II - El Mago
Siglo XV - Germania
En la cima de una montaña, un hombre con ropas andrajosas dormía dentro de una caverna. Vestía una túnica gris y tenía una cara larga que se alargaba aún más a causa de su barba grisácea. La gruta donde vivía, solitario, era larga y en el fondo había sitio sólo para su cama de paja y algunos cestos. En el centro, colocara una mesa hecha de un corte seco de árbol y el caldero donde hacía sus pociones. Juan Otts había sido el mago jefe del rey Albert Honnusberg en el Imperio Germano hasta que, con la llegada de la inquisición, fuera expulsado del castillo y desterrado para siempre.
El viejo deprimido por el sentimiento de culpa, perdiera a su familia; Gertrudis y la pareja de hijos, Heidi y Jordan a causa de la Inquisición. De ellos se acordaba día y noche, sintiendo la lanza de la tristeza clavada en su corazón. Los bramidos de la muerte se repetían en los recuerdos de su mente cuando les veía ser arrojados a la hoguera sin piedad, mientras era llevado en la carreta prisión, agarrado a las rejas en movimiento, con los grilletes apresándole los pies. Podía sentir el calor de la hoguera en el rostro y las brasas que chisporroteaban en el aire junto a los gritos resonando en su cabeza.
Recordó la emboscada, cuando luchaba valientemente usando la espada y la magia contra los soldados y oyó al jefe de estos, el español Lorenzo García, vociferar desde su caballo apuntando al horizonte:
- Mira, mago del demonio, lo que conseguimos capturar... Tu familia ha sido presa fácil.
Al terminar de crear un remolino de viento que lanzó a varios de la tropa contra las rocas y clavarle la espada a otro inquisidor que se acercaba, paró postrado, cuando vio la imagen avasalladora. ¿Pero cómo era posible? Había enviado a su mujer con instrucciones claras para huir con los niños. Deberían haberse quedado en las montañas. Sin embargo, el destino es cruel y alguien revelara el paradero de los que amaba a los verdugos, a cambio de algunas monedas de oro.
Juan se quedó desolado, con lágrimas en los ojos al ver a sus entes queridos encadenados, aprisionados, agarrados a las rejas de la carreta que se movía en su dirección. Cerca de ellos, soldados sedientos por derramamiento de sangre empuñaban espadas listas para acabar con sus vidas moribundas.
- Por favor, te lo imploro. Mátame ahora, pero no acabes con la vida de inocentes. Ellos no os han hecho nada. Puedo serviros si queréis por el resto de mis días.
- Entrégate ahora, Juan, y no les haremos daño. Arrodíllate frente a nosotros y permite que los soldados te encadenen - Ordenó Lorenzo conocedor del poder del brujo.
Inmovilizado por la escena de su esposa e hijos con los ojos abiertos de par en par, cercados por las espadas y flechas de los verdugos, se dejó aprisionar. Podía sentir el olor de la muerte acercándose y rozando su rostro, su boca probando el gusto metálico de la sangre. Le pusieron además de los hierros, una máscara que le dejaba los ojos como único nexo con el exterior. En el bosque descampado de la región sur de Germania, cercano a la aldea en la que Juan vivía, se oía el repicar del martillo prendiendo los herrajes contra los yunques, sepultando las oportunidades de reacción del mago.
Con brazos y piernas encadenados se sacrificaba al ostracismo, porque el riesgo era demasiado alto. ¿Qué precio podría valer la vida de los que amaba? Tal vez el mayor de ellos; su propia vida.
Se dio por vencido sin saber que en pocas horas enfrentaría su maldición. En su mente, la culpa pesaba una vez más entre muchas otras. ¿Por qué no huyera con su familia? Tal vez les hubiera salvado en vez de luchar por la causa en la que creía.
Lorenzo, el inquisidor mayor que viniera de España con la misión de arrestar al más famoso de los brujos, destiló su victoria:
- No ha sido tan difícil como yo esperaba. El mago Juan está subyugado. Pero antes verás a tu familia quemarse en las llamas y ellos sabrán que no vales nada. Eres sólo un gusano en las manos de la Inquisición.
Al ver que el inquisidor le había traicionado, él dijo en súplicas:
- Yo imploro por todo lo más sagrado que no les maten. Haré lo que quieran. Puedo transformar cosas en oro, pues conozco los secretos de la alquimia. Puedo hechizar a personas y animales, pero no les hagan daño - gritaba él en desespero, la voz amortiguada por la máscara de hierro.
- Vamos con eso - el hombre sin corazón les ordenó a los soldados lo que más le gustaba.
Inmovilizado, Juan vociferaba incesantemente pidiendo clemencia de modo inútil. Sus ojos enrojecidos por detrás del casco metálico reflejaban las llamas en sus pupilas mientras oía los bramidos de dolor y súplica de su familia.
Aún intentó buscar energía para reaccionar, sin embargo se le habían llevado todo, sus fuerzas, su amor propio y las ganas de vivir. Jamás se olvidaría de aquel día, los gritos aterrorizantes de pavor, el olor de la carne fresca asada y la sangre derramada en la tierra donde naciera. Su vida se desvaneciera junto con los suyos. Lágrimas se derramarían por toda la eternidad hasta que el río de su vida se vaciara por completo y consiguiera una manera de alcanzar el descanso eterno, porque era en eso en lo que pensaba a partir de ahora. Si pudiera vengarse y matar a todos los inquisidores tal vez su alma descansara en paz, pero eso nunca le traería a su familia de vuelta.
Ahora le restaba únicamente la soledad de su caverna, a pesar de que muchos pensaran que ya había muerto. La depresión era el sentimiento que habitaba su pecho, el doloroso acto de vivir, respirar y enfrentarse con la soledad diaria cuando todos los que amaba estaban muertos. Su única compañía era el lobo, alfa de una manada en las montañas, que siempre volvía a la caverna del mago para comer unas sobras guardadas para él. El nombre del animal era Luna Negra, a causa del color oscuro de su pelaje.
El silencio de aquella noche fue roto por gemidos. Era Juan, que estaba teniendo una pesadilla. Al oír el ruido, el lobo se aproximó a la entrada de la caverna y se quedó cerca de la pequeña hoguera, que calentaba el cuerpo cansado del mago; las llamas iluminando los ojos del animal, que brillaban con un color amarillento.
En el sueño, Juan estaba en un lugar cubierto de niebla, cercado por muchos soldados y sus caballos, las espadas presas en las vainas y las aljabas cargadas con muchas flechas. El ruido de los cascos a su alrededor era ensordecedor. Un humo oscuro les cubrió y la Luna, parecida con una bola de sangre, se escondió de la noche, transformándolo todo en brea. Repentinamente, ellos empezaron a luchar unos contra los otros, el olor de sangre y el sonido de las espadas llenando el aire. Cuando por fin el silencio llegó, había sólo cadáveres esparcidos por el suelo. El mago oía los gemidos de los moribundos y un fuego consumía los cuerpos cubiertos por el humo, mientras dos ojos rojos podían ser vistos en la floresta cerca del campo de batalla. Juan oyó una carcajada sombría y, una voz resonando por todos los lugares:
- ¡Llegó la hora de los Ausentes!
Se despertó asustado. Súbitamente, algo surgió delante de él, como una vislumbre de su alma. El lloro de un niño resonó por el medio de la floresta hasta alcanzar sus oídos, pareciendo vibrar en toda la caverna. Juan pensó que aún se trataba de una pesadilla, de todas maneras, el llanto estaba allí, casi palpable, de forma misteriosa y sobrenatural. El viento frío tocó la piel arrugada de Juan dándole escalofríos, haciendo que viese que estaba delante de una premonición. Fue entonces cuando vio que los ojos del lobo le miraban.
- ¿Quieres decirme algo Luna Negra?
El lobo sólo miró a Juan. Era como si presintiese algo, pero no sabía lo que era.
- Tampoco sé lo que está ocurriendo. Pero no tengo pesadillas como esta hace mucho tiempo... Esto me huele mal. ¡Qué vida desgraciada la mía! Ni siquiera puedo dormir mi sueño, tranquilo, escondido dentro de esta caverna inmunda.
El llanto pareció aumentar.
- ¡Niño de los demonios que no para de llorar! ¿De dónde viene ese berrar irritante? - Dijo, refunfuñando, intentando taparse los oídos.
Luna Negra entró y se acostó al lado de Juan, con la cabeza sobre las patas delanteras y abrió sus ojos amarillos. Sus pupilas se expandieron con la poca luz de la caverna. Después se levantó y se dirigió a la entrada. Aulló, como alertando a la manada.
Juan oyó un ruido inusual viniendo de afuera: ¿sería locura o un sapo, extrañamente croaba allí, en lo alto de la montaña, sin lluvia? El viejo miró al cielo y se dio cuenta de que la Luna estaba majestuosa, diferente de aquella con la cual soñara. Tuvo la sensación de que algo grande estaba para ocurrir.
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