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👑​CAPÍTULO 1 - ¡IRALIMPIADAS! (PT. 1)👑​

—Este año, las normas de las Iralimpiadas cambiarán —anuncié ante los vítores sincronizados que me alababan desde las enormes gradas. Tuve que callar con una media sonrisa orgullosa, moviendo los brazos para que se calmaran—. Sé que estáis tan ilusionados como yo de que empiece la competición, pero primero debo hacer la presentación de los candidatos.

En total, cuarenta y ocho países formaban filas en sus respectivas plataformas abanderadas repartidas en el estadio; la mayoría de Europa y América. Participaron Australia, Japón, la India y Emiratos Árabes, así como Perú, Argentina, Colombia y Uruguay.

El resto de países que formaron parte de antiguas ediciones se negaron a traer atletas a morir, en especial los países sudafricanos, Canadá y la región escandinava por sus malas experiencias previas. Lo hicieron por una razón que se advirtió en la entrega mundial de cartas de invitación: aquellas Iralimpiadas solo podrían ganarse con la muerte del resto de deportistas. Solo podía quedar un equipo en pie. Aunque, para qué engañarnos, más que atletas eran criminales a sueldo.

—Sé que, de normal, los Pecados Capitales son los jueces. En esta edición, no será diferente. —Señalé a un palco cubierto lleno de cámaras, ordenadores y dispositivos electrónicos—. Nuestro jefe técnico, Hugo Sloth, en compañía de la recién llegada Ruz Belfegor, las reencarnaciones de la pereza, serán los encargados de controlar que se sigan las normas. A su vez, Bela Ces Belcebú —entre los aplausos se escucharon unos silbidos de rechazo— y Mario Gluttony, colaborarán desde la cabina de mando en las competiciones de natación, atletismo y lanzas arrojadizas.

Sentí una extraña sensación al recordar que Cass no estaría presente. Se había ido de viaje a Noruega junto a su hermano con la intención de buscar datos sobre la profecía del apocalipsis que halló en un libro antiguo. Comprendía sus motivaciones, pero me apenaba que no pudiese estar presente en un acontecimiento de tal calibre.

—Además, la cantante Lise y varios artistas de reconocimiento, que no vamos a revelar todavía, darán un concierto durante los descansos entre días de Iralimpiadas. —Sonreí con emoción al ver cómo controlaba a la población con palabras. Adoraba el poder. Deslizaba los ojos por los cientos de miles de personas presentes—. Y no solo eso, sino que será la primera vez en cincuenta años que dos Pecados Capitales participarán en las Iralimpiadas con unas reglas adaptadas.

La expectación silenció el estadio. Creé un espacio de breves segundos en los que estuve con la palabra en la boca. Giré la cabeza para mirar a Amanda, ella se encogió de hombros.

—¡Roman Códic y Elena Sorbena! —exclamé mientras los dos aparecían sin bandera por unas puertas entre bastidores. Iban montados en un carro dirigido por caballos de armaduras doradas—. La avaricia y la soberbia, juntas por el trofeo del ganador. Puesto que jugarían con ventaja, solo tendrán permiso para usar un arma.

Di una vuelta sobre mis talones, acercándome a una mesa con un objeto cubierto por una manta burdeos. Supe que tenía que dar el espectáculo así que, con una mueca de comodidad, mostré las alas de ángel caído ante la mirada de millones de ojos. Hasta los más ancianos y débiles se levantaron a aplaudir ante el despliegue de fuerza que se sintió.

Arranqué la tela de terciopelo para mostrar la gloriosa recompensa bañada de sangre, hierro y lágrimas; una copa decorada por cada una de las joyas preciosas que existían, lo que podría equivaler a una tonelada de oro. La diferencia era que, en este caso, cada joya podría valer ese precio y habría unas veintisiete de ellas incrustadas en la superficie escarlata. Era el ejemplo perfecto de cómo el pecado de la ira daba el visto bueno a su mejor gladiador.

El sol sacaba destellos de la copa. Hubo que cubrirla de nuevo para que ningún rebelde tratase de hacerse con ella. En realidad, su estabilidad no peligraba. Quien entrara al campo de guerra, se vería rodeado de sus mismas normas. Lo más posible era que los espontáneos que se colaran para darle un abrazo a su ídolo terminasen con la cabeza rodando sobre el césped.

Unos tambores de guerra comenzaron a sonar. Durante la ceremonia de inauguración, me dediqué a darles la bendición a los atletas que darían su vida por el espectáculo. Nos daban un beso en el dorso de la mano, a Amanda y a mí, antes de proseguir con el desfile.

Cuando llegó el turno de Rusia, apareció un joven pelirrojo de ojos rasgados con una catana a la espalda. Saludó a la ira con una reverencia y le dio la mano antes de abrazarla y susurrarle unas palabras al oído. No pude escucharlas, pero al estrecharle la mano yo, me confesó que su identidad era Satanás y estaba dispuesto a matarme por el trono.

Le lancé una sonrisa desafiante, aceptando el reto. Si quería venir en esos términos, que lo hiciera. Lo esperaría con ganas.

Según las leyes de las Iralimpiadas, la victoria solía darse a quien consiguiera más puntos en sus hazañas durante los días de guerra campal. Esto significaba que, quien superara los obstáculos y pruebas en el terreno habilitado —huida de leones, nadar en un río con cocodrilos, arrojar lanzas a más distancia para matar a alguien o escalar montañas desde las que caían rocas gigantes—, ganaría una puntuación elegida por los jueces. El equipo que más alto llegara, triunfaría.

Las bailarinas de hierro, las aprendices de Amanda, la abrazaron en conjunto al pasar su desfile. Ella no podría participar por ser Pecado Capital, pero lo mucho que lo deseaba me hizo sentir compasión. Fui yo quien eligió cambiar las normas pese a sus quejas, pero nadie estaba por encima del rey. El pueblo necesitaba ver que el delito era castigado y que los criminales se iban a matar entre ellos, sin afectar a inocentes en el proceso.

Necesitaba que me vieran como una figura de respeto y autoridad, un ángel de seguridad para las noches oscuras. No volvería a ocurrir lo mismo que sucedió con Luna. Nunca más, en ningún lugar del mundo.

Una vez concluida la presentación y planteada la organización, nos retiramos a nuestros asientos de lujo en el palco para pecados. Según teníamos entendido por las noticias que llegaban, la prensa se atrincheró en el exterior del estadio, informando de lo que veían a través de las enormes pantallas que mostraban lo que pasaba en el interior.

Teníamos cámaras grabando todo y mostrándoles al mundo el despliegue de potencia de las Iralimpiadas. Cada persona podría prestar atención desde sus hogares, si es que no tenían dinero para viajar en avión a la Isla de la Soberbia. Allí es donde nos agrupamos para celebrar la competición, pues su tamaño nos permitía la construcción de una pequeña ciudad en la costa. Al mismo tiempo, preservamos la vasta región de naturaleza en la que se desarrollaría el evento; una selva ancestral, un pequeño desierto amoldado a las necesidades, una ciénaga con lagos de aguas contaminadas y efectos especiales cortesía de los drones con los que haríamos la grabación en directo.

Su retransmisión cubría las noticias más tiempo que ningún otro tema, y es que los civiles habían invertido cantidades indecentes de dinero por acudir a vernos. Montaron carpas, dividiendo un campamento que rodeaba el estadio en zonas según a qué país apoyaban. Y la policía se aseguraba de que hubiese paz. Y no hablaba de guardias de seguridad contratados, pues ellos podrían ser aplacados por la violencia de una muchedumbre ansiosa. Lo que vigilaba a las masas eran Ángeles de la Muerte bajo mi dominio.

Paseaba por un pasillo con luces de neón hasta nuestro apartamento privado alojado entre las paredes de un estadio que parecía más el semicírculo de un coliseo romano que un estadio de fútbol. Podíamos ver a la gente que animaba a sus equipos a través de ventanas plasmadas en arcos de arquitectura antigua, heroica. La gloria de nuestros antepasados sangraba poder donde ahora nosotros recitábamos el himno de la ira.

Me crucé con Lise justo antes de abrir la puerta de mi cuarto. Ella dio un respingo del susto, pero abrió los ojos con ilusión al verme. Me saludó con entusiasmo y yo la correspondí con frialdad. No era santo de mi devoción, pero hacía la pelota de una manera agradable.

—Alteza, qué buen discurso has dado antes. Me siento muy agradecida de poder formar parte de este espectáculo tan alucinante que has creado. —Me acariciaba el brazo, pero yo la miraba por encima del hombro.

—Fue idea de Amanda, también. Pese a que yo he sido el inversor, ella es quien lo organiza —respondí, seco. Ella seguía sonriendo con una sonrisa forzada.

—Bueno, pero tú eres nuestro rey. Al final los pecados van y vienen, pero el ángel caído es eterno. ¿No crees? —Balanceó sus rizos esmeraldas.

Tenía la piel bonita, de un tono exótico. Pero no me interesaba su motivación rastrera.

—Agradece que te haya permitido colaborar en el concierto. No me gusta que conspiren a mis espaldas, aunque no sea yo el objetivo. —La señalé con un dedo.

Provoqué que se estampara contra la pared. Me aseguré de que percibiera mi aliento pegado a su cuello. Notaba su miedo crecer en cada gesto.

—Lo siento, Majestad.

—Amanda es tu jefa todavía y no toleraré otra falta de respeto como esa. ¿Entendido, bonita? —La miré a los ojos con seriedad. Ella asintió—. Pues retírate. Suficiente te he permitido sustituyendo a Bela por ti. Demuéstrame que no cometí un error contigo.

Entré en mi cuarto con los puños apretados. Por situaciones como aquella sentía que debía llevar más cuidado con quienes dejara entrar en mi círculo personal.

La parte del apartamento que me tocaba a mí tenía vistas al estadio desde una torre de vigía. La cama apuntaba en dirección a la arena de combate desde la que empezarían los equipos antes de que las gradas vacías del este descendieran y les permitieran adentrarse en el verdadero campo de batalla en el que habíamos convertido la isla.

Me serví una copa de whisky y me asomé por el cristal. Todavía tenían que dar a conocer a los candidatos de los equipos. Odiaba las ruedas de prensa, las falsas ilusiones, los sueños de cada atleta sobre qué harían con el premio... La peor fue la revelación de Roman cuando le preguntaron y dijo que compraría las próximas Iralimpiadas si ganaba. Estuve a punto de estampar el vaso contra el televisor.

Y Elena. Ella fue la peor. Lanzó un mensaje implícito de rebelión contra mí.

—Gracias, querida —dijo refiriéndose a la entrevistadora con una sonrisa—. Si gano, usaré el trofeo para eliminar esta aberración de muerte y destrucción que el ángel caído pretende usar de tapadera para ocultar sus propios crímenes.

Esa mirada hacia la cámara iba dirigida a mí. Me desafiaba, igual que el resto. Si tan dispuesta estaba a morir por sus ideales, que lo hiciera. Al menos su hermana me calentaba la cama en mis noches de insomnio. Pronto se reunirían y dejarían de incordiar.

Cass me habría reñido de haber estado presente. Me habría dado una colleja por pensar así. Maté a Johanna, a la hermana de esa competidora. Todo porque el orgullo me impidió aceptar que amaba a otra. No sabía por qué pensaba tanto en ella. Se había marchado, ya no volvería. La traicioné y no me lo perdonaría.

Agarré el teléfono con el interés de llamarla, pero titubeé. No me lo cogería. ¿Qué diría de un ángel caído si su amada no le respondía? No era digno de un rey. Si quería comunicarse conmigo, que lo hiciera ella.

El traqueteo de la puerta me sacó del ensimismamiento. Lo primero que vi fue la indumentaria elegante del visitante. Se había cortado las mangas de la camisa y portaba la catana a sus espaldas, enfundada.

—¿Me habéis hecho llamar, Lucifer? —preguntó con una voz tranquila Satanás, quien había jurado ser mi enemigo.

—Tienes cinco minutos para ganarte un "ha sido un placer conocerte". —No lo miré, dejé la copa sobre una mesilla junto a la ventana—. De lo contrario, te haré ejecutar.

Agarré un segundo vaso y le vertí el contenido antes de ofrecérselo. Él lo aceptó de buena gana.

—Espero que seas la clase de rey que cumple sus promesas —rio mi invitado, dando un trago. Ni se planteó que pudiese estar envenenado—. Por la cara que has puesto, te estás preguntando qué me ha llevado a beber sin asegurarme de que no querías matarme aquí y ahora.

—¿Y tu respuesta es? —Deslicé la mirada hacia el estadio, de brazos cruzados.

—Quien no vive al límite, se pierde la mitad de la vida. —Se me acercó y comprobé que su cuerpo desprendía un calor único—. Ganar o morir, y yo nunca muero.

—¿Cuál de los estúpidos Ángeles de la Muerte que se rebelaron contra su monarca decidió darte parte de su poder para potenciar ese olor a demonio oni que tienes? —Me encaré a él, sin temor.

El brillo en los ojos escarlatas de Satanás lanzó un destello maníaco que acompañó a su risa. Lo veía capaz de agarrar su catana y ponerse a golpear los muebles del cuarto sin parar. Era una máquina de guerra hiperactiva e impulsada por los hilos de la ira.

—Uno al que maté. —Dio otro trago, depositando el vaso sobre la mesa sin evitar el contacto visual conmigo—. Los demás colegas de la Camarilla se han ido a Noruega a estudiar historia o se han venido a ver las Iralimpiadas por ocio. De los que íbamos en tu contra solo quedo yo. Y créeme, no necesito a nadie más.

—¿Me estás diciendo que has matado a los cinco ángeles que te ayudaron a ser lo que eres ahora? —Chisté—. Es patético.

—Les he robado la energía vital —confesó, saboreando las palabras.

Más allá de sus ojos pude ver una sombra demoníaca que ansiaba salir a la luz. Era impredecible, pude verlo en cuanto le dio un puñetazo al cristal de la mesa y lo rompió en mil pedazos. Ya no tenía la misma seguridad que cuando me topé con él en la ceremonia inaugural.

—¿Qué es lo que quieres? —Respiré hondo, controlando la situación. Le mostré mis alas, abriendo los brazos—. Puedo ofrecértelo.

Satanás admiraba las alas como un niño pequeño, pero su lado alocado volvió enseguida. Dio varias palmadas, vacilante.

Se apartó de mí para apreciar la imagen en perspectiva. Usó los dedos como una cámara, bromeando y riendo hasta que se pronunció con sorna.

—Devolver el verdadero orden natural al mundo. Quiero caos y guerra. Un lugar en el que cualquiera pueda arrancarle las alas a un ángel. Un lugar en el que no haya rey. —Se me erizó el vello al oírlo—. Tendremos un combate justo, tú y yo. Nada de ejecuciones, Alteza. —Hizo una breve pausa. Tenía los nudillos ensangrentados por el puñetazo al cristal—. Lucharemos como dos guerreros, sin inocentes de por medio. Sin policía. Sin pecados.

—Representas el vivo reflejo de por qué decidí cumplir la profecía del ángel caído en primer lugar. ¿Esperas que te deje salir del cuarto sin más después de esto? —Se me tensaron los músculos de la mandíbula.

—Lo harás, porque si me matas, el próximo que ocupe mi lugar descargará en ti la furia de los cientos antes que yo. Y no habrá normas que valgan. Morirá todo aquel que pretendes proteger. No puedes eliminar un Pecado Capital. —Enfatizó sus palabras negando con la cabeza—. Todavía no.

Nos quedamos mirando al otro unos momentos. Él dio media vuelta, dirigiéndose hacia la puerta.

—En el momento en el que incumplas el desafío, te ejecutaré. —Mi voz sonó como un trueno que anunciaba la llegada de la tormenta—. Hasta entonces, ha sido un placer conocerte.

Satanás ladeó la cabeza, respetuoso. Me hizo una reverencia japonesa cargada con la disciplina de un samurái y se retiró.

Las Iralimpiadas iban a dar comienzo a las cuatro de la tarde. Me acomodé en el trono del palco, observando a Amanda dar las instrucciones correspondientes a la dinámica de la competición. Los equipos empezarían desde distintos puntos estratégicos del estadio. Cuando el mecanismo de las gradas les abriera el camino, podrían salir del recinto y huir al resto de la isla.

Una vez en tierra salvaje, las reglas se aplicarían. Cada grupo debía apropiarse de una zona del recinto adaptado para la competición en el tiempo establecido.

Durante el primer día, el asesinato era castigado con una reducción de recursos. En el segundo, la masacre empezaría y se daría libertad absoluta para la caza. De cara al tercero, se pondrían en marcha los eventos aleatorios de la amplia arena de combate. Y quien hubiese sobrevivido, si era el caso, se enzarzaría en un duelo final a muerte durante el cuarto día.

Los Pecados Capitales tenían permiso para ofrecer pequeñas ayudas a sus equipos favoritos según qué reencarnaran; el orgullo podría entregar lo que quisiese —pues así lo decidía el rey—, la ira armas, la envidia información del resto de rivales, la pereza informaría de lugares seguros de descanso y la gula recursos alimentarios.

Al pensar en la lujuria y su ausencia durante las Iralimpiadas, suspiré. Lise, que se sentaba en un sillón cercano al mío, se interesó. La ignoré. Saqué el móvil, titubeando en el teléfono de Cass.

Al fin decidí llamar. Los pitidos constantes me permitieron entender que no respondería. Me frustró, pero la entendía. Era el trato que merecía.

Escuché los vítores de la multitud en las gradas con la llegada de los candidatos al estadio. Se colocaron en sus posiciones, listos para empezar. Iban vestidos con el mismo uniforme burdeos y negro. Eran los colores de la ira y la oscuridad. Aquellos días se celebraría un festín para los gladiadores muertos en batalla.

Observé cómo Hugo dormía tumbado sobre su asiento junto a las cámaras de los drones que seguían a cada equipo. No me sorprendió, pero sí lo hizo ver que su nueva amiga, Ruz Belfegor, estaba tumbada en su misma posición. Dormida.

Los desperté de una palmada, y ambos reaccionaron de manera simultánea.

—¡Coño, qué susto! —exclamaron y rieron por la coincidencia, señalándose el uno al otro.

—A ver, Hansel y Gretel, prestad atención. Esto es más importante de lo que podríais imaginar. —Arañaba el reposabrazos del trono por inercia.

—A sus órdenes. —La pereza hizo el saludo militar, susurrándose con su compañera antes de encender las cámaras de los participantes—. Todo tuyo, Alteza.

Me fiaba de la nueva incorporación. Pese a que la mitad de pecados del bando rebelde me odiara o no formase parte de mi Camarilla, agradecí ver a una chica con demasiada pereza como para dar guerra.

Ruz tenía el pelo castaño y corto, por los hombros. Llevaba un eye-liner perfecto, pero el resto del maquillaje no le resultaba de interés. De hecho, vestía con la misma desgana que su contraparte masculina.

—Oye, chica nueva —dije en voz alta, atrayendo su atención—. ¿Has dicho que eras estudiante?

—Uf. —Se llevó una mano a la frente—. No me lo recuerdes. He venido aquí para saltarme las clases.

—¿Sigues yendo a la universidad? —reí, intrigado—. Esperaba que un Pecado Capital no se limitase a aceptar la vida mundana.

—Es más cómoda que el éxito y me ahorro tener que presentarme a cada fan que me reconozca por la calle. Tendrías que probarlo, rey. —Me guiñó el ojo, bostezando. Contagió a Hugo y luego a mí—. Ya suficiente tengo con que me conozcan por los streamings.

Preferí no indagar. No me resultaban atractivas las modas. Hice un comentario entre susurros.

—¿Qué has dicho de Naruto? —El tono que usó Ruz para dirigirse a mí no era digno de un esbirro del rey.

Hugo la calmó. No hizo falta que le respondiera. Era preferible ignorarla. No se merecía que le diese mi atención.

Escuché unas risas tras de mí. Al volverme, vi que Bela y su nuevo amigo de la gula comían juntos en la mesa de jueces. Les chasqueé los dedos y con rapidez volvieron a centrarse en las tareas que les tocaban.

—¿Y tú cómo te llamabas? —Señalé al hombre con sobrepeso.

—Mario, Alteza. —Lo vi temblar en el sitio, tartamudeando por los nervios. Sudaba como un aspersor—. Disculpad por desconcentrarme.

Le hice un gesto con la mano, como quitándole importancia. Él dirigía una franquicia de restaurantes, pero le generaba inseguridad ir a comer en ellas por la opinión pública. Se veía que no era su único conflicto interno.

—Como vea a alguno desatendiendo a sus tareas de nuevo, lo echaré del palco —dije antes de levantarme del trono y acercarme a la ventana desde la que se veía con lujo de detalles la arena de combate inicial—. Veamos de qué sois capaces.

Apoyé una mano sobre el cristal, fijándome en los dos Pecados Capitales que formaban uno de los equipos de las Iralimpiadas. Si morían, no los echaría de menos. Ya me encargaría de llevar a mi bando a sus sustitutos.

—¡Me complace decirles que las Iralimpiadas darán comienzo en cinco segundos! —anunció Amanda con su micrófono, situada en un estrado en el centro del estadio. Protegía la copa—. ¡Cuatro! —Me giré para mirar a mis compañeros de Camarilla, viendo que todos esperaban ansiosos el inicio. Lise se mordía las uñas—. ¡Tres! —Volví a dirigirme a Amanda—. ¡Dos! —Sonreía, pues sabía que Satanás formaba parte del equipo de entrenadores ruso—. ¡Uno!

—A ver qué coño sabes hacer, Satanás —musité apretando el puño.

—¡Qué empiecen las Iralimpiadas! —La reencarnación de la ira disparó una bengala al aire, formando un hilo rojo que se extendió hasta el cielo—. ¡Buena suerte y buena caza!

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