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🔥CAPÍTULO 4 - NUNCA ME RENDIRÉ🔥

Me terminé de recoger la melena en un moño y me abroché el uniforme negro de escamas granates. Frente al espejo podía ver cómo me temblaban los ojos por el pánico. Enfrentarme a una guerra no me aterraba, era la pérdida lo que me angustiaba. Un recuerdo fugaz de mi madre se me cruzó por la mente, seguido de uno de Kenji en nuestros entrenamientos. El mismo muchacho que antaño competía conmigo para canalizar su ira por el asesinato de su mejor amigo ahora nos retaba en un duelo a muerte.

¿Qué quería? Esa era una buena pregunta.

Salí del cuarto de aseo y me dirigí hacia la sala de mando, determinada. El resto del equipo técnico vigilaba el reloj para dar comienzo a la matanza del segundo día. En cuanto dieran las cuatro de la tarde, los participantes de las Iralimpiadas tendrían permiso para asesinar candidatos. Esperaba poder llegar hasta mis bailarinas de hierro antes de que sonara el pistoletazo.

—No deberías ir. Tu equipo quedará descalificado —me advirtió Hugo, que bostezaba. Su compañera dormía sobre el escritorio frente a las cámaras de los drones.

—¿Crees que me importa ganar a estas alturas? Satanás sabe dónde atacar y no le importa el premio. Solo quiere crear caos. —Me fijé en los monitores que reflejaban la situación de mis aprendices.

Las vi enterrando a Lidia bajo un montón de guijarros y me sentí orgullosa. El sentido de unidad y respeto que se tenían era legendario. No fui yo quien les enseñó a amar y aun así lo hicieron. Compartir tanto tiempo juntas era lo que me daba esperanzas de que pudiesen sincronizarse para sobrevivir. Si se trataba de su habilidad, no tenían rival. La desventaja era tener que enfrentarse a un Pecado Capital curtido en la batalla por un monje imbatible.

Di media vuelta para retirarme. La mano me vibraba. Nadie podría detenerme. Si Lucifer osaba ponerse en mi camino, lo apartaría sin dudarlo. No era mi rey, nunca lo fue y nunca lo sería. Mis chicas eran más importantes que su soberbia.

Por el pasillo, pensé en mi madre y en la catana con la que acabó con su vida. Mató a Yakuzas y a su propia familia con ella. La bendición que le otorgó su ira se convirtió en su perdición, la muerte de la cordura y el amor. Deseaba no caer en sus pasos. Si usaba su arma, era para proteger a mis bailarinas, no para dejarme seducir por los demonios que me gritaban que no tuviera misericordia.

Escabullirme del coliseo y alcanzar un jeep privado para desplazarme por la isla fue sencillo. Los guardias me acompañaron con la idea falsa de que debíamos solucionar un problema técnico de la arena de combate. Mientras nos adentrábamos por el bosque frondoso, veía la cámara de los drones que vigilaban a mis aprendices y al equipo que se había unido a ellas.

Para mi sorpresa, se estaban aproximando a un valle montañoso con una vasta pradera verde por la que atravesaba un arroyo ramificado en afluentes. Por la región de cavernas en el oeste, la alianza comandada por Satanás los acechaba. Iban peor armados que mis bailarinas y sus nuevas compañeras rusas —a las que su propio entrenador debió abandonar en favor de su venganza—, los italianos y los estadounidenses. Mi ayuda como jueza de la ira les sirvió para tener una ventaja estratégica que no dudaría en aprovechar.

Le pedí a los guardias que detuvieran el jeep en lo alto de una colina, observando la mochila a mi lado, en el asiento trasero. Titubeé unos instantes. Los drones no podían captarnos por no ser parte de la competición, pero aún así debía cubrirme el rostro. Decidí agarrar una copia de la máscara de oni que usaba Satanás y la alianza de equipos y me la puse. Respirar me supuso un reto más complejo, pero así me aseguraría de que nadie en el público conociese mi identidad.

Después, vi el brillo de la hoja entre las sombras de tela. Agarré la empuñadura y desenvainé la catana de mi madre. El sonido metálico sorprendió a los guardias, que me preguntaron por mis intenciones.

—Se están incumpliendo las normas de las Iralimpiadas —respondí sin mirarlos. Bajé del vehículo de un salto, colocándome la vaina de la espada pegada al cinturón—. Debo intervenir. Volved e informad al equipo de pecados de que Satanás debe ser descalificado.

Tragaron saliva y asintieron. Conforme el jeep se alejaba, una nube de tierra se alzó. Sonreí. No presenciaba un incumplimiento de las normas en el hermoso paisaje arropado por los rayos de sol. Lo que tenía ante mí era una prueba del destino. Un último baile que librar con mi viejo rival para demostrar quién aprendió del maestro Raikino.

Sangre. Hierro. Honor.

Me repetía sus palabras conforme descendía la ladera. Las bailarinas aprovechaban las zonas de arbustos para ocultarse. Se escondían tras los troncos de los árboles, usando silbidos para ubicarse.

Sin embargo, a través del teléfono pude ver que la alianza de mi enemigo avanzaba con sigilo entre una colina rocosa que les permitía permanecer ocultos a ojos ajenos. Estaba tan concentrada en formar mi estrategia mental que no me di cuenta del crujido de la rama hasta que fue tarde.

Me agaché por inercia y una espada sobrevoló mi cabeza. De un tajo horizontal, corté la carne. Mi adversario usó sus últimas fuerzas para lanzar una estocada con su arma, pero pude esquivarla a tiempo. Lo apuñalé con la catana en el pecho. Al sacarla, solo necesité un movimiento para cortarle la cabeza.

El candidato cayó al suelo y un tambor de guerra resonó la zona. No era miembro de ninguna alianza. Debía ser un alemán de los rezagados durante la tanda de trampas que acabó con varios muertos en el primer día.

Apreté los puños. Mi teléfono tenía la pantalla rota en mil pedazos. Acababa de perder la única ventaja que tenía sobre Satanás. Debía centrarme en llegar junto a mis chicas. Si lo lograba, lucharíamos codo con codo hasta la muerte —la contraria o la nuestra, aquello daba igual—.

El trueno sonó. Un estruendo largo e intenso repartido por la isla. Miré el reloj. Eran las cuatro en punto. Una voz sonó a través de los altavoces anunciando el comienzo del segundo día. Se me erizó el vello de la nuca. Debía darme prisa si quería llegar hasta las bailarinas de hierro.

Mis zancadas fueron ágiles y silenciosas. Usaba las piedras en el arroyo para desplazarme sin ser vista, ocultándome entre arbustos. La ira me llenaba el corazón con cada paso que me acercaba a mi equipo. Era veloz. Fugaz. Fluida. Una danza que me nacía por inercia. Automática. Feroz.

En la distancia, pude ver una lluvia de fuego cruzada. Disparos se dispersaban por los árboles y arrancaban astillas de la madera. Me oculté tras un árbol. Al asomarme, vi a los portugueses con máscaras de oni disparando contra los sicarios italianos. No podía pasar a través, ni tampoco debía interrumpir el curso natural de la competición. Lo único que deseaba era que Satanás no encontrara a mis bailarinas antes que yo.

La masacre bañó el río de escarlata antes de lo previsto. Los italianos cayeron, pero los portugueses tuvieron que retirarse por las numerosas bajas. Aproveché el cese de disparos para tumbarme y arrastrarme. Los cadáveres a mi alrededor ensuciaron mi uniforme de granate. Era una sensación viscosa que se me hacía familiar. No dejaba de rememorar aquel día en la aldea. Tantos muertos. Tanta sangre. Tanto odio.

El alma me tiritaba entre lágrimas de recuerdos rotos.

Me incorporé en cuanto no hubo peligro. Sostenía la catana con fuerza, dispuesta a matar a quien quisiera enfrentarme.

Un dron pasó de largo sin detectarme. Sabía que Hugo estaba detrás, procurando que se me viera lo menos posible de cara a la muchedumbre furiosa que animaba a sus países desde las gradas del estadio.

Agradecía su ayuda. Ambos creíamos en la justicia, y el único modo de aplicarla era usando la igualdad.

A lo lejos, vi al equipo ruso retirarse hacia las montañas en el lado este del valle. Pretendían refugiarse en las cuevas y cargaban con heridos. Estuve a punto de perder los nervios cuando contemplé que no había ni una sola bailarina de hierro con ellos. ¿Por qué se marchaban? ¿Habían perdido la escaramuza contra Satanás tan rápido?

Se escuchaban tambores de guerra con cada muerto que caía sobre la hierba. Dejé de prestar atención a su ritmo en cuanto me adapté a oírlo. Era tan frecuente que no podía parar de imaginar la masacre que se estaba llevando a cabo.

Salté por encima de un tronco caído, llegando a la pradera verde donde habían montado barricadas con sacos pesados que llegaron como suministros para protegerse de la alianza de candidatos de máscaras de oni.

Uno de nuestros enemigos, un colombiano, acababa de perder un brazo a manos de una cuchilla que apareció desde las sombras. Una sonrisa de esperanza se dibujó en mi rostro al creer que mis guerreras seguían sin rendirse.

Me crucé con un par de japoneses armados con hachas. Eran miembros de la Yakuza, así que deduje que formarían parte del equipo de Kenji.

Coloqué las piernas en una pose defensiva. Alcé mi arma con un silbido metálico. La humedad de la sangre en el uniforme me refrescaba. Olía a metal. Sentía la viscosidad en los guantes. La máscara me permitía ver lo que había ante mis ojos, pero mis laterales estaban ciegos. Debía ir con cuidado. Si me veía obligada, me la quitaría para salvaguardar mi vida.

Uno de los candidatos se abalanzó sobre mí. Desvié el filo de su hacha con un chasquido metálico. Me incliné para defenderme del hacha arrojadiza del segundo. Me rozó el brazo. Solté un quejido de dolor antes de cortarle los tendones de las rodillas al primero y apuñalarlo por la espalda. Lo agarré del cuello y lo usé de escudo humano. El hacha arrojadiza impactó en su frente justo a tiempo. Tiré el cadáver a un lado.

—¡Déjate de tonterías y lucha como un puto hombre! —grité con una furia abisal, desviando una de las hachas arrojadizas con la catana.

Lo alcancé rápido. Preparaba un cuchillo para defenderse, pero le corté la mano antes. De un tajo, le rebané el cuello. Una patada bastó para tumbarlo boca arriba. Los sonidos guturales no me detuvieron. No había misericordia. Solo rabia. Los ojos me ardían de ira.

Escuché movimiento cercano. Me giré. Un empujón me lanzó dos metros atrás. Choqué contra el tronco de un árbol. Me quedé unos instantes sin respiración. Tenía la máscara a medio romper. Me la arranqué de un movimiento. Un hilillo de sangre se derramaba por mi frente. Veía borroso. Estaba mareada. Un gigante con una máscara de demonio se me acercaba portando un puño americano.

Fruncí el ceño. Apreté los puños. Mis dedos rodearon el mango de la catana, preparada para el ataque. No me rendiría. Una reina nunca debía rendirse.

Aquel maníaco japonés estuvo a punto de destrozarme el rostro de un puñetazo, pero una cuchilla se le clavó en la muñeca. Un filo atravesó su rodilla. Provocó un crujido grotesco que lo hizo chillar. Cayó de rodillas. Una lluvia de cuchillas lo convirtió en un puercoespín. La última cruzó su grueso cuello de un lado a otro. Le desencajó la mandíbula. Samanta se la arrancó de un gesto, observándome con incredulidad.

—¡Maestra! —Se alegró, tendiéndome la mano—. Has venido.

Me incorporé percibiendo un martilleo molesto en el pecho. La agarré del pelo y la abracé. Junto a ella, el resto de bailarinas de hierro ponían en marcha sus entrenamientos para sincronizarse y matar al clan de Satanás.

Las veía hacer acrobacias, apoyándose unas en otras. Daban saltos y se columpiaban para mantener ojos en cada frente. Arrojaban cuchillas, blandían espadas con agilidad y las empuñaban para hacer rodar cabezas. Esquivaban las estocadas y las devolvían. La fuerza de sus adversarios era redirigida hacia sí mismos. No había quien las parara.

—¡Maestra! —Sonrió una de las trillizas Evergarden al verme.

Era la más tímida de las tres, aquella que me felicitaba las fiestas y me preguntaba por cómo estaba después de cada entrenamiento.

Un disparo atravesó su cuello. La sangre brotó y sus dos mellizas gritaron en consonancia, presas del terror. La vimos caer de bruces. Satanás apareció con una pistola en mano desde los árboles. Disparó a Julia, otra de las bailarinas, pero ella logró sobrevivir al impacto. Al ver que se enfocaron en él, se ocultó tras las barricadas.

—¡Pienso matarlo! —exclamé, tosiendo de dolor.

—Tenemos que llevarte a un lugar seguro —replicó Samanta sosteniéndome del brazo—. Hemos venido por ti, y moriríamos por ti.

—Y yo por vosotras, soldado. —La agarré del uniforme tratando de evitar que las lágrimas se me derramaran—. Llévate a tus hermanas de danza lejos de aquí. Id a las montañas. Allí sobreviviréis.

Ella titubeó, pero al fin ordenó que Rachel Evergarden y Julia la siguieran lejos del campo de batalla. La melliza estaba en shock tras la muerte de su hermana, por lo que solo necesitaron guiarla por los bosques.

Me deslicé entre los cuerpos sin vida para enfrentarme a Satanás. De camino, atravesé la espalda del último candidato japonés que intentaba matar a mi danzarina Paola. El dron que circulaba por la zona captó el momento exacto. Le enseñé el dedo corazón, agarrando una pistola del suelo. Disparé a la cámara hasta que el trasto cayó sobre un portugués y le explotó en el pecho.

Caí al suelo por la onda expansiva, perdiendo la pistola. Cuando pensaba que no podría levantarme, me vi sacando fuerzas del infierno para hacerlo. Apoyé el filo de la catana sobre el césped. Una brisa me acarició. Escuché disparos y gritos. El rugir de las espadas me dispersó la atención.

Vi cómo Satanás salía de detrás de las barricadas para cortar el brazo de Irene, la misma chica tímida que nos traía la comida de los sábados. Su sonrisa cortés y dulce se convirtió en una cicatriz sanguinolenta cuando mi viejo amigo Kenji cortó su cabeza en dos fragmentos de un tajo de la catana.

Cuando la otra trilliza Evergarden fue a vengarla, el demonio de la ira esquivó la cuchilla. De un tajo, le abrió el pecho y el vientre. Ella cayó de bruces sobre la tierra, tan malherida que no sobrevivió al impacto. Las mismas tres hermanas que reían y se acompasaban con una hermosa danza, ahora ya solo serían memorias. El fuego en mi interior creció hasta la más profunda desesperación.

Me lancé al ataque sin dudarlo. Corrí a zancadas hacia mi rival. Al verme, chocamos las catanas. Un chasquido metálico nos acompañó. Saltaron chispas por la violencia. Cada golpe que nos lanzábamos podría decapitar a un elefante. Lo alejé de las barricadas y lo llevé hasta los bosques. Estaba tan concentrada atacándolo que no percibí el movimiento a mi alrededor.

Un cuchillo estuvo a punto de cegarme un ojo, pero Paola lo detuvo a tiempo. Agarró al portugués al que pertenecía de la muñeca. Lo tiró al suelo con una llave. Usando las piernas, le crujió el cuello.

—¡Cuidado! —Me señaló a las espaldas.

Logré esquivar el arma de Satanás, dándole una patada en el vientre. De un codazo le desbaraté la postura. Le hice un corte en la pierna antes de recibir un puñetazo. Bloqueé el impacto de su catana al alzar la mía. Me quedé de rodillas.

—¡El maestro me quería a mí como su heredero! —gruñó Kenji a través de su máscara. Tenía el pecho lleno de arañazos sangrientos.

—¡Me da igual lo que quisiera Raikino! —Saqué fuerzas de donde pude para levantarme, aguantando el peso de su filo con temblores—. A mis bailarinas no las tocarás. Hasta que no las vea sanas y salvas ¡no me rendiré!

Le di un empujón con el hombro. Le clavé la punta de la catana en el abdomen, obligándolo a huir. Mientras los candidatos colombianos escapaban de la pradera escoltando a su líder, el último mercenario portugués me apuntó con una pistola.

No tenía escapatoria. Respiré hondo, cerrando los ojos. Al escuchar el disparo, lo confundí con un tambor de guerra. Sonó un estruendo seco. Alguien cayó sobre la hierba.

No me dolía el cuerpo. Seguía con vida. Al abrir los ojos, vi cómo el cuerpo del portugués yacía tendido entre raíces con una cuchilla clavada en la frente. Paola se giró para mirarme, sonriente, pero el hueco de bala en su corazón comenzó a sangrar. Se tambaleó hasta mí. La sostuve entre mis brazos. Solté la catana de la impresión. Empezaba a marearme.

—Maestra... —Caí de rodillas, todavía arropando su cuerpo—. Tengo frío.

No pude controlar que las lágrimas inundaran mi visión. Si ver morir al resto de chicas me había dolido en el alma, con ella no habría excepción. No podía evitar imaginarla en las fotos que me enseñaba con su familia. ¿Qué le diría a su madre? Se me vino el pensamiento a la mente y la rabia me llenó de fuerza.

—Estoy aquí contigo. Te voy a llevar con las demás y saldremos de esta, ¿vale? —Le acaricié la mejilla, dejando un rastro granate tras mis dedos. Presionaba la herida sabiendo que no serviría de nada—. Samanta te curará. Ella sabe de eso.

Un dron nos grababa entre las ramas, pero no me importaba. Si querían descalificarnos, que así fuera. No temía las consecuencias. Mis bailarinas de hierro eran lo más parecido a una familia que tenía.

—¿Puedo hablar con mi madre? —La palidez del rostro de Paola anunciaba la tragedia. Me la acerqué para abrazarla.

—Enseguida la llamo, cariño. —Deslicé la mirada hacia la cámara, mostrando la vulnerabilidad con un gesto de furia contenida que pronto desataría.

No perdonaría a Satanás por aquello, pero tampoco me perdonaría a mí por no haberlas tratado con más cariño. De haber sabido que las Iralimpiadas se jugarían al último superviviente, las habría amado como a hermanas pequeñas. Pero ya era tarde. Y Lucifer tenía la misma culpa por haberlo permitido.

—Maestra... —susurró la danzarina, me la aparté para mirarla a los ojos—. Gracias por enseñarme a ser yo misma.

La vida en sus ojos se desvaneció conforme una última lágrima se derramó por un lateral. La dejé en el suelo. Un tambor de guerra sonó para indicar su muerte. Agarré la catana de entre los hierbajos, todavía conmovida por los dolores y las heridas. En cuanto la adrenalina pasara, me vería envuelta en una espiral de calambrazos y violentos latigazos. Pero no me sometería.

Me quedaban tres bailarinas por proteger. Y no me rendiría hasta ponerlas a salvo. Nunca me rendiría.

Asegurándome de que no me siguieran, usé los atajos entre lo que recordaba de los planos del bosque para reunirme con ellas en la ladera de la montaña donde lograríamos ocultarnos junto al resto de la alianza rusa y estadounidense.

No dejé de pensar en mi madre. Sabía que el equipo de recogida de la competición llegaría para llevarse los cadáveres, pero no dejaba de pensar que Paola, igual que sus compañeras, merecía un entierro digno de una valquiria.

La energía que usaba para presionarme las uñas contra las palmas de las manos hasta rasgar el uniforme no me dejaba reflexionar. Me hice sangre de la emoción. La mujer que me trajo al mundo sucumbió ante la seductora llamada del demonio Oni que llevábamos dentro. Heredé su tormento y la voz que me pedía que degollara a quien se interpusiera entre yo y mi objetivo. Pero no podía.

Yo no era ella. Jamás lo sería. No cedería ante mis impulsos. Sangre. Hierro. Honor. Me repetía las frases que usaba durante la meditación bajo la cascada, las mismas que Raikino me enseñó. "Mi ira es mi fuente de poder, y por ello debo controlarla", respiré hondo, parándome en mitad de los bosques para respirar. Apoyé la espalda en el tronco de un árbol, arrugando el rostro para llorar.

—Soy más fuerte que mi ira. Soy más poderosa que mis deseos. Soy más sabia que mis deseos —susurraba sin dejar de ver la sangre bañando la hoja que una vez se cubrió con los restos de mi madre—. Soy más fuerte que mi ira. El Oni no me detendrá.

Los recuerdos de aquella figura alada que me sacó de la masacre en la aldea de Japón no dejaban de interrumpirme.

Eran memorias fugaces. Vívidas. Me pedían que matara. Me pedían que saliera a campo abierto y derramara la furia de los dioses sobre mis enemigos hasta que no quedara ninguno en pie.

Pero ese no era el sino del guerrero en el que me educó Raikino. Para detener aquel ciclo, debía ser pausada. La elegancia de la ira era la magia de la tenacidad.

Me incorporé, secándome las lágrimas con el dorso de la manga. Sacudí la cabeza, acelerando el paso hasta que vi a Samanta sosteniendo la frente de Julia para dejarla vomitar. Rachel sostenía una cuchilla en sus manos, atenta al peligro. Al verme, estuvo a punto de dar saltos de alegría. Se controló para no llamar la atención de los demás candidatos.

La abracé para transmitirle paz. Hice lo mismo con cada una de las supervivientes y les aseguré que saldríamos con vida.

Al volver a verlas en aquella escena tan dramática, contemplando el miedo en sus ojos y la tristeza en sus corazones, lo supe. Con tal de defenderlas de su destino en las Iralimpiadas, nunca me rendiría.

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