🔥🗡️INTRODUCCIÓN🔥🗡️
El cielo escarlata anunciaba la llegada de la tempestad. El muchacho contemplaba el cadáver de su mejor amigo entre sus brazos. Lloraba. No entendía qué estaba ocurriendo. La sangre bañaba sus manos mientras el acero de las catanas chocaba a su alrededor. El sonido era doloroso. Quemaba. La herida que recorría el rostro de Gujin desde la frente hasta la barbilla no lo intimidaba. Era grotesca.
Kenji sabía que él también moriría. La Yakuza no tendría piedad con un adolescente. Depositó el cuerpo de aquel chico sobre la hierba. Le cerró los ojos usando dos dedos y respiró hondo. Le dolían las rodillas por el esfuerzo.
Se incorporó, aceptando su destino. Apretó los puños. Esperaba que un filo le rebanara el pescuezo o lo apuñalara por la espalda. No sería asesinato, sería un harakiri. Sería su modo de morir con honor, junto a la única persona que lo había querido en su corta vida.
—¡Si los demonios de la ira existen, que vengan y hagan justicia sobre mí! —gritó en japonés Kenji, que alzó la vista al cielo. Abrió los brazos—. Si este es el precio que debo pagar por vivir, entonces mi sino acaba aquí.
Los guerreros tatuados que terminaban de exterminar su aldea se giraron para mirarlo. Se acercaron lentos, decididos. Los cerezos a su alrededor soltaban flores como una lluvia rosácea. Presagiaban un futuro no escrito.
De pronto, una silueta oscura se formó más allá del umbral de las puertas del hogar de Kenji. Una criatura de dos metros, de ojos rojizos y una máscara oni, se mostró ante los soldados yakuza. Ellos permanecieron en guardia. Ya no prestaban atención al chico, sino a la bestia que iba a por él.
Trataron de atacarlo. El primero alzó la catana para matarlo. El ser lo agarró del cuello, lo alzó y le crujió el cuello. Lo soltó de un empujón. No era nada para su magnitud. Dos alas negras crecieron a sus espaldas. La viva imagen de un demonio ancestral. Kenji volvió a ceder ante sus rodillas, aterrado. ¿Lo había invocado él?
Los guerreros siguieron cayendo a su paso. Les clavaba sus propias catanas, los decapitaba, les arrancaba extremidades. Era la ira personificada; una entidad maligna y llena de odio.
Su tamaño provocó que el muchacho se inclinara en pose de rezo. No quería verlo. Lo atormentaba siquiera sentir su presencia a menos de un metro de distancia. Le juró que solo quería vivir, que lo único que ansiaba era recuperar al amigo que sufrió daños colaterales por la ambición de los poderosos.
—¿Estás bien, chico? —preguntó en japonés la bestia, con una voz grave que se fue deteriorando hasta tomar el tono de un anciano amable—. Deja que te ayude.
Kenji alzó la mirada. Ante él, la bestia de dos metros se había convertido en un viejo monje calvo, de barba pálida alargada y bigote acabado en punta. Sus ojos rasgados transmitían paz y calma.
—¿Quién es usted? —El muchacho temblaba.
Fue reticente ante la mano delgada de aquel misterioso hombre que acarició su hombro.
—Mi nombre es Raikino, pero todos me llaman Satanás. —Un brillo granate se pronunció en sus ojos antes de que una esencia rojiza se traspasara a través de su brazo y entrara en Kenji—. Y pienso concederte el deseo que has pedido. A partir de ahora, se hará justicia sobre ti.
Kenji se limpió las lágrimas con el dorso de la manga. Se sentía revitalizado, como si su alma se hubiese alimentado de la energía vital del anciano que lo acababa de salvar.
—Gracias —susurró el muchacho, abrazando al monje con dolor.
Mientras aquello ocurría, una muchacha huía despavorida por aquella aldea perdida en las entrañas de Tokio. Lo hacía porque temía lo que estaba ocurriendo con su madre. No era su comportamiento habitual. Ella era buena, y nadie entendía por qué usaba la catana para matar a sus propios familiares.
Sus pasos la llevaron hasta un pequeño grupo de casas tradicionales japonesas. Se escondió tras una pared de madera, cogiendo aire. Le fallaba la respiración. Olía a humo y ceniza. Olía a muerte. Sangre y metal. Olía a flor de loto y a incienso. Todos los aromas se mezclaron en su nariz para crear una extraña sensación. No le gustaba.
Oyó el batir del viento cuando la catana de su madre rebanaba el brazo de un aldeano inocente. Se asomó y la vio con los ojos rojizos y la melena llameante fluyendo libre. Su expresión gritaba ira. Su mirada, en cambio, pedía muerte, la suya propia. Odiaba lo que estaba haciendo, pero no podía detenerse. Y exclamaba la misma frase, una y otra vez:
—¡Amanda, cariño! ¡Huye de mí, por favor!
La muchacha no quería abandonar a su madre. Se acabó sentando en su escondite, encogiendo las piernas. Apoyó el rostro en sus rodillas para que no la vieran llorar. Se sentía angustiada. Su padre también estaba muerto. No faltaba ningún ingrediente para hacer de aquello una memoria traumática inolvidable.
Tenía un nudo en la garganta. Los guerreros llegaban. Venían a por ella. Sabían quién era o, mejor dicho, qué era. Los soldados yakuza le soltaron insultos en japonés que Amanda no pudo entender. Supuso que eran comentarios negativos por el tono con el que se lo decían. Solo vio cómo se le aproximaban. Ella era la causante de la masacre, aunque no era la única. Aquellos hombres se consumieron por la sed de sangre y de furia.
La chica vio a su madre asesinarlos sin compasión. Los cortaba en dos. Esquivaba ataques. Era una danza perfecta. No recibió un solo rasguño. Los ignoraba con estilo. Se movía como si la catana fuese parte de su mano. Los hería y los apartaba a patadas. Se inclinaba y agachaba, prediciendo sus movimientos.
Al final, fue la única que quedó en pie, rodeada de un charco escarlata.
Salió corriendo y la adolescente la siguió. Estaba asustada, pero sabía que podía frenarla. La encontró, entre cuerpos de extremidades cortadas, en el interior de una de las casas.
Captó la atención de la mujer, que sonreía entre lágrimas al verla. Le quiso susurrar un mensaje, pero no le salió la voz. Amanda tenía el corazón en un puño. Lo que pasase a continuación determinaría el futuro de su vida. No le quedaba nadie más que la ayudara. Nadie en el mundo se apiadaría de una chica como ella y menos sin hablar el idioma. Lo sabía.
La catana de su madre se alzó. Atravesó su propio vientre. Amanda soltó un grito ahogado, pero las piernas no le reaccionaban. Quiso ir a salvarla, pero le daba pánico. La aterraba. El descontrol de la ira la agobiaba. Se quedó paralizada. Vio cómo la mujer que la trajo al mundo caía de bruces al suelo. Y luego observó cómo se desangraba hasta morir.
—Mamá... —musitó en cuanto recobró la conciencia, con los ojos vidriosos.
Unas manos la agarraron. Ella gritó, forcejeando. Se separó y cayó al suelo. Arrastró las manos hasta chocar contra una pared.
Ante ella, un demonio de alas negras se transformó en un anciano. Su gesto amable le dio una confianza especial. Le tendió la mano, indicándole que el horror pronto terminaría. ¿De quién más podría fiarse si no de aquel desconocido? Si lo que estaba viendo era cierto, podría estar ya muerta. Tal vez, ella era un cadáver más en un mar de aguas tan escarlatas como el cielo.
El monje de fuego los enseñó a ambos. Kenji y Amanda, dos guerreros que no se conocían y que estaban destinados a encontrarse muchos años después. Entrenaban juntos en lo más alto de la colina de un templo Himalaya, sin saber nada del otro. Ese fue el precio que debían pagar si querían practicar bajo las enseñanzas del demonio de la ira Raikino.
Él les enseñó la danza de la espada. Los obligaba a permanecer desnudos bajo una cascada, entrando en contacto con el frío y el calor. Meditaban. Los hacía luchar el uno contra el otro, usando primero armas de madera y luego de acero. Se herían y se respetaban. Era una línea común que compartían. Mientras que Kenji desarrolló un descontrol y una falta de impulsos desesperada, Amanda aprendió a manejar su ira con elegancia y majestuosidad. Eran el reflejo opuesto y el maestro lo sabía.
Una vez, Amanda recibió una herida en la espalda. Fue un corte profundo que le infringió Kenji durante sus entrenamientos. Ella suplicó que parara, pero fue Raikino quien intervino. Los separó y le dio una bofetada al muchacho. Luego, se agachó para atenderla a ella. La agarró de las mejillas con una mano, serio.
—Sangre. Hierro. Honor —dijo en japonés. Su aprendiz repitió las palabras con el mismo acento, ya experta.
Los entrenamientos volvieron a cada uno de los aprendices en personas fuertes y rudas. Los curtió en el arte de la guerra y la danza. Kenji y Amanda se lanzaban miradas violentas al cruzarse por los pasillos del templo.
Eran dos lados contrarios de una misma habilidad. El maestro cenaba el mismo caldo cada noche, en silencio y con una paz interior envidiable. Sus aprendices, por su lado, tenían tendencia a discutir. Se gritaban, resolvían sus conflictos mediante los puñetazos y las patadas y se terminaban pidiendo perdón con reverencias respetuosas. Ocurrió así hasta que empezaron a gestionar sus emociones y aprendieron a dejarlas fluir de un modo más productivo.
Con el tiempo, el gran día llegó.
Raikino les mintió cuando cumplieron dieciocho años. Lo hizo para que la esencia de la ira perdurara durante generaciones. Se reunió con ellos por separado, y a cada uno le contó la misma historia, pero obviando la identidad de su rival.
—Yo soy la reencarnación de la ira desde hace más de cien años. Lo heredé de mi maestro, y él del suyo. Hay un lugar al que debéis ir para uniros a vuestros nuevos compañeros —explicó.
A Amanda le dijo que fuera a la ciudad del pecado. Le habló de su madre, de que ella era la antigua reencarnación de la ira femenina y que, tras su muerte, ella heredó su poder. El descontrol acabó trastornando su propia identidad. La llevó a la muerte.
Desde el instante en el que Amanda recibió las lecciones de su maestro, juró que la ira jamás nublaría su juicio como lo hizo con su madre.
La chica, ahora lista para pasar a la siguiente fase de sus enseñanzas, visitaría la Camarilla de Lucifer y formaría parte de su gobierno.
Por su parte, cuando se reunió con Kenji le dio una advertencia clara: su falta de manejo de los impulsos le llevaría al caos y al mal. No hay nada que pudiera hacer un viejo maestro para evitarlo. Raikino le ofreció su nombre de Satanás, y con él le entregó el poder que había portado durante un siglo con orgullo. Le explicó que jamás podría reencontrarse con Amanda, ni darle su verdadero nombre. Solo cuando el ángel caído renaciera, si es que lo hacía, podría intervenir.
A ninguno de los dos les confesó su naturaleza original. Ninguno le preguntó. El respeto que le tenían era tal que los aprendices aceptaron los secretos y misterios de su maestro sin reproches.
Los Ángeles de la Muerte desconocían quién le dio la vida eterna a Raikino. No sabían quién le permitió volverse Satanás sin el permiso de los ángeles. Un demonio antiguo, casi tanto como aquel que poseía el octavo pecado capital, fue quien hizo el traspaso. Lo llamaban el oni, y formaba parte del alma del anciano. Para evitar que las reencarnaciones de la ira volvieran a sufrir por sus ambiciones, el viejo Raikino aceptó mantener al oni dentro.
Se exilió en los montes más inhóspitos de los Himalayas a la espera de nunca regresar a la sociedad. Sin embargo, parte de la identidad de sus ancestros se quedó grabada en Kenji, el nuevo Satanás. En su interior, un fragmento de esa oscuridad forjó su camino.
Amanda, una década más tarde, se encontraba plantada frente a la multitud de cientos de miles de personas en las gradas del estadio de las Iralimpiadas. El corazón le latía con fuerza al recordar lo que había tenido que pasar para llegar hasta ese punto. La ira le hervía la sangre al imaginar el poder que poseía Lucifer y ella tanto ansiaba. No caería en la locura de su madre. No repetiría sus pasos.
Inspiró, mostrando una calma admirable ante el micrófono. Tenía el mismo temple que su maestro del fuego. Lo echaba de menos, y en su honor celebraría el campeonato.
—¡Damas y caballeros! —La mujer abrió los brazos, dejando que su melena se deslizara como llamas danzantes—. ¡Bienvenidos al dosmilésimo aniversario de la Iralimpiadas!
El público aplaudió y se alzó de sus asientos entre gritos de euforia y vítores que coreaban un himno de gloria.
—¡Sangre, hierro y honor! —añadió la bailarina de las cuchillas aguantando las lágrimas.
Y nada más aparecer Satanás entre los participantes de cada país, con una media sonrisa arrogante, Amanda Morn supo que el joven que entrenó con ella en el monte del maestro Raikino, tantos años atrás, no era ni más ni menos que su contraparte masculina.
El guerrero yakuza le hizo una reverencia sutil, inclinando la espalda en su dirección sin romper el contacto visual.
Amanda se apartó del micrófono para dar paso a Lucifer, que explicaría las nuevas normas de la ceremonia.
—Bienvenido a la ciudad del pecado, Kenji —murmuró la chica para sus adentros, dispuesta a comprobar en qué clase de guerrero se había convertido su hermano de otra sangre.
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