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💋CAPÍTULO 7 - ÁNGELES / DEMONIOS💋

Llegamos a la universidad de Oxford tras una hora y media de trayecto desde Southampton. Los ángeles rebeldes ya no parecían seguirnos y tras nuestra parada por una farmacia, el profesor Levi pudo calmar su tos sanguinolenta. Nadie a excepción del gobierno inglés estaba al tanto de nuestra presencia en la ciudad, por lo que logramos pasar desapercibidos. Me llegaron a confundir por una estudiante, dada la indumentaria que decidí ponerme. Era raro ver a una chica gótica por allí.

Mientras paseábamos por un pasillo junto al extenso jardín, el viejo Levi se colocó las manos a las espaldas y respiró aire puro. Me dedicó una sonrisa amable, dispuesto a hablar. Celia nos acompañaba, embobada por las instalaciones. Era un lugar hermoso, de alta clase. Parecía el nido de la erudición inglesa, aunque daba por hecho que pronunciar las palabras podría traerme problemas con las universidades rivales.

—Ahora que estamos a salvo, permíteme que te aporte el conocimiento que poseo —dijo el profesor en nuestro camino hasta la Cámara Radcliffe, donde encontraríamos la biblioteca de la que hablaba—. El día del incendio que acabó con tu familia, yo estaba en la pirámide de Micerino, en Egipto. Me acompañaba el que por aquel entonces era la reencarnación masculina de la avaricia, Anton. Era un hombre más mayor que yo, habría cumplido setenta este año.

—¿Me cojo unas palomitas? —Ocultaba las manos en los bolsillos, con la vista perdida por los edificios que nos rodeaban.

—No seas impaciente, muchacha —me dio una reprimenda Levi, yo solté una risilla traviesa—. En fin, estábamos buscando el sello de la profecía que leíste en aquel libro. Sabíamos que hay tres y que, si se rompen, ocurrirá algo oscuro que despertará a una entidad divina. Será el caos, y el fin. Así que nuestro objetivo era evitarlo de algún modo.

Celia parecía entristecida por la anécdota. Conforme nos acercábamos al edificio circular, el profesor sonaba más apenado al narrar la historia.

—En esa pirámide hallamos una sala secreta, oculta entre el laberinto de pasadizos y trampas que construyeron para el faraón. Lo que descubrimos Anton y yo fue el desencadenante de una catástrofe imparable. —Accedimos al interior del edificio y el profesor se quedó parado ante las puertas, observándome.

»Era una cámara hecha de arcilla, oro y vapor. En el centro había un sarcófago hecho del material más hermoso que podrías imaginar. —Se frotó las manos sudorosas, nostálgico—. Era un tesoro incalculable. —Al entablar contacto visual conmigo, pude ver la culpa en su mirada—. Baúles, cofres, bolsas y fragmentos dispersos de las mejores joyas que podríais imaginar se hallaban a nuestro alcance. Ni los historiadores lograron encontrar esa sala porque nadie nunca pensó que pudiese existir. Solo los Pecados Capitales la conocíamos; la tumba de Okpurot, la primera reencarnación de la soberbia y el primer rey de los pecados.

—¿Cómo sabíais dónde buscar? —pregunté con curiosidad.

—Nos guio un mapa, libros antiguos heredados de ancestros y la intuición. Anton y yo éramos ambos profesores de historia, pero ese día todo cambió. —Nos hizo un gesto con la mano para que continuáramos andando.

El lugar tenía una zona de recepción circular habilitada en el centro. Alrededor, las estanterías plagadas de libros se alzaban en varios pisos. El silencio sepulcral nos impidió seguir hablando durante el tiempo en el que Levi consiguió convencer a la mujer que nos atendió de que debíamos utilizar las estanterías prohibidas dedicadas a los Pecados Capitales.

Nos deslizamos por pasillos rodeados de volúmenes clasificados por orden de autor y año. Subimos unas escaleras hasta el primer piso, viendo un ejército laberíntico de libros y madera ante nosotros. Aquello le habría encantado a Hugo. Avanzamos hasta una puerta blindada cerrada que el profesor abrió con unas llaves especiales, metiéndonos de lleno en un pasadizo oscuro.

Al cerrar tras nosotros, encendió una lámpara de aceite. Los tímidos rayos amarillentos iluminaron los cuadros de viejas reencarnaciones colgados de ambas paredes. La tenue iluminación alimentaba la poca vida que les quedaba a los recuerdos etéreos de quienes indagaron entre sus secretos de antaño. Llegando a una sala más abierta, una brisa de aire me dio un escalofrío.

El profesor Levi dejó la lámpara de aceite, soplando y dándole a un interruptor para que los candelabros se prendieran de llamas. Volvíamos a estar en un recinto circular, pero era diminuto. Había cuatro estanterías, una en cada pared, y no había ni una octava parte de libros. Sin embargo, el contenido de los que estaban allí valía por siglos de historia.

—No podemos alterar la iluminación ni el ambiente o las páginas se dañarán. —El hombre se sentó en una silla junto a una mesa llena de manuscritos a medio terminar—. Como iba diciendo antes, Anton y yo comprobamos que el libro de las profecías era parte del tesoro de Okpurot. Eso era lo que queríamos recuperar para investigar el sello. Pero la avaricia...

Celia temblaba. La incomodidad le generaba espasmos y me sentí obligada a abrazarla con un brazo en su hombro para calmarla. No quería verla tan afectada.

—¿Qué te ocurre? —Mi preocupación sobresaltó a la mujer, que observaba la biblioteca de los pecados con detenimiento.

Levi se quitó las gafas y las dejó sobre el escritorio. Suspiró.

—Lo que le sucede —se frotó la nariz con los dedos, cansado—, es que su padre era Anton, y por su deseo de robar el tesoro, un gas salió despedido hacia nosotros. Yo le pedí que huyera conmigo y el libro, que era el objeto de mayor valor, más que las joyas incluso. —Se volvió a poner las gafas—. Se negó. Intenté sacarlo a la fuerza, pero forcejeó. Estuve expuesto el tiempo suficiente como para sufrir esta enfermedad y él murió.

La mujer a mi lado lloró de nuevo al rememorarlo. La acaricié, comprendiendo lo que significaba perder a un padre.

—¿Y por qué viene ella con nosotros? ¿No se supone que esa avaricia podría pasarle factura cuando tratemos de proteger el sello? —Solté a Celia cuando la vi dirigirse a otra silla con un pañuelo entre las manos.

—Quiere compensar el error de su padre. Por suerte, no fue ella quien heredó esas ansias de conseguir el tesoro, sino la reencarnación masculina. Primero fue ese tal Pol, y ahora Roman.

—¿Los conoces?

—Veo las noticias, estoy al tanto de cada reencarnación de cada pecado. —Se llevó una mano a la frente—. Me avergüenza admitirlo, pero perdí el libro poco después de investigar sus páginas. Todo lo que sé, viene de ahí.

Abrí los brazos, frustrada. ¿Cómo que lo había perdido?

Si el sello de la pirámide estaba cubierto de gas venenoso, quizás no habría nada que pudiésemos hacer para protegerlo.

—Entonces nadie puede bajar a esa cámara, ¿no? No ocurrirá el fin del mundo porque ese sello será imposible de destruir.

—Cassandra Asmodeus... —susurró Levi, poniéndose en pie con palidez. Celia también se sorprendió—. Eso es...

Me fijé en mi brazo y se me erizó el vello. Tanto el anillo de oro escarlata como la pulsera de plata bañada en zafiros brillaban. Saqué la navaja del bolsillo y vi que su filo lanzaba destellos hacia las paredes.

—Profesor, no entiendo nada. —Me giré y vi que las tres luces marcaban un punto fijo en una de las estanterías detrás de mí—. Ven, quitemos los libros.

Me puse manos a la obra, llevando cuidado con no estropearlos. Al fondo de la leja, presioné un botón secreto. Sonó un chasquido seguido de un estruendo. Cuando pensábamos que no iba a pasar nada, unas baldosas junto al escritorio comenzaron a deslizarse. Mostraron unas escaleras que descendían hacia las sombras. Unas antorchas se iluminaron y dejaron entrever el camino de piedra hacia el subterráneo.

—¿Desde cuándo existe esto? —Se sorprendió Levi, que tenía una mezcla entre alegría y angustia.

—Tenía que llegar yo. —Alcé el mentón, orgullosa. Le di una palmada en el hombro y me dirigí hacia las escaleras—. ¿Venís o qué? Yo no me voy a quedar sin ver esto.

Mi voz sonaba con un eco profundo cuanto más me adentraba en la oscuridad. Oía los pasos de mis compañeros a mis espaldas, pero la necesidad de saber lo que acababa de encontrar me impedía frenar el ritmo. Deseaba conocer los secretos escondidos bajo la universidad.

Escuché ruidos procedentes de la biblioteca para los pecados, pero decidí ignorarlo. Debían de ser Levi y Celia en un intento atropellado por alcanzarme antes de perderme de vista.

—Respecto a la pregunta de antes, sí, es posible meterse en la cámara del faraón. —Jadeó Levi en su descenso por los últimos escalones—. ¿Piensas que los ángeles rebeldes como Voriel no sacrificarán siervos humanos para sacar el sarcófago? Ya viste cómo nos atacaron al llegar a Southampton. Está claro que desean cumplir la profecía cueste lo que cueste, aunque tengan que hacerlo entre cientos de cadáveres.

¿Con qué objetivo? ¿Para qué querrían provocar el apocalipsis los propios ángeles?

Al llegar al final de la ruta, vi lo que parecía ser una caverna natural.

Un sendero de rocas llevaba hasta un altar arcaico en el que había depositado un libro de páginas amarillentas abierto por la mitad. Lo iluminaban dos calderos. La bóveda sobre nosotros tenía símbolos rúnicos dibujados con antiguas profecías. Me acerqué a paso lento, disfrutando de la escena mientras los amuletos y mi arma brillaban en distintas tonalidades de colores vivos.

—Los ángeles no lo conseguirán —bufé, mostrando la navaja a mis compañeros—. Maté a uno con esto y puedo volver a hacerlo.

Al aproximarme al volumen, me aseguré de que no hubiese trampas o baldosas falsas. No me atreví a ensuciarlo con los dedos, así que desplacé las hojas con el filo de la navaja. Lo que entendía me dio escalofríos.

"Cuando los tres sellos se rompan, las llaves ocultas liberarán al amo de los Pecados Capitales, su creador, y se desatará el caos. En consecuencia, el Arcángel saldrá de su prisión y, poderoso, derrotará el mal y la corrupción del mundo", había escrito.

Las siguientes frases me trastocaron todavía más: "el único que podrá iniciar y acabar la guerra será el ángel caído con la sangre de su amada"

Se me heló el cuerpo. Retrocedí unos pasos para permitir que el profesor Levi le echara un vistazo.

—Es el libro del faraón —reconoció el hombre boquiabierto—. Es el que perdí. ¿Por qué está aquí? Alguien debió traerlo cuando lo robó. Un pecado, por supuesto.

—Lee la profecía. Esa de ahí.

Escuché el chasquido de un arma. Apunté con la navaja al responsable, pero al ver que tenía a Celia de rehén, me quedé en blanco.

El ángel de ojos verdes que nos atacó en el muelle nos acababa de encontrar. Nos tenía acorralados.

—Por los Dioses... —susurró Levi, que colocó un brazo protector sobre mí—. Voriel, nosotros no somos tus enemigos.

—He oído la charlita de antes. Así que tú eres la víctima de la tragedia en las pirámides, Levi. Por favor... —El líder rebelde rio—. Ambos sabemos que eso no es cierto. Tú mataste a Anton por celos.

Celia abrió los ojos sorprendida. El profesor frunció el ceño.

—¿A qué has venido? —gruñí con furia.

—A llevarte conmigo al coliseo de las Iralimpiadas, Cassandra. ¿Pensabais que los ángeles no sabíamos nada de profecías?

El profesor Levi se quedó tenso, en silencio. Le costaba mantenerse centrado. Aparté su brazo para dirigirme a Voriel.

—¿Por qué? —escupí la pregunta.

—Ya lo sabes. Ese libro no estaba abierto por casualidad. —Me sonreía con arrogancia, sosteniendo a la ávara—. Debo llevarte ante Lucifer para que cumpla con su misión. Unos demonios como vosotros no merecen reinar este mundo.

—No pienso hacerlo. Si se cumple, moriremos todos incluido tú. —Quise seguir acercándome, pero el ángel tenía el gatillo suelto y no quería que matara a nuestra compañera—. Te mientes creyendo que es la solución.

Voriel soltó a Celia, tirándola a un lado del sendero rocoso. Nos apuntó al resto, convencido de que no le haríamos nada.

—El Arcángel no dañará a sus servidores. —Le dedicó una mirada a la avara—. Celia, tu padre murió porque Levi lo consideraba un rival. Lo abandonó en la tumba de Okpurot a su suerte para llevarse el mérito.

—¡Eso son falacias! No lo escuches, está tratando de manipularte —protestaba el profesor con un dedo acusador.

—Escúchame. —Voriel bajó el arma para mirar a la mujer—. El Arcángel podrá perdonar tu pecado si decides colaborar. Te ofreceré lo que quieras, las riquezas que desees y más. Incluso el tesoro que tu padre nunca logró obtener.

Celia lo negó con la cabeza.

—No. Mi padre murió por la avaricia. No quiero seguir sus pasos. Odio ser como soy. —Se enfureció ella, mirando a Levi con decepción—. ¿Cómo sabías que aquí podríamos encontrar una respuesta al brillo de los amuletos de Cass?

—Pensé que hallaríamos documentos que nos darían información al respecto. No tenía ni idea de que esto...

—Conocías a mis padres, ¿verdad? —pregunté entonces, dirigiéndome al profesor—. ¿Fuiste tú quien escondió la caja donde encontré esto en el sótano de la mansión? ¿Sabías lo que íbamos a encontrar aquí?

Le mostré mis amuletos, pero el hombre se saturó. Le podía la presión. No entendía por qué pretendía mentirnos.

—Me habría encantado que no te hubieses implicado en esto, Cassandra. —Levi tenía las manos temblorosas—. Pero decidiste ayudar a que la profecía del ángel caído se cumpliera y por ello estamos hoy aquí.

Puse una mueca de rabia en el rostro. No podía fiarme de nadie.

—Convencimos a Thiago de que nos ayudara, Cass. —El ángel de ojos verdes se me aproximó de buena gana—. Puedo conseguir que os perdonen a los pecados a cambio de devolvernos el poder a los Ángeles de la Muerte. No tenéis por qué extinguiros, solo dejaréis de ser lo que sois, volveréis a ser humanos.

Al mencionar a mi mellizo, supe que estaba mintiendo. Apreté la navaja y fingí titubear.

—¿Qué le ofreciste a cambio? ¿Una mamada de las que usan lengua? —Me quedé quieta, a la espera de que Voriel llegara a mi posición.

—Si sueltas el arma, te lo diré.

Hice el ademán de agacharme para dejarla en el suelo. En cuanto lo vi a escasos centímetros, traté de apuñalarlo. Me detuvo con una patada, provocando que la navaja saliera disparada.

Me agarró del cuello, poniéndome en pie. Me dio una bofetada.

Levi quiso intervenir, pero Voriel sacó su pistola y le disparó en el vientre. De un mordisco en el brazo, provoqué que soltara el arma. Soltó un gemido de dolor antes de empujarme.

En la caída escuché un crujido en mis lumbares.

Sentí sus garras apretarme la garganta. No tenía la fuerza para apartarlo. Las mejillas se me ruborizaron. Pataleé como pude. Me estrujaba con más intensidad. Le arañé el rostro y entonces aflojó la presión. Cogí aire como pude, rodando para escaparme.

Me estiró de las piernas, arrastrándome por las rocas hacia él. Sentí el frío cortante del suelo. Al incorporarme, una patada en el abdomen me tumbó boca arriba. Siguió un golpe en el costado, pero antes de poder reaccionar un disparo atravesó el pecho de Voriel.

Celia tenía el arma entre sus manos.

—¿Me has disparado? —El ángel se llevó una mano al torso, corriendo para recoger la navaja—. Ven aquí, hija de puta.

Veía la escena desde el suelo, con la garganta seca y dolorida. Levi se sostenía la herida con las manos, pálido. Traté de parar al líder rebelde, pero no me quedaban fuerzas. Sangraba. Notaba el sabor metálico.

La avara le disparó hasta vaciar el cargador, pero las balas no podían matar a los ángeles. No tenía el don del ángel caído para asesinarlo.

—¡No pienso obedecerte! —gritó la mujer.

De un puñetazo, Voriel la tiró al suelo. Se quedó inconsciente. Luego pareció contactar con sus esbirros por un comunicador en la oreja. Al verme con una mueca de odio desde el suelo, se aproximó a mí y me dio una última patada.

Desperté con pesadez en un vehículo en movimiento. Estaba a oscuras y no lograba ver lo que tenía delante. Una presencia misteriosa enmascarada, al darse cuenta, me colocó un pañuelo en la nariz. Tal y como abrí los ojos, volví a cerrarlos. La transición entre despertares y ensoñaciones me hizo perder la conciencia del tiempo. No sabía adónde nos dirigíamos, ni dónde estaba.

Abrí los ojos una última vez y vi una luz tenue tambalearse por el vaivén. Por el aspecto del almacén, imaginé que era un compartimento de un navío que se desplazaba a gran velocidad.

Levi y Celia estaban atados a sillas, todavía inconscientes. Por lo visto, habían curado sus heridas. A mí me habían dejado encadenada a una barra de hierro.

El Ángel de la Muerte que dirigía a los rebeldes entró en el almacén lleno de cajas de madera vestido con un traje escarlata.

—Al fin despiertas. Se nos ha hecho de noche con la tontería. —Abrió los brazos Voriel, sonriente. Lo odiaba—. Justo ahora estaba haciendo una llamada que vas a responder tú.

—¿Por qué no nos has matado? —Seguía percibiendo el sabor metálico y tenía el cuerpo entumecido. Unos calambres me acechaban el costado—. En cuanto Lucifer sepa lo que me has hecho...

—A ellos dos porque si lo hago, sus reemplazos vendrán a matarme y debo decir que prefiero a un viejo y a una gorda antes que arriesgarme a dos atletas —respondió con asco—. Y justo a ti no he querido matarte por Lucifer. Adivina a quién estoy llamando con tu móvil.

Me colocó el teléfono en la oreja justo antes de que una voz sonara al otro lado.

—¿Cass? ¿Eres tú? —Escuchar la voz grave del rey me generó una sensación de paz incomparable—. Oye, sé que lo del mensaje...

—Luci, el líder de los ángeles rebeldes me ha secuestrado —lo interrumpí sin apartar la mirada de mi atacante, que sonreía con malicia—. Quiere algo de ti.

Cuando quise seguir hablando, Voriel me quitó el móvil del oído. Escuchaba los gritos al otro lado de la llamada y al ángel burlarse. La conversación fue directa y sincera. Me enteré de que habían interceptado a Thiago antes de salir de Noruega en su avión privado y que iba acompañado del octavo pecado capital. Le advirtió de que íbamos de camino al coliseo y que se preparara.

Colgó en lo que consideré que era el momento más tenso de la conversación. Estaba orgulloso de agredir a dos personas con nula experiencia en combate y a un viejo profesor de historia. Los ángeles no podían caer más bajo.

—Muy valiente eso de amenazar por teléfono, sí señor. Y eso de secuestrar a mi hermano ¿no lo ves peligroso? —Empecé a reír—. Qué ser más poderoso eres, que agredes a quienes no pueden defenderse.

El ángel se me acercó, colocando el filo de la navaja sobre mi cuello. Me hizo una sutil raja, agarrándome de la barbilla. Ni me inmuté. Me divertía.

—Nos habéis arrebatado el poder para hacer justicia y pienso pagaros con la misma moneda ahora que el resto de mis hermanos se han arrodillado como cobardes ante el rey. —Me soltó. Luego, me dio una bofetada que me partió el labio. Fruncí el ceño, tosiendo por los tirones en las costillas rotas—. Si pudiese, te haría gemir delante de ese soberbio engreído solo para joderle.

—Muy atrevido de tu parte pensar que conseguirías hacerme gemir, pequeñín. —Seguí riendo, con una pose seductora—. Ni cien ángeles arrogantes me harían sentir lo que me da el ángel caído. Soy un demonio y por eso mi corazón le pertenece a uno. Siento joderte la ilusión, pero no hay nada que puedas hacer ahora para salvarte. Lucifer te va a dar un castigo peor que la muerte en cuanto lleguemos.

—Eso ya lo veremos. —Se guardó la navaja con recelo—. Por ahora me conformo con quedarme con el único amuleto capaz de abrir las puertas del infierno.

Apreté los dientes, enfurecida. Aguantaba el dolor como podía. Deseaba que ese engendro desapareciera de mi vista para quejarme. No iba a darle esa satisfacción. No me vería sufrir.

Tiró mi móvil al suelo y lo pisoteó con ganas. Me sacó de mis casillas en un arrebato de ira.

—¡¿Pero qué coño haces, tontopolla?! ¡Te voy a meter un arnés por el ojete hasta que te tiemblen los pulmones! —grité al verlo alejarse, desatando sus alas. Ya no podría ver los mensajes de Luci—. ¿Piensas que dos sacos de plumas me van a intimidar?

Se marchó con furia, cerrando de portazo y dejándome con las palabras en la boca. Forcejeé con las esposas sin éxito. La navaja debía ser la llave de la que hablaba la profecía. Lo que me quedaba por descubrir era para qué servían entonces el anillo y la pulsera. Eran preguntas que sabía que Levi ya no podría responder. No después de mentirnos. No me molestaba su traición, sino las posibilidades de su envidia. ¿Qué más escondía?

Me sentí culpable por discutir con Thiago. Se encontraba en la misma situación que yo y lo último que nos dijimos fue que no podíamos seguir ocultándonos lo que nos atormentaba. Habría deseado lo que fuera con tal de abrazarlo y pedirle perdón. Y puede que acabase haciéndolo. A la velocidad a la que íbamos, llegaríamos antes de que empezara el último día de las Iralimpiadas

Pasé el resto de la noche sin poder dormir. Y mientras trataba de conciliar el sueño, me vi envuelta en una serie de imágenes que me atormentaron. Vi un asesinato en un crucero en medio de una tempestad, personas huyendo despavoridas durante un festival y oro fundido que parecía miel derramándose sobre un ataúd.

Soñé con mi hermano con un bebé entre sus brazos. Corrí hacia él, pero su cuerpo se desvaneció. Vi llamas, pero no era la mansión. El fuego flotaba sobre la superficie del mar. Vi un anciano con un bastón de flores verdes despedirse de una joven en un jardín hermoso. Y lloré. Lloré tanto que mi visión se tornó oscura. Y Bela apareció. Me agarró de la mano y me abrazó. Me protegía de un león coronado sobre billetes y sangre.

En uno de los despertares febriles, pensé en lo que habíamos descubierto en Oxford y en ese viaje de turismo a Londres que debía posponer hasta nuevo aviso. Me quedé embobada imaginando cómo sería pasar unos días allí acompañada de Luci. Soñé con una boda azul. Y él estaba allí.

Aún después de meses tratando de apartarlo de mi mente, con los sentimientos destrozados por sueños fantasiosos que quién sabe si alguna vez se cumplirían, siempre acababa volviendo a él. Solo a él.

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