuevo recuerdo, pero era uno de los tantos que más me dolían y que a conveniencia mi mente ocultó.

Bajé de la camioneta y caminé con cuidado por el jardín, que no era tan basto como el que se proyectaba en mi imaginación. Tampoco había un río corriendo por el frente, sino una alberca plegable de aproximadamente un metro de altura. Y junto a ella, jugando, estaba un niño castaño de más o menos mi edad.

«Tyler».

Las cosas comenzaron a cobrar sentido. Iba siendo consciente de ello conforme más me acercaba hasta él. Quizás mi cuerpo infantil se movía y decía cosas por su cuenta, tal cual sucedieron en ese entonces, pero por fin era capaz de escuchar mi propia voz dentro de lo que, si bien era un recuerdo recuperado, también era un sueño.

Ese niño siempre me decía que las aterradoras personas sin rostro eran sus padres. Yo las miraba y después lo acusaba de mentiroso. Pero no porque aquellas extrañas siluetas pudieran ser realmente su familia, sino porque una vez que el recuerdo volvió, pude ver que se trataba de mi padre y de la otra mujer.

Aún con sus rostros por fin claros, mi pequeño yo no pudo aceptar la verdad por más que Tyler estuviera repitiéndomelo hasta el cansancio, hasta volverse insoportable, hasta que me dieron ganas de que se callara...

Pero todo terminó ahí. La memoria no pudo continuar. Las voces y formas a mi alrededor se distorsionaron segundo a segundo, trayéndome de vuelta a mi horrorosa realidad.

Igual que un chasquido que te saca de la hipnosis, regresé. Mi cuerpo entero respingó, tenso. El aire entró con agresividad a mis pulmones e instintivamente miré en todas direcciones para averiguar dónde estaba. Un par de fuertes manos me sujetó de los hombros, consiguiendo que no me moviera.

—Tenemos respuesta. —dijo una voz masculina que no reconocí.

Había luces por todas partes, parpadeando. Azules y rojas. Una patrulla de policía fue lo primero que saltó a mi vista. Después, un entorno bien iluminado y blanco, donde me tenían retenido. Era una ambulancia y la persona que me hablaba, un paramédico.

—¿Dónde estoy? —pregunté, alarmado.

Pidió que me tranquilizara para que pudieran explicármelo. Mientras hablaba, un par de oficiales se acercaron hasta las puertas de la ambulancia, viéndome fijamente.

—Tuvimos que tratarte unas lesiones, ¿de acuerdo? —reveló a la brevedad, amable.

Tenía el antebrazo derecho vendado. Podía ver un poco de sangre queriendo traspasar. Me explicó que mi situación no era grave, pero que yo mismo me lesioné. No era una sorpresa que eso sucediera cuando sufría de una laguna, aunque por lo general no había nadie para tratarme. Agradecí la compañía, pero el gusto duró muy poco.

—¿Alroy Gallagher? —preguntó uno de los oficiales, con expresiones serias. Lo miré fijo, pero fui incapaz de contestar—. Queda usted bajo arresto por allanamiento. De acuerdo con...

No escuché el resto a causa de la conmoción. Observé a los hombres, parpadeando muy poco. Fingí que les prestaba atención, pero en realidad estaba siendo consumido por mi propia mente. Una vez más olvidé hasta cómo se respiraba. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué iban a arrestarme?

Antes de que mis incógnitas fueran respondidas, uno de los hombres me tomó por el brazo y me sacó de la ambulancia. El dolor regresó, provocando quejas altas. Forcejeé al inicio, pero la fuerza de la policía me superó con facilidad. Bastó con que me acercaran al capó de su patrulla para esposarme. Pedí casi entre gritos y sacudidas que me dejaran ir, afirmando mi inocencia, aunque nada de lo que hice o dije funcionó. Fui retenido a la perfección, sin posibilidades de escapar.

Con la cabeza apoyada en el frío metal del vehículo, observé fijo hacia la casa de mi padre, que se extendía sobre mi rostro. En la puerta estaba toda su familia de pie, viendo la escena junto a algunos vecinos curiosos. Se les notaba más perturbados que satisfechos por mi arresto.

Tyler se recargaba en el borde de la entrada, con los gestos tensos, los ojos bien abiertos y los brazos cruzados. La mujer abrazaba a Dylan, a quien había visto en persona por primera vez. Era el niño más adorable del mundo, incluso mientras lloraba. Aquello me hizo sonreír muy ligeramente, por encima de la situación y de la mirada furiosa de mi padre, que no se apartaba de mí por más que estuviera respondiendo preguntas a la policía.

Estuve encerrado en una celda local desde las seis de la tarde, a la espera de una sentencia. Me quedé callado durante una hora, escuchando de fondo las llamadas telefónicas del oficial más cercano como forma de distracción. A ratos me sobaba el brazo herido, otras veces agitaba las piernas por ansiedad.

Mi aislamiento y silencio provocaron que pensara en lo ocurrido y lo que me arrastró hasta aquel punto. Fue frustrante no poder recordar nada, ni siquiera fragmentos difusos. Alrededor de cuatro horas de mi vida no parecían existir.

Entré en la casa, sin dudas. Por eso fui arrestado. Pero no podía encontrar los motivos que me orillaron a hacerlo ni los daños que provoqué. Al menos no herir a nadie bastó para que pudiera mantenerme cuerdo y un tanto estable, pese a que le hubiese probado al mundo que era todo lo contrario.

—No van a presentar cargos. —Me avisó el oficial, colgando el teléfono—. Tienes mucha suerte.

Se levantó de la silla y se acercó hasta mi celda, que era la única ocupada aquella tarde tan tranquila. Su revelación me hizo suspirar, aunque no exactamente de alivio. Que mi padre me diera una segunda oportunidad me resultó extraño. De inmediato pensé que habría alguna condición, y así fue.

Si volvía a acercarme a cualquier miembro de su familia, haría lo imposible para mandarme a prisión, cosa que no le sería difícil tras este antecedente y las sobradas advertencias oficiales. Yo asentí a todo por inercia, sin escuchar con mucha atención, pero entendiendo que no vería a mi padre en mucho tiempo. Ya era costumbre.

La celda se abrió, permitiéndome salir. Caminé a pasos lentos, con cierta inseguridad, mirándolo todo. Nunca estuve en un sitio como aquel, pero no resultó ser tan aterrador como se veía en las películas o series. Quizás porque cometí un crimen demasiado temprano y no me topé con personas de la noche realmente peligrosas.

—Bien, te devolveré tu celular para que un familiar pase por ti. —dijo, conduciéndome a su amplio escritorio.

—¿Mi madre sabe lo que pasó? —pregunté en un murmullo, cabizbajo.

El hombre se rio por un par de segundos, negando con la cabeza.

—Este no es el colegio, ya eres lo suficientemente mayor para encargarte tú mismo. —Y me extendió el celular.

Me senté en la silla de enfrente y busqué el contacto de mi madre para llamarla y contarle lo que sucedió. No quería hacerlo porque me esperaba un buen regaño y quizás un tratamiento forzoso que no deseaba tomar en lo absoluto. Un arrepentimiento instantáneo se apoderó de mí.

Tomé aire, cerré los ojos un instante y me pegué el celular a la oreja una vez que marqué.

—Hermano... hola. —saludé en cuanto tomaron la llamada, antes de que alguien más hablara.

—¿Hermano? ¿Alroy, eres tú? —Daron sonó bastante confundido al otro lado de la línea—. ¿Qué sucede?

Fui honesto en todo momento gracias a la confianza que le tenía, aunque recurrí a insinuaciones clave que evadieron la atención del policía. Le confesé que me metí en un problema, que me arrestaron en otra ciudad por eso, pero que ya me podía ir solo si él me recogía. Añadí que no quería que "nuestra" madre lo supiera, rogando así por su silencio. Escuché una pesada exhalación al otro lado que me sonó a preocupación.

—¿Pero te encuentras bien? —quiso confirmar.

—Podría ser peor... —respondí de inmediato.

—Bien, espérame ahí. —Su prisa fue notoria.

El auto de Daron era amplio y el más cómodo en el que había estado. Llegó en menos tiempo del previsto e incluso entró a la comisaría con cierta agitación y angustia, mirando en todas direcciones.

Tuve que verlo mentir con que era mi hermano y firmar con un nombre falso donde se ponía el mismo apellido que yo. Nos dejaron ir fácilmente, sin comprobar siquiera la identidad real de Daron.

Caminamos hasta su auto, en silencio. Sujetó mi hombro hasta que abrí la puerta y entré. Él me preguntó qué sucedió una vez que nos alejamos de la policía, pero no pude responder de inmediato. Me cohibí en el asiento, miré hacia la calle para ganar un poco de tiempo y meditar sobre mis acciones. Sentí que estaba a punto de ser regañado por mi padre, imaginando que era un hombre atento y comprensivo, claro.

—Solo quiero entenderte, ¿de acuerdo? —añadió, para motivarme a hablar.

Sentí un breve regocijo en el estómago, producto de su atención y la felicidad que me causaba. Lo miré de reojo de forma discreta, queriendo examinar sus gestos. Se veía lo suficientemente atento a cualquier cosa que yo dijera, así que me armé de valor para contarle la verdad y mantener su interés por mí.

—Le dije que mi papá me odiaba... —comencé.

De inmediato dedujo hacia dónde iba el tema. Alzó las cejas y soltó un pesado suspiro, sin despegar las manos del volante. Preguntó si fui a verlo, cosa que le confirmé. Conté todo con la menor cantidad de palabras posibles, avergonzado por lo que sucedió y ocultando mi amnesia. Conforme más hablaba, más me temblaba la voz y poco a poco se me humedecían los ojos.

El cielo de la carretera se vislumbró nublado, o quizás así lo parecía por la altura de los árboles. No vi el sol por ningún sitio, así que el ambiente frío y gris me acompañó a la perfección. El trayecto fue solitario y tranquilo, con pocos autos en frente y detrás.

—Yo solo quería que me abrazara...

Me quebré de forma inevitable.

Pegué la frente a mis rodillas, cubriéndome el rostro, llorando de la manera más controlada que me permití. A pesar de que intenté callarme, mi llanto fue bastante audible e incómodo. Entre más me escuchaba, más difícil me era parar. El pecho no me dejaba de doler.

Sentí la mirada de Daron sobre mí, en especial cuando la velocidad del auto disminuyó paulatinamente hasta detenerse por completo. Aunque quise alzar la vista para ver en dónde estábamos, me sobrepasó la vergüenza. Permanecí en la misma posición, con las lágrimas y los jadeos saliendo sin control.

Escuché que Rynne se desabrochó el cinturón de seguridad y se movió un poco en el asiento. Presionó el botón de mi cinturón para que también me lo quitara. Un segundo después intentó pasar la mano por mi espalda en una suave caricia.

—Yo puedo abrazarte.

Cedí de inmediato, sin pensarlo. Me lancé a sus brazos tan pronto me los ofreció. Yo no respondí de la misma forma, pero Daron lo comprendió a la perfección. Usé las manos para sujetarme de su camisa; él me rodeó con fuerza, estrechándome a su cuerpo de aroma tan característico.

Apreté los párpados, finalmente me dejé llevar por mi sufrimiento. Las lágrimas salieron con más facilidad y el nudo en la garganta se desvaneció con el pasar de los minutos. Su camisa se humedeció con rapidez por mi culpa, pero no se quejó en lo absoluto. Su silencio bastó para desahogarme en compañía como tanto necesité.

—Lo siento. —Me disculpé, eliminando las formalidades—. No tenías que hacer esto. Soy un problema.

Recargó la barbilla sobre mi cabeza, nos balanceó con ligereza de un lado a otro.

—No lo eres, Al. —murmuró—. Estoy aquí porque quiero.

Asentí, tratando de creerle. Apoyé la cabeza sobre su pecho, repasé sus breves oraciones para encontrar calma en ellas. Al ritmo de mis pensamientos, estuvo su agitado corazón retumbando sobre mi rostro. Su apariencia tan apaciguada no coincidía en lo absoluto con aquel pulso tan violento.

Sonreí a medias. Las manos que le sujetaban se deslizaron tras su cuello, despacio. Los espasmos finalmente pararon, aunque me siguieran brotando lágrimas y mi rostro se sintiera hinchado como una ciruela. Levanté el rostro por fin, buscando con desesperación aquellos ojos miel que tanto me atrapaban en recuerdos con alguien cuyo nombre temporalmente olvidé. Mantuvimos la vista fija, ambos curvando los labios.

Me incliné hacia adelante, entrecerrando los ojos. Ni siquiera había terminado de llorar y ya tenía ganas de sentirlo muy cerca, de besarlo, de volver a nuestro secreto. Sin embargo, él notó mis intenciones antes de que lograra mi cometido. Primero me cubrió la boca con dos dedos, empujando mi rostro con delicadeza. Luego, con esos mismos, me secó las lágrimas y acarició mi mejilla.

—No es ético que hagamos esto cuando estás vulnerable, Alroy. —dijo, con pena en la voz.

—Yo solo quiero amarte, Daron —Me atreví a decir de forma repentina, como medida desesperada—. ¿Puedo?

El rostro se le enrojeció de golpe. Desvió la mirada tan pronto como pudo e incluso sentí que retrocedió. Dejó escapar una risa muy breve antes de admitir que no se esperaba un comentario como aquel. Lo hizo para no responderme, cosa que funcionó, pues yo no volví a realizarle la misma pregunta y él no dijo el simple "sí" que yo esperaba.

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