Capítulo 1: El Niño Bendito
El niño bendito.
Entre el inmenso Valle de Isir al Norte y el árido desierto del Sur, se encontraba la capital del imperio más poderoso del siglo, un reino donde el sol siempre brillaba; el Imperio Romanoff. El sacrificio de un corazón, justo y honesto, dio lugar a una nueva era en las tierras del sol, el cielo y la luna, dando fin a una fría y cruel guerra, consiguiendo el favor divino de los dioses.
La derrota de los enemigos, la unificación de las ciudades más fuertes y la prosperidad del pueblo, fueron otorgadas por la bendición de un dios, regresando el sacrificio en forma de dos ojos dorados, prueba del poder divino en ellos y siendo promesa de que esa bendición una vez dada, siempre estaría con ellos. Siglo tras siglo, los conocidos como hijos de dios, nacían en respuesta a las plegarias del pueblo para volver a traer la paz y la gloria de sus tierras. Los portadores de aquellos hermosos ojos dorados, eran destinados a reinar junto al próximo heredero al trono. Eran benevolentes, justos y fuertes, amados por sus súbditos.
Llenos de tradiciones, bajo el silencio de los dioses y la ausencia de uno de sus hijos, el imperio entero esperaba con anhelo el regreso de aquella bendición hecha hombre. Muchas lenguas decían que un silencio muy largo era señal de sequía y sangre, por ello, el temor en los pueblos más alejadas empezó a crecer. Era un miedo entre las clases más bajas y un deseo entre los nobles, al ya cumplirse cien años desde el último hijo de dios en gobernar, la madre, de la madre del actual emperador.
Romanoff no inclinaba todos sus triunfos a la bendición dada, el imperio era sostenido por tres grandes familias, leales a la corona, constituían la armadura, la espada y el escudo del imperio. Eran adorados y respetados por igual, aquellos que lograban conseguir entrar bajo el escudo de alguna de las tres casas conseguían un reconocimiento distinguido entre la sociedad.
Entre aquella larga ausencia y la desesperación del imperio que lentamente crecía y crecía, todas las ciudades, desde las fronteras, hasta la abundante capital, celebró, yendo incluso a rezar a los templos más cercanos, cuando la emperatriz anunció su estado y la llegada de un heredero. Y el pueblo se regocijó una vez más, cuando la noble familia Jung, anunció la llegada de su segundo hijo.
No había un registro, ni un pergamino que lo dijera, pero desde la primera divinidad, todo hijo de dios había nacido dentro del seno del escudo de la estrella; la gran familia Jung. Los descendientes de las estrellas, inteligentes y sabios, provenían de los territorios del Este y a lo largo de la historia habían servido como consejeros a los gobernantes de la familia real, participando en batallas como estrategas y trayendo cientos de victorias por sus conocimientos e increíble juicio.
Sus servicios iban mucho más allá, eran acreedores de grandes centros de estudio en la capital, las finanzas y la educación pesaban sobre sus hombros, su palabra era crucial en el comercio y en las relaciones externas. Aquellos que se unían al escudo de la estrella velaban en convertirse en grandes eruditos y piezas fundamentales para Romanoff.
La familia era tomada como una segunda gran bendición, era innegable que los hijos de dios que habían nacido, fueron criados de manera sabia para convertirse en los grandes gobernadores que hasta la actualidad el imperio había tenido. La confianza que había hacía el apellido Jung era algo que ningún ciudadano era ajeno. Si había una responsabilidad tan grande como traer a la vida y cuidar a un hijo de dios, eran ellos los más indicados.
La emperatriz dio a luz a un príncipe, su nacimiento fue motivo de festejo durante tres días y tres noches, se brindaba y festejaba la continuidad del linaje real. Y se esperó con deseo el nacimiento del segundo hijo de los Jung, los ojos estaban puestos sobre ellos, incluso los emperadores esperaban con ansias, procurando el bienestar y todas las comodidades posibles hacía la hermosa madre. Según la historia que precedía y las palabras de los oráculos, todo indicaba que lo que tanto rogaban, al fin llegaría, y los emperadores esperaban que su príncipe uniera su vida con aquella bendición que una vez los dioses les habían dado y que de esa manera su gobierno fuera glorioso.
Lila, como las orquídeas, pero más opaco y oscuro que aquel romántico color, los ojos de aquel recién nacido eran lilas, como los de su padre, Jung Hoseok, el mismo color que ha pasado de generación en generación en la familia. La sorpresa fue más allá, el descaro de la desilusión ante su nacimiento fue espeluznante y con dolor ante los murmullos y el miedo del pueblo, los Jung protegieron a su querido hijo, alejándolo de las insensibles palabras de muchos.
¿Qué había sucedido? Era algo que muchos se preguntaban, incluso la gran corte del palacio llegó a cuestionar porque aquel pequeño ser no había traído la bendición a Romanoff que tanto se esperaba. No debía de haber un porqué, no había ningún motivo para esperar algo que los dioses otorgaban en su tiempo y a su manera. El emperador intentó dejarlo claro por el bien de la familia de uno de los hombres más leales a su nombre, pero fue un intento en vano.
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