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Capítulo 1

Lo único audible a mi alrededor era mi propio y muy ansioso aliento, pero al menos podía distinguir mi silueta de entre una muy penetrante oscuridad. En el ambiente respiré un embriagante aroma a canela, en la piel percibí el frío azulejo de una pared que me parecía familiar.

Mis ojos apenas podían cerrarse de asombro, produciendo lágrimas de pánico sin control. Entrelacé los dedos con mis rizos, tirando de ellos como si realmente estos me maldijeran. Ni siquiera sentí dolor y eso me desesperó. Temblando, doblegaba las piernas de arriba abajo, creyendo que al patalear me libraría de mi propio tormento.

Era incapaz de usar la razón. Solo tenía imágenes horribles en la cabeza y una muy desagradable sensación que me repetía una y otra vez que acababa de abandonar mi propia humanidad.

Necesitaba hablar con Daron, pedirle ayuda. No sabía a quién recurrir y me hallaba realmente confundido y desesperado. Esto no podía solucionarse con tanta facilidad, de ninguna manera. Si alguien más se enteraba sería mi final. Y no solo por esto, sino por el otro gran problema que guardé muy en lo profundo de mi ser, negando hasta su misma existencia.

¿Por qué esta no fue una simple laguna mental como las de siempre? Al menos así no recordaría algunos difusos y horrorosos fragmentos de la verdad.

Maldije en voz baja, en especial por el miedo a que alguien fuera de mi escondite me descubriera. Si bien sabía dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí, no quería dejar que vieran las claras pruebas de lo que pasó en todo mi cuerpo.

Con mucho miedo y sin dejar de temblar, saqué mi teléfono del bolsillo y tecleé su número tan pronto como pude. Durante la espera, me lo llevé a la oreja y miré hacia el frente, jugueteando con los dedos de mi mano desocupada. No podía sentir la suciedad como pensé.

—Alroy, por favor deja de llamarme —contestó Daron, con una voz dubitativa.

Después de todo lo que pasó entendía que me detestara y que me quisiera muy lejos. Sí, reconocía que tenía un problema serio, pero no podía confiar en nadie más que en él. Era aún más adulto que yo, ¿verdad? Tenía que saber cómo ayudarme, no podía dejar que se fuera.

Mi razón empezó a pedir que no abriera la boca, que me guardara todo como mejor sabía hacer. Sin embargo, la impulsividad me quemó la garganta para pedirme que lo escupiera todo.

—Por favor... —susurré, con la voz quebrada e inquieta—. Es una emergencia.

A pesar de todo, Daron no podía dejar de lado su bondad. Era la persona más buena que conocía en ese momento y yo la peor de todas.

Pudo haber colgado e ignorarme, dejar que me sumiera solo en mi propia locura. Si hubiera sabido por anticipado lo que iba a decirle, ni siquiera habría tomado la llamada.

—¿Te encuentras bien? —Quizás escuchó mi llanto, quizás realmente le importaba.

—No.

Tensé los labios después de eso, abrazándome al celular. El suelo helado era realmente molesto, pero ayudaba a que se me enfriara la mente. Sentí que recobraba el control por un momento y eso me hizo sonreír con una curvatura apenas perceptible.

—¿Qué sucede? —Volvió a hablar tras quedarse callado por un par de segundos eternos.

Si se lo decía compartiríamos un nuevo secreto. Algo más que nos uniría incluso a la distancia. Daron era demasiado compasivo, así que se guardaría esto también para no hacerme daño, ¿cierto? Y en su lugar, me ayudaría como tanto solía hacerlo en el instituto.

Tomé aire con dificultad, cerré los ojos y me dije que confiara ciegamente en él, así como le confié todo lo que hicimos y que sabía que estaba muy mal.

—Creo que maté a alguien.

Las llamas ardían con intensidad a plena luz del día, inmensas, luminosas, cálidas. El humo negro sobre nuestras cabezas contaminaba sin ningún impedimento la pureza del oxígeno, pero no asfixiaba mi dolor.

Estaba hincado sobre el césped amarillento, con ambas manos arrancando la tierra a los costados. Solo podía ver hacia enfrente, con los párpados bien abiertos y las lágrimas incontrolables rondando por todo mi rostro.

Aunque tuviera la impotencia recorriéndome desde lo más profundo de mis adentros, me fue imposible gritar.

La casa de Adam se consumía hasta los cimientos frente a mí sin que pudiera impedirlo. Y en la puerta principal, esa que incluso después del incendio se mantuvo casi intacta, estaba él de pie, observándome.

Podía ver las ampollas y la carne cocida de sus brazos, piernas y cuello. La ropa quemada a medias. Sin embargo, no pude distinguir su rostro. Toda su cabeza era como una sombra negra que solo daba forma a la silueta que alguna vez tuvo.

—Lo siento, lo siento... —murmuró con una voz que no le pertenecía, un poco chillona, lenta y escalofriante—. Lo... siento...

Cerré los ojos con fuerza para no verlo ni escucharlo más. Incluso me cubrí los oídos para que las mismas llamas se callaran. Mi pecho dolió con una fuerza hiriente, provocando que me encorvara y soltara un par de quejas escandalosas.

Fueron mis propios gritos imaginarios los que me hicieron despertar de un sobresalto, en la única cama de la habitación de la que rara vez salía.

La frente me escurría de sudor frío, respiraba con agitación y mi cuerpo se hallaba tenso y tembloroso. Una de mis manos se contraía en mi pecho y la otra estrujaba la sábana que cubría el colchón. Pero al menos estaba bien.

«Otra vez la pesadilla...»

No sabía si era correcto llamarle así a algo que realmente ocurrió. Solía hacerlo porque la única cosa ficticia era la criatura en el cuerpo de Adam que siempre se disculpaba conmigo instantes antes de despertar.

Me senté sobre la cama, inclinado con somnolencia hacia adelante. Sequé mis pocas lágrimas con el dorso de las manos, aunque el mismo acto provocara que llorara más. A veces los recuerdos, el susto y la desesperación me hacían malas jugadas en cuanto abría los ojos.

Puede que mi propio subconsciente me pidiera despertar por anticipado, pues ni un minuto pasó de que desperté cuando llamaron a la puerta de mi habitación.

Permanecí en mi sitio, recuperando el aliento. No iba a levantarme hasta que escuchara el ruido de mis tripas pidiendo comida y piedad. Así había vivido mi último año, encerrado en mi habitación y con el contacto humano extremadamente limitado.

—¿Alroy? —preguntó mi madre, tocando suavemente una vez más—. Una persona ha venido a hablar contigo. Abre la puerta, por favor.

Esta visita no era para nada una sorpresa, pues una semana antes mi madre y yo tuvimos una conversación seria sobre sus preocupaciones. Quería que volviera a la escuela, que saliera de mi encierro, que recuperara mi vida.

Su propuesta inicial fue simple; me cambiaría de preparatoria para empezar de nuevo, lejos de todo lo que me orilló al aislamiento social. Yo accedí casi de inmediato, aunque con una condición: Si no me gustaba la experiencia, volvería a encerrarme en la comodidad de mi recámara cuando quisiera.

No fue muy complicado convencerla, ya que en verdad se sentía desesperada por mí.

La persona que quería hablar conmigo venía en representación de la escuela que mi madre eligió como la más adecuada. Solo tenía que convencerme de asistir, pues la voluntad no era exactamente mi mayor fortaleza.

Mi madre me avisó por anticipado que vendrían para que yo pudiera prepararme mentalmente. Rogó por una oportunidad, esperando que pudiera recibirlos sin la puerta interfiriendo. Deseaban que los escuchara.

Salí de la cama sin arreglarme ni un poco. Noté mi cabello desaliñado, las ojeras moradas y los temblores de nerviosismo a través del espejo, pero los ignoré. No quería sentirme culpable por fallar en algo tan simple como el cuidado personal, así que me enfoqué en lo más importante; atender la visita.

Abrí la puerta ligeramente, dejando que la luz del pasillo iluminara parte de mi cara y mi oscura habitación. Tensé los labios, bajé el rostro, me refugié tras la puerta para que pudiera cerrarla si algo no me gustaba.

—Hola, Alroy. —saludó con entusiasmo una voz nueva y masculina—. ¿Cómo estás?

Asumí de inmediato que el tipo era idiota. Preguntas tan obvias como aquella me causaban cierta desesperación. Entrecerré los párpados, alcé la vista y me quedé en silencio para no tener que usar ni una sola palabra.

Mi madre estaba atrás, observándolo todo con precaución. Notaba su ansiedad e incluso el ánimo de ver que interactuaba con un desconocido. No me interesó memorizar el rostro del hombre en primera instancia. Sabía que era moreno y esbelto, pero no tenía nada más atrapante.

—Estaremos encantados de recibirte la siguiente semana en nuestras instalaciones —continuó, sonriente—, pero yo quería venir personalmente para entregarte el uniforme y resolver todas tus dudas sobre nuestra institución.

Asentí en un movimiento apenas perceptible. ¿Qué clase de escuela había elegido mi mamá? ¿Por qué este sujeto estaba siendo tan amable conmigo? ¿Fingía por protocolo? Porque era imposible que alguien reaccionara de manera positiva al mirarme.

El hombre se quitó la mochila del hombro para sacar el uniforme para mí. Lo sujetó firmemente con ambas manos y me lo tendió sin cambiar las expresiones de su rostro, que incluso ya me incomodaban.

Dudé un poco al principio, así que solo miré durante el siguiente par de segundos. Pantalones negros, chaleco beige y café, una camisa blanca.

—Creo que te sentará bastante bien —añadió, agitándolo un poco frente a mí.

No estaba acostumbrado a los cumplidos, si es que este podía considerarse uno. En lugar de sobrepensar la honestidad en sus palabras, asomé el brazo para recibirlo. Mis dedos temblaron por la incertidumbre y el temor.

Vi que los ojos oscuros del hombre se movieron en automático hacia mi brazo. Su sonrisa se esfumó por un instante en cuanto vio mis cicatrices, pero volvió a curvarse en un simple parpadeo. Inclinó la cabeza con satisfacción en cuanto pude sujetar el uniforme y lanzarlo al interior de mi habitación.

—¿Hay algo que quieras saber sobre nuestra institución, Alroy? —preguntó para romper con los dos segundos de incómodo silencio.

Negué con la cabeza, retrocediendo un poco para esconder los horrores de mi brazo. Él nuevamente lo notó, pero no dijo nada.

—¿En serio no tienes ninguna pregunta? —Insistió, avanzando solo un paso y recargando la mano sobre la madera de la puerta.

Solté un corto suspiro, abrumado por la visita y su despampanante actitud. Quería hacer muchas preguntas, pero todas me recordaban al pasado. ¿Estaría realmente seguro en ese lugar? ¿Hacían algo contra los casos de acoso? ¿A quién podía recurrir si me molestaban?

No saber la respuesta a todo eso le costó la vida a Adam.

—Solo quiero sentirme bien ahí... —solté en un murmullo, más como una petición.

—No te preocupes —respondió a prisa—, la institución cuenta con valores importantísimos sobre integración y compañerismo.

Todos debían decir lo mismo para convencer, de eso estaba muy seguro. Un alumno más era una colegiatura más. Manifesté un poco de decepción en las facciones, pero lo dejé seguir.

—Yo también soy nuevo, así que entiendo la sensación —Se señaló a sí mismo con el índice—. Será mi primer año como profesor en este instituto, pero podemos apoyarnos mutuamente para que sea menos difícil. ¿Qué te parece?

Entrecerré los ojos, repasé con lentitud sus oraciones. Adam me había dicho algo similar, algo que me hizo confiar en él y que nos unió hasta el final de sus tiempos. Mis piernas temblaron de solo recordarlo; no sabía exactamente el motivo, pero no era por tristeza.

Asentí más por un reflejo que por creerle. Noté una amplia sonrisa en el rostro de mi madre una vez que notó mi corta respuesta. Mi actitud y voluntad habían sido suficientes; estaba cediendo a regresar a la sociedad, sin agresividad, sin presión.

—Y si tienes problemas, déjame resolverlos contigo —Su amabilidad era excesiva y hasta molesta. ¿De verdad existía alguien en el mundo que se preocupara auténticamente por los demás?

Yo dejé de hacerlo cuando Adam dejó de existir. Mi preocupación no fue suficiente para ayudarnos ni para salvarlo. Lo que yo sintiera hacia los demás no tenía ningún valor y eso lo supe cuando ni siquiera él quiso escucharme.

—¿Por qué? —pregunté en voz baja, alzando la vista para implorarle con los ojos que fuera honesto conmigo.

Su sonrisa volvió a desvanecerse, pero esta vez no volvió tan pronto como las veces anteriores. Juntó un poco las cejas, evadió mis ojos y hasta se encogió de hombros. No podía leer su mente, pero sí suponer sobre sus pensamientos. Quizás mi desesperanza fue demasiada.

—Hijo, la escuela quiere apoyarte porque ya conoce tu situación —contestó mi madre, irrumpiendo en la calma.

Mis dedos se contrajeron sobre la puerta. Se me fue el aire por un instante y hasta mis ojos manifestaron sorpresa. Aquella fue toda una serie de reacciones por mero reflejo e incertidumbre. ¿Exactamente qué sabían? ¿Exactamente qué entendían?

No quería que este sujeto dijera nada al respecto, en especial por lo poco que me comprendía y lo mucho que hablaría desde su propio bienestar. Los brazos bajo su arremangada camiseta lucían lisos e intactos. Contrario a los míos, que estaban llenos de quemaduras y cortadas que ni siquiera él pudo ver por más de dos segundos.

Mis brazos sangraban con frecuencia. Eran el electroshock al que recurría para no olvidar mi propia vida dentro del encierro. Sin embargo, la carne quemada solo la olí de mi propia piel el día que Adam murió. Un trozo de madera ardiendo me golpeó en el hombro derecho y una parte de los brazos, dejando grandes cicatrices.

—Porque quisiera ayudar... —respondió él, un poco dubitativo—. Sé lo complicado que es ser el chico nuevo cuando has dejado tu otra escuela por problemas.

A su manera, el hombre sonó sincero. El cuidado y la suavidad de sus palabras finalmente me hicieron sentir cierta curiosidad hacia él. Elevé el rostro para observarlo con detenimiento, un poco menos retraído que segundos atrás.

Lucía realmente joven, quizás entrando en sus treintas. Cabello castaño y formalmente recortado, piel morena como la arena de un desierto. Ojos miel, aunque la mala iluminación del pasillo los oscureciera más de lo que podrían ser a la luz del día. Era alto, ligeramente esbelto y cómo olvidarlo, de gestos alegres. No lucía muy ordinario, tampoco inspiraba negatividad.

«Es casi como Adam...» pensé con franqueza. Y decía casi porque compartían más la apariencia que la personalidad. Adam no era la persona más positiva ni feliz del mundo, por eso pasábamos tiempo juntos, por eso aceptaba su nada beneficiosa compañía.

—Está bien —solté, evadiendo cualquier mirada—. Volveré.

Noté en mi madre una ligera sonrisa de triunfo. El sujeto —que seguía siendo un desconocido sin nombre— más bien curvó los labios por alivio y satisfacción. No había sido tan difícil que aceptara, ¿cierto?

Quizás esta era la corta, pero sincera conversación que necesitaba para replantearme cuánto deseaba volver a la vida común. Seguía nervioso, herido y atormentado, pero yo mismo me estaba dando la oportunidad de sembrarme la semilla de la fe. Una fe que alimentara la idea de que estaría bien a partir de ese momento.

—Te lo agradezco, Alroy. —Extendió la mano en mi dirección, irradiando confianza y tranquilidad.

Me encogí de hombros, inseguro de sujetar su mano con la misma firmeza que él. Observé sus dedos y su piel lisa durante varios segundos, pensando. Al ver mis dudas, el hombre redirigió la mano hacia uno de los bolsillos laterales del pantalón.

—Disculpa, acabo de recordar que no me he presentado contigo —Se rio a la brevedad, flaqueando por un ligero nerviosismo—. Soy Daron Rynne. Lamento que en el instituto tengas que llamarme Sr. Rynne.

Asentí. No me había percatado de que casi todo mi cuerpo ya no estaba tan escondido tras la puerta y que ambos podían visualizar con claridad mis cicatrices, las ojeras, y el temblor de mis piernas. Volví a esconderme con un poco de obviedad, casi en un salto.

—Alroy, temo que en el instituto no podrás usar la puerta como ahora... —mencionó con cuidado—. ¿Estarás bien con eso?

Suspiré con pesadez, volví a sujetarme con fuerza de la madera. Acababa de aceptar volver a la sociedad sin haber tomado en cuenta todos los hábitos que adquirí durante mi último año de encierro. Escudarme tras la puerta, no abrir las cortinas, quedarme en cama o simplemente divagar hasta el fin en la brillante pantalla de la laptop.

Tenía que hacer el intento. Si fallaba igual podía volver a la vida de cuatro paredes y nadie me sacaría. Moví nuevamente la cabeza para asentir.

—Gracias... —murmuré.

La preocupación del Sr. Rynne fue bastante invasiva para mi propia tranquilidad, en especial porque me provocó un molesto ardor en el estómago que mezclaba sensaciones que hacía mucho no experimentaba. ¿Paz? ¿Contento? ¿Conmoción? Ni siquiera mi madre se había tomado el tiempo de charlar conmigo, aunque en parte lo entendía porque no solíamos intercambiar demasiadas palabras. Éramos personas complicadas y ausentes.

Respiré hondo, apreté los párpados solo un momento y, sin detenerme mucho a pensarlo, extendí la mano en su dirección. Mis dedos tiritaban y la espera, que ni siquiera fue de un segundo, se percibió eterna. Rynne sujetó mi mano con entusiasmo, sin tirar de ella para hacerme salir.

—Nos vemos el lunes, Alroy. —Nuestras manos se balancearon de arriba abajo—. Me dio mucho gusto conocerte.

«¿Gusto? ¿Alguien siente gusto por conocerme?»

Agité un poco la cabeza para quitarme esas preguntas de la mente. Esto tenía que ser parte del protocolo de una persona educada y nada más. Pero aun siendo consciente de eso, su corta oración me calentó un poco las mejillas. Encogido de hombros, sentí calidez en todo mi cuerpo. Lo mejor es que no había fuego ni cortes que lo provocaran. Me sentía bien solo porque sí.

Y ni siquiera Adam había logrado eso. 

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