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Capítulo 11

Para mí, tener una laguna era como si alguien más se apoderara por completo de mi cuerpo mientras yo me sumergía en un sueño profundo. Siempre sucedía cuando me hallaba bajo una inmensa presión y muy pocas veces era capaz de evitarlo.

Comúnmente ocurría cuando me violentaban en el instituto. Aquello me ahorraba sufrimiento y noches de insomnio, ya que casi nunca recordaba los abusos. Una vez que pasaba lo peor, escuchaba un clic en mi cabeza y finalmente recuperaba la consciencia.

Después de mucho tiempo, había vuelto a suceder. Lo sabía por la molesta sensación de asfixia que venía acompañada de un recuerdo —que era más una pesadilla— que se repetía con frecuencia mientras yo dormía.

Durante mucho tiempo creí que era otro más de mis inventos, pero cada vez que aquella pesadilla volvía, las cosas eran más detalladas que la vez anterior. Un diálogo nuevo, un gesto diferente, un camino más largo, pero nunca un por qué.

Tenía ocho años, quizás. Mi padre me arrastraba entre forcejeos al interior de una casa que en la que jamás estuve. Yo lloraba con fuerza, por encima del silencio del entorno. Rogaba para que no me hiciera daño, aunque supiera de antemano que era un hombre indiferente y de vez en cuando explosivo.

Subíamos por unas escaleras de madera y me encerraba con él en el baño. Sujetándome de la muñeca, llenó la bañera con agua fría sin importarle en lo más mínimo que siguiera moviéndome a su lado.

Con un agresivo movimiento me acercó al borde. Con la mano desocupada me tomó del cabello y metió mi cabeza dentro del agua sin pensárselo dos veces.

Agité las manos con desesperación, tratando de aferrarme a algo que no fuera el agua helada. Intenté gritar sin éxito alguno. Tenía el corazón en la garganta, mi cabeza sufrió de un incremento considerable de temperatura y el estómago me dio un vuelco espantoso.

—Así es como se siente, Alroy —dijo en voz baja, chocando los dientes—. No te gusta, ¿verdad?

Sacó mi cabeza quince segundos después. Abrí la boca instintivamente para tomar todo el aire posible antes de que volviera a sumergirme. Lo hizo unas tres o cuatro veces más, sin piedad ni remordimiento. Dejé de resistirme al poco tiempo para que él también se aburriera. Solo me preocupé de que sus jaloneos no me lastimaran más.

Una vez que se cansó, me sacó del agua y me empujó hacia atrás. Caí de espaldas con cierta agresividad, golpeándome, escurriendo, temblando. Lo único sorprendente del asunto fue que ya no tenía ninguna necesidad de llorar. El susto se llevó todas mis lágrimas.

—¡Monstruo! —exclamó cuando aún seguía en el piso.

Abrí los ojos más de la cuenta después de escucharle. Mi mente comenzó a recuperar consciencia tras asimilar que aquella palabra era un nuevo hecho de esa historia.

«¿Dónde he escuchado eso antes?».

Adam también me lo gritó en sueños. ¿Eso era yo? Dolía que las personas que quería me percibieran de esa forma, aunque todo ocurriera únicamente en el interior de mi cabeza y no supiera si en realidad sucedió. Los cadáveres no hablaban y mis recuerdos de la infancia no eran tan claros como para afirmar que mi padre había tratado de ahogarme en la bañera.

Aquel frío escenario del baño se desvaneció con lentitud, pero no se llevó mi ansiedad. Veía los pies de mi padre cerca de mi rostro, indicando que volvería. Elevé las piernas hasta mi pecho, me hice un ovillo y esperé a que algo peor sucediera.

Bastó que parpadeara una vez dentro de mi propio sueño para que el escenario se transformara de repente. El aire que casi no respiré trató de meterse con desesperación por mis pulmones. Me agité, miré a mi alrededor con confusión, traté de recuperar la calma y averiguar en dónde me encontraba o si seguía dentro de un sueño.

La primera imagen que se cruzó frente a mis ojos fue la de un inodoro, una cortina corrida de lunares azules y un lavabo. Pegué la espalda contra la pared, subí mis rodillas como barrera imaginaria, observé todo con el mayor detalle posible. No era ningún lugar que conociera y eso me aterró.

Traté de levantarme del suelo en cuanto me percaté de ello, pero mi mano izquierda no lo permitió a causa de una molesta punzada que me hizo voltear. Vi sangre en el piso, sentí el brazo tenso y noté el goteo carmesí en la punta de los dedos. Alarmado, revisé si tenía heridas provocadas por algún accidente, pero una pequeña navaja a unos centímetros de mí respondió todas mis preguntas.

Corrí hasta el lavabo para limpiarme y averiguar si la situación era grave. Necesitaría ir al hospital si los cortes no paraban de sangrar.

Abrí el grifo y dejé que el agua se llevara todo. Ardía y era incómodo, demasiado como para ser parte de otra pesadilla. Respiré con desesperación y ansiedad, luchando para no hacer demasiado ruido. No quería delatarme ni asustar a la persona que fuera dueña del espacio del que mi laguna se apropió.

Al principio las cuatro líneas de mi muñeca sangraron, pero paró a los pocos segundos. Sentí un alivio inmenso al descubrir que no eran autolesiones profundas, aunque saberlo no me devolvió calma.

Seguí temblando, abrumado, perdido. Retrocedí unos cuántos pasos con la única intención de buscar el papel higiénico, envolverme el brazo herido, y limpiar el pequeño desastre del piso para no dejar rastro.

Mojé un poco los cuadros de papel, me hinqué y tallé el azulejo hasta que la mancha desapareció. Tiré los restos por el lavabo hasta que se fueron por el desagüe, ya que no podía hacer ruido tirando de la palanca del inodoro ni usar el basurero.

«Tengo que salir de aquí».

Fui hacia la puerta y pegué la oreja en la madera para saber si había alguien más. Afuera escuché dos voces femeninas, no con mucha claridad. Tuve que recostarme para oír mejor a través del pequeño espacio que sobraba entre la puerta y el piso.

—¿Por qué no me has llamado? —Noté pena e inquietud en la voz—. Dijiste que lo harías, pero desapareciste.

Presté aún más atención, aguardando a una respuesta que pensé que llegaría al instante y que al final jamás lo hizo. Después de un par de segundos en silencio, se escuchó un breve pitido.

"Mensaje de voz número once". Volvió el mismo sonido antes de dar entrada a una persona totalmente distinta. Por lo visto, alguien había activado la contestadora de la habitación y sonaba por todo lo alto.

El siguiente mensaje de voz era de otra mujer que preguntaba y decía cosas muy parecidas a la anterior, usando más frases, alargando sus oraciones. Me levanté nuevamente del suelo para pensar en qué hacer. Alguien al otro lado seguro que escuchaba esto aparte de mí, pero debía comprobarlo e irme cuanto antes.

Tomé aire con mucha dificultad, esperando que eso me armara de valor. Cerré los ojos, medité para tranquilizarme, razonar. Necesitaba abrir la puerta y echar un vistazo rápido. Si veía a alguien, me escondería tras las cortinas de la ducha hasta que la persona saliera de la habitación. Ese sería el momento perfecto para huir.

Aún con el sofoco en la garganta, di una última inhalación y, sin soltar el aire todavía, puse una mano sobre el picaporte. Aunque temblaba y se me quemaran las entrañas por dentro, me rehusé a retroceder. Conté hasta tres y finalmente abrí de la manera más discreta y silenciosa que pude.

Me detuve una vez que conseguí asomar uno de los ojos. Examiné los alrededores a toda prisa, sin hallar a nadie. Solo estaban la cama, un escritorio, las persianas cerradas y algunos cuadros sobre las paredes. De fondo, el teléfono fijo del buró reproduciendo mensajes en automático.

La puerta de la habitación también se encontraba cerrada, ahogando todo ruido que pudiera manifestarse dentro de ella. El alma me regresó al cuerpo en ese instante y con ello, la razón. La inmensa nube oscura que abrumaba mi mente se dispersó una vez que supe que aún no corría peligro.

Salí del baño en ese momento, cuidando cada uno de mis pasos. Seguí muy alerta por cualquier situación inesperada que pudiera presentarse. Examiné los alrededores, buscando algo que pudiera reconocer o que me brindara una pista de mi propio paradero.

Mientras las voces desconocidas continuaban desahogándose al teléfono, escuché al fondo la notificación de mi propio celular. El flash se encendió al mismo tiempo, indicando que yo mismo lo abandoné en el buró de la contestadora.

Corrí hasta él con la esperanza de poder encontrar mi ubicación. Lo tomé con ambas manos y justo cuando estaba a punto de desbloquearlo, la más reciente notificación saltó a mi vista. Era un mensaje que seguía el hilo de una muy breve y reciente conversación. Me congelé en mi sitio, sin creer lo que hice.

[11:20am] Al: Soy Allison.

[11:33am] Daron Rynne: Pensé que nunca me escribirías.

[11:33am] Al: Te extraño.

[1:02pm] Daron Rynne: Yo también. Quiero verte otra vez, ¿podemos?

Le había escrito a Daron durante mi laguna; justo lo que menos quería que sucediera. Boté el celular en la cama antes de dejarme caer de rodillas al piso. Me llevé ambas manos a la cabeza, negándome a la realidad de mis propias acciones. Sentí la asfixia en mis pulmones y las sienes punzando con mucha agudeza.

«No puede ser, no puede ser».

Por más que intenté guardar las distancias con Rynne, no funcionó. Siempre ocurría algo que me acercaba hasta el extremo de manera emocional. Primero sus palabras y consuelos dulces, después las fantasías, el beso apasionado, mi confesión accidental... y ahora esto.

De ninguna manera iba a responder a la conversación que inicié, por más que Daron insistiera ahora que conocía mi número. Esto no era más que un error terrible, producto de mi otra consciencia, y así debía permanecer para siempre.

El drama debía tragármelo, pues no era tiempo de sufrir en la habitación de un extraño que en cualquier momento podría aparecer. Estiré la mano por encima de la cama para tomar mi celular e identificar mi ubicación.

Hice zoom en el mapa, leí el nombre de las avenidas, calles cercanas y puntos de referencia, hasta que algo conectó perfectamente con mis recuerdos más recientes. Solté el teléfono con brusquedad, apoyé ambas manos en la alfombra, encorvado y con la cabeza apuntando al piso. Me brotaron las lágrimas de forma inevitable, producto del desasosiego y la incertidumbre.

«Soy un monstruo».

Estaba en la casa de Rynne.

Y claro, él no se encontraba ahí porque seguramente seguía en el instituto, concluyendo su última clase del día.

Me cubrí la boca con ambas manos, procesándolo. ¿Cómo fue que logré colarme en su casa? ¿Por qué lo hice? ¿Qué hacía yo reproduciendo sus mensajes de voz y escribiéndole por texto? Iba a meterme en graves problemas si no me atrevía a desaparecer en ese preciso momento, ya que por la hora Daron no tardaba en volver y yo obviamente no podía quedarme.

Sin pensarlo mucho, y huyendo como la otra noche en mitad del pánico interno, pedí un Uber. Durante la espera me dediqué a escuchar los últimos mensajes de voz, sentado sobre la cama de Rynne, agitando las manos y piernas. Las mujeres continuaban preguntando por él, por su ausencia, por sus lindas palabras que más bien ya sonaban a mentiras.

—Pensé que teníamos algo —dijo una mujer.

—Dijiste que me querías, Daron —mencionó otra.

—Ya no nos hemos vuelto a ver como dijiste. —Otra más.

—Me estás lastimando.

Tensé los labios, analicé cada una de las frases. Tenía varias interrogantes y un mal presentimiento sobre la situación, en especial por las tristes coincidencias. Diferentes personas, un dolor similar. ¿Realmente Daron era capaz de lastimar a tantas mujeres? ¿Por qué alguien tan amable haría algo así? ¿Era alguna especie de mujeriego?

Habiendo tantas voces repitiendo lo mismo, era muy probable.

Mi madre llegó antes que yo a nuestra casa, cuando por lo general sucedía al revés. Tan pronto como entré se acercó a preguntar en dónde me había metido. Fue un retraso inesperado de más de una hora que por obviedad le preocupó.

No podía decirle que me fui del instituto antes de tiempo para meterme en casa de mi profesor mientras estaba inconsciente, por más que quisiera. Insistiría en llevarme con el psiquiatra otra vez y aquel era uno de los lugares que menos me gustaba visitar. Ya me bastaba con fingir diariamente que me medicaba para que ella estuviera tranquila.

—Me quedé más tiempo. —Fue mi excusa más simple y realista.

Y después me disculpé por no haberle avisado. Apretando los puños y los dientes, me hice a un lado para ir a mi habitación. No escuché el resto de frases que ella me dijo, pues todavía me encontraba aturdido por mis propias acciones y el ardor punzante bajo la manga, que después de mucho tiempo se sintió doloroso, no placentero.

Antes de que pudiera encerrarme, me alcanzó e impidió que cerrara la puerta.

—¿Pasó algo? —preguntó, arqueando las cejas y mirándome fijo.

No pude ocultar mi malestar como lo hice cientos de veces a lo largo de mi vida. La crisis me estaba rebasando frente a alguien más y eso no había sucedido en mucho tiempo. Tenía que sacarlo con cuidado o de lo contrario, Adam volvería a aparecer.

—No quiero volver a la escuela. —Solté, evitando sus ojos.

Sabía que mi confesión le decepcionaría, pues yo era consciente de su diario esfuerzo por ayudar a que mi infelicidad se redujera. Ella trató de que volviera a la escuela, se puso en contacto con otras personas por mí, me ofreció su apoyo casi todos los días. Pero yo también me cansé de salir y tener una vida común aun sabiendo que no la merecía.

Yo no había ayudado a nadie, ni quisiera a mi mejor amigo cuando me necesitó. Vivía solo para que otros se desquitaran en lugar de encontrar un propósito positivo que me motivara a seguir.

—Lo siento —murmuré.

Me encerré a prisa, antes de que ella pudiera poner nuevamente la mano y detenerme. Sumido en mi tan acostumbrada oscuridad, aguardé a que dijera algo. Sin embargo, su sombra proyectándose bajo la puerta desapareció en silencio. No iba a insistir, igual que esa vez que volví de mi viejo instituto para no salir por los próximos trece meses.

Retrocedí hasta chocar contra mi escritorio, sin dejar de mirar hacia el frente. Me recargué, pensando en que lo que hacía era lo mejor. No podía volver al instituto después de los incidentes ocurridos a lo largo del día.

Yo era peligroso. Mis emociones y recuerdos no siempre me permitían estar bajo control. Y lo peor es que solo tenía a la sombra de Adam como referencia a cualquier futuro desastre. Una dolorosa advertencia para advertirme más dolor.

De vez en cuando mi condición me hacía enojar, igual que aquella tarde. Pensaba y pensaba, con los puños apretados y la frente caliente, en lo injusto que era que yo tuviera que aislarme por culpa de los traumas que provocaron otras personas en mí. Mis agresores continuaban allá afuera estudiando, trabajando, viviendo una vida común.

Mientras yo los recordaba y veía constantemente en mis pesadillas, ellos quizás ni se acordarían de mi nombre ni de lo que me hicieron.

Dejé que mi cuerpo cediera al tormento. Caí al piso, abracé mis rodillas y hundí el rostro, respirando con dificultad. Me asfixiaba volver al encierro después de creer que me estaba recuperando, pero era necesario. Mi habitación era la única zona segura que conocía, donde ya nadie podía hacerme daño y viceversa.

—¿Por qué? —murmuró Adam.

Alcé la vista por encima de los brazos. La sombra me observaba al otro lado de la habitación, con su silueta totalmente negra y dos resplandecientes ojos blancos. Su presencia me hizo temblar y llorar en mi rincón.

—¿Por qué haces esto, Alroy? —volvió a decir, con la voz más distorsionada.

—Es tu culpa. —contesté, igual de bajo—. Es tu culpa, Adam.

La sombra continuó quieta y callada.

—¿Por qué? —repitió.

Este Adam solo sabía repetir disculpas y preguntas como parte de ser un ente sin consciencia. Al menos eso era mejor que ver su horroroso cadáver al dormir.

Yo quería descansar. Dejar de verlo, dejar de sentirme tan miserable y aislado. El ruido de sus frases entraba a mi cerebro con fuerza, provocándome ansiedad, confusión, miedo. La sensación era similar a la que experimentaba durante el abuso de mis compañeros; por algo era una señal del desastre.

Salí de mi refugio corporal únicamente para alcanzar los objetos de mi escritorio. Tomé un portalápiz y lo lancé hacia esa esquina, sin importarme en lo más mínimo el ruido que esto pudiera provocar.

—¡Déjame en paz! —exclamé con ira y miedo.

Me levanté del suelo para tomar todo lo que estuviera a mi alcance. Papeles, ropa, mi almohada, incluso la silla que rara vez utilizaba. Seguí gritándole a la sombra —intacta de mis agresiones— que se fuera, cada vez más exhausto.

Al ver que no funcionaría, y ya sin nada más que arrojar, volví al piso. Mis rodillas aterrizaron primero, después el resto de mi cuerpo. Sujeté mi cabeza, tiré de mis mechones pelirrojos, pegué la frente contra la alfombra. Intenté librarme de la asfixia entre sofocos y llanto.

«Soy un monstruo».

—Hijo, abre la puerta —Regresó mamá, en medio de mi crisis. Tocó varias veces e insistió por el siguiente par de minutos.

No iba a hacerlo, ni aunque estuviera a punto de morir. 

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