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68. La caída del héroe

Así, fueron preparados los látigos para llevar a cabo la afrenta contra el acusado. Hercus fue despojado de su camisa y su cuerpo quedó expuesto en la parte superior.

Los guardias le quitaron las cadenas de los pies y la molesta tabla de hielo en la que estaban aprisionados sus brazos y su cuello. Lady Zelara sin mediar palabra, comenzó a darle golpes en el abdomen y en el rostro. Uno tras otro, los huesos de los puños le quemaban la piel como tizones encendidos. Muchos impactos le dieron aquella robusta mujer, hasta que sus nudillos se mancharon con el líquido rojo y espeso que emanaba de las cortadas del campesino.

A Hercus la carne le dolía y su boca se llenó de su propia sangre; quedó afectado por la violencia de las acometidas y su fuerza fue desapareciendo. Su visión se colocó borrosa. Luego le partieron la camisa. Los soldados lo tumbaron de nuevo de rodillas sobre el piso de cristal y los siguientes fueron los latigazos en su espalda; era como fuego derretido que lo salpicaba en la piel. Su vista se encontró con el gris de los ojos de la reina Hileane. De su garganta no salió un solo quejido de dolor y se esforzaba por mantener su semblante inmutable.

"Observa el castigo que me has impuesto, su alteza real. Acepto mi castigo y ha sido el correcto, porque si me hubieras dejado vivir, yo vendría por ti y te arrancaré tu corazón de hielo del pecho. Lo sostendré en mi mano todavía latiendo y lo estrujaré como un frágil cristal. Es una promesa".

Hercus apretaba su mandíbula con cada latigazo, pero en todos sus choques contra él. Los nobles políticos y militares veían el castigo, sintiéndose agobiados y mareados. Algunos sintieron náuseas y ganas de vomitar al ver las salpicaduras de sangre que caían en el piso y dada la vehemencia de los azotes que resonaba en la sala del trono. La espalda del joven plebeyo estaba hecha un mar rojo y con líneas abiertas, por la agudeza del instrumento y finura. Sus manos temblaban. Tenía frío, hambre, sed y sueño. Las yemas de sus dedos se mancharon con su propia sangre que se esparcía con control sobre cristal azul que adornaba el lugar. Solo quería acostarse y descansar, dormir. Sus parpados le pesaban y el sueño lo asaltaba de repente. Un sonoro pitido inundó sus oídos, haciéndolo estar distante la realidad. Estaba por irse al mundo de los espíritus, ya que pronto seguiría su ejecución. En su vista opaca, divisó a su majestad como apareció cerca de él e hizo emerger una espada de la mano.

La monarca la alzó sobre él, presta matarlo. Iba a ser decapitado. Intentó hablar, pero ni siquiera podía hacerlo. Respiró varias veces, de manera forzada, para reunir un poco de aire en sus pulmones. Si no hacía algo, sería decapitado por la esa tirana y despiadada reina de hielo.

—Te... Ten... Go —dijo Hercus, apurado y asfixiado. Su voz apenas era audible—. Un... De... Seo. Mi... premio.

Hercus lo había guardado para después de que su hermano saliera del castillo de cristal. Pero ahora lo usaba como su único medio para no ser ejecutado por su majestad Hileane.

—Dice que tiene un deseo —dijo Lady Zelara a gran volumen, para que todos escucharan—. Es su premio.

—Es el premio del camino de la reina en los juegos de la gloria —dijo una voz masculina que se le hacía familia. Era Lord Warner, que no había intervenido en el juicio, hasta ahora. Pero que se había conmovido por la fortaleza y resistencia del guerrero, que no había emitido ni un solo lamento de dolor.

Los murmullos comenzaron entre los presentes. Todos eran testigo del galardón de su majestad, que su regalo sería cumplir un deseo al campeón que ganara su mano. Si ella no lo cumplía, sería la primera vez que rompía una de sus promesas. Para un rey y una reina, su palabra era la ley y no se rompía por nada del mundo. Era algo sagrado y de gran valor. Un monarca sin credibilidad, no tenía la confianza ni de su propio pueblo.

—¿Qué es lo que deseas? —preguntó la reina Hileane con su voz etérea y sin sentimiento alguno.

—Vi... Vir. Yo... deseo... Vivir.

Hercus dejó escapar un rio de lágrimas de sus ojos. En su momento de partida, aún se aferraba a la vida. No quería marcharse, sin antes haber hecho justicia por los caídos. No había comido, bebido o descansado de manera óptima, por lo que no estuvo a plenitud para hacer frente a la guardia, ni a la reina. Estaba seguro de que podría arrasado con ellos.

—Un deseo de vivir que es opuesto a mi veredicto de muerte. Por tanto, lo anula —dijo la soberana con propiedad. Hubo silencio en la sala por varios minutos—. Haré un nuevo designio para él. Hercus de Glories, serás desterrado de este reino y perderás tu marca como ciudadano. ¿Hay alguna objeción?

Los nobles solo inclinaron su cabeza y extendieron su brazo derecho hacia la monarca, mientras el izquierdo lo pegaron a su pecho.

—¡No hay ninguna objeción! —dijeron los miembros del consejo al unísono.

—Cumpliré el deseo que por derecho se ha ganado y lo condenaré al destierro. Será un paría. Escuchen mi palabra, así ha de ser y se ha de cumplir.

—¡Sí, mi gran señora! —respondieron de nuevo en un canto lleno de sumisión hacia la reina de hielo todopoderosa.

—Te quitaré tu marca. —Su majestad colocó su mano encima de la de él, pero sin rozarlo.

Hercus sintió un fuego que se liberaba de su mano hacia el resto de su cuerpo. Era como una tormenta tan fría, que se parecía a una llama que lo quemaba por dentro. Era un dolor insoportable. Se asfixiaba y se ahogaba. Se abrazó la garganta con sus manos y un quejido se escapó de sus adentros. La reina de hielo, sin siquiera tocarlo pudo causarle más dolor que todos los golpes y latigazos de Lady Zelara. Su pecho estaba siendo comprimido y se quedaba sin aire. Las pocas fuerzas que le quedaban se esfumaron de él. Supuso que, al ser despojado de su símbolo, tenía muchas consecuencias internas. Varios minutos de más tortura tuvo que soportar.

—Ahora, apártenlo de mi presencia —dijo la soberana con altanería y desprecio—. No quiero seguir viéndolo ni un segundo más en mi sala. Ensucia el piso con su asquerosa sangre.

—¡Sí, su majestad! —respondieron los escoltas que lo habían traído.

Uno de los guardias colocó la mano en el hombro de Hercus, pero enseguida llevó las suyas hasta las del soldado y, usando su espalda y las pocas fuerzas que tenía, lo levantó y lo estrelló contra el suelo, dejándolo tirado, sin poder levantarse. El otro corrió hacia él, pero recibió un golpe con el codo en su rostro y también cayó al suelo. Los nobles que estaban presentes intentaron sacar sus espadas, pero la reina hizo un gesto con la palma y se quedaron quietos.

Los párpados de Hercus se cerraban y se abrían, dificultando su vista, y sus piernas le pesaban como si estuvieran amarradas a grandes piedras. Apenas podía caminar, pero era lo más cerca que podría estar de su alteza real. Ya solo estaba a unos escasos centímetros y sus miradas se cruzaron con intenso fervor de lucha, hasta que se puso al frente de la reina Hileane. Quiso insultarla y maldecirla, pero ni con su último aliento pudo hablar. Respiraba de manera apurad. Apenas notaba una enorme melena blanca, grisácea, que caía detrás de ella. El rostro de la soberana lo notaba distorsionado. Extendió su brazo hacia ella y reposó su palmar en la cara de ella. Sus dedos se quemaron de lo frío que era la piel de esa bruja malvada y despiadada. La reina puso el dedo índice de su mano derecha en su mentón e hizo fuerza debajo de su mandíbula.

—Pagarás... Por... Lo... Que... Hiciste —susurró Hercus de manera atontada y débil. Era más, hubiera sido difícil entender lo que había dicho.

—Inténtalo, insolente guerrero. Yo soy la reina, tu reina, a la que todos obedecen. —Hercus sintió, sintió como su cuello se congelaba, provocando que su respiración se detuviera por unos breves instantes y cayó sobre sus rodillas—. Así está mejor. Ningún hombre puede pararse frente a mí de otra forma que no sea hincado. —La gran señora de hielo se dio media vuelta—. Y si alguien no lo quita de mi vista, también será castigado.

Los nobles políticos y militares temblaron de pavor ante las palabras de la temible monarca a la que todos le tenían miedo. En ese descuido, Hercus se volvió a levantar y colocó sus manos alrededor del pálido cuello de la reina, pero no tenía la suficiente energía para hacerlo con fuerza. Tan cerca y tan lejos, ni siquiera podía quebrarle la garganta, apenas lograba seguir con sus brazos alzados. Apenas y podía apretarla. Sus falanges se estremecieron de la impotencia y la soltó, derrotado. Un golpe en su nuca fue el acto de gracia para terminarlo. Ya no podía mantenerse de pie. El impacto contra el piso de alguna manera lo hizo dar pasos hacia atrás. Pero, caminó con dificultad hacia adelante, donde estaba su majestad. Su cabeza chocó contra pecho de su monarca y sus ojos se empezaron a cerrar. Se puso de rodillas, ya no había nada que lo impidiera su derrota y se derrumbó hacia un lado. Su sortija de bodas salió de su bolsillo y rodó por el piso de cristal. Lo había estado guardando para luego anunciar que estaba casado con aquella herbolaria que vivía en las profundidades del bosque. Llegó hasta la reina Hileane y se detuvo al chocar con la parte inferior de su vestido.

Antes de perder la consciencia, Hercus escuchó los ladridos de Heos, del ulular de Sier y del relinchar de Galand. Sus buenos amigos no tenían la culpa de que su amo fuera tomado la decisión de alzarse contra la soberana y ahora sería expulsado del reino. Ya no iba a estar con ellos y eso lo hacía ponerse más triste. Las lágrimas emergieron de él. Era su caída inminente.

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