Para Mario, la tarde resultó bastante tediosa en el cuartel. Por no hablar de lo cansado que estaba tras una noche de pocas horas de sueño. Pero, tanto Valeria como él, estaban dando lo mejor de sí mismos para encontrar al asesino. Estuvieron juntos, explicándoles a los policías cómo habían reducido el listado y esperando que alguno de ellos tuviese información sobre alguien para poder ir descartando y reduciendo ese listado. Estaban asombrados por la línea de actuación y cómo habían ido filtrando y eliminando sospechosos ellos solos. Todos quisieron poner su granito de arena, quitando alguno más.
Con su ayuda, Mario no podía dejar de pensar que era imposible que gente que se implicaba tanto en encontrar al culpable pudiese ser el asesino. Observó en un par de ocasiones alejarse a Valeria para sentarse en un ordenador. Sabía que estaba investigando por su cuenta la vía alternativa que le había dado el arma homicida. Sin embargo, el sacerdote estaba convencido de que estaba perdiendo el tiempo y que debían estar en la calle, hablando con los lugareños, descartando más gente hasta que solo quedase uno: el asesino. O si no, organizando alguna trampa. Hacer algo que no fuese solo teorizar y marear el asunto sin llegar a ningún sitio.
Al menos, dejó el ordenador y la investigación el tiempo justo para acompañarle hasta la iglesia para la misa de la tarde y quedó en estar de vuelta para cuando terminase y así irse juntos a casa. Se había estado desesperando viendo pasar las horas, los días, sin que la investigación avanzase y, cuando por fin obtienen resultados, cuando podían hacer algo, surgen las heridas con la culata. Y todo parecía haberse frenado de nuevo. Estaba claro que la paciencia no era uno de los dones con los que le había bendecido Dios.
Planteó una misa corta, no tenía ánimo para extenderse más de lo necesario. Además, con todo lo que estaba ocurriendo, tenía la sensación de que cada vez más gente se acercaba a los oficios. El miedo les hacía acercase a la iglesia, a Dios, buscando apoyo, valentía o consuelo. El problema era que también creaba más murmullos durante la misa y eso le molestaba un poco. Sabía que era inevitable que comentasen, aunque podían dejarlo para el bar o la piscina.
Le sorprendió observar en el fondo de la iglesia la entrada de una cara conocida cuando aún no había terminado la misa. Valeria se apoyó contra la pared de piedra y se limitó a aguardar sin acercarse más o buscar un banco donde sentarse. Por un motivo que no lograba comprender, el que estuviese allí, observándole trabajar, le puso nervioso. Continuó con las letanías, ajeno a que estaba hablando y guiando a los feligreses en los rezos de forma mecánica puesto que su mente estaba solo en ella. Estar ahí arriba, en el altar, cuando sabía todo lo que había pasado entre ellos o lo que había hecho pensando en ella, le hacía sentirse un impostor. Era la primera vez desde que entró en el seminario que sentía que aquel no era su sitio, que estaría mejor abajo, sentado en un banco, con Valeria.
Sabía que la confesión y arrepentimiento habían borrado el pecado de su alma, pero no había eliminado el malestar que le hacía sentir, la mala conciencia, el sentirse mal sacerdote, mala persona. Seguía sintiéndose alguien impuro, a pesar de que no habían pasado de besarse y tocarse levemente por encima de la ropa. Quizá era ese sentimiento el que le hacía no querer estar en el altar, sino abajo. No podía ser que sintiese algo tan fuerte por ella como para estar planteándose seriamente el estar en los bancos, escuchando la misa a su lado, en lugar de arriba, oficiándola.
Para cuando terminó, había acallado esas voces en su cabeza como para considerarlas bajo control. Estaba dónde debía estar y haciendo lo que debía. Ese era su sitio. Valeria atraparía al asesino, se marcharía y continuaría con su vida sin él. Y él haría lo propio. No tenían futuro. Ella era una inspectora de homicidios y él un sacerdote de pueblo. Totalmente diferentes, sin puntos en común, destinados a no tener nada o romper al poco tiempo de comenzarlo. El saberlo y aceptarlo, no hacía más fácil la situación para el sacerdote.
Cuando la vieron al fondo de la iglesia, los cada vez más numerosos feligreses se acercaron a la inspectora y le llovieron las preguntas sobre el rumbo que estaba tomando la investigación y sobre lo que sabía sobre el asesino. Y, sobre todo, querían saber si estaban a salvo o si todavía podía haber más víctimas. Valeria aprovechó para pedirles cautela puesto que no sabían quién podía ser aún, por lo que les aconsejaba no estar solos en ningún sitio e ir siempre en parejas. Esa recomendación creó revuelo entre los parroquianos, pero se mostraron dispuestos a seguir las indicaciones para mantener a sus familias y a sí mismos a salvo.
Al llegar a casa se sentaron directamente en el sofá, algo exhaustos tras responder tantas preguntas, cada uno en su tema y especialidad. Valeria se limitó a quitarse los zapatos y cruzar las piernas sobre el sofá mientras que él colocó los pies sobre la mesita baja de café.
— La gente está nerviosa en el pueblo —se limitó a decir el sacerdote, por el simple hecho de romper el silencio.
— Lo sé y eso me preocupa. Hay que calmarles porque no quiero que les llegue alguna información, errónea o no, y decidan tomarse la justicia por su mano —dijo ella suspirando.
— Yo estoy siendo muy cuidadoso con lo que les cuento y, creo, que los policías también puesto que, con los comentarios y preguntas que hacen, indican que no saben nada sobre a quién investigamos ni hacia dónde se dirigen nuestros esfuerzos —respondió Mario.
— Estás empezando a hablar como un auténtico agente de policía. A este paso voy a tener que preocuparme, no quieras quitarme el puesto —bromeó Valeria, haciéndole sonreír.
— Estate tranquila en ese aspecto. No tengo intenciones de quitarte el puesto, estoy muy a gusto con el mío. Aunque... parece que no se me da mal —continuó la broma.
— Bueno, cada uno sigue una línea de actuación ahora, aunque ambas son idea mía. Te lo recuerdo por si se te ha olvidado —dijo la inspectora, señalándole con su dedo amenazador, pero sin perder la sonrisa.
— No pretendo adjudicarme un mérito ajeno por lo que admito que investigo bajo la premisa que tú misma presentaste —respondió solemne el sacerdote queriendo ser rimbombante y pomposo.
— Así me gusta, Padre. Admita mi superioridad —rio ella sin contenerse.
— Jamás me atrevería a ponerlo en duda —seguía riéndose. No sabía en qué momento habían decidido volver a acercarse, a dejar de lado la profesionalidad para comportarse como amigos. No dejaba de ser peligroso para su estabilidad emocional y por la creciente sensación de duda que le atenazaba por las noches.
Una llamada en la puerta les hizo mirarse sorprendidos. Parecía que tenían visita. Valeria puso los ojos en blanco y soltó un quejido. No tenía ninguna gana de atender a nadie más ni de responder a más dudas, estaba claro. Ni siquiera se molestó en ponerse los zapatos para acompañarle hasta la puerta del salón y vigilar mientras él abría la puerta a quienquiera que había decidido molestar en la hora de la cena.
Le resultó curioso darse cuenta de que ella le protegía, pero también le gustaba que estuviese ahí, compartiendo todo con él. Ya no se sentía incómodo con su presencia, como los primeros días. En algún momento había aceptado su presencia en su casa y que cada uno tenía su espacio.
Abrió la puerta, resignado a que fuese algún feligrés con más dudas o que requería algo de él como sacerdote. No podía olvidar que él debía seguir ejerciendo, lo de investigar era solo un hobbie para el tiempo libre. Podría tener que ir a administrar la extremaunción a la residencia de ancianos, por ejemplo. Sí era cierto que había pocas posibilidades a esas horas ya.
Sin embargo, para su sorpresa, no había nadie al otro lado de la puerta. La entrada a su casa y la calle parecían totalmente desiertas. Se volvió para mirar a Valeria con la pregunta formulada en el rostro. La inspectora, frunciendo el ceño y olvidando sus pies desnudos, salió a la calle y revisó todo a fondo. Encogiéndose de hombros se dio la vuelta para regresar al interior sin haber dicho aún ni una sola palabra que reflejara su pensamiento sobre esa misteriosa llamada. Hasta que se frenó en seco llegando a la puerta, mirando fijamente el buzón.
Una sensación de angustia se instaló en su estómago y comenzó a rezar de forma inconsciente porque no fuese otra carta, porque Valeria no estuviese viendo nada dentro del buzón. Pero sus plegarias no fueron escuchadas porque la inspectora entró por la puerta con otro sobre blanco en las manos donde se leía claramente su nombre: Mario.
Se quedaron de pie en el salón, mirando el sobre como si quemara, hasta que Valeria decidió abrirlo para leer su contenido.
"NO ESTAIS CERCA. HAY MUCHO DESCUIDADO PARA MI.
DE X"
— ¿Qué quiere decir? —preguntó confuso Mario.
— Entiendo que con la primera frase indica que cree que no nos estamos acercando a él. Y con la segunda creo que se refiere a que hemos pedido a la gente que sean cuidadosos, pero sabe de algunos que no lo van a ser —teorizó la inspectora.
— ¿Está diciendo que va a volver a matar en cuanto vea que tiene acceso a algún vecino desprotegido? —preguntó, sabiendo cuál sería la respuesta de antemano.
— Diría que sí. Es otra amenaza. Una promesa de que, como no le hemos cogido todavía, va a matar en cuanto pueda. Se está mofando de nosotros. Nos deja como incapaces, como inútiles —dijo entre dientes Valeria. Estaba claro que se había ofendido—. Me escama el que deje entrever que sabe lo que estamos investigando.
— Puede ser una bravuconada. Nadie en el pueblo sabe la línea de investigación que se está siguiendo —adujo el sacerdote—. A mí lo que me cabrea es que pueda volver a matar. No puedo permitir que lo haga cuando está claro que me quiere a mí. No podemos esperar a reducir tanto la lista como para saber quién es. Hay que montar una trampa para cogerle antes de que encuentre a algún vecino desprevenido y tengamos el cadáver de otro inocente.
— Ya te he dicho que no podemos organizar nada ahora. No hasta que pueda confiar plenamente en los miembros de la policía. Tengo que saber con quién contamos primero para la trampa. No puedo protegerte yo sola de todos los imprevistos que puedan surgir en una operación similar. Además, de momento, me niego a ponerte en peligro. No voy a ofrecer tu cabeza por la de nadie hasta que no tenga algún tipo de garantía de que saldrás vivo y de que le pillaremos —le aseguró la inspectora, seria y sin dar opción a réplica.
— Y yo no puedo permitir que muera nadie más. Me quiere a mí —insistió Mario, imprimiendo toda la autoridad que pudo en sus palabras.
— Tú —comenzó Valeria, acercándose a él hasta que estuvo a dos palmos de su cara— harás lo que yo te diga que para eso soy la inspectora de homicidios que lleva este caso y quien tiene potestad para dar órdenes. No vas a exponerte y vas a obedecer en este punto. Vas a continuar, junto con la policía, investigando la lista, como hasta ahora. Yo iré descartándoles a ellos hasta que pueda estar segura de que todos son de fiar o de cuál es el asesino. De no ser ninguno, podemos planear algo para usarte como cebo. Hasta entonces, te limitarás a seguir mis órdenes. ¿He hablado claro?
— Sí, inspectora —contestó el sacerdote apretando los dientes.
Aceptó, sí, por el momento. Si veía que la investigación no llevaba a nada o se alargaba demasiado en el tiempo, haría lo que creyera conveniente. Manuel tenía razón en que su muerte podía no significar el fin de los asesinatos, pero, al menos, debía intentarlo. Agradecía que no quisiera ponerle en peligro y que necesitaba tener todas las posibilidades bajo control, sin embargo, estaban perdiendo mucho tiempo y eso significaba pérdidas de vidas inocentes. No podía evitar sentirlas como culpa suya, como fruto de su cobardía.
Ahí estaba él, tonteando y fantaseando con llevar una vida al lado de una mujer cuando tenía vecinos, amigos, siendo asesinados por un maniaco que le quería a él. Esperaba que la gente del pueblo se protegiera y, de esa forma, se lo pusiera difícil al asesino. Al menos, lo suficiente para darles margen para localizarle antes.
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