🔥CAPÍTULO 9 - VICTORIA / PÍRRICA🔥
El tercer día culminó cuando, en pleno anuncio de tempestad, las bailarinas de hierro, el candidato inglés Dean y yo nos dirigimos de vuelta al coliseo. Los tambores de guerra sonaron al son de la violencia de la masacre acontecida durante una noche de gritos y aullidos infernales.
De los cuarenta y ocho países que participaron, ya solo quedaban miembros sueltos de los últimos siete. Entre ellos estaba un mercenario colombiano, uno de los ayudantes de Satanás. Ambos se aproximaron al estadio desde un lateral de la pradera verdosa por la que nos encaminamos el resto hacia nuestra victoria pírrica. Lo que más temía era que mis chicas no fueran descalificadas por mi ayuda. Si seguían en pie, entonces estaban destinadas a morir.
Entramos por unos portones que parecían piernas de gigantes arqueadas, siendo recibidos en masa por los vítores y aplausos de los cientos de miles de espectadores. La multitud esperaba ansiosa desde las gradas, animando a sus países o, de haber sido eliminados, a sus candidatos favoritos. Vimos pancartas, a un señor tocando el bombo con la bandera española y escuchamos cánticos que no podían pertenecer a otra población que no fuese la nuestra.
En el centro del coliseo había una región de asfalto lista para ser usada como arena de combate definitiva. Rachel y Samanta se colocaron con los brazos a las espaldas, firmes y disciplinadas, en el círculo adaptado para el enfrentamiento. Las acompañé como una más, dispuesta a asumir las consecuencias de mis actos por intervenir en la competición.
Mi rostro se arrugó de ira al ver a Roman y Elena, los dos Pecados Capitales que participaban en las Iralimpiadas, colocarse en sus respectivos círculos. Hubo una zona de las gradas que los apoyó a base de gritos de ánimos. Los empoderaba, los hacía sonreír con arrogancia. Al tiempo que el avaro saludaba con una mano a su público, absorbiendo su afecto como si se tratara de dinero, la soberbia miraba al rey Lucifer mientras salía al balcón del palco para hablar.
El ángel caído, monarca y gobernante de los pecados, enseñó sus alas. Estaba serio, con la mandíbula tensa. Su grandeza vino acompañada de una red de relámpagos que iluminó su sombra como la de un dios. La furia lo consumía e imaginaba que se trataba de mi incumplimiento de las normas. No me importaba. Lo habría vuelto a hacer de haber tenido la oportunidad de cambiar mi decisión.
—Participantes de las Iralimpiadas de este año. —Sacó un papel de su traje, dispuesto a leerlo con el micrófono en la boca—. Sé que quienes habéis seguido la competición desde el primer día habréis notado ciertas divergencias sobre lo que esperábamos. —Me dedicó una mirada y luego se dirigió a Satanás, que todavía ocultaba su rostro bajo la máscara de demonio japonés—. Sin embargo, el buen recibimiento de las novedades inesperadas me ha llevado a valorar con detenimiento lo sucedido en compañía de los jueces.
Apreté el puño sobre la catana. Lo que dijese a continuación sería determinante. Ya había llevado a la muerte a la mayoría de mis bailarinas, y lo pagaría caro. Pero si terminaba de exterminarlas, me aseguraría yo misma de que el rey perdiese la corona y con ella la cabeza.
—Hemos acordado descalificar a las bailarinas de hierro restantes, Rachel Evergarden y Samanta Torres, por la participación de su entrenadora, un Pecado Capital, en las Iralimpiadas —anunció, provocando caos entre los españoles. El señor del bombo lanzó una de sus batutas al palco, pero un Ángel de la Muerte llegó para darle un puñetazo y llevárselo—. Y puesto que eran ellas las vencedoras de las pruebas de puntuación del tercer día, hemos decidido concederle el premio de tres millones de libras y la salvación al candidato inglés, ¡Dean Brown!
El público estalló en frenéticos silbidos y aplausos. Las banderas de Inglaterra ondearon desde su región en las gradas. El candidato en cuestión sonrió y alzó el puño. Era el único superviviente de su país y, aun así, logró hacerse en solitario con la recompensa. Agradecía que fuera él, pues enfrentarse a Pecados Capitales en la pelea del cuarto día era un suicidio.
Dean se apartó los rizos, guiñándole el ojo a Rachel antes de marcharse de su círculo guiado por dos Ángeles de la Muerte que servían de escoltas. Mis bailarinas los siguieron poco después por su descalificación. Desaparecieron por las puertas que llevaban al interior del coliseo, pero supe que pronto sabría más acerca de cuál era su pecado latente. Durante la noche anterior, nos contó que su objetivo era honrar a su patria y sacar a sus primos del orfanato en el que se crio con ellos.
Me parecía una persona con potencial para ponerse a nuestro nivel.
—Y a continuación, ha llegado ante todos vosotros el final de esta gran competición que nos ha dado momentos para grabar en la historia. —Lucifer guardó su nota y nos dedicó una mirada a los que formábamos parte de la plataforma de asfalto, firme. Se le veía más calmado de lo habitual—. El duelo se celebrará entre los seis candidatos restantes: Santiago, de Colombia; Roman y Elena, como Pecados Capitales; Valerie, de República Checa; Rishit, de la India; y Gabriel, de México. Quien quede en pie, recibirá la copa de las Iralimpiadas.
>>Si podéis hacer el favor, Amanda y Satanás —alzó una mano para dirigirse a nosotros—, regresad a vuestros aposentos, por favor.
No lo haría. No sería tan idiota como para obedecer a un tirano. Ya había aguantado insultos de su parte y después de ver morir a tantas de mis chicas por su deseo de reputación, me negaba a seguir fingiendo que era leal.
Tanto Satanás como yo nos quedamos firmes en el sitio. Ni cuando se acercaron los Ángeles de la Muerte nos inmutamos. Nuestra presencia imponía suficiente como para crearles reticencias. Teníamos la mano sujeta sobre el mango de la catana y nuestras miradas desprendían desprecio y rabia hacia ellos.
—Moved el culo y salid del coliseo —anunció Lucifer con la misma tranquilidad—. ¡Vamos! No queréis que baje y os eche con mis manos.
Los candidatos de las Iralimpiadas nos miraban, confusos. Que nos fuéramos era la mejor de las noticias, pero no íbamos a dejar de lado nuestro duelo.
Entre las gradas se hizo el silencio. Escuchar al rey vociferar imponía hasta entre los más valientes. Deslicé mis ojos por la muchedumbre intrigada y entre sus rostros asustados creí ver una imagen que hacía una década creí perdida. Un anciano de barba alargada, una persona que me vio crecer. El monje Raikino estaba en la isla.
En un pestañeo, lo vi desaparecer. Pensé que había sido una alucinación por el cansancio de la lucha, pero tal vez era real. Nadie mejor que él debía ver aquel enfrentamiento.
Satanás suspiró. Se quitó la máscara de un movimiento y la dejó caer. Se oyó un grito ahogado de la multitud que no lo había visto todavía. Un chirrido metálico sacó un destello de su catana al desenvainarse. Apuntó en mi dirección, con el torso descubierto y vendajes alrededor de sus heridas y puños.
El mismo sonido hizo ecos en la arena al desenfundar la mía. Hice una pirueta con la hoja antes de dirigirla hacia mi enemigo. Una brisa de aire removió la hierba, la arena y el paisaje. A nuestra ira solo la acompañaron los truenos de los relámpagos. Estábamos en el ojo de la tormenta.
Una gota de agua cayó sobre la punta de mi nariz. Dos más se derramaron por el filo de la catana y pronto empezó a chispear.
—¡Lucifer! —gritó Elena, la soberbia, saliendo de su círculo para dirigirse hacia el monarca que nos observaba desde su balcón—. Esperaba ganar antes de decir por qué decidí participar en esta masacre financiada, pero veo que este es el momento más indicado para hacerlo.
Dio un par de zancadas hasta colocarse con su arco y carcaj ante la muralla arquitectónica que eran las gradas. Era una hormiga escupiéndole a los dioses de un olimpo en decadencia.
—Soy la reencarnación femenina de la soberbia, tal y como lo fue mi hermana antes que yo. —Había logrado captar la atención del público. Después de lo que le hizo a mi bailarina, podría matarla yo misma—. Su nombre era Johanna, y tú la mataste en el día de vuestra boda. ¡Sí, gente del mundo! ¡Lucifer asesinó a su propia esposa!
Lucifer hacía señas para que se la llevaran, pero ella apuntaba con su arco a los ángeles que lo intentaban. Esa zorra debía morir.
—¡Intenta silenciarme porque sabe que es verdad! —aullaba llena de tristeza. Estaba a punto de llorar—. ¡No sabes lo duro que es para mí ver morir una y otra vez a mi propia sangre, en recuerdos y ante mis ojos! Mereces el mismo sufrimiento que has ejercido sobre el resto.
Un corte de una espada la calló. Un Ángel de la Muerte, con sus alas abiertas, se retiró mientras la cabeza de Elena se precipitaba sobre la arena de combate. La multitud seguía en un silencio sepulcral. No hubo reacción posible ante aquello.
—¡Qué empiece el último día de las Iralimpiadas! —gruñó Lucifer con una sonrisa maliciosa.
El candidato colombiano salió de su círculo en cuanto se oyó el pistoletazo de salida. El indio y la checa se defendieron de los primeros ataques. La batalla campal de gladiadores se libraba al tiempo que Satanás y yo nos mirábamos el uno al otro bajo la lluvia.
—¿Estás lista para demostrarle al maestro quién es el mejor de los dos? —me preguntó mi rival dando unos pasos hacia mí. Estaba listo para el ataque.
—¿Tú también has visto a Raikino? —Abrí las piernas para mantener una pose defensiva adecuada.
—Como para no verlo. —Alzó su arma.
Un chasquido de metal sonó al chocar las catanas. Desvié sus impactos horizontales. Chispas saltaron. La tormenta se intensificó. La lluvia empapaba las hojas. Soltaba gotas con cada golpe.
El candidato colombiano clavó la punta de su tridente en el pecho del indio. Lo arrojó contra Roman, que lo esquivó de un salto. Este último era ágil, tanto que usó la misma inercia para arrojar un cuchillo contra el cuello de Santiago.
Satanás usó la fuerza de los demonios para abalanzarse sobre mí. Lo esquivaba como podía, frenando su rabia con más furia. Corté el aire con mi arma cuando lo vi agacharse. Un trueno nos marcó al chocar las armas. Nos acercamos, todavía con las armas fundidas en un beso de metal. Lo miré a esos ojos rojizos por el que tanto afecto sentía mi yo adolescente.
—Ya no eres el Kenji que conocí —susurré. Él rechinó los dientes.
—Ni tú eres tan vulnerable.
Nos separamos y volvimos a nuestro baile de guerra de acero, lluvia y fuego interno. El cielo se oscureció tanto que simulaba una noche eterna. Golpeamos. Nos agachamos. Esquivamos y rodamos.
La candidata checa clavó un piolet en la pierna del mexicano. Lo tumbó de una patada. De un movimiento, atravesó su cráneo con el arma.
Antes de tener tiempo para reaccionar, unas manos rodearon su cabeza y le crujieron el cuello.
Roman alzó los brazos, saliendo victorioso de aquella escaramuza y recibiendo el regocijo de quienes habían presenciado la carnicería con violenta ilusión.
—¿Piensas que el maestro nos educó para jugar a ser esclavos de un rey que no merece su corona? —gritó Satanás mientras seguíamos nuestro choque de catanas, alejados de la acción principal.
Con cada estocada que evitaba, le devolvía una de mayor intensidad. Bloqueé un ataque furioso en el que un flash de Julia se pasó por mi mente. Me vi obligada a retroceder. Acababa de verla morir de un disparo, de nuevo. Y no podía vengarme de Roman porque los ángeles lo escoltaban.
Volví a esquivar un ataque que cortó parte de mi melena. No podía distraerme. Mantenía la postura defensiva. ¿Por qué me venían imágenes de sus muertes? Vi a las dos trillizas Evergarden morir en mis recuerdos. Un impacto me desestabilizó. Le di un puñetazo a Satanás, que me rajó parte del uniforme con el filo de su catana. Una sensación fría me obligó a apartarme para recobrar el aliento.
El pinchazo en el muslo perduró. Sangraba. En mis memorias, Lidia volvía a caer en su trampa. Irene perdió el brazo y la vida a manos de Kenji. Paola moría entre mis brazos. Víctimas de Satanás, responsabilidad del tirano que nos veía desde el lujo de un palco y que cambió las reglas por gusto propio.
—¡Lucifer no es mi rey! —aullé, cortando parte de la mejilla de Satanás de un tajo y dándole una patada para alejarlo. Empuñé el arma con una mano, dirigiéndola hacia el balcón donde se hallaba el supuesto monarca—. ¡Qué le den a la puta justicia! ¡Qué le den a la puta Camarilla! ¡Qué le den al ángel caído!
Crucé miradas con él y pude ver a través de sus pupilas la ira que desataría sobre mí por mis palabras. Si tanto quería matarme, ¡qué bajara a la arena de combate y se enfrentara a mí como un gladiador!
Me concentré de nuevo en mi enemigo. Satanás sonreía ante mi arrebato. Era como si lo disfrutara, como si lo hubiese pretendido desde el principio.
—En eso estamos de acuerdo. —Kenji hizo varias piruetas con la catana, trazando una ruta para atacarme por sorpresa—. Pero sigo necesitando demostrarle a Raikino que fui un gran aprendiz.
Chocamos las espadas a punto de rozarlas contra mi piel. Me resentí por el esfuerzo. Nos distanciamos una vez más, pero en esta la tempestad provocó estragos en el escenario. Un relámpago destruyó una estatua de la reencarnación de la ira Sagno, un gladiador que luchó un milenio atrás en aquel mismo coliseo. Cayó sobre la región vacía de las gradas que usamos de salida y entrada al resto de la isla. El estruendo provocó una huida en masa del público entre gritos de pánico.
A nuestro alrededor, Satanás y yo contemplamos luces etéreas de matices granates. Se convirtieron en cuerpos físicos humanos. Y sus rostros nos resonaron en recuerdos. Tanto él como yo los conocíamos en detalle: la valquiria vikinga, el asesino en serie, el comandante de guerra, el monarca descabezado... Sus presencias anunciaban un presagio maldito. Me faltaba una reencarnación, la que más me marcó.
—¿Los ves? —pregunté, asustada.
—Sí. —Su voz poseía el mismo terror que la mía.
Nos acercamos hasta quedar espalda contra espalda. Los espíritus nos acorralaron. Dejamos a un lado nuestras diferencias para convertirnos en lo que fuimos durante años en el templo en lo alto de los Himalayas: compañeros de maestro.
—¿Qué está pasando? —vociferé en mitad de la tormenta.
Una neblina sutil se materializó. Otro relámpago derrumbó la estatua de un gladiador, cuyo brazo aplastó a decenas de personas en el acto. Daba la sensación de que habíamos cabreado a una entidad superior.
Las sombras etéreas de los ancestros de nuestro pecado se desvanecieron tras colocar un puño en sus pechos. Cada uno mostró respeto por nosotros. Sin importar la época, sin importar el motivo de nuestra lucha, sin importar el origen de nuestro odio.
Y entre el humo rojizo y la neblina, lo vimos: el maestro Raikino, el monje que nos crio y que tantas enseñanzas nos ofreció, se dirigía hacia nosotros con un bastón en su mano. Había bajado de las gradas para mirarnos cara a cara. La madera golpeaba el asfalto con un eco seco.
—Queridos aprendices. —Sonrió el anciano con los ojos anegados de lágrimas. Sus palabras estuvieron a punto de hacernos soltar las catanas para abrazarlo—. Lo siento mucho. Traté de detener al Oni en mi interior, pero ya no puedo seguir. Estoy mayor y estoy débil.
—¡Maestro! —Se adelantó Kenji, no Satanás. Hubo un cambio en su esencia, como si su pecado hubiese pasado a segundo plano para dejar salir su verdadera identidad—. ¿Qué quiere decir?
El viejo se llevó una mano al corazón. La estrujó con una mueca de dolor. Se arrodilló. Detuve a mi compañero antes de que fuera a socorrerlo.
—No es él. El demonio lo ha poseído —repliqué apretando el mango de la catana. El anciano comenzó a retorcerse. Su cuerpo se agrandó. Sus músculos crecieron. Dos cuernos le salieron por la cabeza. Soltó un aullido infernal—. Escucha, sé que llevas toda la vida deseando el reconocimiento del maestro, pero él ya no está. Ha muerto ¿entiendes?
Kenji volvía a ser el niño perdido que fue cuando llegamos el primer día al templo. Lo agarré de una mejilla sin soltar mi arma.
—Debí esforzarme más. Debí... —El chico no paraba de mirar la transformación grotesca del cuerpo de Raikino.
Le di una sonora bofetada para centrarlo. Sus ojos brillaban con la misma ira que los míos.
—¡¿Qué coño importa eso ahora?! Esa cosa va a intentar matarnos. Saca esa furia de loco que tienes y ayúdame a asesinarlo.
Me giré al oír una voz grave. Sonaba como el crujido de huesos al romperse. Raikino ya no era un anciano vulnerable y lleno de paz en sus últimas etapas de vida. Su metamorfosis derivó en una versión oscura de los mismísimos siervos del mal. La profecía era real. Lo que contó Cass acerca del fin del mundo estaba más cerca de lo que creíamos.
Nadie en su sano juicio vendría a rescatarnos, por lo que estábamos solos ante el peligro.
Kenji y yo nos preparamos con nuestras catanas, aceptando que tal vez moriríamos bajo las manos de nuestro maestro poseído. Ya no éramos adversarios, ni queríamos traicionarnos. Éramos dos guerreros dispuestos a sacrificarse.
La criatura agitó el bastón para sacar unas cadenas de su interior. Una cuchilla afilada formaba la punta.
—¿Qué es eso? —gritó Kenji, esquivando las cadenas.
Me agaché para evitar que me dieran a mí. La versión corrupta de Raikino, el Oni, o lo que fuera esa bestia, podría convertirnos en carne molida si así lo deseaba.
—Es un demonio primordial —dijo una voz desde detrás del demonio. Este se giró y una espada lo apuñaló—. ¡Huid!
El Ángel de la Muerte que nos ayudó era el mismo que había matado a Elena. El resto de sus compañeros escaparon escoltando a los civiles, pero él se quedó atrás.
Los relámpagos formaban raíces de luz en el cielo. Los truenos hacían vibrar el suelo.
Tan fácil como el Oni recibió la puñalada, se sacó el arma con una mano llena de venas azuladas. Su piel se tornó morada con tonos grisáceos y sus ojos se volvieron negros como el azabache. Usó su bastón de cadenas para rodear el cuello del ángel y estiró de él. Una vez lo sostuvo del cuello, atravesó su torso con un puño y lo arrojó contra las gradas.
Si no acabábamos con esa criatura al instante, permitiríamos que provocara un conflicto mundial entre países.
¿Y dónde estaba el ángel caído cuando se le necesitaba?
Avancé hasta el demonio con la catana. De dos zancadas, usé la fuerza que me confería la ira para partir en dos las cadenas de su bastón. Luego, retrocedí de una voltereta. No llegó a atacarme.
Kenji lo asaltó por la espalda. Lo rajó y provocó que el ser se girara con brusquedad. Al no poder verme, fui directa hacia él para herirlo. Otro tajo lo hizo volverse en mi dirección. Así seguimos hasta que se cansó. Dio un pisotón y agarró el filo de la catana de mi compañero al vuelo. La sangre cubrió su antebrazo por el corte, pero no emitió ruido alguno. No mostraba emoción ni dolor.
Rompió el metal de un apretón. De un puñetazo, envió a Kenji por los aires. Me acerqué para cubrirlo, pero de una patada hábil, sin verme, lanzó la catana contra el suelo. Desarmada, me alzó con firmeza. Me asestó varios puñetazos hasta que apenas me quedaron fuerzas. Estuvo a punto de atravesarme el torso cuando se escuchó la carne cortada.
Me soltó y vi a Kenji hundiendo los fragmentos rotos de su arma en las lumbares del demonio.
Con una mirada aterrorizada, el chico al que consideré amigo durante años me sonrió. Atrajo la atención del demonio y huyó hacia la neblina. El Oni lo siguió entre gritos de rabia.
Traté de ponerme en pie con dificultades. Tosía y no sentía el vientre. La niebla no me permitía ver lo que tenía a escasos metros. Sentía el frío de la lluvia sobre mis hombros. El muslo me ardía. ¿Dónde estaban los demás?
Caí de rodillas, rendida. Ansiaba desatar mi ira contra ese ser y destruirlo. ¡Esa puta bestia que había poseído a mi maestro! No podía dejarla escapar. No. De ese coliseo no saldría. Me lo prometí, aunque fuese lo último que hiciera.
Las extremidades no me respondían, pero aun así logré erguirme. Cuando alcé la mirada, a punto de ceder ante mi pecado, vi un último espectro etéreo. Su esencia escarlata brillaba por encima de la niebla, la tormenta o la sangre.
—No, mi amor. Esa no eres tú. —Mi madre lo negó con la cabeza.
Durante una década traté de enfrentarme a lo que la acabó matando. Retenía esas emociones para no dejarlas libres nunca como lo hizo ella aquel fatídico día en Japón. Sentía el corazón latirme con clemencia.
—Tengo que proteger a los demás, pero solo podré hacerlo si me dejo llevar como lo hiciste tú. —Quise acariciarla, pero mis dedos atravesaron su piel con polvo de estrellas.
—Ya es tarde para eso. Lo has hecho muy bien, cielo. Estoy orgullosa de ti. —Me sonrió.
Su esencia se desvaneció entre cristales refulgentes que poco a poco destaparon la mole que venía tras ella.
Ante mis ojos vi al demonio que poseía a mi maestro correr hacia mí cubierto por la sangre de sus víctimas. Su embestida acabaría derribándome, tal vez matándome en el acto. En el peor de los casos, mi muerte vendría después, tras una tortura innombrable.
Cedí al dolor en las rodillas. Ya no había nada que pudiese hacer para salvarme. Solo cerrar los ojos y llorar. Aquella amenaza me superaba.
Dos disparos desviaron el rumbo de la criatura. Uno más cegó su ojo, provocando que se detuviera.
Un hombre alto de pelo blanco apareció por detrás de mí con un revólver entre las manos. Distrajo al ser el tiempo suficiente para que yo me girara.
—¿Thiago? —Dibujé una sonrisa en el rostro, derramando lágrimas al verlo darse la vuelta para acariciarme el cuello.
—¿Pensabas que te iba a dejar sola?
Lucifer arrancó mi catana del asfalto, dirigiéndose hacia el demonio con decisión. Sus alas de ángel caído emitieron un destello que se mezclaba con la belleza de la tempestad. Sus ojos dorados buscaban a su adversario llenos de una soberbia nunca antes vista.
Mientras el mellizo me agarraba en brazos, pude ver las heridas vendadas en su abdomen. Quise preguntarle, pero emití un gemido de dolor. Él me llevó de vuelta a una zona segura.
Lucifer empuñó el arma contra la criatura. Aunque habría deseado ver la pelea, me refugié en el cuello de Thiago para calmarme. Al tiempo que escapábamos, otro tambor de guerra sonó.
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