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🍫​CAPÍTULO 20 - ECLIPSE PARCIAL🌙

Estaba a punto de morir y tenía miedo.

Todo a mi alrededor era tétrico y oscuro. La versión espectral del hotel-casino me enfriaba la nuca con cada sonido misterioso que no lograba identificar. Venían de las paredes hechas de moho y viscosidades. Venían del suelo plagado de alfombras hechas de arañas y pastas de fétidos aromas. Ante mí, la oscuridad era la compañía constante.

La ausencia de luces me recordaba a mi infancia.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —preguntaba con eco al aire, esperando que alguien me sacara del pasillo con luces parpadeantes en el que mi propia conciencia me había metido.

—¿Dónde está Luci, me cago en la hostia? —gritó Cass como un trueno apareciendo en escena.

No la veía. No la veía por ninguna parte y parecía tenerla al lado.

«Por favor, Cass. Por favor», suplicaba sin respuesta.

¿Dónde estaba, mi amor? Mi dulce y tóxico amor.

—Se ha ido a cargarse a no sé quién de la prensa —protestó Mario, también cerca de mí y sin un cuerpo al que poder contemplar—. Me he cagado encima de la tensión. No sé qué hacer para ayudarla.

—¡Chicos! ¡Estoy aquí! ¿Por qué nadie me escucha? —sollocé con el pánico creciendo de entre mis venas.

—Porque la Hambruna ha venido para quedarse, flacucha adicta. —Mi propia voz me hizo girar la cabeza.

En el extremo del pasillo, en una intersección del rellano, yo misma estaba plantada con los ojos negros y el cuerpo perfecto que siempre había deseado tener.

Aquel en el que me quería convertir cuando observaba el espejo y veía una distorsión irreal de mi cabeza.

Lo que estaba viendo era en sí una distorsión, pero no sabía cómo detenerla.

—Aléjate de mí, zorra. —Retrocedía sobre mis pasos con la idea de que así escaparía antes.

Un error.

Choqué contra una superficie esponjosa. Al dar media vuelta, una versión obesa de mí misma me detuvo y me empujó al suelo.

Me arrastré unos metros arañando la alfombra viscosa. Al ponerme en pie, un río de chocolate desembocó en el pasillo donde me encontraba.

La corriente placó mi cuerpo con la fuerza de los mares. No podía moverme. Rezaba por tropezarme con una tubería rota a la que agarrarme o una puerta por la que sumergirme.

Tragué y tragué y el sabor dulce me devolvía una vitalidad que se me escapaba de los dedos. Era mi maldición. La condena de una vida de vicios que pasaba factura hasta destrozarme.

Chochaba con las paredes entre crujidos de huesos. Los míos. El afluente surcaba ríos invisibles de pasillos. Llegamos a las escaleras y el ritmo frenó de golpe. La potencia con la que me disparó fue suficiente para tirarme por el hueco. De pronto, estaba en caída libre.

—¡Otra vez! —gritó Cass a mi lado. Tenía los mechones pálidos pegados al cuello del sudor.

—¡Cass! Ayúdame. —La agarré del brazo y ella me miró con impresión.

Luego, sonrió.

—Vas a salir de esta, te lo prometo. —Me agarró de las mejillas para darme un beso.

La dulzura con la que lo recibí me distrajo del peligro real. Cerré los ojos y me dejé llevar.

En el parpadeo, la imagen de la melliza se deterioró hasta mostrarme un demonio que utilizaba su apariencia para seducirme. Me empujó contra un sillón y me dejó atada con serpientes de chucherías delante de una cama de matrimonio donde una representación seductora de Lucifer yacía desnudo a la espera.

Traté de zafarme del agarre moviendo los brazos con fuerza. Las golosinas que me anclaban al sitio tenían la rigidez del hierro y el poder de un toro encaprichado.

—Juguemos a algo —dijo la visión falsa de Cass quitándose el vestido y quedando en ropa interior. Un pulsador salió del suelo y se me colocó justo a la altura de los dedos para poder presionarlo—. Apuesta y gana. Por cada fallo, le daré un placer distinto a Luci. Y si pierdes, me casaré con él para que nunca jamás vuelvas a verme en tu vida.

—No pienso jugar. ¡Déjame salir! ¡Abandona mi cuerpo! —Gruñía con lágrimas en los ojos.

—¿Ahora ya no quieres? ¿Y todas esas veces que te pasabas la noche entera en el casino? —La princesa de la lujuria puso morritos—. ¿Es que quieres que le haga lo que me pida gratis?

La risilla que soltó me irritaba. Lo mismo con la seguridad con la que el rey le tocaba el trasero y me contemplaba con superioridad.

—¿Qué tengo que hacer?

—¡Pulsa y recibe premios inigualables! —Cass puso voz de presentadora, riendo como una maníaca y esperando a la recompensa.

Le di una vez y vi un letrero lleno de dibujos que se desplazaba con rapidez. Al detenerse las piezas, contemplé tres monedas. Un timbre estridente anunciaba una victoria que no esperaba en absoluto.

—Muy bien, ¡cariño! —Se alegró la melliza. Se me acercó y me dio un beso pasional con el que disfruté más que nunca. Hasta en mis sueños olía a vainilla—. ¡Dale otra vez!

Un foco de esperanza se creó en mi estómago. Si podía ganar una, podría ganar más. ¿Cierto?

Presioné el botón y en aquella ocasión fracasé. La vi encogerse de hombros, gateando como una stripper hasta el monarca. Le lamió el cuello y acarició su rostro.

Había sido suave. No podía permitirme más derrotas.

El dedo me pulsaba solo. Necesitaba recibir ese afecto que tanta paz me había transmitido.

En las siguientes perdí. Una tras otra. Cass le dio besos a su amante, acariciaba su miembro, le hacía masajes subida sobre su vientre. Llegué a sentir tanta furia que el corazón me dio un pinchazo real.

—¡Basta! La próxima es mía —sollozaba al ver que no había forma de ganar.

El juego estaba trucado.

En cuanto empezó a cabalgarlo y a cambiar sus posturas con cada letrero erróneo, decidí parar. Había perdido demasiado como para seguir y, aun así, tenía la ilusoria certeza de algún día recuperaría ese primer beso que ya se sentía tan lejano.

—Eres el amor de mi vida, Luci. Nadie nunca ocupará el lugar que ocupas tú en mi corazón —le decía la melliza al rey, y notaba tanta sinceridad en sus palabras que podría no haberlo imaginado.

—Parad ya, por favor... —El llanto se me acumulaba en el rostro.

Ahí estaba, el mapache escuálido que se limitaba a observar cómo se le escapaba el amor de las manos.

—¡No! ¡Déjala ahí! —gritó Cass de nuevo, esta vez con un eco que me devolvió a una habitación de hotel en perfectas condiciones—. Hay que mantenerla quieta para que no se haga daño.

—¿Chicos...? —La pregunta iba cargada de dudas.

Si era real o no me cargaba un peso encima desolador.

—Mi vida, nada de lo que te está haciendo es verdad. —La melliza lloraba con la misma intensidad que yo—. No le hagas caso. Jamás te diría cosas tan feas por Lucifer. Nunca jamás te dejaría de lado.

La abracé entre temblores desconfiados. Veía a Mario taponar la puerta con una cómoda y me saturaba lo que podría haber estado haciendo en mi inconsciencia.

—Sácame de esta pesadilla. Tengo mucho miedo. —La voz me salía a trompicones por la respiración entrecortada.

—Lo estamos intentando, tía. Aguanta fuerte. —Mario se nos acercó a paso veloz.

—¿Pero qué...? —Cass abrió los ojos. El anillo rubí que llevaba en el dedo le brillaba y destacaba sobre el resto de luces—. ¿Qué cojones está pasando?

Mi visión se volvió borrosa de nuevo. Cientos de espíritus oscurecieron el entorno y me trasladaron al hotel encantado. Grité de la rabia. Me estaba machacando tanto que ya casi no sentía las piernas.

Deambulé por una bodega llena de botellas de alcohol de cada tipo y nacionalidad. El anhelo de emborracharme con ellas se incrementó bajo la teoría de que me liberaría de la amargura.

Caí de rodillas y escuché las voces coreanas que tanto me atormentaron.

—No podemos cuidar de ella. Los ángeles la buscarán. Es candidata a la gula desde su nacimiento —decía el hombre con entradas en el cabello.

—¿Y qué pasará con ella? No podemos abandonarla así como así. Apenas tiene tres años —replicó su pareja, una mujer algo más mayor de brazos cruzados.

—¿La quieren esos monstruos con alas? Que se encarguen ellos de encontrarle un hogar. Yo no quiero saber nada de esto.

Repté hacia ellos en un intento por convencerlos de que me dieran una segunda oportunidad. De pronto, sus esencias se desvanecieron. Volvía a encontrarme a solas en compañía de mis adicciones. Los barriles de la esquina acumulaban bolsas de cada una de las drogas manufacturadas por el ser humano a lo largo de la historia.

La tentación empujaba al instinto de supervivencia. La abstinencia se enfrentaba a mi repulsión en un duelo en el que podría triunfar con facilidad.

—Demasiado china, Maribel —se quejó una voz a mis espaldas.

Me puse en pie al reconocerla. Fue uno de los visitantes al orfanato quien las pronunció y todavía seguían en mi cabeza.

Eran figuras etéreas, con cuerpos físicos, pero sin una apariencia real.

—Demasiado flaca, Ángel, por dios... —susurró una anciana con un bolso de piel de cocodrilo.

—Demasiado fea... —dijo otra de nariz chata—. Demasiado callada, seguro que será un bicho raro —insistió la siguiente—. Demasiado sucia. Qué asco. Mira ese pelo con greñas y encima tan corto... —continuó uno con el pelo rapado.

A cada frase que escuchaba, menos emociones me abrumaban y más vacío crecía en mi cuerpo. Había una presión distinta, más leve, pero el verdadero problema apretaba con la violencia de mil titanes contra una hormiga.

—Demasiado inútil —gruñó el peor de todos—. ¿Es que no sabe hacer nada? Es tonta para las mates, incapaz con las letras, no tiene amigos, no sabe hacerlos, se pasa el día escuchando música y no se ducha. ¡Quién coño no se ducha con la edad que tiene! ¿Es que no se le da bien nada?

—Tiene buen oído para la música —dijo el profesor de barba con motas verdes—. A veces solo hace falta hurgar para encontrar el talento oculto de la gente.

—Sí, ya. Como si eso fuese a cambiarle la vida. Ser buena cantante en estos tiempos es el equivalente a morirse en la calle. Y en mi casa no va a entrar ninguna muerta de hambre. —Dio un portazo.

Una brisa de aire me devolvió al pasillo mohoso del hotel. Las paredes escarbaban fisuras con garras de monstruos invisibles. El hedor ya ni molestaba mis fosas nasales. Me había acostumbrado a él.

Mi versión de ojos negros se colocó de rodillas ante mí, en la misma postura y la misma expresión facial.

—Entrégame tu cuerpo y pararé. —Asintió.

Decía la verdad. Lo sabía.

—¿Qué pasará si muero? —Respiré hondo.

—Encontraré a tu heredero y lo poseeré en su lugar.

Tenía los dedos ensangrentados por el nerviosismo. Tiritaba en los brazos gélidos de un coloso bajo los océanos. Me ahogaba, me perdía.

—¡El anillo puede matar al octavo pecado capital! —exclamó con ilusión Cass con el eco.

Una ráfaga de adrenalina me recorrió la espalda al oírlo. Entablé contacto visual con mi yo falso y me levanté para huir.

La criatura sombría se precipitó sobre mí. Abrió las mandíbulas y me arañó.

—¡Para! Soy yo, cariño —pidió la melliza despeinada y sujetando mis muñecas. Le había hecho una herida en el cuello con las uñas—. Vuelve a mí. Vuelve a mí.

—Lo siento. —Me aparté con lentitud. Observaba el carmesí de mis manos y veía el destrozo que había hecho en el cuarto.

Los muebles estaban tirados por el suelo, Mario permanecía oculto tras un armario movido y en la alfombra quedaban restos de tela de nuestra ropa rasgada por mi posesión.

—Menos mal que estás aquí. Vamos a sacarte al espíritu de dentro y lo mataremos. El amuleto está brillando. Creo que puedo usarlo contra el octavo pecado capital —explicó la princesa.

No estaba en mis cabales. Ni siquiera sabía qué era cierto y qué era imaginaciones mías. Debía seguir atrapada en el bucle de ilusiones. En aquella apuesta, tenía las de perder. Hiciese lo que hiciese, era inútil para todo.

Los secretos más íntimos de mi pasado revelaban lo que tanto temía y tanto conocía de la realidad: me abandonaron porque mi vida no valía lo suficiente.

Y acababa de encontrar el modo de darle un giro.

—Mátame —susurré. Mis amigos me observaron con incredulidad. Tragué saliva y la voz me salió rota—. Mátame o no dejará que acabes con él. Poseerá otro cuerpo, hará lo que necesite para seguir existiendo.

—¡¿Qué cojones estás diciendo?! —Cass sangraba por las heridas, incapaz de rendirse conmigo.

¿Era aquel comportamiento real...? ¿Le importaba tanto de verdad?

—¡Mátame! ¡Envía a ese demonio al puto infierno del que viene! —Trataba de manipularme. Nada era real. Nada era lo que parecía. La agarré de los hombros y la estampé contra la pared—. ¡Mátame! —En sus ojos veía el dolor.

—¡No! ¡Te quiero, Bela! —La melliza cerró los ojos para dejarse llevar. Era como si el abuso fuese su día a día.

—¡Mátame, por favor! ¡Quiero ser útil para algo! —Suplicaba con el alma en una mano y el corazón desangrado en la otra—. ¡Mátame, joder!

Unos brazos gruesos me apartaron de ella. Sabía por el cuidado que tenía que se trataba de Mario. Haría lo que fuese por protegerme.

Las paredes se encorvaron conforme el resto de objetos se convertían en un material intangible. Nada de lo que estaba viendo había sido real. Eran los retazos de deseos que poseía y que necesitaba escuchar.

«Te quiero, Bela», pensé. Y las lágrimas me ahogaron con el frío de las profundidades marinas. Ya casi no podía ver la superficie. El descenso era lo único factible. El único destino que me quedaba. Aceptar la muerte y obtener la gloria por las consecuencias de mis actos.

Lo que no terminaba de encajarme era la razón por la que todavía percibía el tacto de Mario agarrándome.

—¿Eres real...? —pregunté con pavor. No quería darme la vuelta y toparme con otro sufrimiento.

—Lo soy... —susurró con tristeza. Giró las manazas para que pudiese mirarlo cara a cara—. Lo soy.

Era tan grande que no podía abrazarlo entero. Me limité a sollozar oculta entre los huecos que me dejaba su torso.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo es posible? —Se me atragantaban las palabras.

—Quería hacer la prueba y... Ha salido bien. Qué marrón. —Observó a su alrededor, a las paredes necrosadas del hotel en ruinas—. Somos las reencarnaciones de la gula. Si la Hambruna te quiere a ti, también me querrá a mí.

—Pero... —Escuché unos chasquidos por detrás y me fijé en que la yo de ojos negros esperaba con un cuchillo al final del pasillo.

—He escuchado lo que has estado viviendo durante la posesión. Oía cada palabra sin poder ayudarte porque soy un cobarde y no me atrevía a experimentar. —Suspiró, cubriéndome de la amenaza latente—. Siento mucho que hayas pasado por tanta putada, Bela. De verdad que sí. Te entiendo mucho mejor ahora que lo sé.

—Déjate de gilipolleces. Tenemos que irnos de aquí. ¡Tengo que sacarte de aquí! —Lo agarré del antebrazo y tiré de él sin poder moverlo.

—No, tía. No. —Hincó la rodilla con esfuerzos. Tenía la frente perlada de sudor. Jadeaba—. He venido para quedarme. Si la Hambruna también está detrás de esto, le dará igual si me posee a mí que a ti. Busca la gula.

—Me lo llevaré por delante antes de dejar que sufras lo que es estar en una pesadilla así. —Fruncí el ceño al imaginarlo.

El octavo pecado capital sufrió una metamorfosis; su cuerpo se agrandó, su indumentaria equilibró la talla correspondiente, sus ojos se ensancharon.

El que había sido mi alter ego tomó la forma de Mario mientras él esperaba su llegada, plantado en medio del pasadizo.

—Mírame. —El chico me agarró de las mejillas. La presión del pecho me agitaba las pulsaciones—. Respira hondo. No pueden hacerme daño.

Su sonrisa me relajó. Seguía viendo la presencia de las sombras aproximarse a nosotros con la magnitud de un eclipse que cubría el cielo de oscuridad.

—Todos tenemos nuestras debilidades. —Sostuve la pechera de mi amigo. La alegría lo acompañaba hasta en los lugares más inhóspitos del mundo, nuestras mentes.

—Hace tiempo que aprendí a convivir con las mías. —Se levantó, dándome un abrazo de oso que me derritió como un helado en verano.

¿Y qué tenía de malo un helado en verano? Nada.

—Tengo mucho miedo, Mario.

—No te preocupes. Cass estará ahí para ayudarte cuando vuelvas. —Me separó de su barriga y dio un paso al frente—. Tómame a mí. Te entrego mi cuerpo para que hagas con él lo que quieras.

—¡No! —Negué con la cabeza.

Unas garras que no podía ver me retenían. Intentaban sacarme del plano infernal en el que me habían metido a traición.

—Y recuerda, Bela: molas un huevo. —Giró la cabeza para echarme un último vistazo—. Sigue siendo como eres y no necesitarás más que una canción para comerte el mundo. —Las sombras avanzaban y deterioraban las paredes. El techo comenzaba a quebrar y a derrumbarse—. Cuando hablamos de cómo íbamos a morir, no pensé que mi final fuese a ser importante. —Mario sonrió con una lágrima cayendo por su mejilla—. Eres la primera persona que consigue saciarme de cariño. —La forma en la que curvó los labios indicaba lo mucho que le había costado ocupar ese hueco en el alma. Tantas angustias silenciosas que nunca llegaría a conocer—. Gracias.

—¡Mario! —grité viendo que su contraparte maligna lo rodeaba con un manto anaranjado y sus ojos se ensombrecían.

Hasta cuando una entidad abstracta asumió su conciencia, no perdía la sonrisa. Así era él.

Me hizo el gesto de la pistola con la mano y me guiñó el ojo.

—A la próxima comida invitas tú.

Una corriente de aire me sacó a través de una luz. Todo lo que me había sumergido en las profundidades acuáticas lo volví a ascender a una rapidez pasmosa.

Y la visión se iluminó para cegarme una vez más.

—¡Mario! —exclamé apoyada a los pies de la cama. Cass me acunaba entre sus brazos mientras yo recuperaba la conciencia.

Sentía tirones en el cuello. La esencia que me atrapaba ya no me atacaba. No había voces ni cambios bruscos.

Estaba en el dormitorio del hotel tal y como había estado viendo a lo largo de los momentos de lucidez.

La tristeza se apoderó de nosotras cuando vimos a nuestro amigo retorcerse de dolor a escasos centímetros. Susurró que nos haría pedazos. Estaba poseído por el octavo pecado capital.

Se abalanzó sobre mí y la melliza se puso delante con la mano del anillo alzada. Agarró su papada con los dedos. El rubí quemaba la piel y le arrancaba gemidos de dolor a la entidad oculta tras la carne.

El amuleto de Cass emitía destellos que obligaron al espectro a escapar por la boca de la reencarnación de la gula. Mario se desplomó al suelo con un hilo de sangre que se derramaba por su nariz.

Lloré en su honor.

—¿De qué está hecha esta mierda? —Se impresionó la melliza.

El fantasma del octavo pecado capital tenía la barbilla llena de fisuras de luz. Se tocó, abriendo las cuencas vacías que le servían de ojos y mirando tanto el anillo como a su portadora con pánico.

De un puñetazo, arrancó una pata de la cama y arrancó el pedazo suelto. Lo dirigió hacia Cass, pero ella le asestó un golpe horizontal que atravesó la piel etérea del ser. Siempre y cuando le diera con el anillo, podía herirlo. Era su debilidad.

La criatura se defendió, pero logré levantarme para arrebatarle la pata de un tirón. Le di una bofetada llena de ira.

—¡Esto por zorra! —Le crucé la mandíbula con el arma.

Vino directo hacia mí, pero la princesa de la lujuria le atravesó el costado con la mano del anillo. El grito metálico que emitió el octavo pecado capital concluyó que aquella, al fin, sería la última vez que volvería a pisar la tierra.

Removió su esencia al tiempo que sus piernas se descomponían soltando un líquido negruzco sobre el suelo. Sin piernas, se arrastró hasta la puerta. La luz de su cuerpo se intensificó y un segundo chillido de otro mundo nos cegó por unos instantes.

Al apagarse, solo quedó la silueta de un león sobre sangre.

Envolví a Cass entre mis brazos. Ella todavía procesaba lo que acababa de ocurrir. Su anillo estaba hecho pedazos y había perdido el brillo que lo delataba como amuleto.

—Se ha ido. —Ambas tiritábamos por la emoción. Sentí las caricias afectuosas de la melliza sobre mi espalda. Estaba en mi hogar. Estaba en paz—. Se ha ido para siempre...

Con el cadáver de Mario en un rincón, la marca de los resquicios inertes del octavo pecado capital en una alfombra de moho y una sombra de tonalidad anaranjada alejándose por debajo de la puerta, terminaba la mitad del sufrimiento.

Había necesitado vomitar mis mayores miedos para acabar con el espectro sin forma. Y aquello me dolería por el resto de mi vida.

Cass me alzó el mentón y me dio un beso antes de abrazarme de nuevo, esta vez con el terror inundando su comportamiento.

Fuera real o mentira, qué más daba.

La vida me había dado un eclipse parcial; la mitad de mi alma seguiría asolada por la sombra del pasado mientras la otra acababa de iluminarse con las llamas del futuro, de un sol de la esperanza.

NOTA DEL AUTOR:

Hasta la fecha, mi segundo capítulo favorito de toda la saga. He sentido mil emociones escribiéndolo y, aunque no he llorado como en otros, siento que tiene una potencia muy grande y que se sienten mil emociones distintas, buenas y malas, al leerlo. Es el fin de una subtrama bastante importante que llevaba desde el primer libro y lo he sentido al nivel de lo que esperaba como conclusión para el octavo pecado capital.

Es un capítulo especial para mí.

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