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Capítulo 12

La sombra y yo nos acercamos bastante durante esa semana que permanecí encerrado en mi habitación. Jamás se había quedado tanto tiempo a la vista.

Al principio pensé que me atormentaría con la voz y silueta de Adam, que me recordaría traumas o que se dedicaría a hacer las mismas preguntas y comentarios de los que ya estaba harto. Sin embargo, fue la primera vez que se mostró increíblemente silenciosa.

Estuvo observándome con sus aterradores ojos brillantes y blancos, pero no me atacó en lo absoluto. Esos siete días la sombra más bien fue la compañía que necesitaba para no enloquecer. Mi miedo y odio se redujeron de manera considerable, aunque eso también dio pronta entrada a la tristeza.

Solo salí de la cama para ir al baño y recoger la comida que mamá me dejaba en la puerta. El resto del día lo pasé recostado sobre el colchón, bajo la oscuridad de las pesadas cortinas, llorando o simplemente pensando en nada.

A ratos rememoraba el suicidio de Adam, las cicatrices de mi cuerpo, el maltrato de mi padre, los errores con Rynne y mi más reciente laguna, que poco a poco iba esclareciéndose conforme dormía.

En más de una ocasión creí que la sombra me sujetaba de la mano; otras veces que me abrazaba cuando estaba hecho un ovillo en la cama.

Si esa proyección imaginaria fuera real —aunque así se sintiera en mi cuerpo y mente—, la imagen sería aterradora pese a todo el alivio que me brindaba.

—¿Por qué moriste? —murmuré en una ocasión, cuando veía a la sombra fija en el otro extremo de la habitación.

No quise admitir que su ausencia en realidad me producía cierto alivio, aún por encima de todo el dolor que su pérdida representó. Pues si bien Adam fue mi única compañía incluso después de su muerte, era incapaz de negar el daño emocional que provocó en mí.

Fingíamos no ser cercanos en el instituto. Él se reía de los comentarios de mis agresores para guardar las apariencias, aunque más tarde y bajo las sábanas repitiera sin parar que nadie nunca me amaría tanto como él me amaba.

Me dejaba completamente solo cuando me agredían físicamente; después —en mi hogar— lloraba pidiendo que siempre me quedara a su lado. Él curaba mis heridas si terminaba lastimado gracias al acoso, pero las reabría y magullaba con su brusquedad al tener sexo.

Pese a todo el mal, yo creía con firmeza que la compañía de Adam era mejor que no tener a nadie. Por eso me conformé con la sombra, por eso le susurré que la quería y extrañaba.

En la última de mis noches de encierro tuve otro sueño agrio e incompleto sobre una gran casa en medio de los árboles, con un patio amplio y un pequeño lago a cien metros por delante.

Mi yo de ocho años jugaba pacíficamente con el agua fría. Metía las manos, salpicaba, me reía y hablaba con mi único acompañante: otro niño de mi edad que jamás vi en mis pesadillas. Castaño, de mejillas bastante rojas, ojos oscuros y unos centímetros más alto que yo.

Juntos andábamos por la orilla del lago, pateando ramas, lanzando piedras, mojándonos las manos y haciéndonos las preguntas más clásicas que uno hace cuando conoce a alguien nuevo. Nombre, edad, pasatiempos y finalmente, familia.

—¿Dónde están tus papás? —Me preguntó, inclinando la cabeza.

Hubo una pausa extraña. El entorno también paró, con ese niño incluido. El agua dejó de hacer ruido, los pinos ya no se agitaron y el viento se calló, dejándome solo en mi propio sueño, pensando, rememorando.

A mi mente vinieron imágenes difusas y lejanas. El escenario de mi sueño ya no parecía tan imaginario como al principio. ¿Dónde estaba exactamente? ¿Por qué ese niño no me recordaba a nadie? ¿Qué hacíamos en un lugar tan aislado, solos?

—Allá. —Señalé hacia la casa detrás de nosotros, provocando que el mundo volviera a su curso.

—También los míos —contestó, algo confundido—. Esa es mi casa.

Asentí, con ligera indiferencia. Saqué las manos del agua y me hinqué para que la espalda ya no me doliera tanto. Lo miré con detenimiento, entrecerrando los ojos, examinando sus torpes movimientos. A pesar de que estaba recuperando consciencia dentro del sueño, mi cuerpo se movió en automático, igual que cada una de las frases que intercambié con aquel niño.

—Esa es mi mamá —Apuntó hacia una de las ventanas, donde podía verse la figura de una mujer—, y ese es mi papá.

Esta vez señaló a un hombre que examinaba una vieja camioneta estacionada. Intenté verles el rostro, pero no tenían. Donde debían estar sus ojos, nariz y boca, solo había una plana superficie del color de su piel. Era aterrador.

—No es cierto. —dije yo, volviendo la vista hacia él, con el cuerpo rígido y la ansiedad en el pecho.

—Que sí.

Giré la cabeza para observar a esas personas de nuevo, que continuaron indiferentes a nosotros. Incluso el niño volvió a agacharse para meter las manos en el lago mientras yo era tragado por la incertidumbre. Mantuve los ojos fijos en el sujeto de la camioneta, que pronto abandonó el vehículo para caminar hasta la entrada de la casa.

Después de tocar la puerta, la figura femenina abrió y rodeó a su acompañante por el cuello. Tras balancearse por un par de segundos, acercaron sus cabezas. Desde mi ángulo pareció que se besaban.

En mi interior se manifestó una confusión inexplicable. El pecho me dolió tanto como la cabeza, el aire húmedo del ambiente poco a poco se tornó denso y asfixiante. Abrí la boca para respirar, cada vez más consumido por el pánico.

—¿Lo ves? —El niño me miró fijamente, sonriendo de oreja a oreja.

Pero desperté antes de que pudiera refutar su supuesta verdad, agitado, pero no sumido en la ansiedad.

Me llevé ambas manos a la frente, suspiré con fuerza. Todavía con los ojos cerrados, reflexioné sobre el sueño agrio e inexplicable. Las mismas preguntas que tuve a consciencia mientras dormía se repitieron para no ser respondidas pronto.

Después de que me tranquilicé miré a los alrededores, esperando ver a Adam cerca, como en los últimos días. Sin embargo, y después de muchas horas, no apareció. Me senté de inmediato una vez que me percaté de eso. Incluso lo llamé un par de veces creyendo que así vendría.

Al hallarme totalmente solo, tomé el celular y revisé la hora para no perder la noción del tiempo. Lo que no esperaba, era ver que tenía un inesperado mensaje que se robó por completo mi atención.

 [12:43pm] Daron Rynne: ¿Alli, estás ahí? Quiero verte.

No quise seguir el juego de toda esa mentira, por más que él me gustara. Borré la notificación y lancé el celular al otro lado de la cama antes de dejarme caer sobre el colchón. Me cubrí el rostro con ambas manos, deseando ser libre de Allison y de las consecuencias que me trajo ser ella.

Permanecí en esa posición por los próximos cinco minutos, hasta que mi tranquilidad tuvo que verse interrumpida por la aparición habitual de mi madre. Tocó a la puerta, esperó unos segundos y, cuando creí que ya se había marchado, habló:

—Alroy, ¿puedes abrir, por favor? —dio otro par de toques.

Junté las cejas, me senté en la cama y mantuve la mirada fija al frente. Tenía que haber una explicación a su insistencia, puesto que nunca me presionaba a salir o abrir. Aguardé en silencio, esperando a que añadiera algo que me hiciera ceder.

—El Sr. Rynne ha venido a hablar contigo.

Enmudecí, dejándome llevar por el asombro.

—¿Alroy? —Escuché la voz de Daron en el pasillo—. ¿Puedo entrar?

Las piernas me temblaron, sentí una molesta presión en el pecho y el estómago se me revolvió. Hice una negación con la cabeza, creyendo que podrían verme. Seguí en silencio para que creyeran que dormía, pero no funcionó.

Apenas volvía a recostarme cuando mamá abrió rápidamente la puerta que yo recordaba haber cerrado con seguro. Mi reacción fue instantánea, tomé las cobijas y me cubrí hasta la cabeza de un agresivo movimiento. No quería ver ni hablar con nadie.

No entraron por completo a mi habitación. Se quedaron en la entrada, quizás mirándome, quizás pensando en lo siguiente que dirían para convencerme. Aunque traté de mantenerme quieto y tranquilo, el nerviosismo no me lo permitió.

—Hijo, ¿podrías escuchar lo que el Sr. Rynne vino a decirte? —volvió a preguntar, calmada.

—No voy a volver —murmuré, pegando las rodillas a mi pecho.

Pidió un par de veces más que por favor lo hiciera. Rynne por mientras se calló. Al menos parecía ser consciente de que su presencia resultaba un tanto invasiva.

Esperé a que añadiera algo por encima de las peticiones de mi madre, pero no lo hizo tan pronto. Tenía mucha curiosidad por saber qué era lo que se guardaba bajo su silencio.

Tuvieron que pasar varios segundos incómodos para que la afonía se rompiera y yo tuviera el atrevimiento de pedirles que me dejaran tranquilo.

—¿Podrías darme solo dos minutos para que hablemos? —dijo Daron por fin. Su voz, tan tranquila como siempre, me produjo un ligero sobresalto.

Apreté las cobijas a mi lado, hundí el rostro aún más, pensé en si realmente quería dejar que me convenciera. No nos vimos en una semana entera y mi confesión hacia él todavía se encontraba fresca en el aire. Pocas ganas tenía de hablar sobre ese tema, pero sentí que era necesario aclararle que lo mío solo era una boba equivocación.

Sin embargo, no regresaría al instituto. Solo quería que todo se aclarase, aceptara mis disculpas y finalmente pudiera alejarme de él y con ello, de mis propios sentimientos.

—Está bien... —susurré con dificultad.

Pero no estaba muy seguro de si era una buena idea que mi madre se quedara a escuchar. Quizás Daron lo sabía incluso mejor que yo, pues escuché que le murmuró algo a ella que causó que se marchara de la habitación. Cerró la puerta tras de sí después de comentar que lo esperaría en la sala. Nos quedamos totalmente solos, bajo la oscuridad.

Oí sus pasos andar por la habitación, lentos, firmes. Abrí los ojos, aunque solo pudiera ver a la pared y a la sombra tan tenue de Rynne que se proyectaba sobre ella. Tragué saliva, mi corazón se aceleró más que una máquina. Mis dedos continuaron rígidos, aferrados a las sábanas.

—Hola, Al —saludó, con cierto entusiasmo—. ¿Cómo te encuentras?

«Aterrado».

Pero en vez de expresar mis pensamientos, dije en voz baja que me encontraba bien. Eso pareció alegrarle. Oí por encima que arrastró la silla de mi escritorio para sentarse, no muy cerca de la cama.

—Ha pasado una semana de que no te hemos visto en el instituto —continuó, directo a los convencimientos—. Te echamos de menos, en serio.

Fruncí el ceño, sin creerme por completo su última oración. Si nadie notaba mi existencia, era aún más imposible que alguien me extrañara. Los ojos se me llenaron de lágrimas de forma inevitable. Las mentiras también eran dolorosas, en especial cuando se decían por lástima.

No contesté a su comentario. Volvimos a callarnos por casi un minuto entero. Durante ese lapso, giré el cuerpo en su dirección, cubriéndome la mitad del rostro con las cobijas y mirando todo el tiempo hacia la nada. Sentí que me clavaba los ojos para tratar de leer mi mente.

—¿Te están molestando de nuevo? —preguntó de repente.

Lo negué al instante para que no tuviera que revivir aquel amargo pasado. Rynne pensó en más preguntas y comentarios que pudieran servir. Escuché su respiración por encima de la gran tensión del cuarto.

Finalmente, se atrevió a iniciar con el tema al que más le tenía miedo.

—¿Es por algo que hice? —volvió a preguntar.

«No, Daron. Es porque soy peligroso».

Era necesario obligarme a mí mismo a alejarme, porque de lo contrario Adam y las lagunas me harían cometer aún más tonterías que no podría solucionar.

Seguí quieto en la cama, respirando cada vez más a prisa. El cuerpo entero me temblaba por ansiedad, pero tenía que disimularlo.

—Al, si es por lo que sucedió la última vez —comenzó—, quiero que sepas que...

—Lo siento —Lo interrumpí con algo de brusquedad, saliendo de mi refugio en la cama—. Yo no quería decir eso.

Terminé sentándome en la cama de un solo movimiento, escupiendo las palabras para que abandonaran mi cuerpo y dejaran de afligirlo. A mi garganta volvió el nudo, a mis ojos las lágrimas de arrepentimiento.

—Fue un error, perdón —Por fin hablaba más de lo que estaba acostumbrado—. Ya no me verá más.

Él siguió observándome, aunque esta vez el asombro no faltó. Asintió ligeramente con la cabeza, alzó las manos un poco y aceptó mis disculpas con amabilidad. Sonrió en todo momento, evadiendo de repente el contacto visual.

—Entonces fue por eso... —concluyó. Aquello me hizo callar de golpe—. Alroy, yo no quiero que dejes la escuela por mi culpa.

Me sequé las lágrimas con brusquedad, asintiendo ligeramente. Subí las rodillas a mi pecho y las abracé para poder ocultar el rostro si lo necesitaba. Rynne seguía sin entender ni una pizca de lo que realmente sucedía conmigo, pero preferí que así permaneciera. Las explicaciones iban a hacerle creer que estaba loco.

—Quiero que sepas que tus sentimientos no me incomodan porque te aprecio como mi alumno —siguió, decidido a abandonar la silla para acercarse—. Eres un chico muy inteligente y amable.

Tal y como lo esperaba, Daron se sentó a la orilla de la cama, justo a mis pies. Me miró fijo con aquellas expresiones preocupadas que siempre tenía sobre el rostro cuando se dirigía a mí. Conectamos las miradas, aunque él acabó por desviarla primero.

—Te he visto progresar, Al —reveló, en un tono más bajo de lo usual—. Y no me gustaría que...

Pero no pudo completar la oración. Las palabras se le atoraron en la garganta, sus gestos mostraron auténtica confusión y sorpresa. No me miraba a mí, sino a lo que yacía bajo la mano que quiso apoyar sobre el colchón.

Los dos enmudecimos por completo, aunque yo más bien fui consumido por el horror y la tragedia. Me paralicé tanto como el entorno a nuestro alrededor. Daron me miró de regreso, sujetando el suéter que me prestó cuando yo era Allison.

—¿Por qué tienes esto aquí? —quiso saber.

Antes de que respondiera con algún invento, él lo examinó más de cerca. Así, quizás por el aroma de su colonia, Daron logró comprobar que el suéter en realidad le pertenecía y que yo lo escondía en mi habitación.

¿Qué podía inventar? ¿Que mi hermana gemela Allison lo trajo, que lo encontré en una venta de garaje, que estaba dentro de una caja de basura? No había nada que sonara creíble, mucho menos teniéndolo sobre la cama.

Justo cuando iba a abrir la boca para soltar la primera excusa que se me ocurriera, noté que Rynne me observaba de regreso. En cuanto nuestras miradas conectaron, algo en su cabeza pareció cobrar sentido. Él se inclinó un poco en mi dirección, aun guardando la distancia.

—¿Acaso tú...? —pero tampoco parecía aceptar a sus propias conclusiones—. Los mismos ojos...

Me fue imposible reaccionar. Quedé completamente paralizado al otro extremo de la cama. No me oculté bajo las sábanas, no le pedí que se fuera ni intenté cubrirme el rostro para que dejara de examinarlo y sacara sus teorías. Solo pude permanecer quieto, mudo, expuesto a la única verdad.

Mi propia respiración también se alentó, asfixiándome. El entorno se movió como las olas del océano, el único ruido perceptible fue la voz de Daron. No existen palabras para describir toda la carga emocional que estaba experimentando en ese momento.

—Oh por Dios... —Por lo visto, no era el único consumido por la ansiedad—. Alroy, ¿nosotros...? ¿Tú eras...?

Era incapaz de completar sus oraciones. Se llevó ambas manos a la cara, se agachó casi hasta que la frente pegó con sus rodillas. Soltó un par de pesados suspiros y maldiciones. Por un momento abandonó su papel de profesor ejemplar para convertirse en el hombre gentil y misterioso que conocí aquella noche en la calle.

No tenía ni la más remota idea de cómo solucionar este problema.

—Alroy, te aprovechaste de mí —reclamó. Me hablaba y observaba de forma distinta a como lo hacía en el instituto. Por un momento sentí que su lástima desapareció.

En ese momento algo en mi cabeza pudo volver a funcionar. Después de escucharle y analizar su reclamo, mi cuerpo y mente recuperaron parte del control que el shock me hizo perder. Como si acabara de percatarme de su presencia, lo miré fijo, juntando las cejas, apretando un poco los puños por debajo de las sábanas. Un comentario espontáneo y atrevido vino de golpe a mi cabeza.

—Usted fue el que se aprovechó de mi vulnerabilidad ese día, Sr. Rynne. —Fue mi contestación.

—Créeme que esa no era mi intención. —Se defendió al instante.

A veces esa clase de comentarios —que me acusaban indirectamente de mentir o malinterpretar— provocaban que mi mente fluyera con ideas y comentarios peligrosos. Servía de vez en cuando para soltar reproches cuando me sentía seguro. Los empleé con Adam en varias ocasiones e iba a utilizarlos con Rynne en ese momento por puro instinto.

—Usted no quería ayudarme, usted quería acostarse conmigo.

Mis piernas continuaron temblorosas, igual que mi voz. No dejaba de parpadear ni de sentir cómo emergían las gotas de sudor sobre mi frente. El aire de mi habitación era igual de sofocante que toda la tensión que la invadía.

Esa oración lo dejó completamente mudo. Abrió los ojos más de la cuenta, siguió viéndome en lo que pensaba su contestación. Sus dedos no dejaron de tiritar y sus labios no pudieron relajarse. Se vio acorralado por algo tan simple como las palabras.

—Alroy, eres mi alumno —añadió, cada vez más dubitativo—. Si lo hubiera sabido yo no...

—Pero no lo supo —Le interrumpí—. Por eso usted me besó, me dejó tocarlo, pidió que durmiera con usted.

La habitación volvió a callarse. Él miró hacia el suelo con suma sorpresa, muy sonrojado. Se alborotó un poco el cabello, asintió ligeramente con la cabeza como forma de aceptar sus acciones.

Yo, de forma inevitable y gracias a la fuerte presión, rompí a llorar. Traté de ser lo más discreto posible, pero no logré ocultarlo. Hundí el rostro en mis rodillas, el único refugio dentro de mi refugio. Me sentí como un imbécil por caer perdido ante él y reclamar como si yo no hubiese cometido errores.

—¿Podríamos mantener este accidente en secreto? —pidió un minuto después, con la voz baja y entrecortada.

Asentí con cierta desesperación. Él continuó meditando en su sitio. Sus facciones se enseriaron, pero el brillo de sus ojos delató parte de su inminente temor y confusión. Así permanecimos por al menos otro lentísimo y denso minuto.

La cama se movió después de que el tiempo pasó y ambos pudimos eliminar una fracción de nuestro lío interno. Tuve mucha curiosidad por ver lo siguiente que sucedería, así que alcé un poco la cara. Rynne terminó acercándose a mi lugar en la cama.

Alzó la mano y la recargó sobre mi hombro.

—Es mi culpa —soltó con pesadez.

Finalmente abandoné mi escondite corporal. Bajé un poco las rodillas y observé la honestidad en sus gestos, voz y mirada. Parecía decirlo en serio, cosa que me reconfortó. No podía parar con mis lágrimas, pero al menos ya no sentía el engaño en mi interior.

—Esa noche me dejé llevar por la atracción que sentía —confesó. La mano que me sujetaba del hombro apretó con un poco más de fuerza.

No me percaté de cuánto disminuyó nuestra distancia. Tenía su rostro a solo treinta centímetros. La sorpresa de su acercamiento se manifestó en mi cara, pero fui incapaz de apartarme. Nos miramos fijamente a los ojos, permitiendo que la tensión se quedara en la habitación. Nuestras respiraciones fueron cada vez más audibles.

—Ya no llores, Al —habló cada vez más bajo—, por favor.

Su rostro se acercó ligeramente, soltó mi hombro solo para que su pulgar me quitara las lágrimas frescas de las mejillas. Mi cuerpo siguió inmóvil, procesando cada una de sus acciones y presintiendo que algo iba a suceder. El corazón estaba a punto de salírseme del pecho.

—Lo siento... —susurró una última vez antes de aproximarse a mis labios. 

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