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[DOS AÑOS ATRÁS]
Hospital General San Agustín, Bradersfille (IL).
Enero 07, 2018
03:05 PM
Una fuerte nevada golpeó la ciudad de Bradersfille la noche anterior, cubriendo el asfalto con nieve de más de dos metros y medio de altura. Las barredoras se pusieron en marcha desde las seis de la mañana, logrando liberar las calles y avenidas principales del centro de la ciudad. Desde ahí, partieron hacia el exterior, arribando a los suburbios al mediodía. Las calles de allí también quedaron libres, pero no se podía decir lo mismo de los jardines (delanteros y traseros) y de los pórticos de las residencias.
A las dos menos veinte de la tarde, Gertrude Yates, afamada dueña de una fábrica de dulces y viuda multimillonaria de sesenta y siete años de edad, se hallaba quitando la nieve de la entrada principal de su casa cuando sufrió un ataque al corazón. Fue auxiliada de inmediato por los vecinos cercanos, quienes, a su vez, llamaron a Emergencias. Los paramédicos tardaron casi quince minutos en llegar, pero ya en la escena pudieron estabilizar a Gertrude. Aun así, según lo dicta el protocolo, trasladaron a la mujer al Hospital General San Agustín, donde su médico tratante, y único cardiólogo, le hizo un EKG. Para cuando obtuvo los resultados, tardando unos diez minutos, le indicó a Gertrude que debía quedarse en observación por un par de días.
Ya en su cama a Gertrude se le dio una cápsula de Alprazolam, pero no se quedó profundamente dormida hasta que el reloj mural de su habitación indicó las 03:05 PM. El enfermero a cargo era Daniel Collins.
Se hallaba revisando la historia clínica de la mujer cuando un colega suyo asomó la cabeza por la puerta, y dijo:
—El doctor Meléndez te está buscando. Dice que es urgente.
—Pero no puedo irme —le dijo Daniel. Luego estiró la cabeza hacia la durmiente paciente—. Estoy ocupado ahora.
—Pues encárgaselo a alguien más, Daniel.
—¿Pero a quién...?
En aquel instante, una figura moteada pasó por ahí.
—¡Oye, Marshall!
El aludido se detuvo. Retrocedió e ingresó a la habitación.
—Dime, Daniel, ¿qué sucede?
—Necesito salir de aquí un momento. ¿Crees que puedas quedarte a cuidar a la señora?
El dálmata miró a la durmiente mujer, y sonrió.
—¡Por supuesto, no hay problema!
—Perfecto... —Daniel se reunió con el enfermero, que le esperaba quieto en el umbral. Ya juntos fueron donde el doctor Meléndez—. Te debo una, Marshall —añadió.
.............
Quince minutos después, Daniel Collins regresó a la habitación de Gertrude Yates. Fue cuando se llevó una gran sorpresa.
—Dios, ¡¿qué ha pasado?!
Marshall se hallaba sentado cabizbajo junto a la cama de Gertrude Yates. Su cuerpo sin vida estaba cubierto por una sábana blanca.
—Marshall... —añadió el beagle, acercándose—. ¿Qué pasó?
El dálmata levantó la cabeza, sus ojos estaban rojos.
—Sufrió un infarto —contestó por fin, adolorido—. Traté de utilizar el desfibrilador, pero no funcionó. Estaba averiado. Así que apresuré en realizar la RCP, pero fue inútil.
A Marshall se le escapó un gemido de tristeza y una diminuta lágrima. Daniel se compadeció de él al instante, le comprendía a la perfección. Él también había pasado por eso. Aún recordaba a la niña de cuatro años que murió —de una hemorragia cerebral— bajo su cuidado dos años atrás.
<<La primera muerte —pensó Daniel—. Jamás la olvidará>>
—Lo importante es que lo intentaste —dijo el beagle al tiempo que colocaba una pata sobre el hombro de Marshall. Observó el cuerpo por un segundo, y lanzó un profundo suspiro—. Ahora debemos notificar a los familiares..., y a los de la morgue.
—M-Me encargaré de notificar a los familiares.
—¿Seguro?
El dálmata asintió, y pasó una pata por su nariz.
—Puedo hacerlo, no te preocupes.
—Okey, llama a la familia. Y yo a los de la morgue.
Marshall se encaminó lentamente hacia la puerta, aún cabizbajo. Iba a cruzar el umbral cuando advirtió algo.
—Oye, Daniel. Ven a ver esto.
El beagle se acercó donde su amigo, que miraba el interior de un pequeño tacho de basura, situado al lado derecho de la puerta. Una etiqueta ponía: "RESIDUOS COMUNES". Daniel también miró el interior, y lo que vio le hizo lanzar otro suspiro, pero no de cansancio sino de cólera.
—Qué desgracia...
—Y que lo digas —convino Marshall—, primero se pierde una vida. Y ahora nos enteramos que algún insensato arrojó esto a los desechos comunes.
—De seguro fue alguno de los practicantes —aventuró Daniel—. Encárgate de la notificación, yo me ocuparé de esto.
El dálmata hizo un gesto afirmativo con la cabeza y abandonó el lugar. Daniel, con ayuda de la garra metálica que sobresalía de su mochila, cogió la jeringa y la desechó en el lugar correspondiente; el depósito rojo.
<<Esos idiotas —pensó Daniel mientras se encaminaba hacia la morgue—. ¡Y así quieren ser doctores!. Pero esto no se quedará así..., me van a escuchar. Oh, claro que lo harán>>
[DE REGRESO A LA ACTUALIDAD]
Cuartel Cachorro, Bahía Aventura (CA).
Noviembre 19, 2020
07:00 AM
Ryder estaba a punto de terminar de preparar el desayuno cuando el televisor automático de la cocina se encendió y sintonizó el canal 7.
El reportero Chuck Wells apareció y dio una breve introducción sobre los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en la tarde del día de ayer, en el desfile. Para cuando hubo terminado, tardando casi diez minutos, hizo mención de otras noticias que calificó como "menos importantes": <<La caída del precio del dólar...>>, <<El aumento de las colegiaturas universitarias...>>, <<Adelanto de las elecciones presidenciales...>>. Acto seguido lanzó un recordatorio al público; anunciando que, ese mismo día, a las seis de la tarde, se llevaría a cabo el gran juego de Basquetbol entre Bahía Aventura y Fondo Nuboso en el estadio Goodway.
Chuck Wells desapareció del televisor, siendo reemplazado de inmediato por Sonia "Sunny" Reynolds, reportera del clima de veintidós años. Según ella, los cielos permanecerían despejados durante todo el día, sin probabilidad de lluvia.
Iba a agregar algo más cuando el timbre del Cuartel se hizo audible.
—¡Un momento! —dijo Ryder a toda voz, al tiempo que dejaba el plato de Chase y el de Skye en el suelo. Se encaminó a la puerta oeste y la abrió—. Buenos días... —saludó a las dos presencias femeninas—, ¿en qué puedo ayudarles?
Una de las dos féminas metió una mano en el interior de su chaqueta azul y sacó a la luz una credencial.
—Soy la agente especial Sharon Danville —se presentó con seriedad. Luego guardó su credencial—, y ella es mi compañera, la agente Avery Schülze.
La pastor alemán, de expresión neutra, asintió, en señal de saludo. Ryder le miró e hizo lo mismo.
—Buscamos a Marshall Smith —prosiguió Danville, captando nuevamente la atención del muchacho—, ¿está por aquí?
—Eh, sí, claro. Disculpen un momento, le llamaré.
Ryder levantó su mano derecha, tecleó en su reloj inteligente y apresuró en llamar a Marshall.
.............
—¡Tú las traes!
Rocky se sintió frustrado por haberse dejado atrapar fácilmente por Rubble, quien ahora se regodeaba entre risas. Pero no se sintió así por mucho. Miró por el rabillo de su ojo derecho y advirtió la presencia de una figura moteada, cercana a él.
—Cuidado, Marshall —advirtió el mestizo—. Porque voy por ti.
El aludido manchado dio un brinco hacia atrás y apresuró en huir.
—¡Nunca me atraparás!
Rocky se volvió hacia él... y la persecución empezó.
Junto a el mestizo, del lado izquierdo, había otras opciones, más fáciles de atrapar. Pero les ignoró. Estaba decidido a capturar al dálmata a como dé lugar. Lo consideraba como presa fácil. ¡Pésimo error!. Debido a su entrenamiento diario —que era desconocido por Rocky—, el dálmata se hizo duro de apresar. Rocky no se dio cuenta de esto hasta los treinta segundos de carrera, cuando sus patas, tanto delanteras como traseras, comenzaron a temblar, obligándole, poco a poco, a disminuir la velocidad.
Al no poder avanzar más, se dejó caer de panza sobre el fresco césped.
—Es todo... —musitó el mestizo, con la lengua fuera, tragando bocanadas de aire—. Ya no puedo más.
—¡Y el ganador es Marshall! —exclamó un eufórico Rubble. Sus otros amigos, Skye y Zuma, se le unieron y felicitaron al dálmata.
Marshall iba a decir algo cuando, en aquel momento, su placa se encendió y una voz habló:
<<Marshall, te necesito aquí en el cuartel>>
—Entendido, Ryder. Ya voy.
El dálmata abandonó a sus amigos y se encaminó donde Ryder, quien le comentó que dos agentes del FBI le buscaban en la puerta.
—Oh... ¡Buenos días, agente Danville!
—Buenos días, Marshall. Espero que no hayamos venido en un mal momento.
—No, descuide. Dígame, ¿qué necesita?
La mujer hizo una brevísima pausa, misma que necesitó para meditar antes de lanzar la trampa sin cambiar su mirada de póker.
—Necesitamos que vayas a la estación con nosotras, tenemos que hacerte un par de preguntas.
—¿Es por lo de la bomba?
Ella asintió.
—Creemos que con tu testimonio podremos avanzar un poco más en la investigación.
—Pero ¿no le di mi testimonio el día de ayer?
Ahora fue Avery Schülze quien habló:
—Realizaremos una psicoterapia especial, con la que podrás recordar más detalles sobre lo que pasó el día de ayer.
—¿Creen que pude haber visto algo sin siquiera haberme dado cuenta?
—En efecto —contestó Danville, retomando la conversación—. ¿Qué dices, Marshall?
No necesitó pensárselo dos veces.
—Lo que sea por ayudar.
Sharon Danville le agradeció al tiempo que sonreía para sus adentros.
<<Has caído redondito>>
Marshall se despidió de Ryder, quien se había mantenido a la expectativa de todo, y le dijo que volvería antes del almuerzo. Ryder le dijo que se cuidara. Marshall asintió, y siguió a las dos agentes camino a la estación de Policía.
Dos minutos después, el timbre del Cuartel volvería a sonar.
—¿Sí? —dijo Ryder tras abrir la puerta. No había nadie a la vista—. ¿Hola?
—Aquí abajo...
Ryder bajó la cabeza, y advirtió a un cachorro.
—Oh, ¡Hola! Perdona, pero no te había visto.
—Jeje. No hay problema.
—¿Y en qué puedo ayudarte, amigo?
—De hecho, estoy aquí para ayudarte a ti.
Ryder se extrañó, arqueó una ceja.
—Discúlpame, pero no te entiendo.
—Es sobre Marshall... —agregó el cachorro—, es importante lo que tengo que decirte sobre él.
—Oh..., pues en ese caso pasa .—Abrió completamente la puerta—. Me llamo Ryder, por cierto.
—Un gusto, Ryder —dijo el beagle mientras cruzaba el umbral—. Me llamo Daniel.
[DOS AÑOS ATRÁS]
Hospital General San Agustín, Bradersfille (IL).
Febrero 03, 2018
04:02 PM
El invierno permanecía vigente, golpeando con mayor fuerza la ciudad de Bradersfille. El frío extremo, provocado por las bajas temperaturas (35º Bajo cero de acuerdo con el meteorólogo), sumado a las ráfagas de viento y a una inesperada llovizna matutina fueron la combinación perfecta de elementos para congelar, en cuestión de quince minutos, ciertas áreas de la ciudad, principalmente un par de carreteras.
Un autobús, con destino a Pensacola, Florida, se hallaba transitando por la calle Jemplepton, tomando la derecha en Mapple Avenue, arribando en cuestión de dos minutos a la salida 56. Misma que rodea la enorme y prominente Montaña Garrisburg. El autobús no había recorrido la mitad del camino cuando el timón comenzó a vibrar, cada vez con mayor fuerza. El conductor inexperimentado, contratado hacía un par de días, tuvo un mal presentimiento. No se equivocó. A los pocos segundos, el autobús empezó a zigzaguear, golpeando los retenes, oxidados en su mayoría, situados a cada lado de la carretera, haciendo volar chispas.
Al no poder mantener derecho el rumbo del autobús, el conductor, al borde del pánico, optó por pisar los frenos. Vano intento, dado que las ruedas patinaron sobre el asfalto helado. Sin soltar el volante, cerró los ojos y, a pesar de su extremo ateísmo, musitó una oración; pidió ayuda al Señor. Lo que sucedió a continuación pasó demasiado rápido: El autobús golpeando nuevamente el retén derecho..., un ruido chirriante..., una oleada de gritos... y un nuevo estruendo causado por un fuerte impacto, al que le siguió una explosión de grandes magnitudes. De los 54 pasajeros, solamente sobrevivieron (y de milagro) tres pasajeros, incluido el conductor. El equipo de rescate llegó a la escena en cuestión de media hora, los sobrevivientes fueron transportados al Hospital General San Agustín.
Uno de los sobrevivientes era Timothy "Tim" Vogel, de cincuenta y cinco años y respetado director de la escuela primaria John F. Kennedy. Su estado era el más delicado; debido al fuerte impacto y a las llamas, había perdido un pulmón y sufrido quemaduras de segundo grado en la mitad del torso.
Daniel Collins era el enfermero de guardia. Se hallaba tomando la presión arterial del Señor Vogel cuando una de sus colegas (una enfermera novata, por cierto) tocó la puerta y asomó la cabeza.
—Daniel... —dijo ella, tragando aire. Parecía que había estado corriendo—, qué bueno que te encuentro. Necesito tu ayuda para una nebulización.
—Lo lamento, Molly —se disculpó Daniel, con tono afable—. Por el momento ando ocupado.
—Solo tardarás unos minutos —dijo, en un tono insistente—. ¿Por favor? No hay nadie más que quiera ayudarme. ¿Sí?
—Pero ya te dije que no puedo...
En aquel momento, Marshall pasó por allí, cargando unos archivos. Molly rápidamente se volvió hacia él y le impidió el paso.
—¡Marshall! Qué bueno que estás aquí. Daniel quiere que cuides a su paciente. ¿Puedes hacerlo?
—Bueno, yo...
—Perfecto, ¡gracias! —interrumpió Molly al tiempo que ingresaba a la habitación solo para tomar Daniel y llevarlo cargando a otro lado.
—¡Ya vuelvo, Marshall! —exclamó el beagle antes de desaparecer por uno de los pasillos.
.............
La nebulización tardó menos de diez minutos, y fue un total éxito.
Molly estaba tan agradecida con Daniel que le prometió pagarle la cena en cualquier restaurante de su elección. Él le dijo que no era necesario, y se encaminó de regreso a la habitación de Tim Vogel. Estaba a mitad de camino cuando la estruendosa alarma de emergencias, de un monitor de signos vitales, le puso en alerta. Temiendo lo peor, apresuró el paso. Para cuando hubo llegado a la entrada de la habitación del Señor Vogel, pero antes de que pudiera cruzar el umbral, entendió que era demasiado tarde.
Marshall dejó de realizar la RCP. Cogió las puntas de la sábana yaciente sobre la cama y la extendió, cubriendo así el rostro del occiso. Sus ojos estaban tan abiertos que parecía que iban a salirse de sus órbitas. El dálmata se bajó de la cama y desenchufó el monitor, cuya alarma aún era audible.
El silencio se hizo presente en la habitación, pero no por mucho.
—¿Qué pasó, Marshall?
Él sólo negó con la cabeza.
—¿Marshall?
—No lo sé... —alcanzó a decir—. Todo iba bien... y de la nada sufrió el paro cardiaco. Saqué el desfibrilador... —añadió, apuntando al aparato yaciente en el suelo—, pero ni siquiera encendió. ¿Por que tenemos desfibriladores que no funcionan? ¡Eso no debería ser!
El beagle entendió esa frustración.
Mientras se le acercaba al dálmata, explicó que cuando el asunto de Lidia Harris salió a la luz, el Hospital, en un intento por mantenerse a flote, perdió una gran suma de dinero. Como consecuencia, muchos doctores y enfermeros fueron despedidos, y la compra de nuevos aparatos (entre ellos los desfibriladores) se vio aplazada hasta nuevo aviso.
Para cuando terminó de hablar, un intenso silencio sepulcral se apoderó nuevamente del lugar.
—Hay que llamar a los familiares... —Daniel comentó en voz baja, rompiendo otra vez el silencio.
Marshall hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Su mirada empañada se desvaneció.
—Yo me encargaré.
—Marshall, no es necesario...
—Claro que lo es —afirmó, sonaba un poco más decidido—, es mi trabajo. Además... fui la última persona que estuvo presente con el Señor Vogel antes de morir, y de seguro que los familiares querrán respuestas.
Este comentario, al igual que el evidente y rápido control de emociones por parte del dálmata, eran signo de admiración. El beagle miró a Marshall por un largo rato antes de esbozar una sonrisa leve y decir:
—Perfecto, me alegra saber que estás aprendiendo cada vez más y más, comportándote como todo un veterano. Me llenas de orgullo. Encárgate de la notificación, yo llamaré a la morgue.
Marshall asintió. Daniel giró en redondo, pero antes de que pudiera salir de la habitación observó algo llamativo, situado por encima de la gran pila de basura que comenzaba a desparramarse del diminuto tacho negro.
—No puedo creerlo... —espetó, lanzando un suspiro—. Otra vez.
—¿Qué sucede?
Daniel le hizo una seña para que se acercara. Marshall lo hizo, y observó la jeringa sobre la maloliente y gran pila de basura.
—Tiene que ser una broma...
—Más que eso, ¡es toda una violación al protocolo respecto al desecho de objetos punzocortantes! Apuesto a que ha sido uno de esos practicantes. Pero qué idiotas.
—Tenemos que reportarlo...
—¡Por supuesto que lo haré...! —acotó Daniel. Su ceño fruncido pareció aumentar—. Pero primero llamaré a los de la morgue. Tú haz lo tuyo.
Marshall abandonó el cuarto tras despedirse. Daniel, por su parte, y con ayuda de su garra metálica, cogió la jeringa y la desechó en el recipiente rojo.
<<Qué raro... —fue lo primero que pensó antes de salir al pasillo—. Una segunda muerte por paro, y la segunda vez en la que se encuentra una jeringa vacía en la basura. ¿Acaso...?>>
Analizó esa posibilidad por unos diez segundos antes de desecharla y sacudir la cabeza.
<<No puede ser posible, es poco probable..... Pero aún así, debo mantenerme alerta>>
[DE REGRESO A LA ACTUALIDAD]
Departamento de Policía, Bahía Aventura (CA).
Noviembre 19, 2020
07:45 AM
Cuando se le informó a Marshall Smith de que le iban a realizar una psicoterapia, pensó que sería llevado a la consulta de algún Psiquiatra: Una habitación bien amueblada (con dos libreros, cómo mínimo, abarrotados con obras literarias de tapa dura y grueso lomo; piezas de arte moderno; un par de cuadros y un sofá) y de aspecto cómodo. Pero de cómodo no tenía nada la habitación en la que se hallaba.
Las paredes carecían de color, eran grises en su totalidad. Y en una de ellas yacía instalado un gran espejo de dos vías. Por encima del mismo colgaba un reloj mural Quarts Silver White, con marco de aluminio. No había ventanas, pero allí había luz gracias al único pero potente foco fluorescente. En el centro del lugar permanecían los únicos tres muebles: una mesa de metal y dos sillas, también de metal, situadas a ambos extremos de la mesa.
En una de ellas estaba sentado Marshall y en la otra; la agente Sharon Danville. Su mirada era penetrante, como un taladro.
—¿Qué hacemos aquí?
Pero Danville no contestó, dejó que la incógnita de Marshall se desvaneciera en el aire.
—¿Agente Danville?
—¿Sabes? —habló por fin, sin cambiar su expresión—. Cuando investigamos un caso, nosotros, tanto policías y detectives locales como agentes federales, tenemos una regla a seguir: "Considerar a todos los involucrados en el caso como sospechosos hasta que se demuestren sus respectivas inocencias". Y eso es lo que hice cuando te conocí.
—¿Cómo dice?
—Te consideré sospechoso al inicio —soltó sin hacer tapujos—, sobre todo por tu testimonio.
—¿Mi testimonio?
—Me pareció extraño las circunstancias que, según tú, te llevaron a descubrir la bomba, así que pedí que te investigaran. ¿Y sabes que encontraron? —Hubo una pausa dramática—. Nada, absolutamente nada. Quedaste inocente ante mí. Pero conforme avanzó la investigación, mi perspectiva cambió.
—Yo... yo no entiendo nada. ¿Qué intenta decirme?
La agente abrió uno de los dos archivos que descansaban sobre la mesa, el más delgado. Sacó la única hoja y, en voz alta, leyó su contenido:
—"La placa se desprendió de mi collar, y cayó por debajo de la banca en donde estaba sentado. La busqué de inmediato..., y fue cuando la encontré sobre una misteriosa mochila de color azul".
—Eh, claro... —comentó Marshall—. Así fue como pasaron las cosas.
La fémina dejó la hoja sobre la mesa y clavó la vista en Marshall.
—Yo no me lo creo.
—¿Cómo dice?
—Que no me lo creo —replicó Danville—. ¿Sabes? Todo esto es muy extraño.
—¿A qué se refiere?
—Pues con todo respecto al descubrimiento de la bomba. Es curioso que tu placa se desprendiera de tu collar, cayendo por debajo de la banca donde estabas, lo que te obligó a buscarla solo para encontrarla sobre la mochila que contenía la bomba; y todo minutos antes de que ésta explotara. Si eso no hubiera pasado, habrías salido volando por los aires. Algunos le llamarían un golpe de suerte, ¿tú qué opinas?
—Eh..., creo que sí. Fue un golpe de suerte, sin duda.
Las comisuras de los labios de Danville dibujaron una diminuta sonrisa en su rostro.
—Pero no lo es —agregó. Hubo otra breve pausa—. Muchas considerarían todo esa cadena de eventos como una completa farsa, y muy bien elaborada a decir verdad.
—¿Elaborada? ¿Farsa?
—Por supuesto.
—¿Acaso está insinuando...?
Danville le cortó:
—No insinúo nada. Pienso que tú tuviste algo que ver con lo de la bomba.
El dálmata se quedó perplejo.
—¿Cómo... cómo puede decir eso? ¿Qué motivos le di para que piense eso de mí?
—Además de tu testimonio, fue el "descubrimiento impactante" posterior que surgió en la investigación —aclaró. Marshall seguía confuso. Danville aprovechó esto para desconcentrar aún más al cachorro y, así, en cuestión de minutos, sacarle la confesión—. ¿Sabes quién es Berthram Jacobi?
—¿Berthram quién...? ¡No! ¡No lo sé! ¿Y qué tiene que ver con todo esto?
Danville se lo explicó.
El 24 de Junio del 2015, en la ciudad de Nueva York, el oficial novato Berthram Jacobi, de veintitrés años, junto a sus compañeros del precinto 12, fueron asignados a custodiar el Madison Square Garden, donde se llevaría a cabo el último gran partido de la temporada de Béisbol. Mismo al que asistiría una gran cantidad de gente; entre ellos el alcalde de "La Gran Manzana", el gobernador del estado de Nueva York y un afamado congresista junto a su hijo pequeño de seis años.
A mitad del partido, Berthram Jacobi reportó haber encontrado un "extraño paquete" por debajo de las gradas. Medio minuto después, la centralita recibió la llamada de un desconocido advirtiendo que, dentro de poco, "un par de políticos saldrían volando por los aires". El partido se interrumpió y la evacuación inició, tardando diez minutos. El escuadrón de bombas no llegó a la escena hasta cinco minutos después. Con ayuda de un robot especial, chequearon el paquete y confirmaron que, efectivamente, éste contenía un aparato explosivo.
Esa misma noche, en las noticias de las once, la prensa dio a conocer el intento de atentado, al igual que los sucesos que llevaron a las autoridades a descubrir la bomba. Elogiaron el buen trabajo del oficial Jacobi, refiriéndose a él cómo "un auténtico héroe".
—¿En... en serio? —preguntó Marshall, atento a la historia.
—Muy en serio —aclaró Danville—. Pero, ¿sabes una cosa? Él no era más que una farsa, un don nadie que trató de ser alguien por los medios necesarios. El señor Jacobi plantó la bomba en el estadio para, poco después, "encontrarla" y así salvar muchas vidas.
Marshall se quedó absorto.
—En otras palabras —prosiguió Danville—, él era un Ángel de la muerte, con complejo del Héroe Homicida. Un "Falso héroe", para abreviar. Un tipo de criminal que crea una situación, poniendo vidas en riesgo para salvarlas y así quedar como héroe ante todos. Así como tú.
A Marshall, que por alguna razón no podía recordar con claridad, esto se le hizo familiar. Bastante. Fue cuando la ira se apoderó de él.
—¿Acaso está diciendo que yo puse esa bomba en el desfile para salvar vidas y así quedar cómo un héroe? Yo nunca... ¡jamás haría algo como eso!
—Oh, ¿en serio?
Danville abrió el otro expediente, lo volteó y lo empujó hacia el dálmata.
—Estos reportes me hacen pensar diferente.
Marshall bajó la vista y se quedó observando la primera hoja del archivo. Adjunta a esta, yacía una fotografía suya, tomada hacía varios años. La levantó y advirtió, que, en la esquina superior derecha de la hoja de color rosado, yacía la marca de un sello rojo. Éste ponía: "𝐇𝐎𝐒𝐏𝐈𝐓𝐀𝐋 𝐆𝐄𝐍𝐄𝐑𝐀𝐋 𝐒𝐀𝐍 𝐀𝐆𝐔𝐒𝐓𝐈𝐍".
Bajó la vista y leyó el gran título de la hoja, impreso en letras mayúsculas: <<INVESTIGACIÓN CONFIDENCIAL: TRES MUERTES POR PARO CARDÍACO INDUCIDO>>.
—¿De... de donde ha sacado esto? —inquirió Marshall, sorprendido.
—Me temo que eso es confidencial.
Marshall cerró rápidamente el expediente y lo apartó.
—Se supone que este reporte ya no existía, fui exonerado de todos los cargos.
—Exonerado, sí. Pero eso no quiere decir que no tuviste nada que ver. De caso contrario, este archivo hubiera sido destruido.
—¡Yo no maté a esas personas! —rugió Marshall, golpeando la mesa con sus patas. Al darse cuenta de lo que hizo, bajó las patas y suspiró—. Perdón por lo del golpe —dijo, más calmado. Y añadió—: Es sólo que ya pasé por esto..., y no deseo repetirlo.
—Me temo que no tienes opción —acotó Danville—. Ahora, si dices ser inocente, ¿por qué no me cuentas tu versión de la historia? ¿O es que acaso intentas ocultar algo?
—No es eso, pero yo... —dudó en proseguir. Luego, y tras soltar otro suspiro, dijo—: Está bien, se lo diré. Todo comenzó hace dos años.
.............
Tras el llamado de Ryder, los cachorros se reunieron con él en la sala del Cuartel Cachorro.
—Listos para la acción, jefe Ryder.
—Perdona, Skye... —le dijo Ryder a la cockapoo, quien por alguna extraña razón había adquirido la frase de Chase, así como su posición central en la línea de cachorros—, pero el día de hoy no hay misión que cumplir.
—Y... ¿entonces?
Ryder no respondió. Solo se volvió e hizo un llamado. El beagle salió de su escondite —uno de los tres dispensadores de galletas para perro— y se le acercó.
—Cachorros, él es Daniel.
—¡Hola, Daniel! —saludaron al unísono los cachorros, sonriendo.
—Buenos días con todos —habló el extraño con educación—. He oído cosas buenas sobre ustedes, ya lamento que nos hallamos tenido que conocer bajo estas circunstancias.
Un par de miradas confusas se hicieron notar.
—¿De qué hablas? —inquirió Rubble.
—Ahora les explico; estoy aquí por tengo algo que decirles respecto a Marshall.
—¿Marshall?
—En efecto —confirmó Daniel de inmediato—, es necesario que sepan esto. Lo que les voy a contar es la verdad, y nada más que la verdad.
—¿La verdad? —inquirió Rocky, entrometiéndose en la conversación.
—Así es —contestó Daniel—. La verdad sobre quien es Marshall en realidad.
Los cachorros y Ryder nuevamente se mostraron confusos, desconcertados. Daniel apresuró en darles una explicación.
—¿Ustedes sabían que Marshall trabajó en un hospital, en la ciudad de Bradersfille?
Casi al unísono, los cachorros y Ryder asintieron.
—Lo descubrimos el día de ayer —dijo Rocky.
—Pero apuesto a que no lo oyeron de Marshall, ¿verdad?
Rocky se quedó ligeramente perplejo, y asintió.
<<¿Cómo supo eso?>> —pensó.
—Es claro que quiso ocultarlo —prosiguió Daniel, como si le hubiera el pensamiento al mestizo—, adivinen por qué.
Los cachorros y Ryder se lo pensaron, luego negaron con la cabeza.
—Ni idea —respondieron algunos.
—A decir verdad... —prosiguió Rocky—, tampoco sabemos por qué dejó ese empleo.
—Eso es porque no lo dejó. Él no renunció, fue despedido.
Los cachorros y Ryder abrieron los ojos como platos. Y un fuerte <<¡¿Qué?!>> se hizo audible en la habitación.
—¿Por qué lo despidieron?
—Ahora se los diré... —dijo Daniel. Soltó un suspiro. Aclaró su mente. Y tras organizar sus ideas, miró a los cachorros y a Ryder y procedió a contarles lo acontecido dos años atrás, en el Hospital General San Agustín.
[DOS AÑOS ATRÁS]
Hospital General San Agustín, Bradersfille (IL).
Marzo 03, 2018
12:49 PM
El hallazgo de una jeringa en la habitación del difunto director de escuela, Timothy "Tim" Vogel, fue suficiente para poner en alerta a Daniel Collins, viéndose obligado a tomar ciertas medidas.
A los dos días de la muerte del Señor Vogel, y tras un extenso papeleo, el beagle hizo instalar unas cámaras de seguridad en el área de Emergencias. Trece en total. Todas estaban ubicadas en los pasillos, centrándose únicamente en las entradas de los dos quirófanos y de las once habitaciones donde se acomodaban a los pacientes hasta que se les diera el alta. No se documentó nada fuera de lo usual hasta el tres de marzo.
Hacía unas dos horas, a las diez con cincuenta de la mañana, Julie Myers, de cuarenta y dos años, ex- alcaldesa y concejal actual de la ciudad de Bradersfille, fue llevada al Hospital tras caer cuesta abajo por las escaleras en su mansión y sufrir una fractura de cadera como resultado. Los médicos pudieron estabilizarla. Pero debido al extenso daño en el coxis, informaron ellos [los médicos] a los medios, Myers nunca más volvería a caminar. Fue internada en la habitación 08.
Daniel fue asignado a cuidar a la mujer más respetada de la ciudad. Algunos de los jóvenes practicantes, que pasaban por ahí, le dejaron en claro que envidiaban su suerte.
—¿Por qué siempre eres tú quien se encarga de las personas importantes? —inquirió molesta una practicante de veintiún años.
—Eso no es verdad —apresuró en aclarar Daniel, sin subir su tono—. Y para que lo sepas, todos las personas que llegan aquí son importantes.
—No dirías lo mismo si te hubiera tocado cuidar a mi paciente; un sin techo con neumonía que no para de verme el trasero cada vez que voy a cambiarle el suero. Si lo vuelve a hacer, juro que le arrancaré los ojos.
De manera desapercibida, Daniel chequeó, de pies a cabeza, el uniforme de la practicante. Era blanco. Brillante y limpio. Pero en vez de ser holgado, tal cómo lo estipula el reglamento del Hospital, estaba echo a la medida; resaltaba la esbelta y sensual figura de la veinteañera. Y la tela ni qué hablar, era bastante fina... y transparente. Tanto así que a Daniel le fue imposible ignorar el reluciente rojo carmesí del sostén y la tanga de la fémina.
No era la primera vez que pasaba eso. Por lo que pudo recordar Daniel, esta debía ser la novena vez este mes. Y en vez de pedirle —ordenarle, más bien— a la practicante que se pusiera ropa menos ajustada y transparente (ya que en las situaciones pasadas, esto no había funcionado), dijo:
—Tienes que aprender a manejar tu ira, y procurar por no perder el control.
—Pero no puedo, me es imposible.
—Nada es imposible, solo es cuestión de tiempo.
—Eso me estresa más, no tengo paciencia.
—Pues si no tienes paciencia, puedes irte cuando quieras —dijo Daniel directamente, pero sin sonar mal educado. No quería avivar más el fuego y crear una discusión. Cosa que no funcionó, no al cien por ciento, al menos, porque la mirada de la practicante se endureció aún más.
Maldijo por lo bajo, giró en redondo y, a paso rápido, moviendo las caderas, dejó el lugar. En aquel instante, y sin querer, Daniel advirtió como la delgada tela roja de la tanga se le metía entre las nalgas.
Meneó la cabeza al tiempo que volvía la vista hacia la durmiente Julie Myers.
—Ay, los jóvenes —comentó. Estaba a punto de tomarle la presión a la señora Myers cuando unos golpecitos en la puerta se hicieron audibles.
—Daniel —dijo Kelly Krown. Él se volvió—, qué bueno que te encuentro. Te buscan en recepción.
—¿Ah, sí? ¿Y de quién se trata?
Ella se lo dijo, Daniel tardó un poco en procesarlo.
—Se suponía que los de administración no debían de venir aquí hasta dentro de dos días.
—Pues se han adelantado, y te andan buscando para realizarte tu examen de rendimiento anual.
Daniel soltó un suspiro. Estaba ligeramente angustiado, pero no por el examen (para el que siempre anda preparado, por cierto), sino por la Señora Julie Myers.
—¿Les digo que vas a verlos?
—¿Pero y la señora Myers? No puedo dejarla aquí sola....
Durante aquella fracción de segundo, una figura moteado se materializó por el pasillo.
—¡Marshall!
El aludido se detuvo, quedándose junto a la puerta.
—Qué suerte la mía —añadió Daniel, acercándose donde su colega moteado—, me necesitan en otro lado y no tengo con quien dejar a la concejal.
—¿Y yo estoy pintada en la pared, o qué? —bromeó Kelly antes de que Marshall dijera nada—. Pero ya en serio, no puedo hacerme cargo aunque quisiera. También me requieren en otro lado. ¿Qué dices, Marshall? ¿Puedes o no?
Marshall vaciló... y se limitó a asentir.
—¡Perfecto! —exclamó Daniel—. Nos vemos en media hora.
Marshall y Daniel golpearon sus patas a modo de despedida, y el primero ingresó a la habitación y se sentó en la silla situada al lado derecho de la cama de la paciente. Cogió la historia clínica que descansaba sobre la mesa de noche, y apresuró en leer su contenido. Kelly fue la primera en abandonar el lugar, no sin antes haberse despedido del can moteado. Éste le dijo que le vería después.
Daniel también iba a poner una pata fuera de la habitación cuando recordó algo.
<<Sólo por si acaso. Debo estar seguro>>.
Miró el tacho de basura, junto a la puerta, y confirmó que estaba vacío. Luego retomó el trayecto y se encaminó a la recepción.
.............
Lo que debía ser una prueba de rendimiento de media hora se convirtió en una prueba de rendimiento de casi dos horas completas.
Afortunadamente para Daniel lo pasó con alta nota, sin cometer error alguno durante el proceso. Ahora, lo único que quería hacer era volver con su paciente y gozar de la tranquilidad y el silencio de la habitación. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando se topó con algo inesperado, pero no tanto como para dejarlo boquiabierto y hacer que levantara las cejas. Suspiró antes de decir nada.
—Adivinaré; ¿paro cardiaco?
Marshall asintió, sin apartar la vista de la cama. El cuerpo sin vida de la concejal ya estaba cubierto por una sábana.
—Me encargaré de la notificación.
—Adelante... —fue lo único que dijo Daniel, sombrío—. Yo llamo a los de la morgue.
Marshall soltó un profundo suspiro antes de volverse y retirarse. El beagle, en cambio, ni se molestó en verle y decirle <<Nos vemos luego>>. Se pasó los siguientes veinte segundos pensando mientras observaba el cuerpo cubierto de Julie Myers. La tercera muerte por paro, qué raro. ¿Por qué, justo después de que se fue Daniel, pasó otra vez? ¿Y por qué, al igual que en los otros dos escenarios, Marshall era el único que estaba presente cuando sucedió? Recordó algo.
Rápidamente se encaminó hacia el tacho de la basura, y lo que vio le hizo abrir los ojos como platos.
<<Oh, no>>
Con ayuda de su garra metálica, que convocó con un ladrido, cogió la jeringa vacía y la levantó al aire.
<<Ahora sí que no puedo ignorar esto. Tengo que saber lo que está pasando aquí>>
.............
La morgue se sitúa en el lado oeste del Hospital General San Agustín, al lado derecho de la farmacia.
El médico a cargo es el patólogo forense Aaron Cunningham, de cuarenta y siete años, afroamericano y ligeramente fornido. Y en todos sus veintitrés años de carrera jamás había desafiado el protocolo del Hospital, al que consideraba como a una segunda biblia. Pero el día de hoy, esa gran racha de fidelidad y rigurosidad se vio rota por fin cuando llevó a cabo una autopsia a una mujer mayor; víctima de paro cardiaco. Una muerte natural. De acuerdo a la ley sagrada; aquello tendría que haberlo dejado pasar. Pero la petición de realizar dicha autopsia había venido por parte de su fiel amigo y colega de trabajo Daniel Collins, a quién estimaba bastante desde el primer día en que lo conoció, hará unos dos años.
Cuando le preguntó el por qué de la petición, el beagle solo contestó:
—Tenemos que descartar un posible delito.
Cunningham, mostrándose algo escéptico, preguntó más al respecto, a lo que Daniel contestó:
—No puedo dar muchos detalles. Pero si estoy en lo cierto, y ojalá no sea así, podríamos tener aquí a la tercera víctima de otro ángel de la muerte.
Aquello fue bastante, Cunningham no perdió tiempo y realizó la autopsia a la concejal Myers.
Había tardado dos horas, y lo que descubrió le dejó más helado que cuando escuchó la suposición de Daniel sobre que otro posible asesino podría estar activo en el hospital. Su hospital, al que consideraba como un templo y su segundo hogar. Tras realizar la incisión, que partía desde la base del cuello hasta el ombligo, abrió el torso por la mitad y colocó un separador mecánico. Retiró los órganos principales; pulmones, hígado e intestinos, para llevar a cabo un chequeo. No halló nada raro. Pero cuando llegó el turno del corazón, descubrió que el miocardio estaba necrosado en su totalidad. Más de lo usual de lo que uno acostumbra a ver en un paro cardiaco rutinario, a decir verdad.
Hizo una ligera y cuidadosa palpación. Parecía que las arterias coronarias estaban obstruidas en su totalidad. De inmediato le vino a la mente una posible y única causa, que le hizo estremecerse. Pero antes de informar nada, debía primero confirmar sus sospechas. Cogió un bisturí y, tras hacer un corte fino, retiró el riñón derecho, lo llevó a una segunda mesa y extrajo un diminuto segmento de tejido. Llamó a su asistente, que se hallaba de guardia junto a la puerta, y le pidió que llevara la muestra al laboratorio y que le avisara a la técnica a cargo que los resultados eran urgentes.
Quince minutos después, tras haber suturado el corte que había hecho en el torso de la concejal, se retiró los guantes de látex y los desechó en una bolsa roja. Estaba lavándose las manos cuando el teléfono, yaciente sobre su escritorio, junto a su ordenador, comenzó a sonar. Cogió un trozo de papel toalla, se secó tan rápido como pudo y corrió hacia el teléfono. Lo descolgó. Pero antes de que pudiera decir nada, una voz femenina (y alarmada) se le adelantó:
—Doctor Cunningham, no va a creer lo que tengo que decirle.
—¿Qué sucede?
La voz alarmada se lo dijo. Cunningham tardó un momento en procesarlo.
—¿Qué ha dicho?
—Lo que ha oído. El examen reveló la presencia de cristales en el riñón de la concejal Myers.
—¿Y qué tant...?
—¡Toda la muestra del tejido estaba llena de cristales! Cuando la puse en el microscopio, casi me quedé ciega ante tanto brillo. Incluso le he pedido a una colega para que chequeara la muestra y me confirmara que lo que vi era verdad. Dios..., jamás había visto algo así.
Se oyó un suspiró.
—Yo sí.
—¿E-En serio?
Cunningham suspiró por segunda vez.
—Por desgracia —Hubo una corta pausa—. Solo hay una cosa en el mundo que puede causar la presencia excesiva de cristales en el riñón. Y ahora que se han confirmado mis sospechas, tendré que informarlo. Gracias por llamarme.
—No hay de qué, doctor.
Cunningham colgó y se pasó los siguientes dos minutos meditando al respecto.
<<Daniel tenía razón>>
La pura realidad. Tan helada como un balde de agua fría. Y no solo había demostrado que la concejal Julie Myers había sido víctima de un asesino activo en el hospital, sino que también —y gracias a los resultados del laboratorio— había descubierto su forma de matar: Por medio del envenenamiento.
<<Y con base en los cristales en el riñón, ya sé con qué mataron a la concejal>>.
Su cerebro se puso a trabajar. Materializó mentalmente la imagen de una vial, acompañado por un concepto que comenzó a resonar en su cabeza.
El Aloxin es un medicamento de venta restringida al público que, desde que salió al mercado hacía cuatro años, comenzó a ser utilizado en los hospitales para estimular al corazón en caso de que éste comenzara repentinamente a trabajar de manera más lenta mientras se llevaba a cabo alguna cirugía. ¡Todo un avance médico! Pero así como tiene un lado positivo, también tiene uno negativo. De ser administrado en altas dosis, puede ser fatal para el paciente. Ya que puede causar episodios prolongados de hipertensión, que suelen durar de entre dos a tres minutos. La pared interna de las arterias se dañan terriblemente, estimulando así la producción excesiva de coágulos que, poco a poco, y debido a la hipertensión, serán arrastrados hasta arribar a las arterias coronarias, obstruyendo las mismas, generando el inevitable paro cardiaco. Una muerte lenta y cruelmente dolorosa.
Cunningham tuvo que reconocer que el asesino de la concejal Myers era brillante. Sin mencionar sádico. Después de todo, si una persona moría de una sobredosis de Aloxin en el hospital, sobre todo si esa persona era un adulto mayor, nadie sospecharía que dicha muerte aparentemente natural podría tratarse de un homicidio bien elaborado en realidad. De acuerdo con un estudio reciente publicado en el American Journal of Public Health; "los adultos mayores, de cuarenta y cinco años para adelante, se habían vuelto demasiado propensos a sufrir paros cardiacos". Y de suceder eso en un hospital, ¿quién sospecharía que aquello había sido inducido?
<<Pues Daniel lo ha hecho... —dijo Cunningham para sí. Una idea pasó por su mente—. ¿Cómo fue que le administraron el medicamento a la señora Myers para empezar?
Con esta incógnita en mente, regresó al cadáver de Julie Myers y lo volvió a examinar.
El Aloxin, hasta donde sabía, sólo existe únicamente en estado líquido. Así que la única forma de administrarlo es por inyección. Tras dos largos minutos, halló una diminuta punción en el dorso de la mano izquierda de la concejal. Estaba a punto de cantar victoria cuando recordó que a la víctima le habían puesto allí una intravenosa, conectada a una bolsa de suero. Revisó otras áreas del cuerpo, y no halló nada. Entonces, ¿cómo fue que le administraron el Aloxin? Volvió a examinar la punción del dorso de la mano. Algo le decía que la solución parecía estar ahí, burlándose de él. El foco se le volvió a encender de inmediato.
Se encaminó a la mesa, yaciente junto a la pared este de la morgue. Se abalanzó sobre la única bolsa de plástico transparente, la abrió, la volteó y, con rapidez, vació todo su contenido sobre la mesa. Cogió la intravenosa, levantó al aire el tubo de plástico y, con sumo cuidado, lo revisó. Nada. Repitió el mismo proceso con la bolsa del suero fisiológico. Pasaron unos tres minutos y.... ¡Lotería! La punción era diminuta, casi imperceptible. Estaba en la etiqueta. En medio de la letra <<E>> de "SUERO FISIOLÓGICO".
Sin perder tiempo, regresó a su escritorio, cogió el teléfono y marcó un número. Tras la cuarta tonada, alguien atendió:
—¿Diga?
—Daniel... —empezó el doctor Cunningham, levemente ansioso—, tenías razón. A Julie Myers la mataron.
Un ruido, como el de alguien levantándose con brusquedad de un asiento de metal, se oyó al otro lado de la línea.
—¿Qué más ha averiguado? —quiso saber Daniel.
En los siguientes cinco minutos, el doctor Cunningham le contó sus descubrimientos al cachorro. Éste se quedó mudo del asombro.
—Daniel... —volvió a decir el doctor Cunningham, trayendo al cachorro de regreso a la realidad—, hacía rato me dijiste que Julie Myers podría ser, y cito; "la tercera víctima", ¿verdad? —El beagle lo confirmó—. Entonces, ¿los otros dos...?
—Le estoy enviando esos nombres a su correo ahora mismo, doctor. Tenemos que exhumarlos para realizarles la autopsia.
Cunningham temía que dijera eso.
—En ese caso, requeriremos un permiso de las familias
—En efecto.
—Y en cuanto se los solicitemos, querrán saber por qué.
—Por supuesto.
—Y en cuanto digamos algo, cabe la posibilidad de que los familiares vayan a la prensa y nos denuncien públicamente.
—Existe esa posibilidad, no lo niego.
Cunningham lanzó otro suspiro, más profundo. Ahora, en aquel momento, deseaba mucho haberse ido temprano para no tener que estar en esa situación.
—Esto destruirá la reputación del hospital, sin duda.
—Sí, lo sé.
—Muchas personas trabajan aquí, y la mayoría ya son viejos... como yo.
—Entiendo su preocupación, doctor. Créame que lo comprendo, entiendo bien los posibles riesgos de desvelar todo esto. Pero me temo que no tenemos opción. Tenemos un deber que cumplir.
Cunningham volvió a suspirar.
—Menos mal que están buscando gente en el Rafael Memoriam. Okey, Daniel, iniciaré con los trámites de las solicitudes. Los tendré listos para mañana temprano.
Encendió su pequeño ordenador y comenzó a teclear.
—Y... a propósito —añadió—, ¿ya sabes quién podría ser el responsable de las muertes? ¿Hay algún sospechoso?
Daniel se lo dijo. Cunningham se quedó helado.
—Tiene que ser broma...
—Ojalá fuera así.
—¿P-Pero cómo es posible? Parece tan tranquilo...
—Lidia Harris también era tranquila, y recuerde lo que pasó. Yo tampoco quise creerlo, doctor, pero los hechos parecen hablar por sí solos. Marshall es el nuevo ángel de la muerte. Y si no actuamos pronto, cegará más vidas.
Cunningham le dijo que comprendía. Estaba a punto de colgar cuando recordó otra cosa.
—Por cierto, ¿qué pasó con esa jeringa que encontraste en el tacho de basura?
.............
Ese mismo día, a las ocho de la noche menos cuarto, Abigail Swanson, encargada en jefe de un laboratorio particular situado en la calle Elk River, justo al frente del Hospital General San Agustín, estaba apagando las luces de la recepción cuando una figura canina se materializó en el umbral de la entrada principal.
Abigail pegó un sobresalto al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Suspiró un poco, recobrando el aliento. Juró por lo bajo. Luego sonrió y sostuvo con la mirada al inesperado visitante por un breve momento.
—Pensé que ya no vendrías.
—Perdona la demora, pero es que estuve ocupado —Daniel apresuró en explicar, con voz trémula—. ¿Hiciste lo que te pedí?
Ella asintió.
—Entrégamelo.
Ella obedeció. Se le acercó. Abrió su bolso y sacó un folder manila. Se lo extendió a Daniel, que recibió con ayuda de su garra metálica.
—En resumen —dijo Abigail mientras que Daniel, por su parte, guardaba el folder en su mochila—, las pruebas revelaron que la jeringa contenía altas dosis de Aloxin.
Él asintió en señal de comprensión.
—Te agradezco esto, Abby. No sé cómo podré pagártelo.
Abigail agitó la mano, colocó una expresión relajada.
—No te preocupes por eso, Daniel. No soy de las que realizan un favor con el fin de obtener algo a cambio. —Hubo una pausa. Una idea pasó por su mente—. Pero tengo que saberlo, ¿por qué viniste aquí para que analizara esa jeringa?
Daniel guardó silencio por brevedad.
—Por seguridad —respondió por fin—. Pasó algo..., y es malo.
—¿Tanto así?
—Mucho, sí. Tiene que ver con un posible ángel de la muerte.
—¿Qué cosa...? —Abigail se detuvo a mitad de la incógnita. Casi se ahogó con su propia lengua—. ¿Acaso hay un...?
Daniel asintió, lentamente.
—¿Y la jeringa...?
—Podría ser el arma homicida —se adelantó. Abigail necesitó un segundo para procesar esto. Luego preguntó cuantos habían muerto. Daniel respondió—: Tres
—¡¿Tres?! ¿Y por qué estás actuando recién?
—No sospeché de un delito hasta el día de hoy. Por eso también te he pedido analizar la jeringa. Si el sospechoso se enteraba que los del laboratorio del Hospital la habían analizado, podría haberse apanicado y luego haberse dado a la fuga.
Abigail asintió en señal de comprensión, parecía más calmada.
—Y no olvides lo que discutimos —dijo Daniel—. Nadie puede enterarse sobre esto.
—Lo sé, lo sé. No me lo recuerdes.
—Júramelo, por favor.
Abigail rodó los ojos. Con ayuda de sus dedos, jaló, de izquierda a derecha, un cierre imaginario, cerrando sus labios. Daniel sonrió. Giró en redondo y abandonó el laboratorio.
...........
Pasaron tres días después de que se dio a conocer el trágico deceso de la concejal Julie Myers. y su muerte aún era objeto de atención por parte de los medios.
El viejo y regordete guardia de seguridad de la entrada principal del Hospital General San Agustín estaba dentro de su caseta, oyendo una nota al respecto en su antigua radio portátil AM cuando, por poco y a través del rabillo de su ojo derecho, advirtió fugazmente a una figura moteada y de uniforme blanco cruzar por debajo de la valla y adentrarse, a paso de liebre, al establecimiento de salud.
—¡Eh! —llamó el guardia de seguridad. Se levantó de la silla, que chirrió tras sentir menos peso. Y sacó la cabeza por la ventana de su caseta—. ¡No puede entrar así!
Pero la figura moteada ni se detuvo. Solo alcanzó a gritar:
—¡Discúlpeme, pero llego tarde!
El guardia de seguridad frunció el ceño y soltó un resoplido antes de volver a tomar asiento y regresar con su radio. ¡Cómo odiaba a los jóvenes doctores y enfermeros! Ya ninguno respetaba la valla.
La figura moteada siguió con su trayecto. En el proceso, se topó con algunos de sus colegas de trabajo, que ya habían llegado hacía rato. La mayoría eran féminas; tanto humanas como caninas. Principalmente caninas. Todas ellas, sin excepción, le saludaron con guiños y cálidas sonrisas, pero él apenas si les miró. Corría y corría, sin parar. Como si su vida dependiera de ello. No se detuvo hasta que hubo arribado al Área de Emergencias.
Sacó su tarjeta de un pequeño contenedor atornillado en la pared, y la marcó. El pequeño reloj del aparato indicó las 08:15 AM.
<<Llegue tarde —dijo para sí—. ¡He llegado tarde!>>
Dejó de reprenderse mentalmente luego de recordar que no había sido su culpa, sino del inesperado tránsito infernal que había tomado lugar en Greenhouse Road.
Optó por buscar a Daniel y explicarle el por qué de su demora. No podía permitirse el lujo de tener una pequeña mancha en su expediente laboral permanente. Se encaminó a su oficina, ubicada en la sección norte del Área de Emergencias, a un lado de los dos quirófanos. Tocó prudentemente la puerta, y una voz le indicó que pasara. Para cuando Marshall hubo abierto la puerta y cruzado el umbral, un rostro canino, situado por detrás de un escritorio y con la vista clavada en un ordenador portátil, se giró hacia él.
—Marshall... —dijo Daniel. A su vez, endureció su expresión. Marshall creyó saber el motivo.
—Daniel... —dijo el aludido moteado, y tragó saliva—, sé que llegué tarde. Lo sé, lo sé. Pero tienes que escucharme, no fue mi culpa. El tránsito...
Guardó silencio al notar a la otra presencia allí presente, oculto en la penumbra de las sombras. Entre una archivador y una ventana, cubierta por las persianas. Su rostro maduro y terso era inconfundible.
—¿Director Andrews, qué hace aquí?
—Tenemos que hablar, Marshall —se limitó a decir Andrews, mostrándose serio también. Tenía los brazos cruzados—. Cierra la puerta.
No tardó, y acató la orden.
—Siéntate.
Marshall volvió a obedecer. Cogió una silla y se sentó. Andrews se le quedó viendo por un largo rato.
—Estás en un serio problema, Marshall —soltó de sopetón Andrews.
—Director, l-le juro que esta ha sido la primera vez que he llegado tarde al trabajo. El tránsito...
—No quiero hablar sobre el tránsito, ni me interesa oírlo —espetó Andrews, ligeramente molesto—. Lo que quiero saber es por qué lo hiciste. ¿Qué te llevó a hacer eso?
—¿Qué cosa? —inquirió, confuso.
—Eso ya lo sabes.
—Eh..., no, no lo sé.
—¡No mientas! —rugió Andrews. Marshall abrió los ojos como platos—. Sabes muy bien de lo que hablo.
—Pero le juro que no... que no estoy mintiendo.
Apartó, a duras penas, la vista y la clavó en el beagle.
—Daniel, ¿qué está pasando?
Pero no hubo respuesta.
—¿Daniel?
Silencio otra vez.
El beagle lanzó una mirada fulminante al dálmata antes de abandonar el lugar, azotando la puerta con fuerza. Marshall pegó otro sobresalto.
—Nos has arruinado —volvió a hablar Andrews, captando nuevamente la atención de Marshall—. Tus acciones han manchado el buen nombre del hospital. Y ahora mismo quiero saber por qué, ¡¿por qué lo hiciste?!
Su respiración se aceleró un poco, su mirada se empañó ligeramente.
—No entiendo nada, ¿d-de qué se me acusa exactamente?
El director Andrews se acercó al escritorio, más no se sentó. Hizo a un lado el ordenador portátil, y en el espacio libre que quedó abrió un expediente. Sacó tres fotografías, de personas vivas y sonrientes. Y las dejó a la vista de Marshall.
—¿Los reconoces?
Tardó un momento. Pero al final, Marshall asintió.
—Yo estuve con ellos cuando murieron. Víctimas de un paro cardiaco.
—¿Hasta recuerdas la causa de la muerte?
—Es difícil de olvidar, créame. Aquello fue... muy impactante.
—O tal vez no quisiste olvidar —aseguró Andrews, sin cambiar su tono—, y en vez de impactante fue emocionante para ti.
Marshall le miró, se quedó boquiabierto por el comentario.
—¿Por qué dice eso?
—Deja de hacerte el tonto y confiesa de una vez. ¿Por qué los mataste?
—¡¿Qué?! —exclamó Marshall, sorprendido—. ¿Q-Qué ha dicho?
—No te hagas el sordo, que me has oído bien. Daniel...
<<¿Daniel?>>
—.... ya me dijo TODO lo que hiciste. Incluso ha compartido conmigo su teoría que explica el móvil para tus crímenes.
—¿Crímenes?
—Por supuesto. ¡Crímenes! Homicidios premeditados. Homicidios que tú... —le señaló con el dedo— perpetraste a sangre fría. Pero antes de proseguir, quiero oír tu versión de los hechos. Así que adelante —ordenó, al tiempo que volvía a cruzarse de brazos—, te escucho.
—Oiga, director Andrews, n-no sé lo que le habrá dicho Daniel pero le puedo jurar...
—¿Sabes qué? Ya no gastes saliva. Con esto ya me estás demostrando tu culpabilidad.
—Por favor —suplicó Marshall, una pequeña lágrima se hizo visible—, le juro que no sé de qué me está hablando.
El director Andrews soltó un profundo suspiro, y explicó al dálmata lo que Daniel le había contado: Todo respecto a las tres extrañas muertes por paro cardiaco.
—Es verdad que yo fui el único quien estuvo con todos ellos cuando murieron, pero eso no implica que los haya matado.
El director hizo caso omiso y prosiguió. Luego, hizo mención de las jeringas que fueron encontradas en todos los escenarios, dentro de tachos de basura. Marshall volvió a interrumpir, y dijo que esas jeringas habían sido arrojadas probablemente por algún residente descuidado. El director Andrews le sostuvo con la mirada al tiempo que decía que era muy extraño que un par de residentes dejaran esas jeringas en aquellos días en particular.
Acto seguido, explicó que la tercera jeringa encontrada, en vez de ser desechada en el recipiente correcto así como había sucedido con las otras dos, fue analizada. Y que las pruebas revelaron que la misma tenía rastros de Aloxin.
—¿El medicamento para alentar al corazón?
El director Andrews asintió.
—¿Y sabes en donde más se halló ese medicamento?
—No..., no me diga que...
—Ni siquiera sé por qué finges sorpresa, si ya sabes muy bien como murieron.
Tras decir esto, el director Andrews compartió con el dálmata la teoría de Daniel, misma que explicaba el móvil potencial para los tres homicidios. Ésta sostenía que él [Marshall Smith] había puesto en riesgo la vida de los tres pacientes para intentar salvarlos y así quedar como un héroe ante el ojo público.
—¿Daniel le dijo que yo maté a esos pacientes en un intento por salvarlos y así quedar como un héroe? ¡Qué locura!
—Qué curioso, lo mismo dije yo cuando Daniel me contó todo esto en la mañana y que TÚ eras el responsable.
—Director Andrews, c-créame, escúcheme cuando le digo que no hice nada malo.
—Pero las circunstancias te señalan.
Marshall tenía la mirada empañada.
—Por tu culpa, es probable que el hospital se vaya a pique —habló con frialdad Andrews, caminando alrededor del dálmata—.Y a cambio de no decir nada a la prensa, las familias de tus víctimas nos pidieron a cambio una indemnización multimillonaria. Con este... —Hubo una breva pausa—. Con este duro golpe económico, el hospital corre el riesgo de cerrar para siempre. Muchos quedarán desempleados, y todos nuestros pacientes perderán su cobertura. Felicidades, Marshall. Nos has arruinado..., a todos.
Marshall comenzó a gemir de tristeza.
—¿Qué va... qué va a hacer conmigo?
Andrews soltó un suspiro.
—Por desgracia para mí, todo es circunstancial. Así que no puedo denunciarte formalmente, pero sí puedo hacer otra cosa.
—¿Qué... qué va a hacer?
—¿Que qué voy a hacer? ¡Pues echarte! Tal vez no pueda denunciarte, pero sí que puedo despedirte e impedir que cualquier otro hospital en la ciudad te contrate. —Se colocó frente al rostro lloroso de Marshall y, con una mirada decidida, dijo—: Eso tenlo por seguro, asesino.
.............
Daniel recorrió una serie de pasillos hasta que hubo arribado al pequeño jardín de la capilla del Hospital, situado en el área central del mismo.
El encuentro con Marshall le había encolerizado, y pensó que observar las flores —margaritas, en su mayoría— desplazándose de izquierda a derecha gracias a las ligeras corrientes de aire podría calmarlo y apaciguar su furia. Funcionó un poco, para su sorpresa. Pero sus mejillas aún seguían coloradas. Todavía vociferaba en silencio, echando maldiciones al cachorro moteado al que alguna vez llamó amigo.
—¿Daniel? —Una voz tras suyo le sacó abruptamente de sus pensamientos. Él se sobresaltó y se volvió—. ¿Estás bien?
Le miró por un largo segundo antes de responder que sí.
—¿Seguro? —inquirió Kelly—. Porque pareces molesto, ¿sucedió algo?
Volvió a guardar silencio, y apresuró en pensar. Sopesó sus opciones. ¿Sería correcto decírselo todo a Kelly? Y más importante aún, ¿sería capaz de guardar el secreto?
—Daniel...
—Kelly —habló por fin. Optó por contar la verdad. <<En un hospital, los casos de los ángeles de la muerte siempre terminar por saberse>>, pensó. Y dijo—: hay algo que debes saber.
—¿Sobre?
—Antes de decírtelo, prométeme que no te vas a exaltar, y que no se lo dirás a nadie más.
—Daniel, me estás asustando. ¿Qué fue lo que pasó?
—Ahora te explico —contestó. Tras organizar sus ideas, soltó un suspiro, aclaró su garganta y dijo—: Todo comenzó en el mes de enero, cuando una paciente murió de un aparente paro cardiaco.
[DE REGRESO A LA ACTUALIDAD]
Cuartel Cachorro, Bahía Aventura (CA).
Noviembre 19, 2020.
07:39 AM
En el momento en que finalizó con su relato, lo primero que hizo Daniel Collins fue estudiar a su público. Los siete rostros expresaban perplejidad. Él no se sorprendió por esto, ya estaba familiarizado con ese tipo de reacción. Después de todo, no era la primera vez que contaba aquella historia estremecedora. Estaba a punto de decir algo cuando notó un ligero cambio.
Los allí presentes, con excepción de Rocky y Ryder, salieron de sus respectivos estados de shock. Luego, y casi al unísono, clavaron la vista en el beagle y le regalaron una mirada fulminante.
—¿Qué sucede?
—¿Y encima lo preguntas? —dijo Zuma a modo de respuesta—. ¿Por qué has lanzado toda esa sarta de mentiras contra Marshall?
—¿Disculpa?
—¡No finjas que me has oído bien! Y que te quede bien claro esto; ¡Marshall jamás haría algo como eso!
—Estoy de acuerdo —convino Rubble, situándose al lado de Zuma. Miró a Daniel y añadió—: ¡Es más! Apuesto a que nos has dicho todo esto para manchar el buen nombre de nuestro amigo.
—Sé que es abrumador... —dijo Daniel con la mayor diplomacia posible—, pero lo que les dije es la pura verdad.
—¿La verdad? —inquirió sarcástica Skye—. Discúlpeme, señor...
—Daniel.
—Daniel o como sea que se llame —espetó Skye—. Pero desde dónde lo veo; lo único verdadero... y que SÍ es auténtico es el hecho de que conoció a Marshall en el pasado. Y que ahora, por alguna razón, ha venido aquí para calumniarlo.
—¿Calumniarlo? —repitió Daniel—. Discúlpeme, jovencita. Pero todo lo que dije a usted y a sus colegas aquí presentes es la verdad al cien por ciento.
—Eso afirma usted.
—¡Pero es cierto!
—¡Pruébelo entonces!
Daniel asintió. No quería hacer esto, pero no tenía otra opción. Tenía que abrirle los ojos a esos ingenuos cachorros antes de que fuera demasiado tarde.
<<Menos mal que hice una copia de todos los vídeos que le di a la agente Danville>>
Abrió su mochila y sacó a la luz una pequeña laptop. Tecleó y reprodujo un vídeo de baja calidad, filmado en blanco y negro. En la esquina inferior/derecha del aparato se leía: Marzo 03/2018. 10:40 AM. CÁMARA 13, QUIRÓFANO. Daniel les pidió a todos que se colocaran a sus laterales. No hubo objeción.
—Esto fue filmado el día en que Julie Myers, la tercera víctima, ingresó al Hospital General San Agustín.
El vídeo mostraba a dos técnicos de enfermería empujando una camilla, sobre la que descansaba una mujer mayor. Le habían puesto un tubo endotraqueal, conectado a un administrador de oxígeno manual. Algunas de sus prendas estaban empapadas en sangre.
<<Hay que estabilizarla —dijo uno de los técnicos del vídeo—. No tenemos tiempo que perder>>.
El otro técnico asintió. Se encaminó hacia las puertas del quirófano y las abrió, para que su compañero pudiera ingresar con la camilla.
—Poco después de eso.... —añadió Daniel—, y tras una extensa hora y media, se pudo estabilizar a Julie Myers. Fue cuando la llevaron a una habitación de post operatorio del área de Emergencias. Yo estaba a cargo de su cuidado.
En aquel instante, el vídeo finalizó, dando inicio a otro. Éste también carecía de color, y estaba centrado en la entrada de una habitación. En la misma esquina inferior de la pantalla se leía: Marzo 03/2018. 12:30 PM. CÁMARA 07, HABITACIÓN 05.
Al tiempo que miraban el vídeo, Daniel les explicó a los cachorros que, en aquel momento, él se hallaba dentro de la habitación custodiando a la concejal. Poco después, y de acuerdo con las imágenes, a la habitación llegó una joven enfermera, de cuerpo esbelto. Ingresó, pero tras veinte segundos volvió a salir. Parecía molesta, como si hubiera tenido un encontronazo. Sin entrar en muchos detalles, Daniel les explicó que se trataba de una practicante malhumorada.
Ahora en la pantalla se materializó una joven Norfolk Terrier, a quien los cachorros y Ryder identificaron de inmediato cómo Kelly Krown. Más no lo comentaron en voz alta. Ella se quedó quieta en el umbral del cuarto, mientras hablaba:
<<.... qué bueno que te encuentro. Te andan buscando en recepción>>
<<¿Ah, sí? —se oyó decir a un invisible Daniel—. ¿Y de quién se trata?>>
Los cachorros y Ryder oyeron la conversación que tuvo lugar entre Daniel y Kelly. Al finalizar, apareció Marshall. El Daniel del vídeo llamó al dálmata, y le pidió que se quedara a cuidar a la señora Myers por un breve tiempo mientras que él salía a atender a los de administración.
—Dos horas después —explicó Daniel mientras adelantaba esa cantidad de tiempo—, regresé a la habitación de la señora Myers. Y fue cuando la encontré muerta.
Ahora en la pantalla se observaba Daniel arribar de regreso a la habitación, quedándose quieto en el umbral por unos cuantos segundos. <<Adivinaré; ¿paro cardiaco?>>, dijo el Daniel del vídeo. Ingresó a la habitación, desapareciendo del punto de vista de la cámara. Ahora solo se oía una conversación breve, y apenas audible, entre Daniel y Marshall, en la que éste último dijo que iría a notificar a los familiares de la señora Myers sobre su trágico deceso. Marshall abandonó de la habitación. Veinte segundos después, de la misma salió Daniel. Tenía una expresión alarmada. Con ayuda de una garra metálica, llevaba una pequeña jeringa. El vídeo cesó y la pantalla se puso en negro.
—Esa jeringa —explicó Daniel— tenía Aloxin. Un medicamento que, en altas dosis, cómo les expliqué anteriormente, puede generar paro cardíaco. Y cómo ya pudieron ver en el vídeo, Marshall fue el único que estaba en la habitación cuando la señora Myers murió. Nadie más entró o salió de allí cuando sucedió.
—Por favor... —soltó con desdén Skye—, esto no prueba nada.
—¿Cómo que nada? —inquirió Daniel, al borde de perder los estribos—. Está en la cinta..., ya la vieron.
—Solo vimos la habitación por fuera, pero no lo que pasó adentro. Y solo por el hecho de que Marshall se hallaba sólo con esa mujer, no implica que la mató.
Esto hizo que Daniel maldijera para sus adentros. Quería gritarle a esa ingrata cachorra que, ingenuamente, había tomado el rol del abogado del Diablo. Pero optó por morderse a lengua.
—Y si ya no tiene nada más que decir, le pediré que se vaya.
—Está bien —dijo Daniel. Cerró su laptop y la guardó en su mochila—. Pero antes de irme, les pediré que hagan algo.
—¿Qué cosa? —lanzó con desdén Skye.
—Cuando vuelva Marshall, pregúntenle por qué dejó su segundo empleo.
—¿Segundo empleo? —dijeron Ryder y los otros cachorros al unísono. Con excepción de Rocky, quien, por alguna razón, seguía en silencio.
Daniel asintió.
—Tras echarlo del hospital, no volví a saber nada de Marshall hasta un mes después. Logró meterse con éxito en el departamento de bomberos de la ESTACIÓN 96... y adivinen qué pasó. Se involucró en nuevo embrollo.
.............
—... por eso me despidieron —dijo Marshall, tratando de no llorar—. Por haber tenido la mala suerte de haber estado presente en los tres escenarios, donde esas personas murieron de un repentino paro cardíaco.
—Mismos que fueron provocados —añadió Danville. Marshall le oyó y asintió—. Y a todo esto, ¿por qué tu jefe, el director Andrews, no te denunció con las autoridades?
La agente Danville ya sabía la respuesta a esa pregunta en realidad, gracias a Daniel. Pero quería oírlo directamente de Marshall.
—El hospital había sufrido un duro golpe hace mucho tiempo... —empezó a explicar Marshall—. Tengo entendido de que una cachorra, Lidia Harris, mató a un gran número de pacientes. Pasó antes de que yo llegara allí a trabajar. La noticia se hizo eco en todos los noticieros, y la buena imagen del hospital se manchó. Los pacientes dejaron de ir, y los fondos fueron reducidos. El hospital apenas logró recuperarse.
—No has respondido a mi pregunta —apremió Danville.
—El director Andrews pudo denunciarme —prosiguió Marshall—, pero de haberlo hecho, el hospital nuevamente hubiera sido objeto de mala publicidad por parte de la prensa, llevándolo a un colapso financiero del que jamás se hubiera podido recuperar. Además, mi jefe no tenía nada concreto para formalizar una denuncia contra mí, todo era circunstancial. Así que sólo me despidió, y se aseguró de lanzar una advertencia en los demás hospitales para evitar que se me contratase.
Hubo una breve pausa. Carraspeó y dijo:
—Usted no sabe lo que se siente.
—¿Qué cosa?
—A que le culpen de algo que no hizo —contestó Marshall, con la voz quebrada. Una sola lágrima se le escapó—. No sabe lo que es ser señalado como un monstruo sin poder defenderse, limitándose también a oír los rumores y los chismes que se dicen a sus espaldas.
—De haber estado en la posición de Daniel y del Director Andrews, hubiera hecho lo mismo —reveló Danville directamente—. Y estoy segura de que tú también. Después de todo, no negarás que era demasiado conveniente de que estuvieras allí con los pacientes cuando sufrieron el paro.
—Lo mismo me dijo el director Andrews.
—Y a pesar de ser exonerado, no tardaste mucho en volver a quedar en medio de una situación similar al del hospital.
Marshall se le quedó mirando, extrañado.
—¿De qué habla?
La agente Danville volvió a abrir el grueso expediente y, casi al final, tras levantar todas la hojas, localizó una en particular. La sacó, la puso sobre la mesa y dijo:
—Me refiero a esto.
[DOS AÑOS ATRÁS]
Cherry Hill, Bradersfille (IL).
Abril 16, 2018
09:12 PM
El vecindario de Cherry Hill se localiza en el área sureste de la ciudad de Bradersfille. Posee treinta residencias, todas de no más de dos pisos. Y en una de ellas, la del número doce, que yace situada en el corazón del vecindario, habita la familia Cosenza. El matrimonio treintañero, conformado por Amber y Jaime Cosenza, se hallaban durmiendo plácidamente en su habitación, abrazados uno al otro, mientras que su hijo (y el único, por cierto), por su parte, se hallaba en la sala de estar tratando de resolver los complicados ejercicios que le dejó su maestro de álgebra.
¡Dios, cómo odiaba el álgebra! ¿Pero qué podía hacer al respecto? ¿Negarse a hacer la tarea? ¡Jamás! Sabía muy bien lo que le harían sus padres si llegase a descuidarse en los estudios. En un acto inconsciente, se frotó el dorso de su mano izquierda. Ya sólo le faltaban dos ejercicios, pero estos eran más complicados. No pudo más y soltó un resoplido. Dejó caer el lapicero sobre el cuaderno, seguido por su cabeza.
<<Desearía que ella estuviera aquí>>
Sí, hacía mucho... mucho tiempo tuvo una tutora, bonita y pelirroja, que, a escondidas, le ayudaba, a resolver la tarea. Ella había vivido allí en su casa, junto a otros seis adolescentes. Todos mayores que él, al igual que ella. Pero la diferencia de edad no impidió que ambos se hicieran buenos amigos.
También, cabe mencionar, había entablado amistad con la mascota de su tutora, juguetona y hermosa. ¡Tan blanca como la nieve misma!
La vida era buena, pero todo cambió tras el escándalo, acontecido hacía poco no más de un año. Samuel tuvo que decir adiós a su tutora pelirroja, a su cachorra y a los otros seis adolescentes.
<<Me pregunto qué habrá sido de todos ellos>>
Sea en donde estuviesen ahora, Samuel estaba convencido de que esas ocho almas bondadosas y gentiles estaban felices, gozando de la vida. Y además pensó que, seguramente, tal vez, algún día si así lo quería el destino, volvería a verse con su amiga pelirroja y su cachorra. Pensar en ellas le dio la fuerza necesaria para volver a coger el lapicero y centrarse en las dos ecuaciones faltantes.
Fue entonces cuando la solución se formuló en su mente.
<<¡Gracias!>>
Dos minutos después, terminó el tormento.
—¡Por fin! —exclamó el niño al tiempo que dejaba el lapicero sobre la mesa y cerraba su cuaderno de matemáticas. Soltó un suspiro y estiró sus brazos—. Logré terminar, ahora podré irme a descansar... —Su estómago rugió con fuerza—. Jeje, pero primero iré por un bocadillo nocturno.
Ya de pie, se encaminó, a paso de ligero, a la cocina. A mitad del trayecto, sintió un escalofrío en el brazo izquierdo. Abrumado, se detuvo de golpe. Se volvió con rapidez y observó que la ventana (la única del pasillo, por cierto) estaba abierta en su totalidad.
Qué raro, aquello le pareció extraño de inmediato. Por lo general su padre, y antiguo residente de Kansas City, Kansas, tenía el hábito de cerrar todas las puertas y ventanas de la casa. Todas las noches, sin falta. Una compulsión producto de algún miedo surgido en la niñez, hasta donde sabía Samuel. Transcurrido unos cuantos segundos, decidió no darle mucha vuelta al asunto y asumió que, por primera vez, debido al cansancio y al estrés, su padre se había olvidado de cerrar esa ventana en particular. Decidió cerrarla por él antes de retomar su camino. Arribó a la cocina y, a tientas, encontró el interruptor. Lo encendió, luego abrió el refrigerador y apresuró en sacar un frasco de mayonesa, una pieza de queso, una rodaja de tomate y jamón, y una hoja de lechuga.
<<Perfecto>>
Para cuando hubo dejado todo sobre la mesa central, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el estante aéreo, de tres puertas. Abrió la puerta del medio, movió un par de latas gruesas y cajas de cereal y, al fondo, encontró la bolsa del pan. La cogió y se la llevó a la mesa.
<<Este será el mejor sándwich que haya preparado hasta el día de hoy>>.
Estaba a punto de abrir la bolsa del pan cuando un extraño ruido le paró en seco.
—¿Mamá? ¿Papá?
No hubo respuesta.
—¿Hola?
Nada otra vez.
<<Debo estar volviéndome loco —pensó, al tiempo que volvía a su labor—. Siempre lo he dicho; mucha tarea puede afectar el cerebro>>
Tras desanudar el complicado nudo de la bolsa, metió la mano y, del centro, sacó dos rodajas del pan.
Las colocó una junto a la otra sobre la mesa, y sonrió. Estaba a punto de coger el trozo de queso cuando, sin previo aviso, una mano gruesa, enguantada en cuero, le cubrió la boca. Asustado, Samuel apresuró en patalear, moviendo los brazos y las piernas al aire. Pero tras sentir el pinchazo en el cuello, un profundo dolor, terrible en todos los sentidos, le detuvo. Y además, y para su desgracia, el dolor comenzó a irradiarse hacia su cabeza. Sintió que le ardía el cerebro al tiempo que dejaba escapar unas cuantas lágrimas. Fue entonces cuando, tres segundos después, su vista comenzó a nublarse. La fuerte figura, al ver lo que estaba pasando, soltó al muchacho y dejó que cayera de espaldas al suelo.
—¿Qui... quién eres? —alcanzó a preguntar Samuel, pero la figura se quedó en silencio e inmóvil.
Los párpados de Samuel empezaron a volverse pesados. Y un poco antes de que todo se pusiera negro ladeó la cabeza a su izquierda y, a duras penas, observó algo que se le quedaría grabado en la mente hasta el fin de su vida.
.............
Jaime Cosenza tenía siete años cuando el infame asesino en serie Dennis Rader, autoproclamado BTK, se dio a conocer, mediante una serie de cartas anónimas, ante la prensa de la ciudad de Kansas City, Kansas, a mediados de la década de los 70. Tras la sexta muerte atribuida al asesino, Jaime juró que haría lo necesario para proteger a su familia. Sobre todo a su madre, cuyas características físicas coincidían con la de las víctimas previas —y recientemente preferidas— de BTK. Cada tres veces por semana, dormía en el sillón de la sala. Y a partir de una de esas noches, y para sorpresa suya, descubrió que había desarrollado una increíble capacidad para poder escuchar hasta el ruido más bajo y casi imperceptible.
Hoy en día, ese super poder hizo que Jaime Cosenza se despertara abruptamente de su sueño profundo. Oyó, por una milésima facción de segundo, lo que pareció ser un cuerpo pesado cayendo al suelo. <<¿Habrá sido Samuel?>>, pensó para sí. Por si las dudas, se levantó, lentamente, de la cama, teniendo cuidado de no despertar a su esposa. Al tiempo que sacaba sus pantuflas de debajo de la cama sacó también su bate de béisbol de aluminio. Ya preparado y armado, se encaminó, sin hacer el mayor ruido posible, hacia la puerta.
Estaba a punto de cruzar el umbral cuando, tras suyo, habló una voz:
—¿Amor?
Jaime se volvió y se llevó un dedo hacia la boca, indicándole así a su esposa que no dijera nada. Al ver el bate, Amber entendió el por qué de su petición. Lo que pasó a continuación sucedió demasiado rápido.
Una figura, fornida y más alta que Jaime Cosenza, emergió de entre las sombras y, con un movimiento fugaz, clavó una jeringa en el cuello de Jaime. Éste apenas si tuvo tiempo de reaccionar, pero no pudo hacer gran cosa. En cuanto la figura empujó el émbolo, Jaime se quedó inmóvil y, al poco tiempo, cayó de cara al suelo. Amber lanzó un alarido de temor. Saltó de la cama, en paños menores. Y optó por huir al baño. La figura advirtió esto y no perdió tiempo. Dio dos grandes zancadas, haciendo resonar sus fuertes pisadas...., y alcanzó a la asustada mujer, haciendo que ella soltara otro grito. Usó un brazo para traerla hacía sí y con la otra; le clavó la jeringa en el cuello, que ya tenía preparada y que sacó del bolsillo delantero de su sudadera negra. Amber no demoró mucho en perder el conocimiento. Pero a diferencia que con Jaime, la figura no dejó que ella cayera al suelo. Tener allí a esa mujer semidesnuda, en sus brazos, en esa habitación bien acomodada, le dio una idea. ¿Habría tiempo para divertirse con ella.....? Sacudió su cabeza y desechó esta idea. ¡Tenía un trabajo que cumplir! Cargó a Amber y se la llevó hacia la sala de estar. Tras dejarla, con cuidado, sobre el piso, volvió al segundo piso a por Jaime.
El segundo desconocido, por su parte, dejó a Samuel junto a su madre. Ahora se hallaba en el extremo sur de la sala, junto a la chimenea. Se acuclilló y dijo:
—¿Ya está listo?
La tercera presencia allí presente era pequeña, de cuatro patas. Se hallaba chequeando un reloj, mismo que estaba conectado a una caja negra.
—¡Está listo! —dijo la figura canina al terminar—. Ya está encendido. ¿Y tú hiciste lo que te pedí?
Él únicamente asintió.
—Perfecto —agregó la figura canina, y activó el reloj—. Vale, tenemos cinco minutos.
En eso, la figura fornida regresó, trayendo consigo a Jaime Cosenza. Lo arrojó sin cuidado sobre el suelo.
—Justo a tiempo, Hank —comentó la figura canina—. Ahora toca largarnos de aquí.
Los hombres asintieron al unísono. Se encaminaron hacia la salida.
—Espera... —dijo Hank—, ¿y el niño? ¿vamos a dejarlo aquí?
La figura canina se volvió hacia Samuel y le observó por unos trece segundos antes de decir con seguridad:
—Dejémosle morir aquí.
El silencio que se hizo a continuación fue sepulcral. Al final, los dos hombres optaron por no desobedecer a su líder y abandonaron el lugar.
La figura canina, en cambio, decidió quedarse un rato más. Tenía un asunto no resuelto que atender, una cuenta pendiente por saldar. <<He esperado esto por mucho tiempo>>. Se acercó donde los padres y les regaló una mirada fulminante, cargada de odio. Luego esbozó una fría sonrisa, y saboreó el momento. <<Ahora pagarán por lo que hicieron>>. Metió una pata en su bolsillo y sacó la jeringa de calibre 10. Estaba lleno de un líquido blanquecino y deslustrado. Clavó la aguja en el cuello de Amber Cosenza y, con lentitud, empujó el émbolo. Se detuvo cuando administró la mitad del volumen del veneno. Repitió el mismo proceso con Jaime, administrándole el resto del contenido de la jeringa. Para cuando hubo terminado, regresó la jeringa nuevamente a su bolsillo. Levantó la vista y chequeó el reloj conectado al dispositivo yaciente junto a la chimenea. Quedaban tres minutos. No le importó, ni se alarmó. <<El Aloxin hará efecto en cuestión de segundos>>. Aguardó con tranquilidad..., por quince segundos. Y tal como tenía previsto, el medicamento empezó a hacer su magia. Para cuando el matrimonio Cosenza sucumbió a los efectos de la sobredosis, la figura canina experimentó una oleada de satisfacción.
<<¡La venganza se siente tan bien!>>
Al momento en que los Cosenza dejaron de moverse, la figura canina esbozó otra sonrisa. Giró en redondo y siguió a sus socios. Ya juntos huyeron en una furgoneta, derrapando el asfalto.
.............
Poco tiempo después, Samuel Cosenza sintió un ligero dolor de cabeza cuando recobró la consciencia.
<<¿En donde estoy? ¿Q-Qué pasó?>>
Trató de evocar algún recuerdo, pero nada le vino a la mente. No en un principio, al menos. Y el esfuerzo no hizo más que acrecentar el dolor. En un intento por recomponerse, desistió de pensar. E hizo un esfuerzo por sentarse. Su vista estaba un poco nublada, así que se llevó ambas manos a los ojos y los frotó. Estuvo así por un rato cuando las imágenes comenzaron a materializarse dentro de su mente. Tardó un poco en hallarles sentido. Pero cuando lo hizo, comprendió la gravedad de la situación.
Ya recobrado la claridad de su vista, se puso de pie al instante. Tenía que ir a la habitación de sus padres y decirles que...
<<Qué rayos?>>
Samuel quedó desconcertado al ver a sus padres, tirados allí en el suelo... inmóviles y con los ojos abiertos.
Temiendo lo peor, se les acercó y trató de levantarles, sacudiéndoles de los hombros. Nada, ni una sola reacción. A Samuel la mirada se le empañó mientras que, en su pecho, sentía un fuerte dolor. Estaba a punto de salir corriendo de la casa cuando, un extraño aroma en el aire, le paró en seco.
<<¿Gas? ¿Alguien ha dejado abierto el piloto del gas sin darse cuenta?>>.
Poco después, y para extrañar aun más las cosas, Samuel advirtió un ruido —similar a un tik tak—, que lo hizo volverse hacia atrás, hacia la chimenea. Junto a ella, se apreciaba una enorme caja negra. El temor que ya le tenía invadido se acrecentó a mayores magnitudes. Pero no por culpa de la caja, sino por el segundo objeto que observó: el reloj digital que mostraba, con números rojos, una cuenta regresiva. Estaba en cuatro..., tres..., dos..., uno.
Cuando terminó la cuenta, se oyó un ligero bip-bip secuencial tipo alarma, al que le siguió un click metálico. La misteriosa caja negra estalló. Y la residencia Cosenza empezó a ser devorada por las llamas.
[12.573 PALABRAS]
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