🔪CAPÍTULO 19 - JÄGER / VERRÄTER🔪
—Satanás —dijo Hugo presionando contra su pecho los documentos que había encontrado en el escondrijo—. ¿Qué recuerdas que ponía en la profecía del primer sello?
El pelirrojo se incorporó con una mano sobre la entrepierna. Por las muecas de dolor que ponía, parecía haberle hecho bastante daño. Se sentó en uno de los asientos que rodeaban el proyector central mientras los agentes del SSI y las bailarinas de hierro aseguraban el perímetro.
—¿No lo tienes ahí? Léelo tú. —Hizo un gesto con la mano quitándole importancia.
Un calambrazo se desató por mis piernas y tuve que sentarme. El accidente me había arruinado los músculos. Una avalancha de pálidas espinas afiladas me atravesaba el costado sin darme oportunidad de recuperarme. Cuando respiraba, el cuerpo entero se retorcía para evitarlo.
Amanda buscó mi hombro con la mano. No me dirigía la mirada, pero sabía que le preocupaba mi estado.
Debía disculparme por cómo me porté con ella. Lo haría si pudiese encontrar un momento apropiado para confesarle lo que vivimos Cass y yo de pequeños.
Tenía que serle sincero, contarle lo que nunca tuve el valor de expresarle a ningún otro amor.
Era lo que anhelaba.
—Sé que lo has leído antes de que llegáramos nosotros. Venga, no mientas, tontorrón. —Hugo pretendía provocar al samurái para sacar la ira desatada de su interior y que perdiera los estribos.
—¿Qué pretendes ganar con esto, rubito? —Satanás permaneció inmóvil, observando a los soldados del servicio especial con desconfianza.
—Me da la impresión de que me estás mintiendo en algo. —El dormilón se paseó por las instalaciones. Bordeó las filas de asientos inclinados hacia el centro sin separarse de la profecía—. Podríamos detenerte y convencerte por las malas, o podrías colaborar ya que nuestras vidas dependen de ello.
Satanás suspiró. Se dirigió a Amanda y a mí como si diese por hecho que Hugo conocía la respuesta.
—La muerte de la ira controlada será la que rompa el primer sello. Es decir, tu muerte, Amanda, a manos de Lucifer —confesó el guerrero.
El perezoso apretó los puños con los labios fruncidos. No estaba de acuerdo y aquello me saltó las alarmas.
La pelirroja, en cambio, se llevó una mano al pecho por el shock.
—¿Y por qué veo una tipografía distinta en ese fragmento del texto? —Hugo mostró el papel con la clara alteración del documento—. Me da que a alguno de por aquí le apetece librarse de una muerte segura.
—¿No pudo ser un error de imprenta? ¿Un fallo de predicción? —Se encogió de hombros el samurái.
—Sí, claro, pusieron becarios de responsables de las copias de la profecía del fin del mundo. Dios estaba bajo de presupuesto y Santa Claus es mi padre —protestó el otro.
—Me estás poniendo muy nervioso. —El guerrero se puso en pie, dándole una patada a la silla. Los agentes del SSI lo apuntaron al unísono con chasquidos de sus armas—. Di lo que tengas que decir sobre mí.
—¿Por qué has manipulado el documento?
—¿Quién es el soplón que te susurra? —La curiosidad de Satanás no hizo retroceder a Hugo. Se enfrentaron el uno al otro—. Nadie jamás en su sano juicio, tenga la inteligencia que tenga, habría sabido identificar un detalle tan simple si no tuviese una ayudita externa.
El perezoso entrecerró los ojos. Estudiaba el comportamiento del loco sin mangas para averiguar qué había más allá.
Desde mi posición podía ver cómo se caldeaba el ambiente. Necesitaba descansar, pero mi cuerpo no quería bajar la guardia por si debía proteger a alguno de mis amigos de un brote de ira.
Un cosquilleo abrasó mis entrañas y noté el vientre hinchado. Cada vez que intentaba maniobrar con la intención de erguirme, un tirón me devolvía al asiento.
Me empezaba a asustar.
—Amanda... —susurré y ella se giró asustada por el hilillo de voz.
—¿Qué pasa? —Se agachó y le señalé mis lumbares. Veía mariposas grises del sobreesfuerzo—. ¿Te duele mucho?
—Necesito ir al baño. —Me puse en pie y apoyé las manos sobre el asiento. Temblaba.
—Espera un momento y te acompaño. —Ella volvió a centrarse en la discusión.
No tenía tiempo para aquello. La preocupación me provocó arcadas. Desconocía si era causa o consecuencia de los tirones que me daba el abdomen a cada paso que daba. El riñón se me resentía conforme ascendía por unos escalones hasta la puerta.
—Que intuyas eso dice más de ti de lo que crees —dijo Hugo. Escuché una pistola apuntar y volví la cabeza para ver que estaba dirigiéndose hacia Satanás—. ¿Qué relación tienes con los Jinetes del Apocalipsis?
—¿Perdón? —La risa del maníaco fue el único ruido que se escuchó en la sala.
—El Oni te ha poseído, por eso sigues vivo. —El dormilón se alejó y le entregó los documentos a uno de sus hombres—. Llevaos esto a un lugar seguro donde nadie pueda encontrarlo.
La mayoría de agentes del SSI escoltaron a su compañero fuera del planetario. Los pocos que quedaron continuaron vigilando que el samurái no hiciese movimientos en falso.
Mi única preocupación era Amanda. La veía aproximarse a la escena con una mezcla de miedo y reticencia.
—Amanda —alcé la voz para que me escuchara.
En sus ojos vi el conflicto. Se sentía traicionada por mí, aunque una parte de su corazón quisiese abandonarlo todo para acompañarme.
—Eso, Amanda. —Satanás absorbió las miradas de los presentes—. ¿Qué vas a hacer? Este dice que miento, pero la profecía es la que es. —Señaló al perezoso, luego a ella—. Todos tus amigos quieren convencerte de que es posible corregir lo que el destino ha preparado para ti, pero es en vano.
—Es el Jinete de la Guerra, no le hagas caso. El Oni es la guerra. Lo demostró en el coliseo y lo vuelve a demostrar aquí. —Hugo hablaba con una seguridad aterradora. Nunca lo había visto tan serio.
Traté de bajar los escalones de nuevo para apoyar al amor de mi vida. Me fallaban las piernas y necesitaba sostenerme de los reposacabezas para no caer.
—¿Por qué yo? ¿Por qué mi muerte es un sello? —La rabia crecía en la pelirroja.
—No tiene por qué serlo si me dejas ayudarte. —Satanás ignoraba los cañones de pistola que seguían sus pasos—. Colabora conmigo y no será necesario nada de esto. Tenemos un acuerdo con quien está al mando. Mata a Lucifer, lucharemos codo con codo como cuando éramos adolescentes.
—Tú mataste a mis bailarinas. Antes me clavaría la catana de mi madre en el vientre, tal y como hizo ella, que someterme a tus engaños.
Sam y Rachel la observaban de cerca. Permanecieron a cierta distancia del proyector sin apartarse de su maestra.
Le hice un gesto a Sam para que me ayudara a movilizarme. Ella acudió deprisa a mi posición y colocó mi brazo por encima del hombro. Bajamos a mayor rapidez.
—Lucifer organizó la masacre. De no haberlo hecho, no habría sido necesario matar a nadie. Lo único que quería era humillarlo en público para que todos vieran la clase de dictador que es. —El pelirrojo rechinaba los dientes. Los mechones se le desplazaban como llamas—. Tú quieres lo mismo. Sabes el daño que ha hecho.
En cuanto noté que Amanda dudaba, la agarré del hombro.
Dio un respingo. Sus ojos se cruzaron con los míos cargados de una tristeza que solo podía relacionar con su pasado, con lo que me contó de su madre.
—Cariño, tu amor prevalece sobre tu ira —le dije con las pocas esperanzas que albergaba.
La vi sonreír y el vidrio de su mirada se convirtió en lágrimas fugaces.
—Lo dice el hombre que le es infiel a su pareja. —Satanás colocó una mueca asqueada en su rostro.
¿Cómo sabía eso?
Hugo parecía encontrarse en un dilema personal con sus propios pensamientos. Si él tenía inseguridades, cabía esperar que el resto también.
—¿De qué estás hablando? —Me encaré a Satanás.
Una mano me detuvo a mitad de camino. Empecé a toser y noté que el vientre bajo se me desgarraba del esfuerzo.
—Tenía una espía entre vosotros y ni os disteis cuenta. —Alzó el mentón con orgullo.
Mi mente recorrió memorias sueltas del tiempo en Noruega. Buscaba pistas que me indicaran si el profesor Levi o Celia eran culpables. O, quién sabe, tal vez los Ángeles de la Muerte o Carla se encontraban entre los candidatos.
No. Desconfiar de mi secretaria era el primer síntoma de que no estaba pensando con claridad.
El dolor me punzaba la espalda a latigazos, idéntico a los golpes que recibía mi hermana tantos años atrás. Los veía en mis recuerdos.
Las marcas.
Los gritos.
El vestido de mamá.
—Puede que tengas razón con matar a Lucifer, pero no puedo fiarme de ti después de lo que les hiciste a mis hermanas. —Se defendió Amanda.
—Matar a Lucifer no cambiará nada. Este cabrón piensa traicionarnos en cuanto cumpla su propósito. ¿Es que no lo estáis viendo? —Mis quejas siguieron de un gruñido. Me llevé la mano al vientre y encorvé la espalda.
En aquella ocasión, las heridas me atravesaban por dentro. Los disparos que recibí durante la purga, durante el atraco al banco de Pol, nada era comparable a las enredaderas que me encogían los órganos.
—Thiago, ¿qué ocurre? —Amanda me sujetó para que no me hiciera daño en las rodillas al caer—. Necesitamos un médico urgente.
Si Lucifer moría, el único amor que mi hermana había sido capaz de sentir se desvanecería. Sufriría hasta el fin de sus días. Quién sabe qué haría con tal de desquitarse de la sensación de vacío. Después de lo que padeció, de las emociones que bloqueó para protegerse del trauma, perder lo único que la anclaba la destrozaría.
Y, sin embargo, la muerte del ángel caído era la única solución viable al fin del mundo.
La salvación divina o el amor por Cass. Esa era mi decisión.
Debía protegerla. Defender a Amanda de un final fatídico. Romper el bucle de la violencia y la amargura que nos acompañaba como fantasmas empolvados por el tiempo.
—Tendrás que pasar por encima de mi cadáver antes de permitirte dañar a Lucifer —gruñí con la mirada fija en Satanás.
—Eso ya lo veremos.
Los segundos que tardó en prender sus ojos fue lo que duré yo despierto antes de ceder ante los pinchazos y caer al suelo.
Al abrir los ojos, me encontraba de vuelta en el hotel. Estaba tumbado en la cama donde dormíamos Amanda y yo, cubierto hasta el cuello y tiritando. La puerta del baño estaba entreabierta y la luz me cegaba. La cabeza me ardía. Notaba los pies entumecidos. Me sobraban y faltaban capas de ropa al mismo tiempo.
—¿Amanda? —pregunté notando una mano gélida sostener la mía.
A mi lado, sentada en una silla, Samanta me observaba con preocupación. Me extrañó. Quise incorporarme sin éxito. Las garras del descanso tiraban de mí para volver a las sábanas.
—Necesitas descansar. Estamos intentando conseguir que un médico venga a ayudarte. La Unión Internacional de Países ha decretado una orden de detención de pecados por culpa de Roman. No podemos ir a un hospital todavía —explicó la bailarina de hierro con un tono de voz suave.
¿Dónde estaban los demás?
—Tengo que ir al baño —susurré al apartar el montón de mantas que me pesaba—. La puta madre.
Los mareos me nublaron la vista. La garganta estaba a punto de mudarse de cuerpo de las ganas que tenía de arrancarse del cuello. Me sostuve en pie con lo que supuse que eran los esfuerzos de Sam por mantenerme erguido.
Al entrar en el aseo, ocupé mi campo de visión con un brazo para cubrirme de la luz. Alguien la había intensificado. Tenía que ser eso.
—Estoy aquí fuera por si me necesitas. Amanda volverá enseguida. —La guerrera se reajustó el jersey con incomodidad al verme desabrocharme el cinturón—. Hugo está usando tu móvil para llamar a tu hermana.
—Quédate ahí. No me fío de mí —pedí mientras una ráfaga de mordiscos me arañaba la entrepierna al orinar—. ¿Para qué quiere hablar el perezoso con Cass?
El retrete estaba salpicado de carmesí. Bajé la mirada y vi que era culpa mía. Debí reventarme los riñones en el accidente.
—Va a pedirle que mantenga a Lucifer lejos de Finlandia, pero no responde. Lleva sin hacerlo unas horas. —Sam tenía la voz temblorosa por la impresión que le daba verme en aquel estado.
Al terminar, me enjaboné las manos en el lavabo. En el espejo solo existía el reflejo de un albino tan pálido como la nieve, e incluso más demacrado que un cadáver. Era mi futuro si no recibía atención sanitaria de inmediato.
Apoyé las manos sobre el toallero para conservar la estabilidad. Unas manos fuertes se aseguraron de que no cediera.
Samanta se hizo cargo de mi peso hasta regresar a la cama. Era un estorbo al que arrojaron sobre terciopelo para evitar que me hiriera en profundidad lo que ya tenía roto.
Y pese al dolor, lo que más me aterraba era imaginar que le hubiera pasado algo a mi hermana.
—¿Y Amanda? —Suspiré inmerso en una súplica por aire—. Tengo que hablar con ella.
—Está reunida con Rachel y Satanás. Negocian el modo en el que matarán a Lucifer cuando llegue, si es que lo hace.
¿Por qué?
Alcé la cabeza con incomprensión. Veía en su gesto que no estaba de acuerdo con los métodos de su maestra.
—Puedo disuadirla. Debo contarle mi pasado, lo que nunca me he atrevido a expresar. —Tenía la voz cansada por el esfuerzo—. ¿Tú por qué no quieres ayudarla?
—Rachel y yo hemos visto lo que es la pérdida y no queremos que le suceda lo mismo a ella. Lo único que queremos es volver a casa con nuestras familias y dejar de lado la guerra. —La vi sentarse de nuevo en la silla—. Antes de las Iralimpiadas creía que era mi destino, servir a Amanda hasta la muerte y matar a quien me ordenara que eliminara.
Me quedé tumbado para escuchar con tranquilidad lo que me estaba expresando.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea? —Respiré hondo para calmar las palpitaciones del vientre.
—Ver la facilidad con la que una vida se termina. Y ver que hay alternativas. La emoción de Rachel al hablar de ese atleta atractivo de las Iralimpiadas, la ilusión de Amanda cuando te mira —sonreí—, el cariño con el que me apoya mi familia en cada decisión que tomo... Quiero saber qué más emociones puedo sentir lejos de esta frialdad constante. Quiero quitarme de la cabeza el río de cadáveres de mis hermanas de otra madre. —La voz se le quebró al hablar de aquello.
—Saldréis con vida de Rovaniemi, lo prometo. —Asentí con una seguridad que la liberó de la angustia—. Nadie más saldrá herido. Evitaré que el primer sello se rompa, aunque sea lo último que haga.
Detendría a Satanás. Lo haría por Cass.
Se merecía paz.
Igual que yo.
Solo esperaba que para ninguno de los dos llegara en forma de una cumbre escarlata llena de pálidas espinas afiladas.
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