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✰ 1. CELIA


Espero que me entiendas cada día un poco más

Energía nuclear - Samantha Palos

25 de enero.

Celia se movía con la agilidad de una trapecista, dando saltos y esquivando su ropa, zapatos y demás trastos que cubrían el suelo de su cuarto—campo de minas, lo llamaba su padre—. No era una chica sucia, aunque sí desordenada, especialmente cuando tenía prisa por llegar a alguna parte. Entre salto y salto, su pelo, negro como el ébano, largo, lacio y denso, imitaba el balanceo del agua de una cascada.

Buscaba las llaves de casa, algo imprescindible, ya que no tenía pensado regresar antes de las cuatro de la madrugada y a esas horas no contaba con que hubiera un alma caritativa en todo su entorno familiar despierta para abrirle la puerta.

—¿Alguien ha visto mis llaves? —gritó, nerviosa—. No las encuentro por ningún lado. ¿Quién me las ha cogido?

—Nadie te las ha cogido, Celia —respondió su madre desde la lejanía—. Tú sabrás dónde guardas tus cosas.

—Te juro que las dejé aquí mismo.

—No, porque si no estarían allí y no están.

—Porque alguien me las ha cogido...

Tan pronto comenzaba la acusación, abrió el cajón de su escritorio y divisó las ansiadas y escondidas llaves que tanto tiempo le habían hecho perder. Efectivamente, no las dejó allí, las dejó aquí.

—¡Ya las tengo!

—¿Y quién era el ladrón?

—Nadie, estaban en mi cajón.

—Qué alivio, pensaba que teníamos un ladrón de cosas de Celia.

La joven le hizo una mueca a su madre y simuló una carcajada irónica.

—Muy graciosa, mamá.

—Gracias, hija —respondió la otra—. Si no fuera porque soy abogada, me dedicaría a la comedia.

Celia puso los ojos en blanco, esos que normalmente eran de un azul intenso. Cogió el abrigo, bolso y demás útiles y salió hecha un esperpento al rellano. Con prisas, muchas prisas, pulsó repetidas veces el botón del ascensor.

Mientras esperaba a que llegase al séptimo, aprovechando cada minuto, agarró la cadena de su bolso con los dientes y procedió a enfundarse en el abrigo como pudo. Justo en ese instante, con esas pintas de tonta de remate, las puertas se abrieron y Celia se encontró frente a frente con su vecino.

Y qué vecino.

—Buenas —saludó él, incrédulo, por la imagen.

Ella no dijo nada, su cuerpo habló en su nombre. Las mejillas se tornaron de un color rojo intenso, parecido al de los tomates pera que venden en toda frutería, y le avasallaron unos calores que no sabía bien de dónde venían pero sí a dónde se dirigían: al sudor. Desechó la idea de abrocharse el abrigo, ya que el clima acaba de cambiar sorprendentemente y ahora se presentaba algo más veraniego. Cogió el bolso con las manos y entró con la mirada gacha y el cuerpo encogido en el ascensor.

—Hola —murmuró, avergonzada. Ese chico le intimidaba una barbaridad.

El chaval en cuestión era el hijo granuja de la vecina del noveno, aparentemente unos cinco años mayor que Celia —ella cumplía diecinueve en cinco meses—, y al que había sorprendido unas cuantas ocasiones fumando marihuana en el garaje de la comunidad. Vestía habitualmente con gabardina negra y vaqueros. Desde el primer día en que Celia lo vio, siempre andaba con el mismo aspecto: una mata de pelo oscuro y plagado de ondas rebeldes, revuelto y despeinado; el cuello de la chaqueta subido hacia arriba y las manos en los bolsillos.

A Celia le ponía nerviosa mirarle a los ojos, puede que porque era mayor que ella o por esos aires de chico malo que se traía. En cualquier caso, pudo sentir, con absoluta certeza, que la estaba mirando y sonriendo con picardía. Ni se quiso plantear qué deseos o pensamientos impuros pasaban por esa cabeza suya, pero como la mente es sucia y morbosa, se le pasaron todos y cada uno.

La puerta del ascensor se abrió después de lo que pareció una eternidad y Celia salió disparada, esquivando, gracias a sus habilidades de trapecista, las escaleras y demás obstáculos.

—Adiós —murmuró mientras huía.

—Hasta luego.

La risa que acompañó su despedida la hizo sonrojarse mucho más. Prácticamente le ardían las mejillas.

Abrió la puerta del portal con violencia, sin girarse a ver la cara divertida del chico que probablemente se lo estaba pasando en grande viendo cómo Celia se sentía incómoda junto a él.

Le daba rabia sentirse tan cohibida a su lado. Él nunca le había hecho daño, ni le había hablado mal. Una vez, incluso, le invitó a una calada. Fue más un soborno que una invitación, pues Celia se lo había encontrado fumando hierba a escondidas en el garaje de la comunidad y él pareció temer que le delatará. Pero no lo hizo. Celia era más bien una chica discreta, no le gustaban los problemas.

El encuentro fortuito en el ascensor le había dejado con mal sabor de boca, pero a medida que caminaba por las calles de la ciudad de Valencia, el vecino pasó a ocupar un papel secundario en su cabeza y recordó a dónde iba y, sobre todo, las prisas que tenía. Miró furtivamente el reloj de su muñeca y confirmó sus sospechas: llegaba terriblemente tarde.

Afortunadamente, no era la única. Las cuatro amigas de Celia eran todas unas lentas de nacimiento; no sabía bien cuánto había durado el parto de cada una, pero seguro que tardaron más de lo previsto en salir del útero. Así que cuando ella llegó a la Calle San Vicente, donde habían quedado en encontrarse, solo identificó dos bellos rostros abrumados y cansados de tanto correr como ella.

—¡Celia! —la saludó Paula, y se echó a sus brazos como si llevara una eternidad sin verla. Se habían visto dos días antes, pero bueno, siempre se agradece un buen recibimiento.

—¡Hola Pau! ¡Hola, Sara! —las saludó—. ¿Lleváis mucho rato esperando?

—No, acabamos de llegar —jadeó Sara.

Allí la esperaban al borde de la congelación: Paula y Sara; cada cual con las manos escondidas en los bolsillos de su respectivo abrigo, las piernas bien juntas, semejando una cola de sirena, y repitiendo, como un mantra, el frío que hacía. Fuera cual fuera su plan para entrar en calor, repetir tantas veces la temperatura que hacía no era de ayuda.

—¿Por qué no subimos? —inquirió Celia.

—¿Ya? ¿No es un poco pronto? —dudó Paula.

—Bueno, son las once.

—Podríamos esperar a Noe e Inés —insistió.

—¿Pero no tenéis frío? —repitió por enésima vez, en lo que llevaba de noche, Sara.

—¿Frío? Me voy a morir congelada a a este paso —ladró Celia, nerviosa—. Venga, vamos a subir. Ya vendrán ellas, saben perfectamente dónde estamos.

Celia acortó la distancia hasta el portal y llamó al timbre con insistencia. Una voz amigable y masculina asomó por el interfono y preguntó quién llamaba.

—Nosotras —se limitó a responder—. O sea, Celia. ¡Abridnos!

La puerta hizo un sonido estridente, Celia presionó y se abrió con facilidad. Antes de entrar miró a sus amigas y las instó a seguirla.

—¡Venga, va! No te preocupes, Pau, ya llegarán —y añadió—: las esperamos arriba con una copita en la mano, ¿no? Entrando en calor.

Sara rio ante la ocurrencia y asintió, convencida. Paula, dudosa, tardó en reaccionar, pero al final las siguió. Mientras subían las escaleras hasta el cuarto piso, se preguntaron recíprocamente qué contaba cada una. Todas eran jóvenes de vida muy activa y entretenida. Todas menos Celia, quien se sentía sumida en una constante rutina, sin nada que aportar.

No era consciente todavía, pero aquella noche comenzaba una historia que la marcaría de por vida.

¡Hola a todxs! Si habéis llegado al final de este primer capítulo, os doy las gracias por darle una oportunidad de Celia y a la excitante historia que se desarrollará a partir de esta noche.

Si os gusta el capítulo, por favor, recordar darle un toque a la estrellita ⭐️

¿Qué os parece Celia por ahora? Os leo en los comentarios 👀

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