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2. El rescate del P1.

—¿Preparado, amigo, para entrar en la atmósfera de Pangea? —le pregunta Andrómeda a Canopus, su ordenador.

—¿Y tú estás preparada, también, para ver al salvaje corriendo hasta la cima de la montaña como todos los años? —le responde él, a su vez, con otro interrogante que provoca que ambos estallen en carcajadas—. Aunque, pensándolo bien, lo mejor será que me siente a tu lado y que goce del espectáculo.


  El androide que se encuentra parado junto a la chica cobra vida y camina con rapidez los pocos pasos que lo separan del sillón de subcomandante, para a continuación acomodarse en él. Si una persona desconociese los últimos avances tecnológicos sería imposible que lo diferenciara de un ser humano real. Todas las características externas y las funciones son réplicas exactas de las de un individuo del sexo masculino de veintisiete años. Y resulta muy atractivo, además, con el cabello rubio oscuro, los ojos azules y la piel bronceada, tal como lo pidió Andrómeda para divertirse en las noches solitarias. 

—Entrando en Pangea en uno, dos, tres. —Canopus observa cómo la muchacha disfruta al guiar los mandos, una tarea innecesaria, pero a la que ella nunca renuncia cuando se aproxima a un planeta—. Ya estamos. Paso a controlar el sistema central, estrellita mía.


—Todo tuyo —acepta la joven al momento—. Ahora a esperar, dentro de poco empieza el entretenimiento.

—Comprobaré si está corriendo entre la maleza. —Abre en el aire las distintas pantallas—. Sí, aquí está, en cinco minutos llega. Acerco la imagen.

  Ambos contemplan la concentración intensa en el rostro del hombre mientras las piernas avanzan a gran velocidad, como si conociese de memoria cada piedra, cada palma, cada minúscula hoja. Por el esfuerzo, los músculos le desbordan el ajustado pantalón.

—¡Es increíble! —Se asombra ella, dando un golpecito en el reposabrazos—. En los cinco años que llevo viniendo aquí, primero como Navegante y luego como Protectora, jamás ha fallado.



—Hace exactamente dieciocho años, tres meses y cinco días terrícolas desde su primera vez. —Canopus mueve afirmativamente la cabeza—. Consta el registro en el Archivo Interestelar Tierra 2  como hecho curioso.

—¿Sabrá por qué nos hallamos aquí o sospecha quiénes somos? —inquiere ella, preocupada.

—No, esta es una hipótesis totalmente descartable. —El androide reafirma las palabras con el movimiento de la mano—. Sin duda cree que es una lluvia de estrellas. ¡Démosle el espectáculo habitual y santo remedio!

—Tienes razón. —Andrómeda se acomoda la melena recogida y el mechón que le ha caído sobre los ojos vuelve al sitio—. Los datos y la composición de los distintos estratos de Pangea son normales, confirman las ecuaciones obtenidas a distancia.

—Y, lo principal —aporta él, sonriendo—, siguen siendo una cultura primitiva. No se reciben lecturas de ninguna fuente de energía que pueda resultar peligrosa para ellos.

—¡Afortunadamente! —La chica suelta un suspiro de alivio—. Creo que si integrase el Concejo de Superdotados de las Galaxias del Grupo Local, la próxima ocasión en la que estos humanos primitivos desintegren su mundo los dejaría ahí para que afronten las consecuencias.

—No podemos, mi querida nebulosa. —Canopus lanza una carcajada—. Espero que cuando seas mayor y formes parte del concejo hayas cambiado de opinión. Son primitivos y genéticamente un modelo básico, pero se trata de tus tataratataratataratatara...

—¡Tatarabuelos, amigo, déjalo ahí! —exclama ella, carcajeándose—. Si pretendes ser preciso te atascarás en el tátara  durante media hora.

—Treinta y siete minutos y veinte segundos para ser exactos, estrellita mía. —Se estira hacia la joven y le coloca detrás de la oreja el pelo rebelde que se le ha vuelto a escapar de la coleta—. Pero no seré preciso con lo irrelevante, no deseo molestarte.

—Algo que te agradezco de todo corazón, guapo. —Andrómeda le efectúa un guiño.

—¡Mira! —y señalando hacia la cima del monte, Canopus comenta—: Nuestro amigo acaba de llegar.

—Bueno, añadamos alguna frase para la posteridad —bromea ella, y, con tono profesional aunque con un dejo festivo en la voz, graba—: Archivo Interestelar Tierra 2, registrar entrada: el espécimen humano de la clase P1, número 28043567156834297, disfruta de óptimas condiciones físicas. Es un indicador más de que el estado del planeta es el adecuado y a nivel C10. Se sitúa en el monte K358.889 para observación. A continuación, reconoceremos la superficie y continuaremos ruta hacia el siguiente mundo de la Galaxia Andrómeda de acuerdo a las órdenes dispuestas.

—El gigantón nos habla, ¡qué simpático! —Canopus dirige la nave de arriba abajo y de izquierda a derecha para entretenerlo—. Mmm... Hay problemas.

—¿Problemas? —Y la muchacha observa con detención la pantalla; acerca tanto la imagen que hasta distingue el tono gris de los ojos del primitivo—. Creo que goza de buena salud. ¿El escáner te ha dado una lectura negativa de su físico?

—No es eso, lunita mía —le aclara y después le muestra con el dedo índice—. Mira ahí, se aproximan seis salvajes del K358.890. Son letales.

—Tienes razón, ¡vaya inconveniente! —se lamenta la chica con gran pesar—. Luchar contra uno y vivir es complicado. Seis contra él augura el peor de los desenlaces... Pero tenemos órdenes de no intervenir cuando los especímenes están en su hábitat natural.

—Por supuesto, nubecita —coincide él, alzando los hombros—. Es una pena que el archivo de hoy sea el último.

  No obstante ello, cuando el hombre saca la espada y combate contra los adversarios valientemente, el androide agrega:

—Siento como si unos depredadores estuviesen a punto de matar a mi mascota.

—Te entiendo porque me sucede lo mismo —concuerda ella, palmeándole la mano—. Soy una protectora de planetas, no de individuos, debo dejar que la batalla siga su curso natural.

  Ve, casi como si estuviese al lado, cómo las hebras del moño del guerrero se van soltando y el cabello, negro intenso, le cae sobre los hombros. Parece flotar mientras él salta de un lado a otro, poniéndoles numerosas dificultades a los enemigos.

—¡Quizá se salve! —Y Andrómeda, esperanzada, suspira.

—Tal vez, nebulosa mía. —La tranquiliza Canopus y le coge la mano.

  Pero cuando los rivales se le sientan sobre la cabeza y los brazos, ambos entienden que todo está perdido. Ven cómo, sádicos, le hacen un profundo corte en el rostro, cerca del cuello. La sangre mana a borbotones.

—¿Recuerdas que nuestras órdenes son genéricas y no específicas, galaxita? —le pregunta el androide, suplicante, lanzándole una breve mirada.

—Por supuesto y siempre un comandante puede hacer uso del principio de libertad ante cada situación concreta. —Se golpea la frente, concentrada—. Estoy segura de que más tarde me arrepentiré de nuestro incomprensible arrebato emocional, cielito, pero ahora sitúa su posición con el rayo y condúcelo directo a la máquina médica de alta tecnología antes de que lo maten y de que se nos dé por revivirlo. Pasado el peligro le borramos la memoria cercana y lo volvemos a dejar sobre la montaña.

—¡Hecho, estrellita, gracias por cuidar de nuestra mascota!

  Lo último que contempla Andrómeda en la pantalla, al ponerse de pie y dirigirse a la zona médica de la nave, es cómo el primitivo se eleva gracias al rayo transportador. Mientras, los enemigos lo miran estupefactos, antes de que el láser les borre los recuerdos.

—¿Vienes conmigo? —le pregunta la chica.

—¡No me perdería un encuentro con nuestro animalillo por nada del mundo! —Canopus se para  de un salto e imita sus zancadas.

  A medida que pasan de una estancia a la otra, hasta que llegan donde se encuentra el equipo, las puertas inteligentes se abren y se cierran dejándoles paso. Dentro de la cápsula que hay en el centro, el hombre duerme. Al mismo tiempo las agujas le cosen la carne, una máscara le proporciona oxígeno y el escáner trabaja sin descanso, controlando al milímetro las funciones vitales.



—¿Daños? —pregunta Andrómeda, muy cerca de él, pegándose tanto al MMAT  que roza el cristal.

—Golpe en la cabeza, cortaduras superficiales varias y un brazo totalmente seccionado —le contesta Canopus enseguida—. Algo muy sencillo de resolver, estrellita mía.

—¡Perfecto! —sonríe ella, alegre, y, luego, lo interroga—: ¿No te parece extraño tenerlo aquí después de tantos años viéndolo de lejos?

—Muy extraño —coincide el androide, aproximándose también—. Nadie diría, al verlo exteriormente, que no es como tú y los tuyos, un neutrino más.

—Es cierto, aunque primero habría que podarle la melena —y luego ordena en dirección a la máquina—: Por favor, MMAT, recórtale la cabellera de acuerdo a las costumbres del planeta Neutrón.

—¡Un momento! —La detiene Canopus—. No podemos hacerlo. Recuerda que no nos vamos a quedar con nuestra mascota. La reparamos y más tarde la colocamos sobre la cumbre.

—Sí, tienes toda la razón, mi cielo, pero no puedes negar que este primitivo necesita un buen corte de pelo —insiste Andrómeda, largando una carcajada.

—Por supuesto que no te lo niego, nebulosa mía —concuerda el androide, propinando un golpecito sobre el vidrio—. Pero no puede despertarse en la cima sintiendo que le falta el matorral en la cabeza.

—Tal vez pensaría que se lo arrebataron sus enemigos. —La muchacha, optimista, abre desmesuradamente los ojos.

—Sabes que cortan brazos, no cabelleras. —Canopus desearía complacerla porque luce encantadora, igual que una neutrina con ordenadores nuevos—. Hoy hemos intervenido demasiado, estrellita, dejémoslo con sus costumbres antiguas.

—Tienes razón, cielito —acepta la comandante, concentrada y mordiéndose el labio—. Es una pena, con un buen corte de cabello no se vería tan guapo como tú, pero casi.

—Gracias, galaxita mía. —Canopus esboza una sonrisa y le da un beso en la mejilla.

  Andrómeda como recompensa le acaricia la cara.

—¿Dó..n...de e..s..toy?

  La voz del primitivo los sorprende.

—¿Es necesario que le hablemos? —La chica duda—. No sé para qué perder el tiempo si vamos a desmemoriarlo.

—Para tranquilizarlo, estrellita. —El androide no despega la vista del hombre ni un segundo—. Los humanos de la clase P1  son muy susceptibles y propensos a los vaivenes emocionales. Se estresan fácilmente en cautividad y ya sabes, la nave para él es una jaula de la que no puede escapar. ¿Te animas a calmar sus temores o prefieres que lo haga yo?

—Lo haré, así practico los gruñidos que tienen por lengua. —La joven no puede evitar sentirse eufórica.

—Estate alerta, quito la cubierta —le advierte y toma precauciones—. Quizá se le dé por enfrentarse a nosotros.

  La cúpula que envuelve al hombre desaparece. Tendido sobre la cápsula y a pesar del mareo que debe de sentir, ellos notan que se sorprende.

—Hola, ser primitivo, muy buenos días estelares. —Andrómeda estira el brazo y coloca la palma en vertical hacia él, el saludo habitual intergaláctico.

  Se supone que el salvaje tiene que hacer lo mismo hasta que se rocen, pero al recordar que no está socializado, agrega:

—¿Deseas que te ayude a sentar, pangeano?

  Él, sin esperar a que la muchacha lo auxilie, lo efectúa por sí mismo. Notan que se marea más, puesto que el cuerpo se le mueve para todos lados y se halla a punto de caer. El androide lo sujeta y evita que se dé de bruces contra el suelo metálico.

—¿Dónde me encuentro? —inquiere, mirándola directamente a los ojos dorados con desconfianza.

—Soy Andrómeda, Protectora Interestelar Número Uno de la Galaxia Andrómeda—. Está a punto de extender de nuevo el brazo, pero se controla—. Mi acompañante es el Subcomandante Canopus. ¿Cómo te llamas?

—Lúgh de Taranis. —Se esfuerza él y las palabras salen débiles, como si le costase modularlas.

—¡Pues bienvenido a nuestra nave interestelar, Lúgh! —exclama la muchacha, fingiendo más alegría de la que realmente siente; los acontecimientos le parecen surrealistas, en los archivos no hay constancia de una situación semejante a esta—. Hemos visto que tus enemigos de la zona K358.890  iban a matarte y hemos decidido intervenir, aunque reconozco que no es lo habitual. Llevas años viniendo a vernos y nos daba lástima permitir que murieras. ¿Cómo te encuentras ahora?

—Galaxita mía, a juzgar por la cara creo que lo has mareado más, no te ha entendido ni pío, déjamelo a mí —pronuncia Canopus en neutrino, y, luego, en dirección al guerrero, en su idioma repite con vocablos más simples—: Te hemos rescatado y en unos minutos, cuando tus enemigos se vayan, te dejaremos en el mismo sitio. ¿O prefieres que te posemos sobre otro lugar? Tú solo dilo. ¿Te gustaría aterrizar en el bosque, por ejemplo?

—¿Los cortadores de brazos? —pregunta él, alelado—. ¿Me han matado y estoy en el cielo con los dioses?

—No sé cómo responder a esto —le comunica el androide a la chica, una vez más en neutrino—. Técnicamente somos sus dioses, aparecemos en los muros de las cavernas y de las construcciones antiguas. Aunque, en los hechos, no lo somos, solo más avanzados.

—Las leyendas antiguas relativas a los dioses del cielo no cuentan, asteroidito mío. —Ella, divertida, le propina un golpe cariñoso en el hombro—. Volveré a intentar comunicarme con él.

  Se acerca al primitivo, prácticamente rozando el rostro con el de él, y, como si fuese un niño pequeño, le explica:

—No estás muerto, Lúgh. Simplemente te encuentras en las estrellas que ves todos los años por esta época. Somos tus amigos. Te hemos protegido para que no mueras y en unos minutos te bajaremos con la finalidad de que tengas una vida larga, dentro de los límites pangeanos, y muy productiva.

—¿En las estrellas? —brama él, alelado, intentando ponerse de pie—. ¿Cómo que estoy en las estrellas, mujer? Quiero saber que...

  Pero no continúa porque Andrómeda, en dirección a la máquina, ordena:

MMAT, dormidlo.

  Los acontecimientos se suceden tan rápido que Lúgh no tiene tiempo para añadir más protestas: se duerme en el acto igual que un bebé.

—Borrado parcial, últimos treinta minutos —vuelve a solicitarle a la máquina médica de alta tecnología—. ¡Qué encuentro cercano tan agotador!

—Una hora, mejor, amiga máquina —la contradice Canopus—. Para que olvide la pelea. También les he quitado la última hora a sus enemigos.

  El MMAT  vuelve a ponerle oxígeno y le administra una inyección en el brazo izquierdo, que rebosa de músculos.

—¡Hecho! —Andrómeda sonríe y le coloca la mano sobre la cintura al androide—. Ahora devolvámoslo a Pangea sin más dilación.

  Pero, antes de que dé la orden, Lúgh se despierta y le pregunta:

—¿En las estrellas? ¡Es imposible! ¿Cómo que estoy en las estrellas, mujer? Quiero saberlo todo.



  Al apreciar que la memoria del humano clase P1  continúa intacta, Canopus, preocupado, se toca la frente y le advierte a la comandante en neutrino:

—Galaxita mía, tenemos otro problema.

—Sí, estoy de acuerdo contigo, cielito —y, dirigiéndose a la máquina médica, ella le ordena—: Cortadle el pelo ya mismo a la moda de Neutrón.


https://youtu.be/MEP-CNGHXVY




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