🔥CAPÍTULO 17 - LUCHA / HUIDA🔥
Cuatro meses atrás.
Desde los asientos para Pecados Capitales, Thiago y yo podíamos ver la obra de teatro sin perdernos detalle alguno. Los actores y las actrices interpretaban "la reina y el plebeyo", una representación del mito de la reencarnación de la ira femenina que se enamoró de una reencarnación masculina de la lujuria en el siglo XII.
Cada vez que la mujer que hacía de Catherine rechazaba a sus pretendientes con mano dura, me veía reflejada en sus gestos. El plebeyo era un joven hermoso, de cabellos largos y rubios, ojos como el mar profundo y sonrisa de delicioso misterio. Se llamaba Dorian, y solía escabullirse de las cocinas para reunirse con su amada en el castillo de los Viejos Lores.
Su romance secreto iba en contra de las creencias de la época, pero Cat se negaba a acatar las órdenes que su señor esposo le diera. Era fuerte y era solitaria.
Durante la escena de los bosques, junto a la estatua del ángel caído en Praga, una lágrima se derramó por mi mejilla. Ver a Catherine tan devastada por la enfermedad de Dorian fue como recibir un puñetazo en el estómago.
Para cuando la obra terminó, yo ya había gastado tres pañuelos tras el trágico final con la muerte de los dos protagonistas en el lago. Thiago parecía distraído, pensativo. No se enfocaba en los sucesos desde que perdió la sonrisa al ver la escena de la historia familiar de Dorian y los maltratos que recibía de su madre. No había dejado de removerse en el asiento y de rascarse las muñecas. Me preocupó.
Aplaudimos y dimos nuestro visto bueno a los actores. El joven que hacía de Dorian me guiñó el ojo durante la reverencia, y es que su aspecto era calcado a lo que describía el mito sobre la apariencia de su personaje. Por su belleza, habría jurado que era un candidato a pecado de la lujuria escogido por Ángeles de la Muerte.
Nunca llegué a saberlo, pues justo antes de levantarme del asiento para preguntarle, vi a Thiago marcharse mientras se colocaba el abrigo.
Lo seguí hasta la puerta trasera del edificio donde nos esperaba la limusina lejos de la multitud. Estaba serio, ido. Fue el día que descubrí que tenía un secreto oculto en su corazón.
—No hemos ido a hablar con el reparto —le dije al detenerlo, soltando vaho por la boca—. Es de mala educación.
—Iremos en otro momento. Ahora no me encuentro bien —replicó sin apartar la mirada de la puerta del vehículo.
Deslicé una mano por su mejilla para redirigir su atención a mí. Lo notaba afectado, más que yo.
—¿Esto es por la obra?
—No lo sé. —Lo negó, aguantando el temple. Se estaba forzando a mantener la compostura hasta cuando era evidente que deseaba llorar—. No me apetece seguir por la calle. Quiero llegar a casa y descansar.
—Puedes contármelo. Si quieres nos metemos en la limusina y le pedimos al chófer que salga cinco minutos. Si es por la privacidad... —El corazón me latía con fuerza, tanto que me dolían las costillas.
Asintió. Así lo hicimos. Una vez dentro, sin nadie que pudiese escucharnos, nos colocamos enfrentados para hablar.
Dejé el abrigo a un lado, elegante. Me reajusté el vestido ceñido y entonces lo vi, serio y sin inmutarse. Ni siquiera se había quitado el abrigo. Se lo pedí con un gesto con la cabeza. Él seguía inmerso en sus pensamientos.
—No quiero asustarte. En realidad, no es nada. Es un problema que tengo desde el incendio. —Carraspeó, deshaciéndose del abrigo.
—¿Lo que me contaste?
—Tiene que ver, sí, pero no es eso. Está relacionado con... mis padres. —Miraba al suelo, perdido—. Sobre la manera en la que nos enseñaron a ser fuertes y educados.
—¿Las palizas de tu padre, dices?
Hizo una breve pausa en la que titubeó. Lo vi con interés en seguir hablando, en contestar, pero una barrera invisible lo impedía.
—Sí, las palizas. —Asintió, suspirando—. Viendo la obra, he empezado a acordarme de lo que solía decir mi madre sobre las chicas con las que debía juntarme. "Búscalas sumisas, así ninguna se te resistirá", decía.
—No parece que hayas seguido los pasos de mamá, grandullón. —Me quité el tacón y usé el pie enfundado en las medias para acariciar su muslo.
Él reaccionó con un espasmo involuntario. Sentí culpa. Su cuerpo actuó por sí mismo, por mucho que él tratara de mantenerse firme. No era falta de deseo. No. Había un aprendizaje detrás.
Se rio para rebajar la tensión, recolocando mi pie en su pantalón. Ya no sabía si lo quería mantener ahí, pero cedí para no estropearle el momento.
—Me ha hecho pensar en Cass y Luci. Ellos están destinados desde hace miles de años, cual eterno amor. —Me masajeó el gemelo, acariciando con sutileza mis medias—. Catherine y Dorian también se amaron y, sin embargo, siento que no fue igual. Lo que siento por ti fue natural, surgió.
Me sonrojé. En cierto modo me hacía gracia cuando se ponía sentimental, sabiendo cómo se comportaba luego en el dormitorio.
—Pudo no haber salido tan natural si hubieses seguido portándote como un capullo después de la boda de Lucifer. —Me crucé de brazos.
—Justo a eso voy. —Abrió los ojos para enfatizarlo—. Si no hubiésemos tomado ciertas decisiones, puede que ahora estuviésemos distanciados como desconocidos. No hubo amor eterno que nos uniese, ni después de lo que vivieron la reina y el plebeyo.
—Continúa. —Entrecerré los ojos, atenta al monólogo.
—Durante años he vivido buscando amantes que fuesen sumisas conmigo. Es decir, nunca antes había sentido atracción por una mujer rebelde o independiente. Y mucho menos de carácter tan fuerte. —Gesticulaba en relación a mí.
—Lo sé, soy capaz de romper estereotipos.
Me agité la melena con altivez. Él reía, pero notaba que forzaba ese buen humor para disimular los sentimientos que subyacían a aquello.
—Esa rabia que tienes dentro siempre me ha echado para atrás. —Detuvo el masaje de gemelo, apoyando la mano sobre mi rodilla—. Y, sin embargo, aquí estamos.
Lo sabía, era consciente de lo mucho que le agobiaba verme actuar con violencia. Todas las veces que agredía a quien osaba enfrentar mis ideas, o las veces que era capaz de matar a quienes trataran de herirme, tuviese o no pruebas de ello, lo alejaba de mi lado. Con él, la furia calmaba. El odio se disipaba.
—Aquí estamos —repetí con un tono de voz monótona—. Sabes que no puedo cambiar lo que soy. O lo aceptamos, o no saldrá bien.
—Siento que hay algo más allá. —Apartó mi pierna de encima para sostenerme las manos—. El amor real es lo que nos mueve. El amor de unos padres hacia sus hijos, el amor de una pareja, de un amigo, de una mascota —vi cierta oscuridad en sus ojos— el amor hacia una hermana... —le costaba sacar de dentro aquellas emociones—. Amanda, sé que lo nuestro puede funcionar porque el amor prevalece sobre tu ira.
El amor prevalece sobre tu ira.
La frase me devolvió al presente, conduciendo el coche por el sendero nevado hacia el planetario. Vi por el retrovisor que Thiago ya no me seguía. Me detuve. Asomé la cabeza para ver si estaba atrás. No era el caso. Marcas de derrape me indicaban que podría haber tenido un accidente.
Se me heló la sangre. Retrocedí con el coche, acelerando hasta la zona del impacto. Había humo negro y fuego cerca de un precipicio. Bajé deprisa, con el corazón acelerado. Un rastro de gotas granates se introducía en la densidad de los bosques. El camino se desviaba de la zona por la que quería viajar.
El amor prevalece sobre mi ira.
Me subí al coche, quité las llaves y cerré la puerta. Fui corriendo tras las huellas de las botas. Había dos pares distintos. ¿Quién lo había encontrado?
Seguí lo que pude el rastro, sin miedo a perderme. Daba zancadas entre el infierno blanco que me rodeaba. Veía huellas de manos en los troncos de los fiordos. Pasaron cerca de los arbustos. Di un rodeo. Analicé el perímetro en unos cincuenta metros, buscando dónde seguían las gotas.
Tras una hora de búsqueda, llegué a los alrededores de una cabaña. Soltaba humo por una chimenea y olía a madera recién cortada. Vi una porción de leña cubierta de sangre. Era el lugar adecuado.
Desenfundé la pistola que llevaba en el pantalón. Me coloqué en guardia, apuntando al frente. No frené.
Mi amor prevalece sobre mi ira. Es lo que nunca llegaba a entender. Siempre tan encerrada en mí misma y en el odio hacia los demás. Era lo que me movía, el cariño hacia mis bailarinas de hierro, hacia Thiago, hacia mi madre. La ira era lo que llevaba a la muerte a mis seres queridos. No podía dejar que siguiera ocurriendo.
Escuché un quejido dolorido.
—¡Thiago! —exclamé
Le di una patada a la puerta y dirigí el cañón hacia el responsable.
El mellizo estaba tumbado en un sofá, con una venda alrededor del torso. A su lado, una figura sombría de cabellos pelirrojos lo terminaba de curar. Se incorporó con lentitud.
—¿Quién eres? —grité, preocupada—. Muéstrate, joder.
Dio la vuelta con una sonrisa. Su rostro me hizo rememorar pesadillas. Una cicatriz marcaba su cuerpo. El ojo de cristal me observaba, hueco. No dejé de apuntarlo. Me costaba creerlo, pero ya lo había advertido Hugo. Condenado era el día en el que lo conocí.
—Amanda, qué alegría que estés aquí. —La tranquilidad de Satanás me generaba tensión—. Siéntate. Adelante. Estás en tu casa.
—¿Cómo sobreviviste?
Thiago estaba pálido. Había perdido sangre. No reaccionaba. Nos miraba a ambos.
—Un mago nunca revela sus secretos.
Ya no era Kenji. Lo veía en su ojo escarlata, la profundidad muerta de su locura no dejaba de atravesarme el alma. Satanás ocupaba su personalidad al completo, sin identidad posible que dejar de su pasado.
—No te reconozco. En el coliseo vi a Kenji. Y tú no eres ese chico. —La tensión en el ambiente me agobiaba. Me aproximé hasta el sofá y vi al pelirrojo apartarse.
No le importaba darme la espalda. No me tenía miedo.
Me aseguré de que el príncipe estuviese a salvo. Él me acarició la mejilla. Me susurraba al oído con lo que la debilidad le permitía verbalizar, pero no podía oírlo con claridad.
—Amanda. Mis padres... —repetía—. A Cass y a mí... Mis padres nos...
—Basta de cháchara, centrémonos en los asuntos que nos competen. ¿Estáis preparados? —interrumpió Satanás entre carcajadas.
Agarró la catana que tenía junto a la chimenea, usándola contra una mesa. La agitó con una violencia tal que la terminó rompiendo. Jadeaba por el esfuerzo.
—¿Preparados para qué? —Bajé el arma, protegiendo a Thiago con un brazo.
—Para evitar la profecía. ¿No habéis venido para eso?
Hizo una mueca exagerada de sorpresa. Sus cambios radicales de personalidad me ponían nerviosa. No era nada consistente.
—¿Esperas que me lo crea? Después de matar a mis bailarinas de hierro y de enfrentarte a todo el puto mundo.
—He salvado a tu novio de la muerte y luché contigo contra el maestro Raikino. Ambos queremos lo mismo: sobrevivir a la tormenta que se avecina. —Tenía tics puntuales que no lograba captar. Era como si una entidad viviese en su interior y tratase de salir—. No me vengas ahora con esas acusaciones. Sabes que lo hice para burlarme de Lucifer, no de ti.
—Ya. Así que la excusa de la profecía y de lo demás es tu deseo de matar a Lucifer. Yo también quiero hacerlo, no digo que no, pero creo que es más fácil apuntándole a la cabeza con un rifle que masacrando inocentes —bufé.
Escuché al mellizo soltar un gruñido. Quería hablar, pero el dolor se lo impedía.
—No le hagas caso, necesita descansar. —Satanás señaló a Thiago con el filo de la catana. Luego, volvió a dirigirse hacia mí—. Así que no sabes por qué tú y yo estamos aquí.
Hugo había mencionado que la ira sería la responsable de la ruptura del primer sello, pero no sabíamos a cuál de las dos reencarnaciones se refería.
—Uno de nosotros tiene que estar aquí, eso es lo único que sé.
Satanás clavó el metal en el suelo, dando un aplauso. El acero vibró por la intensidad.
—¿Sabes quién de los dos es? Porque yo tengo mis teorías. —Ladeó la cabeza—. Pero no pasa nada, porque tenemos alternativas. Luchar o huir.
—¿Cómo sabes tanto de la profecía? ¿Quién te lo ha contado?
—El profesor Levi es un hombre sabio e inteligente. Sabe qué información ofrecer para salvar el mundo. —Daba vueltas en círculos por la cabaña, rompiendo los objetos que le molestaban en su camino.
—¡Para de romper todo! ¡Me estás poniendo histérica! ¿Qué cojones te pasa? Quédate quieto en tu sitio, hostia. —Lo apunté con la pistola, presa de la ira. Él alzó las manos.
Se me acercó sin miedo. Rozó el cañón del arma con su indumentaria. Agarró mis muñecas y me obligó a apretar el gatillo con la mirada.
—Adelante. ¡Hazlo! Si eres tú quien me mata, nunca se romperá el sello.
—¿Qué quieres decir? —Me mantuve firme ante su intimidación.
—Claro que no lo sabes... —rio, chasqueando la lengua—. Para que el primer sello se rompa, la reencarnación de la ira debe morir en tierra nevada. Y Lucifer debe ser quien lo haga.
Thiago se incorporó en el sofá, impactado. Lo miré, confusa. Regresé los ojos a Satanás, y a través de su mirada rota pude entrever la sinceridad.
¿Hugo me había traído de manera inconsciente hasta el lugar de mi muerte?
—¿Cómo...?
—En el planetario se encuentra la respuesta a esa pregunta. Os llevaré hasta allí. —El chico se alejó de mí, soltando mis muñecas—. Llevo demasiados años luchando por seguir viviendo para que ahora una estúpida profecía me diga que debemos morir. No, Amanda. Si tú prefieres huir, hazlo, pero yo pienso matar al ángel caído.
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