💋CAPÍTULO 5 (PARTE 2)💋
Ya que mi hermano no estaba dispuesto a seguirnos por su obsesión con el demonio de la ira pelirrojo, decidí seguir la investigación con el profesor Levi y la avara Celia.
Entre el trayecto hasta el puerto y la travesía en barco hacia Reino Unido reflexioné sobre lo último que había hablado con Thiago. Me sentía culpable por no haberle expresado cómo me sentía más a menudo. A ambos nos costaba ser sinceros sin sarcasmos de por medio, y la primera vez que sacamos la honestidad, fue para discutir. No sabía que lo había sufrido tanto. Que yo fuese insoportable no era novedad para él.
El navío partió en mitad de una noche cerrada. Era la suerte de ser Pecados Capitales, cualquier ciudadano haría una excepción por nosotros.
Durante las primeras horas, me dediqué a chinchar a mis compañeros tripulantes haciéndoles bromas.
Levi tenía por costumbre toser y en una de las charlas le dio un ataque en el que estuvimos a punto de cancelar la investigación del susto.
Según él, no era nada. Según yo, ese caballero estaba ocultando un problema que le pasaría factura.
Conforme fue pasando la noche, le pregunté a la pareja cuál era la frecuencia con la que tenían relaciones sexuales. El tema surgió de manera espontánea en nuestra tercera conversación forzada fruto de mi aburrimiento. El profesor se recolocó las gafas con incomodidad, sonrojado y murmurando para sus adentros. Me dijo que usaba un lenguaje soez, poco sofisticado para una princesa.
—Para princesa la coneja que tengo entre las piernas —le dije en respuesta.
No volvió a hablarme por el resto de la noche.
Celia, en cambio, era una mujer estupenda. Mientras su amante dormía como un señor mayor en uno de los camarotes —deducía que era consecuencia de la edad, o de la tos maligna que se apoderaba de él—, decidí ver las estrellas tumbada en una sala con un techo de cristal junto a mi nueva amiga de viaje. Nos cubrimos con mantas para evitar las ráfagas de frío polar.
—Oye, no quiero meterme donde no me llaman, pero eso que habéis hablado tu hermano y tú antes... —comentó ella, provocando que frunciera las cejas.
—Ha sido una pelea sin más. Él puede hacer lo que quiera con su vida. Además, lo hace porque está enamorado —bufé al decir la palabra, rodando los ojos.
—¿Y tú? ¿Lo estás?
—¿Enamorada? —Chisté—. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Es que prefieres que no lo esté?
Incliné el torso para situarme a su lado. La mujer se apartó al incomodarla con mi cercanía. Se le agitó la grasa de la barbilla al hacerlo.
—No, era curiosidad. Es que yo nunca he sabido lo que es enamorarse. O sea, el profesor Levi es muy inteligente y eso es lo que me atrae de él, pero físicamente... —Hizo una mueca que no necesitó explicaciones—. En fin.
Los ojos me brillaron de intriga. Me senté con las piernas recogidas, cubriéndome con la manta de capa.
—Si me cuentas qué quieres conseguir con esta investigación, te contaré más sobre el enamoramiento. —Apoyé la cabeza sobre una mano, curiosa.
Ella se incorporó para colocarse en mi misma posición, enfrentadas. Se cubrió con la manta, titubeando.
—Verás, creo que tengo un problema. —Se rodeó la boca con el terciopelo de la manta, avergonzada—. Estoy obsesionada con las joyas. Soy cleptómana, pero mucho. Y me siento fatal.
—Soy ninfómana y sadomasoquista —Mi mirada impasible la animó—. No hay nada de lo que avergonzarse, reina.
—Ya, pero es que vine porque el profesor me dijo que entre todo este rollo del fin del mundo hay un tesoro oculto en Egipto. Es uno de esos sellos raros de los que hablamos en la cena, de la profecía —explicó, gesticulando con dramatismo—. Y ahora necesito saber qué contiene.
No tenía interés alguno por un puñado de oro o joyas de la época de Tutankamón. Lo único que quizás me podría atraer era información sobre la vida íntima de Cisne, una de las primeras reencarnaciones de la lujuria y la más longeva.
—¿Qué estarías dispuesta a hacer con tal de conseguirlo?
Celia no parecía tener malas intenciones, pero su codicia podría perjudicarme en momentos de estrés. No me convenía tener en alianza dudosa a una mujer que se vendería por riquezas al bando enemigo.
—Pues... Haría mucho. Eso seguro. —Se mordía las uñas, nerviosa.
Me quité la pulsera de plata bañada en zafiro que pertenecía a mi hermano. Era uno de los amuletos sagrados que protegía de las maldiciones que nacían de la profecía del apocalipsis.
—Te daré esto si juras que yo seré tu prioridad principal en esta aventura. —Se lo mostré y ella abrió los ojos, salivando. Estaba embobada—. Hasta que no evitemos la ruptura de esos sellos, no te lo daré. Luego, podrás quedarte la reliquia tanto como quieras.
—Claro, por supuesto. —Asentía, pero no sabía hasta qué punto hablaba su ansia o su cerebro.
Se la oculté de la vista cuando me la volví a abrochar entorno a la muñeca. Ella se recompuso, sonrojada.
—Si intentas quitármela por la noche, o descubro que no la tengo antes de cumplir nuestro acuerdo, me obligarás a tomar medidas contra ti. —Me encogí de hombros, seria—. Pero como no queremos que eso pase...
La mujer parecía asustada cuando me vio ponerme en pie. No era la clase de persona que antepusiera la avaricia al pavor. Prefería conservar su vida antes que perderla en un baño de monedas de oro. Si Pol hubiese aprendido de ella, tal vez seguiría vivo.
—¿Dónde vas? —preguntó, intrigada.
Me acerqué a la maleta. Rebusqué entre lubricantes y mudas de lencería hasta que encontré un perfume de aroma a canela. Se lo arrojé a Celia y ella lo agarró al vuelo, oliendo con curiosidad.
—Querías saber de quién estoy enamorada. Ahí lo tienes. Mi corazón pertenece a la persona que desprende ese aroma. —Sonreí, dándole una patada a la maleta para deslizarla hasta uno de los camarotes—. Y si me disculpas, me voy a estirar y a dormir.
Cerré la puerta tras de mí y respiré hondo. No me cabía duda de que esa noche volvería a quedarme despierta hasta tarde. Los pensamientos me caldeaban la cabeza y las emociones me recorrían el vientre con éxtasis.
Agarré el móvil, llamando primero a mi hermano. Al ver que no estaba disponible, pensé que debía haber cogido ya el avión. Le dejé un mensaje para cuando llegara a su destino pidiéndole perdón por lo que habíamos hablado.
Escuché el ruido de las olas en el exterior y me asomé por la ventana. Las olas creaban un vaivén que a más de uno le habría provocado arcadas. Vi una luz lejana, pero imaginé que se trataba de un buque mercante.
A pesar de oír las súplicas de la parte de mi alma que me pedía que no fuera tan estúpida, volví a fijarme en la pantalla del móvil y me metí en el chat de Lucifer para ponerle un sutil mensaje:
—Hola, Luci.
Escuché el traqueteo de la puerta por la mañana. Desperté para contemplarme desnuda bajo mantas de terciopelo. No quería mirar los mensajes del móvil. Tenía varias notificaciones, pero la ansiedad que me generaba leerlos me llevó a arrepentirme del bajón nocturno. Había pasado varios en la última semana e incontables a lo largo de los meses posteriores a la reunión del ángel caído en el castillo de Praga.
—Cassandra, ya hemos llegado al puerto de Southampton. Nos va a recoger un coche para llevarnos a Oxford —anunció el profesor Levi desde el otro lado de la puerta.
Solté un gruñido cansado. No había pegado apenas ojo y despertar me resultaba un infierno. Tenía la piel pegada a la cama y me pesaban las extremidades.
Cogí fuerzas de donde pude y me vestí. Me aseé, rezando por poder alojarnos en Londres tras terminar el viaje a la universidad. Ya que íbamos a estar un tiempo recorriendo el mundo, prefería disfrutar del turismo que las responsabilidades como Pecado Capital no me habían permitido tener. Lucifer se encargaría de dirigir mis negocios mientras estaba fuera. Por algo era el rey.
Al bajar del barco, me puse las gafas de sol y el gorro para cubrir mi identidad. Los tres paseamos por la pasarela junto al mar de la región industrial del puerto. Vimos al representante del gobierno que nos acompañaría en nuestro trayecto esperando junto a un coche negro de cristales tintados.
Nos saludó con la mano y le devolvimos el gesto. El profesor Levi vestía como si formase parte del siglo XIX y olía a estantería roída de unos cientos de años de antigüedad. Descubrí que era su colonia y que se la había regalado Celia. Preferí no comentar al respecto.
Llegando al vehículo, un par de hombres trajeados nos acorraló por delante y por detrás. Salieron desde dos puntos ciegos de la dársena, rodeándonos sin que pudiésemos reaccionar.
—¿Son los Pecados Capitales? —preguntó un hombre de ojos verdes y sonrisa maliciosa.
Me llevé una mano al bolsillo. Palpé la navaja fingiendo que estaba buscando el móvil por el miedo.
—¿Quién es usted? —preguntó el profesor sosteniendo su maletín con firmeza—. No me fío de su olor.
—Hace bien.
El desconocido que llegaba por detrás desenfundó una pistola y disparó al agente del gobierno que nos iba a escoltar. Este cayó al suelo, malherido.
Me giré. Antes de que pudiese disparar al profesor, lo apuñalé en el cuello con la navaja. Las dos alas a sus espaldas se desvanecieron entre plumas alocadas. Su expresión de sorpresa indicó que no se lo esperaba. Su cuerpo se convirtió en polvo. Virutas estrelladas se precipitaron sobre el muelle ante la mirada de los trabajadores del puerto que no podían creer lo que veían.
El misterioso hombre de ojos verdes chocó contra el capó del coche, asustado al ver el brillo de mi navaja. Huyó despavorido como si fuese un ciudadano más aterrado. Hice el ademán de seguirlo, pero el profesor me detuvo.
Empezó a toser. Aquella vez fue a más.
—Profesor, ¿qué coño le ocurre? ¿Por qué tose tanto? —pregunté, viendo la sangre en el pañuelo con el que se limpió—. Tiene una enfermedad grave, es evidente.
—Vamos al hospital. —Celia ayudó al agente del gobierno a meterse en el vehículo y se subió al asiento de piloto.
—Me cago en la hostia. ¡No podíamos tener el día tranquilo! —exclamé llevando a Levi hacia el asiento de copiloto.
Me coloqué detrás con el escolta y le pedí a la avara que arrancara en dirección al hospital más cercano. Después, me arranqué la manga y envolví el abdomen del herido con ella para hacerle un torniquete.
—Hospital no. Llevadme a una farmacia. Sé lo que necesito —pidió el profesor haciendo aspavientos sin dejar de toser.
—Ya, ¿y qué coño hacemos con el herido? —me quejé.
Al mirarlo de nuevo, vi que había muerto. Se me removió el estómago. El agente tenía la piel de un tono azulado a consecuencia de una sustancia.
Entre la sangre del inglés pude ver restos de un material extraño, un líquido que solo los ángeles debían conocer.
—Profesor, antes de que la tos vuelva a dejarlo sin habla, ¿qué significa la sangre con restos de plata? —Le enseñé uno de mis dedos cubierto de la sustancia al asomarme entre los asientos delanteros.
Él abrió los ojos, abrumado.
—Iban a por mí. Maldita sea. —Tosió, enfurecido—. Mi enfermedad es única, Cassandra. Quien usa plata contra mí, conoce mi debilidad. Pensaba que estaban de nuestro bando, pero me equivocaba.
—¿De qué estás hablando?
—No sé qué es lo que quieren de nosotros, pero está claro que no se esperaban que tuvieses los amuletos. —Veía al viejo pensar y me agobiaba la falta de información—. Ese era Voriel. El ángel de ojos verdes es el líder de los rebeldes. Si está aquí es porque quiere algo de nosotros, o porque no quiere que te cuente lo que sé.
—No me estás resolviendo nada con tanta incógnita, Levi. —Subí el tono de voz por inercia, volviendo a sentarme para ponerme el cinturón—. ¿Qué tiene eso que ver con tu enfermedad?
El profesor se giró para mirarme, cubriéndose la boca con el pañuelo al toser.
—Puede que en la universidad hallemos las respuestas que buscamos. —Su cerebro iba más rápido que sus palabras—. Verás, llevo enfermo de esto desde que tus padres murieron en el incendio.
Una expresión seria nubló mi rostro, confusa.
—¿Cómo...?
—La masacre de tu familia no fue lo único que ocurrió ese día.
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