👑💋CAPÍTULO 18 - LA BODA AZUL👑💋
Cass y yo recorrimos el primer piso del casino hasta bajar las escaleras mecánicas que llevaban al banquete. El ángel Voriel y la traidora de Lise se dispersaron tras lanzarse una mirada cómplice para nada esperanzadora. Con tanta multitud agrupada alrededor de las mesas con platos, fue difícil interceptarlos.
—Tengo que sacar a Bela de ahí. —Se preocupó la melliza, que hizo el ademán de adelantarse. La detuve con el brazo—. ¿Qué haces?
—Ve tú a por Voriel. No lo enfrentes, solo vigila lo que hace. —Centré los ojos en los rizos esmeraldas que se movían directos a la zona de recreativas—. Yo me encargo de la envidia.
—Como me entere de que le ha pasado algo por tu culpa... —me señaló con un dedo, seria.
Le acaricié la mejilla, seguro de mis acciones. No había nada que pudiera hacer para resistirse al efecto de lo que había entre nosotros.
—Basta de juegos, Cassandra. O estás con ella, o estás conmigo. Confía en mí y te aseguro que no tendrás nada de lo que preocuparte.
Titubeó con el ceño fruncido. Sacudió la cabeza para deshacerse de mi agarre.
—Protégela como si fueras su padrino —cedió. Respiró hondo.
—Te lo prometo.
Me incliné para besarla. No se negó. Disfruté del sabor de sus labios antes de separarme de ella. La amaba y odiaba que supusiese una debilidad tan pronunciada para mí.
Cada uno seguimos a nuestro objetivo antes de que cumpliera con su misión.
Si el Jinete de la Peste había poseído el cuerpo de Voriel, eso significaba que su identidad se había desintegrado. ¿Quedarían Ángeles de la Muerte que se opusieran a mí? Ya no quedaba nadie que pudiese juzgarme en la cúspide del pecado.
Era invulnerable.
Unas cuantas zancadas me sirvieron para alcanzar las recreativas. El recinto se componía por una red de luces con una intensidad cegadora. Las tragaperras tenían cautivado a la mayoría del público y contaban con ruletas donde los ludópatas apostaban entre gruñidos y gritos de alegría.
Un grupo de empresarios indios me rodeó al verme pasear, tratando de hablarme sobre inversiones y acciones para la ciudad del pecado. Mientras los saludaba y asentía a sus palabras, buscaba a Lise con la mirada.
La había perdido.
—Disculpen, caballeros, tengo un asunto urgente que tratar. —Sonreí a los hombres, que me permitieron escapar de sus estafas no sin antes dejarme sus tarjetas personales.
En cuanto encontré una papelera, las tiré sin siquiera verlas.
Me asomé por las máquinas más lejanas. No había rastro del dúo de la gula y mucho menos del recipiente del octavo pecado capital. El olor que desprendía se percibía en su ausencia.
El aroma a desolación.
Anduve a paso veloz por un pasillo por el que apartaba a los fans y quienes se arrodillaban ante mí. Mi presencia significaba un mundo para quienes tenían la suerte de compartir dos segundos de oxígeno conmigo.
Al girar una esquina, encontré a Mario y Bela riendo y cantando de camino a un ascensor.
Oculta tras un pilar, la envidia los espiaba como una sombra invisible. ¿Es que acaso nadie la veía?
La perseguí en cuanto salió de su escondite para dirigirse al segundo ascensor, junto al otro. Las puertas se habían cerrado y ya no había peligro para la coreana. Aun así, temía que los pudiera emboscar antes que yo a ella.
—Lucifer, ¿una foto? —pidió un hombre grueso trajeado.
—Ahora no. —Me alejé alzando la mano, ignorando a quienes trataban de pararme.
Por desgracia, pronunciaron mi nombre en voz alta y Lise lo percibió al meterse en el ascensor. Corrí para alcanzarla, viendo cómo apretaba con rapidez el botón de un piso y me observaba con malicia.
Detuve las puertas justo antes de cerrarse. Me abrí paso y nos encerré a ambos para poder hablar con tranquilidad. Si quería herir a una de mis leales siervas, tendría que hacer frente a la justicia.
—Así que eras la soplona de los Ángeles de la Muerte... —reí en cuanto ya no tuvo escapatoria.
Sus ojos no mostraban el terror típico de la cantante que conocía y que me lamía los pies durante las Iralimpiadas. Algo no iba bien.
—No me dejaste otra opción, Alteza. —La marca de los dedos en el brazo le supuraba con una necrosis desagradable—. Fue justicia.
—¿Justicia? —Solté una carcajada seca. La agarré del cuello y la estampé contra la pared para asfixiarla—. ¿Qué clase de justicia se ejerce actuando por la espalda?
—La única permitida por un tirano que pone guardaespaldas hasta para ir al baño. —Se notaba que disfrutaba con la fuerza que depositaba en su carne. La solté para dejarla respirar—. No eres más que un egoísta insaciable de poder.
—Sea lo que sea lo que digas a partir de ahora, no me convencerá de perdonarte la vida. —Notaba la vibración del ascensor mientras ascendíamos—. Conozco bien las reglas que yo mismo implanté. Y dejé muy claro el límite. Imagino que te acordarás de lo que les hice a los Ángeles de la Muerte en el juicio.
—Adelante, hazlo. Sea lo que sea lo que hagas a partir de ahora, será irrelevante. Saldrás perdiendo de un modo u otro. —La seguridad de Lise comenzaba a irritarme.
Le di un puñetazo a la pared donde se había apoyado. Logré intimidarla y silenciarla por unos segundos. Respiraba hondo sobre su frente. La presa aterrada era la más deliciosa.
—¿Qué quiere el octavo pecado de Bela?
—¿Seguro que quieres saber eso y no el porqué de mi tranquilidad? —La envidia ladeó la cabeza, intrigada.
—Cuéntame las dos, venga. Tenemos tiempo hasta llegar al último piso. —Me encogí de hombros.
—¿Sabes que esta boda la iba a celebrar Emilia? —Lise alargó sus brazos de ébano por la pared—. El jeque la contrató porque quería una esposa que lo complaciera y cumpliera con sus depravados requisitos.
—No me extraña en lo más mínimo. —La monotonía en mi voz le provocó una risita.
Estaba harto de ver cómo jugaba conmigo sin remedio. Tenía tantas ganas de crujirle el cuello que ansiaba el instante propicio en el que pudiese hacerlo quedando satisfecho.
—Las antiguas reencarnaciones de mi pecado conocemos los secretos del tuyo. Sabemos todo de vosotros porque anhelamos lo que tenéis. —Sus ojos adquirieron un matiz negruzco que no pasó desapercibido—. Somos el comodín perfecto para los testimonios sorpresa en juicios sin victoria posible.
—Eso ya me lo dijeron. Dime, ¿cómo vas a dar testimonio desde la tumba? ¿Crees que obedecerán a tu sucesora sin conocerla?
—Si no salgo de este casino en cinco horas, un equipo de periodistas a quien le he entregado un testimonio de cada uno de los crímenes que has cometido en los últimos años, comprobados con pruebas por los negocios de Emilia, publicará una noticia en la que demostrará que tu ataque de ira durante el juicio fue más bien un intento por enmascarar la corrupción que por hacer justicia social. —Su sonrisa me cabreó.
Apreté los dientes y retrocedí un paso. El corazón me latía con un tambor violento ante la anticipación de los problemas.
—Estás compinchada con el puto Roman. ¿Qué ganas diciéndomelo? Puedo ejecutarte aquí mismo y eliminar a la prensa. No se publicará nada. —Entrecerré los ojos—. ¿Cuál es el truco?
—Si lo haces, tendré vía libre para poseer a Bela. —La seriedad me indicó que no se planteaba otra alternativa—. No se te juzgará, seguirás siendo el alabado ángel caído. Y la gula caerá por tus ansias de poder.
El octavo pecado capital debía haber eliminado la identidad de Lise de su interior para abrirse paso a través de ella. Era novata, frágil, fácil de abandonar en un recóndito hueco de su mente sin posibilidad de ver la luz del exterior.
Si dejaba que poseyera a Bela, Cass no me lo perdonaría. Sería la gota que colmaría aquel vaso tan rebasado de traición.
Podía atar a Lise, encerrarla en uno de los cuartos del hotel y mantenerla vigilada para que no hiciese nada. Lo único que necesitaría sería alguien que se encargara de eliminar a la prensa, pues perderla de vista, aunque fuera unos segundos, culminaría con el octavo pecado escabulléndose en su forma sombría.
—¿En qué pensáis, Majestad? —La mueca victoriosa de la presencia me puso en guardia. Se estaba burlando de mí y cada vez me intensificaba más la vena del cuello.
—¿Qué quieres de Bela? —Tenía que ganar tiempo.
Con el poder del ángel caído, debía haber un modo de someter a la entidad sin cuerpo que pretendía crear el caos.
—Piensa un poco... —Sus ojos, para mi sorpresa, se modificaron a un tono anaranjado que me enfrió las manos—. Con lo que sabes hasta ahora, me extraña que no lo hayas adivinado.
Las puertas del ascensor se abrieron y la presencia me dio un empujón para que saliera.
Estábamos en el ático del rascacielos y el rellano tenía un balcón por el que podían verse las vistas del desierto y el hotel desde las alturas.
En esa superficie acristalada conversaban en tranquilidad Bela y Mario, ambos sin ser conscientes de lo que sucedía a diez metros de su posición.
—No puedo permitirlo. —La tensión se acumulaba en mis músculos. Estaba paralizado por la dualidad de la situación.
Por un lado, sabía qué era lo correcto, lo que un rey haría por su pueblo para evitar la destrucción. Pero, por otro, sabía qué era lo justo y leal hacia las personas a quien les hice promesas.
No había nadie en el mundo que me entendiese mejor que la Camarilla de los pecados, y en esta ocasión debía elegirlos a ellos o a mí.
—Me mates o no, pienso tomarla ahora que está en su momento más débil. En tus manos está haber intentado detenerme o haberlo dejado ir. —Dio un paso al frente en dirección al balcón. La agarré del vestido para pararla. Contemplaba la forma en la que quería humillarme.
—El futuro de tu pecado se perderá por las consecuencias de tu rebeldía. Quiero que me mires a los ojos para que todas esas víboras envidiosas que tienes más allá de tus sesos sepan que voy en serio. —La arrastré hasta el ascensor y la arrojé con ira.
Se estampó la espalda y trató de incorporarse con rapidez. Su cuerpo tomó una esencia etérea propia del octavo pecado, así que, de un chasquido de dedos, crují su cuello y activé el botón del ascensor.
La esencia negra que trataba de escapar del cuerpo inerte se chocó contra las puertas al cerrarse y supe que había ganado el tiempo necesario.
—¡Bela! ¡Huye! —grité corriendo hacia el balcón.
La coreana se giró con brusquedad solo para verme plantado en el rellano. Trató de reunirse conmigo con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? —Sus ojos se abrieron al fijarse en el suelo. Tuvo la intención de correr, pero tropezó con sus pies y cayó de bruces.
—¿Pero...? —Dirigí la mirada a los pies y vi una sombra deslizarse a gran velocidad hasta la coreana.
Traté de pisarla, de expulsarla con el poder del ángel caído. Nada.
A Mario no le dio tiempo a socorrer a su amiga.
Ella se incorporó entre jadeos. Apoyada en una barandilla, vio la sombra humana materializarse delante de sus narices.
Acababa de perder todo.
—¿Has oído hablar del Jinete de la Hambruna? —susurró con una voz metálica antes de que sonara una risa demoníaca.
Sus brazos agarraron a la coreana y poco a poco se fundieron sus cuerpos. Mario hizo lo que pudo por evitarlo. Arrancaba la esencia de su compañera, pero no tenía la fuerza ni el poder necesarios para ello.
Yo, sin embargo, sí lo tenía. Y allí me quedé plantado al tiempo que observaba el fin. Las memorias de la última vez que presencié una posesión del octavo pecado capital llovían en mis pensamientos con el trauma de la corrupción y la muerte de la inocencia.
Cuando Bela empezó a convulsionar y se precipitó al suelo, supe que volvía a repetirse. Al final del pasillo, junto a la puerta de emergencias, vi a Luna de pie. El espectro me negó con la cabeza. Había vuelto a fracasar.
Seguía al ángel Voriel por la cafetería del hotel. Le había robado el fular y el velo a una invitada. Lo utilizaba para pasar desapercibida en mi misión.
Qué buen gusto tenían algunas, de verdad.
Por alguna razón, mi objetivo no tenía intención de desfilar ante los demás como una eminencia. Él y Lise se habían saludado con el jeque, conversaron con un par de poderosos y se dividieron. Parecía que la fachada era el único que buscaban mostrar en Túnez y aquello era el doble de peligroso.
Apoyé la espalda sobre un pilar junto a la puerta oeste, fingiendo que fumaba para que nadie me reconociera. Echaba un vistazo a la barra del camarero majo, contemplando la pasividad del ángel en sus modales. Pidió un ron y esperó con parsimonia. ¿Esperaría a Lise? ¿O sería otra persona quien se juntaría con él?
Los minutos pasaban y nada ocurría. Empezaba a incomodarme la postura por lo que, con el velo cubriendo mi mejilla, pasé de largo para sentarme en un sofá desde el cual podía ver una panorámica de la escena.
Unas motas verdosas captaron mi atención. El viejo profesor Levi hablaba de espaldas a Voriel con un par de eruditos con anteojos. Su presencia a una distancia tan prudente del ángel me sacó inseguridades que creía aplacadas.
¿Me habría mentido?
Había un aura en el anciano que me resultaba sincera. Si tuviese que decantarme por confiar en su palabra o considerarlo un traidor, preguntaría por una segunda opinión.
No querer entrar en el juego del profesor y la alumna era una señal.
La acción ocurrió segundos después de que dejara de lado los memes de gatos que me había mandado con Hugo antes de que su teléfono se muriera, o la cobertura le fallara.
Un muchacho de rizos castaños, apuesto, para qué mentirnos, se tropezó con el ángel por accidente y le pidió perdón. Voriel se quejó y lo empujó con su típica educación.
Por el aspecto físico del británico, debía ser un atleta profesional. Discutieron unos momentos en los que el camarero alzó la voz para detenerlos.
No entendía qué sucedía en esa cafetería. Todo el mundo se pegaba.
El profesor Levi y yo entablamos contacto visual. Lo vi preocupado. Asentí y él devolvió el gesto.
Si no me delataba, yo tampoco lo haría.
El chico de rizos se desplazó al otro extremo de la sala. Los invitados que tenía hablando a mi alrededor bebieron el té que les trajo una camarera. Ocultó mi campo de visión el tiempo suficiente como para perder al profesor.
Disimulé un recorrido con la mirada. No quería que me vieran analizar el entorno y fingí hacerme un selfie desde distintos ángulos, evitando cómo disfrutaban de reojo de mi cuerpo. Debía ser un pecado ser tan atractiva.
Para cuando ubiqué al profesor Levi, ya se estaba yendo de la sala seguido por el británico. Tenía la navaja amuleto de Voriel escondida en la gabardina y aquello me creó un nudo en el estómago.
Nada de lo que acababa de suceder me desconfirmaba que el ángel estuviese trabajando en conjunto con él.
Entonces, el frío invadió el recinto. El aroma a canela se sustituyó por uno del lirio asociado a las tumbas de los cementerios. Hermoso y nocivo.
Una mujer vestida de luto apareció por la puerta con el rostro cubierto por un velo similar al mío. Me lanzó una mirada que reconocí al instante. Ignoró mi presencia y se sentó en un taburete junto al ángel Voriel.
Aquello me dijo todavía más de lo que pensaba sobre Levi. Había robado una llave y debía disponerse a resolver el tercer sello. Lo que me sorprendió fue no reconocer la identidad del muchacho que iba con él. Presentía que era un candidato a pecado capital.
—¿Está hecho? —susurró Voriel desprendiendo un hedor apestoso que goteó al suelo. Aproximó el cuerpo a la desconocida.
—Las piezas del tablero se mueven como deben —contestó la otra. No podía discernir dónde empezaba su cuerpo y dónde acababa bajo el vestido.
Me habría arriesgado a decir que la mitad de su esencia era etérea, como si hablara con un espectro que solo nosotros podíamos contemplar.
—Hay que persuadir al ángel caído de que vaya a Finlandia. Solo así podrá cumplirse lo acordado —insistió Voriel cada vez hablando más bajo.
La mujer, aunque hábil en su sigilo, dirigió sus ojos hacia mí de nuevo.
La voz era la misma que la presencia que me visitó la noche del incendio. Estaba fuera de la cueva, la que me entregó los siete anillos con los que mentí diciendo que pertenecían a mi madre.
—Continúa con tu propósito y conocerás al Arcángel. Haz lo que sea necesario para que Lucifer llegue a su destino. —Se levantó del taburete, digna—. Y recuerda: por mucho que quieras evitarlo, tus sueños siempre te acabarán atrapando.
Un sofoco me abrumó los pulmones. El frío que trajo al entrar en la cafetería se disipó con su salida como una invitada más.
Me resultó curioso pensar en Hugo en aquel instante.
Una notificación al móvil me asaltó. Llegaron varias consecutivas y una llamada de Lucifer.
—¿Luci? —descolgué con sorpresa.
—Cass... Tienes que subir al ático enseguida —dijo con una voz que me llenó de desolación—. Ha ocurrido un problema.
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