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3. LÚGH. Polizón a bordo.

¡Al fin mi madre ha encontrado la princesa adecuada para mí! La cara prácticamente acaricia la mía con sensualidad. Los ojos, de un tono dorado que jamás he contemplado antes, lucen ansiosos y me llegan hasta el alma. Me desea, por esto destellan: sé que le resulto atractivo a todas las damiselas, ninguna se me escapa.

  Tengo que contenerme para no jugar con el pelo rubio. Se le agita sobre los hombros cada vez que se mueve, igual que las hojas de las palmas después de la temporada lluviosa. Y también despide el mismo perfume de la naturaleza. En ocasiones, cuando se muerde el labio inferior, apenas controlo el fuego que me sube por dentro. Necesito besárselos, acariciárselos con la lengua, apropiarme de ellos.

  Pero hay algo que me llama más la atención: los pechos. Son generosos, delicados y resaltan gracias a la vestimenta de color carmesí, ajustada como la piel. Apenas consigo reprimir el ansia de frotarlos con la mano y luego bajarla hasta atraparle la cintura y encerrarla con los brazos. Me repito que no debo tratar a una candidata a princesa y probable futura reina como si fuese la sobrina del posadero. Las normas sociales son para cumplirlas, por mucho que me pese en estos instantes. ≪Será el compromiso más breve del que se tenga noticia≫, pienso, es imposible que la respete por largo tiempo. ¡Con cuánta avidez la quiero para mí!

  Creo que me pregunta si me ayuda a sentar, después de estirar el brazo y poner la palma de la mano como para frenarme. No entiendo el gesto y se me debe de notar porque la retira. Por otro lado, es imposible que acepte su auxilio, un guerrero jamás debe reconocer un momento de debilidad y menos consentir que una dama lo asista, no sería apropiado. Así que me incorporo por mis propios medios.

  Al hacerlo, me percato de que luce un pantalón apretadísimo que más que ropa parece parte del cuerpo. Le marca cada pequeño detalle de la figura, e, incluso, la unión entre las piernas. Tengo que respirar hondo, todo en mí reacciona ante esta provocación erótica.

  De improviso, comprendo que ninguna mujer de mi reino, ni siquiera las que se venden por unas pocas monedas de oro, utilizarían una vestimenta así. Recuerdo, además, que me hallaba a punto de morir en la cima del Taranis, bajo la espada de los cortadores de brazos. Hay algo en toda la situación que no encaja.

  Así que con reservas admito que, tal vez, la hermosa chica no sea una candidata. Mis proyectos se desvanecen igual que el humo, un pensamiento que me ofusca. Es una tontería, debería centrarme en qué narices sucede en lugar de perder el seso por una mujer justo ahora, cuando la vida y la muerte apenas se separan una de la otra por una delgada línea.

—¿Dónde me encuentro? —le pregunto, intentando permanecer indiferente a su seducción.

  Su perfume me inunda, y, al acercarse más, todo me tiembla. Pero comienza a largar una palabra detrás de otra tan rápido y con un acento tan extraño, que lo único que entiendo es que desea saber cómo me llamo. Y luego sigue soltando frases sin sentido.

  Noto, además, que no se encuentra sola. Un caballero muy apuesto la acompaña. Se muestra cariñoso con ella y la trata con gran familiaridad. ¿Será su esposa o su prometida? Por primera vez el ramalazo de los celos me desgarra y hace que desee sacar la espada y acabar con él. Por supuesto, solo para hacerla mía y que jamás me la roben. Lo único que me contiene es que el hombre me habla amable, al parecer interesado por mi salud.


  Algo muy raro ocurre. La realidad se vuelve confusa, me parece que repito frases que nunca he pronunciado. Creo que he muerto y que me hallo en el cielo, en las estrellas, pero fuera de ellas, dormido y despierto. Pero, ante todo, deseo saber qué pasa, cómo puedo hacer para que se quede a mi lado. ¡Vaya estupidez!

—¿En las estrellas? —le pregunto, comiéndola con la mirada—. ¿Cómo que en las estrellas, mujer? Quiero saberlo todo... Pero, por favor, habla más lento.



—Tus enemigos casi te matan. —Se esfuerza por dirigirse a mí despacio, en tanto yo registro cada pequeño detalle del rostro sin poderme controlar—. Veo que frunces el ceño, no te enfades con nosotros. Lo único que hemos hecho es salvarte la vida.

—Sí, lo sé, gracias. —No deseo parecer un ingrato, pero sigo aturdido—. Los cortadores de brazos iban a acabar conmigo.

—Nuestra intención era bajarte, Lúgh, después de hacer que olvidases que has estado aquí, pero ha sido imposible y no sabemos el porqué —me informa, volviéndose a morder el labio y convirtiéndome en una gelatina pendiente de ella—. Nos pondremos en contacto con el mando para informar y esperaremos a que nos dé instrucciones.

—¿Dónde estoy? —la interrogo, de nuevo.

—En una nave espacial. —Me mira fijo: ¿le resulto atractivo o el interés de ella ha sido el producto de mi imaginación calenturienta?

—¿Volando por el cielo? —Pretendo, como es obvio, mostrarme abierto a otras posibilidades.

—Sí, pero no es un simple artefacto volador, podría decirse que esta es nuestra casa. —Sonríe en dirección al acompañante y me entran ganas de cogerlo por el cuello y acabar con él, me cuesta un esfuerzo considerable ejercer un férreo control sobre los impulsos.

  Ansioso, me paso la mano por la cabeza.

—¡¿Qué le ha pasado a mi pelo?!

—Lo siento. —Estira el brazo y me propina una palmadita consoladora en la mano: es tan fuerte la sensación que me embarga ante el roce de nuestras pieles, que me da la impresión de que el potro me ha dado una coz—. Ha sido necesario para curar las heridas... Te dejo con Canopus, el subcomandante, y vuelvo enseguida. Cualquier pregunta o cualquier temor que tengas él te ayudará. Doy cuenta de lo que ha pasado y en un santiamén regreso contigo, como si hubiese cruzado un agujero de gusano hacia la Vía Láctea.

  Llego a la conclusión de que es mejor que permanezca en silencio para no parecer tonto, pues no comprendo qué pinta un gusano en una taza de leche, y, menos todavía, dentro de una nave espacial. Además, contemplarle el trasero mientras se aleja de mí provoca que la garganta se me seque y que no pueda hablar. ¡¿Cómo el tal Canopus permite que otros hombres la vean así?! No lo comprendo. Si fuese mía la envolvería con mil capas de ropa para que ninguno se pudiese excitar al ver la magnífica figura. Y el idiota solo sonríe, guiñándole un ojo y rozándole el hombro. ¡Lo odio!

—Muy bien, pangeano, solo quedamos tú y yo. —Gira para verme: me siento contento porque deja de deleitarse con mi futura mujer y se centra en mí.

—¿Por qué me llamas pangeano? —le pregunto, desconcertado, intentando que no se me noten los celos.

—Los que formamos parte de las galaxias del Grupo Local llamamos a tu planeta Pangea —me explica, hablando pausado.

—¿Qué es una galaxia? —Mientras, intento pararme sin trastabillar.

—Una galaxia es un conjunto de estrellas, de planetas, de asteroides, de cometas, de satélites, de materia cósmica que se agrupan en determinada porción del Universo —y, al percatarse de que no lo comprendo, me invita—: ¿Qué tal si te enseño nuestra nave Andrómeda I?

—¿Por qué todo tiene su nombre? —lo interrogo, me apetece saberlo todo acerca de ella.

—Es lo lógico, estaba destinada a ser Navegante de la Galaxia Andrómeda desde que eligieron a la donante de óvulos y al de esperma —me contesta, dejándome con más dudas—. Al ascender al puesto de Protectora, y, por tanto, convertirse en comandante en solitario, se le adjudicó esta nave espacial, bautizada con su nombre según la costumbre. ¿Por qué iba a tener uno distinto? No sería razonable.

  Y me empuja, poniéndome en movimiento. Nada más dar apenas dos zancadas, la puerta metálica se abre sola, cogiéndome con la guardia baja. Sorprendido, doy un salto hacia atrás y tropiezo con un animal o una máquina, cuya única función es morderme los pies. Intento desembarazarme de ella, pateándola una y otra vez.

—Por favor, Lúgh. —Me frena mi acompañante—. Deja de intentar romperlo o molestarás a este y al resto de robots limpiadores.

—¿Robots limpiadores? —Me asombro, todo aquí es tan extraño que tengo la impresión de que hoy lo único que hago es meter la pata y preguntar.

—Son los que mantienen aseada la nave espacial, por supuesto. —Me mira con una sonrisa divertida—. ¿O piensas que la comandante y yo somos los encargados de la limpieza?

  Es un tema sobre el que no he tenido la oportunidad de reflexionar. Ya que él habla de lógica, pues lo lógico sería que haya cientos de sirvientas para mantenerla en orden.

  Cuando empezamos a caminar a lo largo de la nave, me percato de que me he equivocado: serían necesarios miles de siervos para mantenerla impoluta, trabajando sin descanso las veinticuatro horas del día.

—¿Cuántos viven aquí, además de vosotros dos?

—Nadie, salvo que cuentes a las máquinas como personas —me aclara, dejándome más perplejo—. Muchas tienen su carácter y los límites entre lo que es vida artificial y los matices del homosapiens en sus distintos grados de mutación mezclado con la inteligencia artificial apenas son perceptibles. Las diferencias entre las tres categorías son muy sutiles. Sin embargo, para no hacerlo más difícil para tu comprensión, tú me preguntas cuántos hay de carne, de sangre y de hueso y así solo somos dos. Salvo que haya una catástrofe que requiera nuestra intervención inmediata. En esa situación transportaríamos a los que fuese necesario proteger.

—¿Y si la nave no es suficiente para todos ellos? —le replico, contento de contradecirlo.

  Él larga una carcajada, como si dijese una niñería, y luego agrega:

—Aquí hay sitio para los habitantes de varias ciudades. Pero si fuesen más los iríamos subiendo y trasportando a Neutrón, nuestro planeta, con el atomizador. No lo conoces porque contigo hemos preferido utilizar el rayo de luz, suele provocar menos mareos. Como ya te hemos explicado, nuestra intención era que volvieras inmediatamente sin intervenir demasiado.

—Entiendo. —Afirmo al mismo tiempo con la cabeza, cuando lo cierto es que no tengo idea de cómo es posible efectuar algo de esta magnitud.

—Ven, acerquémonos allí, tengo una sorpresa para ti —me pide, cogiéndome con delicadeza del brazo.

  Y me lleva hacia un cristal que hay del lado derecho, tan grande como todo mi palacio. Es una pena que deba odiar a Canopus porque es majo, y, en otras circunstancias, podría considerarlo mi amigo.

—Lúgh, te presento a Pangea, tu planeta. —Lo pronuncia con la misma entonación que utilizan nuestros mayordomos cuando me traen a una nueva candidata de las que ha hecho venir mi madre sin consultarme.

  Ver mi hogar así, de lejos, convertido en una mezcla de verde bosque, de azules cálidos y de rojos similares a los de la luna Teutates, me maravilla y vuelvo a quedarme sin palabras. Nunca he imaginado, siquiera, que alguien pudiese vernos desde lejos, de la misma manera en la que nosotros contemplábamos a las estrellas. Tan pequeño es todo que me resulta imposible discernir dónde se encuentra Taranis dentro de esta superficie mezclada y colorida. Es más: estiro el brazo y solo usando el pulgar puedo tapar completamente el planeta. ¿Necesitaría esta cura de humildad?

  Canopus, al constatar que soy incapaz de pronunciar nada, añade:

—Lo sé, Lúgh, esto es fascinante y una nueva experiencia para ti. Eres muy afortunado al conocer estas maravillas. Son contados los P1  que tienen acceso a ellas. Yo, por lo menos, no conozco a ninguno.

—¿P uno? —le pregunto, sorprendido.

—Humanos como tú —me aclara sin entrar en detalles, pero después parece que se lo piensa y agrega—: Estáis a millones de años de acceder a nuestra tecnología.

  Las palabras me molestan muchísimo y me doy cuenta de que, por un momento, he bajado la guardia con él. Repito dentro de mí que es mi rival y que es necesario, por este motivo, que analice cuáles son sus debilidades para utilizarlas en mi favor.

—Bueno, Lúgh, debemos dirigirnos hacia la sala de mando, Andrómeda requiere nuestra presencia allí. —Sonríe y se encamina en la dirección contraria.

  No comprendo cómo puede saberlo ni me importa porque, ante la mención del nombre, me estremezco por mera anticipación al imaginarla con la piel roja que expone la hermosa figura a la vista. Lo malo es que quien me disputa las atenciones, su compañero, también la verá así, algo que me resulta odioso.

  Permanezco en silencio mientras recorremos la distancia que nos separa de ella. Me impaciento: es tan grande como si caminase desde nuestra capital, Taranis, hasta la aldea de Rómulo. Lo hacemos entre robots limpiadores y máquinas metálicas cuya función desconozco y a  las   que   Canopus  saluda  al    pasar, diciendo   ≪¡Buenos días estelares!≫ seguido de un número.

  A pesar de que en esta ocasión el cerebro se encuentra preparado para ver el físico apenas cubierto y oler el extraordinario aroma de Andrómeda, su presencia igual me atonta. ≪Es solo una mujer≫, me repito una y otra vez. Intento disimularlo y que no se me note, pero no sé si lo consigo.

—¡Ah, estás aquí, Lúgh! —Se me acerca, me da un abrazo y a continuación me propina una palmadita en la espalda: noto la erección que me provoca, espero que ella no se entere de cómo ardo ante su presencia—. ¡Bienvenido, eres un tripulante más de nuestra nave!

  Tan excitado estoy después de sentir el cuerpo femenino contra el mío, que el significado de lo que me acaba de manifestar pasa desapercibido. 

  Recién lo registro, minutos después, cuando Canopus me explica:

—Me temo, amigo mío, que nuestro mando ha decidido que continúes con nosotros, al menos hasta nuestra próxima misión. La situación, según ellos, es de una relevancia tal que amerita que se reúna el Concejo de Superdotados de las Galaxias del Grupo Local  para llegar a una resolución.

—Exacto —prosigue hablando Andrómeda, colocándome ahora el brazo alrededor de la cintura—. Pero primero ponte cómodo así te lo explico.

  Me guía hasta un asiento. Nada más apoyar el trasero este me envuelve como si fuese una víbora salvaje lista para sofocarme. 

  Intento zafarme, pateándolo y dándole puñetazos, hasta que ella me aclara:

—¡Tranquilo, Lúgh, solo es un sillón! Como es la primera vez que lo utilizas está comprobando cuál es la posición y el tamaño más adecuado para tu comodidad. En un segundo ya no te molestará.

  Y es cierto porque, no bien me quedo quieto, compruebo que es tan confortable que podría pasar el resto de mi vida sentado en él, mirándola. Después de todo, la decisión de los mandos no está tan mal: al menos por un período no la perderé de vista y mi madre estará lejos, sin hacerme sentir culpable porque no he escogido a una de las nueras que a ella le gusta.

—Sé, Lúgh, que para ti esta resolución es catastrófica. —Se sienta al lado de mí y me coge la mano: a punto me hallo de entrar en ebullición, igual que la sopa cuando hierve en el fuego de las cocinas de palacio—. Te pido disculpas por esta decisión que debe de parecerte arbitraria. Perder de vista a las personas que aprecias, tu planeta... Aunque te diga que peor era morir en manos de los enemigos, seguro que para ti resulta más cruel alejarte de los tuyos. Sois mucho más emocionales que nosotros en este sentido y hay que respetarlo.

  Y hace una pausa, frotándose el cuello como si le doliese.

—Demasiado estrés, nebulosa mía. —Canopus camina hasta ella y le masajea la zona.

  Casi doy un salto para impedírselo. Podría cortarle los brazos con la espada, como estuvieron a punto de hacerlo poco antes conmigo. De improviso, recuerdo que Andrómeda es su mujer y que no tengo derecho a hacer lo que me pide el instinto: partirlo al medio. Me da igual que sea tan alto y fornido como yo, pero ella no me dirigiría jamás la palabra después de eso.

—Mmm, cielito mío, gracias, me has dejado como nueva. —Andrómeda se derrite bajo las manos de él y le da un abrazo—. Canopus y yo haremos todo lo posible, Lúgh, para que estés cómodo aquí. Puedes recorrer nuestra nave a tu antojo. Si en algún momento te pierdes, pregunta en voz alta y enseguida te dirán tu posición y te mostrarán cómo ir donde deseas, al igual que vendrá un robot para guiarte si lo prefieres. Por supuesto, también habrá zonas o máquinas que jamás debes tocar, pero ellas mismas te lo dirán. Un consejo: si te piden que no te les acerques, no lo hagas. De lo contrario recibirás una descarga que significará para ti más que un simple dolor: el cuerpo dejará de responderte y caerás fulminado sobre el suelo, dejándote mucho más confundido que el rayo transportador.



—¿Qué te parece, Lúgh, si aprovechamos para enseñarte algo? —me pregunta Canopus, mientras yo pienso cuánto me gustaría enseñarle a él la espada, pues aún sigue acariciando a mi futura novia—. ¿No sería maravilloso abrir tu mente a conocimientos sin límites? Sabrás más que cualquier ser de tu mundo. ¿Estarías dispuesto?

—Por supuesto. —Le sigo la corriente, ya que diré lo que sea imprescindible para que Andrómeda piense que soy interesante.

—¡Perfecto! —aprueba ella, encantada—. Como te descuides haremos de ti un neutrino más. Dentro de lo que cabe, claro. Canopus y yo nos iremos turnando para darte las lecciones. Si alguna situación urgente requiere nuestra presencia lo dejaremos en manos de los robots estelares del concejo. ¿Queda algo más por decirle, cielito, que se me haya olvidado?

—Sí, estrellita mía, cuáles son sus habitaciones. —La ayuda él, sonriéndole.

—¡Es verdad! —exclama la comandante, palmeándole el hombro con cariño—. ¡Vamos para allá, Lúgh!

  Caminamos dos o tres minutos en lo que para mí es un laberinto metálico. Creo que tendré que hacer muchas preguntas hasta cogerle el tranquillo. Al llegar, Andrómeda me señala una puerta.

—Aquí te alojarás tú, Lúgh —y, entrando, agrega—: Tienes todas las comodidades. Además, la hemos adaptado a las costumbres pangeanas por lo que si deseas comer algo, alguna bebida o lo que sea, solo pídelo en voz alta que un robot te lo traerá enseguida. Si demora más de dos minutos házmelo saber, significa que algo funciona mal.

  Luego hace una pausa y me señala la puerta que une mis aposentos con otros.

—Por ahí se accede a mi habitación. —Me mira fijo, pero no parece insinuar que golpee para acostarme con ella—. Cualquier cosa que necesites siéntete en libertad de llamarme.

  Por supuesto, lo que yo le diría sería al estilo de:

Necesito sentir tu piel pegada a la mía, pasar toda la noche haciéndote el amor. ¿Puedo llamarte, entonces, hermosa Andrómeda, y darte placer una y otra vez?

  Pero, obviamente, dudo que ella esté dispuesta, pues Canopus parece cumplir con estas funciones. Así que, una vez más como tantas, elijo el silencio.

—¿Te gusta tu alojamiento, amigo pangeano? —me pregunta, cogiéndome del brazo y mirándome a los ojos.

—Es genial —le respondo, moviendo las manos—, aunque no sé para qué sirve todo lo que hay aquí.

—Tú pregunta en voz alta y te explicarán la función de cada cosa. —Ella lanza una carcajada—. Es más, no te voy a decir nada así cada descubrimiento es para ti una experiencia divertida.

  Pero horas más tarde, cuando estoy orinando parado frente a un wáter metálico (colmado de hierros que salen y que entran) dudo si dejarme en la ignorancia ha sido lo correcto,  pues se asemeja a una boca con dientes. ¿Pretenderá cercenarme el miembro? Descubro, presa del pánico, que debería habérselo preguntado todo. 



  Porque primero me he perdido mil veces antes de llegar a este baño asesino. Y ahora casi me caigo de espaldas al entrar Andrómeda en él, envuelta en una tela rara.

—¡Ah, Lúgh, te has extraviado! —exclama, riendo, como si fuese lo más natural del mundo verme en esta situación, con los pantalones rozando el suelo y los genitales entre las manos—. Tú no te preocupes y sigue a lo tuyo, amigo.

  Y, para mi horror y mi placer, deja que la bata o lo que sea caiga al suelo. La tengo ante mí, gloriosamente desnuda, perfecta en su hermosura y a mi alcance, sin poder hacer nada de nada.

  Pensaba para nuestra primera vez rociarla con pétalos de rosas blancas y rojas. Mientras, los juglares, desde debajo de la ventana de mi habitación del palacio, cantarían loas a su belleza. Por desgracia, nunca he imaginado que cuando, ¡al fin!, tuviera expuesta ante mí a la mujer de mi vida sería así, haciendo pis. ¡Cómo haré para conservar el romanticismo en una nave espacial! 


https://youtu.be/xW4EZ99Ckiw



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