Uno
El olor a hollín y humedad me golpeó con familiaridad cuando empujé las puertas de la taberna.
No me costó adaptarme a la poca iluminación, ni tampoco ignorar los cuerpos que se giraron con mi llegada. Hacía décadas que Hereden se había convertido en una de esas ciudades dormitorio en las que solo los soldados y los viajeros pasaban la noche. Aquella taberna no era más que el sótano de uno de los pocos hoteles del lugar, de tres plantas, ajado y cochambroso.
La primera vez que lo había visitado hacía unos años, me había creído el cartel que avisaba que las camas estaban libres de moho y cochinillas. No fue difícil concluir que era mejor opción que dormir una noche de invierno más en el suelo nevado del bosque.
Ajustándome la bolsa al hombro, llevé mis pesadas botas a través de la ruidosa tasca. Lo que pudo haber sido un día y medio en llegar a Hereden desde la costa noreste de la isla, se convirtió en tres malditos días por culpa de las tormentas de barro que cada vez aparecían con más fuerza en el territorio.
Una mujer, que sabía que se trataba de la hija de la dueña de la posada, bailaba en la tarima de roble mientras los bárbaros la adulaban con silbidos y gritos, al son del caramillo de la esquina, que cantaba las leyendas sobre el Lúva y Los Cielos, esos lugares ficticios que pregonaban los religiosos cada vez que encontraban la oportunidad.
Encontré a mi encargo no muy lejos del escenario.
Arrojé el saco de paja trenzada encima de la mesa redonda de madera raída en la que Carl me esperaba con una jarra de acero llena de cerveza hasta las picas. Desvió la atención del trasero de la bailarina al saco y finalmente me miró con mucha calma, cubriendo su expresión con un trago. La luz amarilla de la taberna conseguía darle un reflejo dorado a su piel oscura como el carbón.
—Os estaba esperando—me mostró una de esas desagradables sonrisas suyas, como si se le hubiera olvidado con quién está hablando en realidad—. Dos días.
Pude notar los ojos de los demás borrachos sobre nosotros. Esta era la tercera vez que Carl me contrataba para un favor menor. Los encargos de poca sangre estaban al final de mi lista de prioridades, pero el suyo me cayó cerca en un primer momento. Si quería perder el tiempo lo haría sentada en la comodidad de una choza sin barro.
—El pago.
Dejó la jarra junto a la bolsa y me enseñó las manos en signo de paz.
—¿Por qué no os sentáis un rato, Lalaith? Charlemos. Tengo algo que comentaros.
Carl fue un antiguo soldado del reino a quien expulsaron de Palacio cuando lo pillaron aceptando sobornos en la prisión que hay en el islote entre la Segunda Isla y la Tercera Isla. Después de eso, huyó a la Primera Isla, lejos de la constante vigilancia del Rey. Hereden era lo suficientemente pequeño y remoto para que la vigía real no pasara por aquí, y quedaba tan cerca del mar como para que cualquiera pudiera tomar un barco y huir de nuevo.
Ante mi silencio, su mueca se tornó seria. Tomó la bolsa y la dejó en su regazo, sin comprobar siquiera su contenido.
Novato.
—Sentaos, os lo ruego —pidió entre dientes, preso de su propio orgullo. Sonreí internamente. Me pregunté qué haría si no lo hacía, ¿se arrodillaría?
Le contemplé con la misma postura calmada, de pie, hasta que sus hombros cedieron derrotados antes de comenzar a moverse para buscar algo en sus pantalones. Se estiró y me dejó en la mano una pequeña bolsa de cuero marrón. Revisé las monedas antes de apartar la silla vacía y tomar asiento.
—Hablad.
No tuvo el valor de hacer el amago de quejarse, inteligentemente.
—Hay alguien en Taur que desea veros.
Taur era la ciudad más cercana a caballo desde Hereden y también la más parecida a la capital de la Primera Isla. Estaba llena de comerciantes y soldados de Palacio. Carl seguía en busca y captura desde su traición y yo tenía su cabeza en la punta de mira desde la primera vez que me contrató.
—Me pregunto qué se os ha perdido a un fugitivo como vos en Taur —observé cómo permanecía abrazado al saco. Su ceño hundido se esfumó rápidamente cuando volví mis ojos a los suyos.
—Alguien quiere veros —repitió. Tal vez incluso me lo repitiera una tercera vez.
—Mucha gente desea verme.
—Paga muy bien —añadió atropelladamente.
Ladeé la cabeza hacia la derecha y sus ojos viajaron por un momento a la cicatriz que rodeaba mi perfil izquierdo. No se atrevió a terminar la mueca de repulsión que había comenzado a dibujarse en su expresión. Esperé a que continuase hablando, pero no dijo nada más. Entonces, me percaté del silencio que se había extendido por debajo de la música y de las risas de la mujer del escenario.
—Contadme, Carl, ¿cuánto os pagan por mi cabeza? ¿Quince, veinte monedas de plata? He escuchado que han aumentado mi recompensa, pero confirmádmelo vos. —Me eché hacia atrás en el respaldo y volví a mirar su rostro.
El corrupto se inclinó vertiginosamente en mi dirección antes de que terminara de hablar, preso del miedo. Cualquier gota de soberbia que quedaba en sus intenciones, se había esfumó con una simple conjetura.
—¡Os equivocáis! Es cierto, hay un bastardo que os busca en Taur. No estoy mintiendoos. Lo encontré ofreciendo un puñado entero de monedas de oro a cambio de la ubicación de una mercenaria con vuestra descripción, pero no le dije que os conocía. No se me ocurriría venderos, Lalaith. Que me condenen los mismísimos Celestiales si miento.
Carl no era religioso, era una certeza. Pocos lo eran en Palacio.
En cualquier otra ocasión, lo más inteligente habría sido preguntarle por el aspecto de ese hombre, pero era imposible que fuera cierto. Debería tener la suerte de un noble si hubiera logrado viajar a Taur y no hubiera sido detenido en el proceso.
—Está bien —accedí, poniéndome de pie.
Se levantó a mi par.
—¿No me creéis?
No contesté a su pregunta, únicamente porque me gustaba ver cómo los nervios se hacían dueños de su entereza. Mi cinturón sonó cuando coloqué sus monedas en mi propio monedero. Dejé caer el suyo al suelo y comencé a caminar en dirección a la salida, dando por terminada la conversación. Pero, justo antes de salir, me detuve junto a un viajero solitario que permanecía ajeno a todo. Hurgué de nuevo en mi cinturón y dejé encima de su mesa una bolsa de terciopelo morado.
Me contempló sobresaltado, perdido entre el alcohol y la confusión, y sonreí cuando escuché a Carl gritar:
—¡Zorra estafadora!
Solo un inútil me encargaría el ojo de cristal de otro bastardo y creería que se lo entregaría en un saco de paja. Había intentado vender ese mismo ojo en los puestos ambulantes, pero no valía ni un puñado de grava. El bastardo me había enviado a cubrir un asunto de ajustes de cuentas y el ojo ni siquiera era de cristal.
La puerta de la taberna se abrió justo cuando yo iba a hacerlo y tras ella entró un granjero enfadado. Era el mismo que había visto antes de pasar al sótano. No se había percatado de que alguien estaba siendo testigo de cómo se alejaba para orinar lejos de su carreta repleta de pacas de paja y sacos de patatas y maíz. Me miró y pasó de largo cuando descubrió quién tenía el saco que le faltaba en la carreta. Se encaminó hacía Carl, quien ya había comenzado a correr en mi dirección, meneando el costal trenzado en el aire.
—¡Maldito ladrón patán! —Exclamó el agricultor y yo aproveché para colarme hacia la salida con el sigilo de un gato. La taberna no taró en turbarse en gritos y objetos rompiéndose.
Rodeé la carreta del granjero y me alejé de la posada, adentrándome en el sendero inmerso en el bosque. La tierra se hundía húmeda bajo mis botas y la neblina nocturna me hizo subirme la capucha. Encontré el lugar cubierto donde había dejado a mi yegua mientras cubría mi último trabajo con Carl.
Niban eran un precioso ejemplar negro que había robado de la infantería de Palacio la primera vez que viajé a la Tercera Isla. Todo indicaba a que se había escapado del establo de la base real y había acabado deambulando alrededor de la muralla de árboles que separaban al castillo del mar. Ella me encontró antes de que yo pudiera sorprenderme por su aparición repentina. Esa madrugada, nos calentamos con las mantas bordadas de su montura: el lino arde con rapidez. Y la armadura de malla que le quité nos había dado al menos un par de monedas de plata en el mercado.
Palmeé su lomo antes de subir a la montura.
—Te dije que no tardaría mucho, chica.
(...)
Conseguí partir hacia Tinta, la ciudad situada al suroeste de Hereden, mucho antes del amanecer. Mi cinturón pesaba menos de lo habitual y fue la única razón que necesitaba para visitarla. Quedaba al menos medio día por delante y mantuve la cabeza ocupada durante todo el trayecto.
Últimamente me había estado evitando ir a Taur o a la Segunda Isla, donde era seguro que tendría pedidos de sangre. Los soldados del Rey habían multiplicado su vigilancia en las ciudades sin razón aparente y tuve que optar por asegurar mi libertad por encima de mi avaricia.
Tinta ya estaba anocheciendo cuando bajé de Niban para dejarla atada en el antiguo establo de la entrada. Oculta con mi capucha oscura, me adentré en el barrio mercantil, sorteando los puestos que estaban a punto de dar por finalizado el día. No tardé mucho más en colarme por los callejones que llevaban a las tiendas menos concurridas.
Un suave y melódico timbre sonó cuando empujé la puerta de la tienda de Alía.
La mercancía había aumentado desde la última vez que la había visitado. Los estantes y la vitrina estaban llenos de pequeños sacos etiquetados con carteles, que especificaban los usos de cada hierba y ungüento.
—Dichosos los ojos —ronroneó, saliendo de la puerta que había junto al mostrador. En conjunto, la tienda no era más que una choza de madera y piedras mal construida, sin ventanas e iluminada por lámparas de aceite.
Alía era una bruja prófuga de los territorios mestizos, juzgada por sus tratos con los Morgul, un grupo de brujos devotos a la magia prohibida, según me había explicado. Los mestizos no eran bien recibidos en Hildor, el territorio mortal, pero, aun así, nuestras tierras estaban repletas de ellos. Burlar la seguridad del Rey era lo más parecido a un juego de críos para los fantásticos.
Para los humanos, Alía solo era una herbolaria más. Incluso había conseguido reunir a una clientela habitual. Nadie más que yo sabía que era una bruja, así que tampoco existía recompensa que cobrar por su garganta.
Me acerqué a ella.
—Supongo que no venís a por té o a por una pomada cicatrizante.
—Suponéis bien.
Entonces, sacó un pequeño tarro chisporroteante de debajo del escritorio y me lo tendió. No lo cogí. En su lugar, enarqué una ceja y miré el brebaje y después a ella. Alía tardó solo un segundo en retirarlo fuera de mi vista, con una sonrisa igual o más grande.
—Culpa mía. Me he equivocado de cliente —soltó una risita soñadora. La vi arrojar la pócima a la basura.
Mi atención se desplazó al cubo de madera lleno de agua en movimiento que había junto a la habitación de la que ella había salido, antes de clavar la vista en la mirada aguamarina de la bruja. Sabía que Alía ocultaba su verdadero aspecto, pero aquellos eran sus ojos. Me contempló en silencio durante unos segundos antes de sacar de su escote un papel amarillento doblado. Lo abrió y me lo tendió.
—Los han repartido esta mañana.
Detallé mi rostro dibujado con carboncillo y la exagerada línea que representaba mi cicatriz. Mis cejas se arquearon solas cuando vi el precio por mi cabeza. Lo más alarmante fue que ni siquiera se trataba de un cartel real, lo supe en cuanto busqué del sello del Rey de Hildor y no lo encontré. ¿Quién demonios pensaba pagar ciento veinte monedas de oro por mi captura? De pronto recordé la conversación con Carl. Alía dio un golpecito en la mesa para llamar mi atención y me señaló con una de sus uñas afiladas.
—Quien sea que haya repartido esto, os quiere viva, Lalaith.
A todos los mercenarios nos querían muertos. El Rey ponía un precio a nuestras muertes y sus soldados se encargaban de cumplir sus órdenes, llevándose un extra al bolsillo. Rebusqué en mi cinturón y dejé una moneda de cobre encima de la superficie de madera del mostrador.
—Continuad hablando, bruja.
Era sencillo: si fingía no saber de lo que me estaba hablando, ella trataría de engañarme y yo permanecería con la boca cerrada. Alía caminó fuera del mostrador y fue hacia la puerta de la choza. Corrió la cadena de hierro que se encontraba atornillada en lo alto y me hizo una señal con el dedo para que la siguiera a la segunda y última habitación. El cubo de agua que había visto hacía solo un momento se agitó con su llegada. Lo tomó por el asa y me señaló las dos únicas sillas del lugar. Se sentó frente a mí, dejando el cubo en medio de las dos.
Levantó las manos y sus ojos titilaron con el agua. Era la segunda vez que veía esto. Según había leído, en Ilith, la región mestiza de los brujos, había cinco fuentes: Tierra, Aire, Fuego, Agua y Alma. Alía pertenecía a la fuente del Agua y, aunque había sido expulsada, el poder que se le otorgó al nacer continuaba viviendo en ella.
—Han tomado el Camino de Luz —soltó de golpe.
El cubo se movió con la brutalidad de las olas que aparecieron repentinamente en él. Alía torció los dedos y en pequeño mar apareció una luz. Un barco. Los mortales no podíamos viajar a los territorios mestizos, y los pocos que lo intentaban lo hacían a través del Océano de los Cielos, al norte de la Primera Isla. Sus aguas eran tan brutales que apenas podían ser surcadas, pero los marineros continuaban intentándolo.
—Mestizos, supongo.
—Metamorfos —me corrigió la bruja.
La imagen del Camino de Luz se esfumó en un solo parpadeo. Alía tensó los dedos y se echó hacia atrás en el respaldo.
«Metamorfos», repetí en mi cabeza.
Que un grupo de metamorfos hubiera usado el Camino de Luz en lugar del Océano de los Cielos, era extraño. O astuto, si lo que pretendían era que el Rey no se alertase. El Camino de Luz estaba directamente unido con el poder territorial de los mestizos y ninguna máquina mortal podía hacer cambiar eso. Pero el Océano de los Cielos no estaba custodiado por nadie, ni siquiera por los brujos.
—Los metamorfos son criaturas salvajes e impulsivas —habló Alía con una pizca de desagrado—. Que hayan tomado el Camino de Luz para llegar a Hildor solo puede suponer una cosa.
«Una guerra», contesté mentalmente, volviendo mi atención al agua ahora en calma.
—Por eso me quieren viva.
—Sí. Y no seréis la única. He escuchado que los grupos ilegítimos de soldados expulsados ya han reclutado a media docena de mercenarios alrededor de Taur. Apenas quedan unos días antes de que el grupo de metamorfos llegue a las costas de la Segunda Isla. Quién sabe cuántos son.
Me puse de pie, ajustándome la capa lo suficiente para que siguiera tapando mi rostro. Alía me siguió de vuelta a la tienda y me guardé el cartel de mi búsqueda en el cinturón. Quitó la cadena de la puerta para abrírmela.
—Llegarán en dos días y medio. Volved aquí entonces.
—No contáis con el detalle de que estoy en busca y captura.
—Lleváis en busca y captura toda la vida, Lalaith. Solo os cogerán si os entregáis.
Mi boca se crispó en una media sonrisa a la que contestó con una carcajada.
—Bastarda engreída —me despidió antes de cerrar la puerta de la tienda.
Miré el cielo y uno completamente encapotado y oscuro me saludó. La luna, que me servía de brújula en los días más confusos, no estaba por ningún lado. Volví a ajustarme la capucha y reanudé la marcha hasta salir del callejón estrecho y decadente en el que la tienda de Alía estaba metida.
Las opciones que tenía sobre a mis próximos días no me dejaron mucho sobre lo que debatir. Si lo que me había dicho Alía era cierto, la búsqueda de mercenarios se había tornado aún más seria que una simple recompensa. Carl y el resto de la taberna de Hereden no tardarían en vender mi última ubicación por un par de monedas de cobre. Tenía los suficientes ahorros como para subsistir durante semanas, incluso meses, sin pisar ninguna ciudad, pero esa idea no me agradaba en absoluto.
Crucé el barrio mercantil de nuevo, a paso ligero. El olor a tierra mojada solo anticipaba la tormenta que estimé que caería, más o menos, a medio noche. Debía marcharme de Tinta antes de que eso ocurriera.
Cuando divisé las afueras de la ciudad y giré para dirigirme al establo abandonado, un cosquilleo insistente se extendió por mi nuca. Ralenticé el ritmo. Mi mano se ajustó casi al instante en la empuñadura de una de mis dagas, colgada en la parte derecha de mi cinturón. A medida que me acercaba, logré localizar a Niban quieta en el mismo lugar donde la había dejado. Mis botas apenas hacían ruido y eso me ayudaba a agudizar el oído.
Me detuve aproximadamente dos metros antes de llegar a las ruinas de madera. Revisé el claro que me rodeaba y no solté la daga hasta que estuve junto a Niban. La sensación inquietante aumentó cuando ella me recibió con un bufido, agitando la cabeza en mi dirección. Me apresuré a deshacer los nudos del poste y me monté de un salto en ella.
Solo un suicida tendría un altercado justo a las afueras de una ciudad, con los soldados del Rey a un palmo de distancia.
Mis manos apretaron en puños las riendas cuando el sonido metálico de unas botas chocando entre sí hizo que me quedara quieta.
—Debéis ser la mercenaria que he estado buscando.
Un sentimiento de familiaridad me golpeó al escuchar su voz, gutural y grave, pero se fue tan rápido como vino.
—He escuchado que os hacéis llamar Lalaith, ¿me equivoco?
De reojo vi cómo entraba al establo. Aún cabizbaja y escondida tras mi capucha, giré la cabeza lo suficiente para revisar su aspecto. ¿De dónde había sacado ese uniforme tan nuevo y caro? ¿Era un maldito noble o el mejor ladrón del norte?
Me permití su silencio para subir el rango de visión un poco más. Se movió deprisa, pero logré captar algo. Su cabello era tan negro como el cielo nocturno y sus ojos tan grises como el humo de una hoguera. Al instante supe que su energía no era mundana. Mi mente renunciaba a la idea de que fuera un soldado exiliado que me quisiera pagar en contra del Rey. La imagen del barco de los metamorfos llegando por el Camino de Luz la sustituyó.
Mi mano apretó el agarre de la daga.
La hoja le desangraría en apenas unos minutos, si era humano. Tendría que idear otro plan, si resultaba que no lo era. Hacía demasiado tiempo que no veía a un mestizo, a excepción de Alía. Y, si recordaba la conversación que acabábamos de tener, ni siquiera sabía cómo lucía un metamorfo fuera de los dibujos y de las canciones populares.
—Deben haber llegado a vuestros oídos mis deseos —se transportó junto a la cabeza de Niban y de un momento a otro se encontraba fuera de mi vista quieta—. He preguntado por ahí por vos. ¿Lo sabéis?
El aviso de Carl me vino a la mente.
—Debéis ser vos, mi instinto no falla —cacareó—. Estaríamos más cómodos, relajados, si dejarais la daga de vuelta en el estuche.
Mi silencio llenó el establo abandonado. La tormenta tronaba cada vez más cerca y yo volví a comprobar su vestimenta, fijándome en la chaqueta negra con botones dorados, grabados con sellos diferentes en cada uno de ellos. El cinturón era de cuero y los pantalones a juego. Si se hubiera tratado de un noble, habría reconocido su rostro, incluso si ni siquiera lo había visto durante más de un segundo. Porque, aunque había pocos viviendo en la Tercera Isla, en la ciudadela de Palacio todos ellos presumían de sus propiedades con ostentosos retratos colgados con gracia en sus fachadas. Fue una suerte que en mi primer viaje a la Tercera Isla me hubiera tomado la molestia de observarlos.
Y no recordaba a ninguno con su aspecto, qué casualidad.
El individuo levantó las manos en señal de rendición ante mi meditación silenciosa, con gracia.
—Está bien —silbó—. ¿Por qué no bajáis de ese animal en el que estáis montada y hablamos con calma? Ni siquiera puedo miraros a los ojos desde tan lejos.
Conté mentalmente cuántos cuchillos, monedas, cuerdas, comida y agua llevaba Niban en las alforjas.
—Puedo daros una gran recompensa, si estáis dispuesta a hacer un trato conmigo, sicaria.
A juzgar por su aspecto, energía y que había llamado «ese animal» a mi yegua, estaba casi segura del todo de que no era humano. Fuera la especie que fuese lo que era seguro era que podía conseguir un par de monedas de plata en los mercados errantes por su pellejo.
Así que decidí que creyese que estaba escuchando su propuesta.
—Tendréis que acompañarme —dijo, antes de que levantase la cabeza por completo y me encontrase con su rostro apenas a unos metros.
Su mandíbula se volvió más rígida cuando lo hice. Su tez bronceada se veía cubierta por una fina película de sudor y algunos mechones se le pegaban a la frente. Lo vi inhalar por la nariz y me percaté de qué era lo que estaba observando con tanto descaro: mi cicatriz.
—¿A dónde? —Pregunté.
Parpadeó.
—Es complicado.
—¿Lo es?
Me contempló un segundo más y después le vi rebuscar en el cinturón de cuero marrón que colgaba de sus caderas, prácticamente vacío. Me arrojó una bolsa negra de terciopelo.
Casi pude adivinar la cantidad de monedas que había en ella solo por su peso.
—Creo que eso incentivará vuestra decisión.
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