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15. LÚGH. Polizón en Marte.

Desde que Andrómeda me suelta el comentario acerca de ese fulano Beta Draconis, me oprime la sensación de que caigo por uno de los agujeros negros del Universo de los que tanto me habla Canopus. Porque, ¿cómo puedo competir con un hombre así? La conoce desde que eran bebés, domina sus costumbres inexplicables, y, encima, ama la puñetera tecnología. Solo con rumiar acerca de esto, sin entrar al tema de si hicieron o no el amor, provoca que mi lado primitivo reaccione y que desee aferrarme a mi espada y al pasado para hacer desaparecer a ese neutrino imbécil. Respuestas cavernícolas que, por desgracia, me alejan de la mujer que amo.

  Pero enseguida descubro que lo peor no es esto: por distraerme he puesto en peligro el objetivo, justo cuando la federación me somete a la primera prueba. Andrómeda ha ejecutado la misión de manera impecable y aquí estoy yo, distrayéndola al romper el traje espacial por un burdo descuido y provocando que los habitantes reparen en nosotros. Mientras tanto, ella ve cómo, ante la miseria más profunda en la que me encuentro, busco refugio en la única vía posible de un guerrero desarmado y con el corazón roto: emprenderla a puñetazo limpio.

—A ver cómo arreglamos esto desde la nave —refunfuña mi mujer—. ¡Deja la pelea y salgamos ya!

  ¡Si fuese tan fácil! Ella no los ve porque me da la espalda, pero ahora se suman tres marcianos más a los que me estoy enfrentando, solo y sin mi arma. He intentado colarla, pero ha sido imposible, el traje tan fino y el atomizador me han delatado, ocasionando que Andrómeda frunciera el ceño, decepcionada.

  Me consuela escuchar, minutos después, la voz de Canopus en la cuenta regresiva del atomizador. Solo para decepcionarme al ser testigo de cómo mi novia desaparece delante de mis ojos y me convierto en polizón de estas tierras inhóspitas, que he odiado desde que he puesto la mirada en ellas. No me cabe la menor duda: mi rival se ha deshecho de mí, la simpatía era una mera fachada.

  ¿Por qué habré sido tan impulsivo? Aplastado sobre el suelo de metal, reparo en que la situación hubiera sido muy sencilla si me hubiese limitado a utilizar el aturdidor que me proporcionaron y que me enseñaron a usar. ¡Ni siquiera me tendría que preocupar por el recuerdo de mi presencia en el planeta, ya que lo borraría! Porque, además, insistieron en que escuchara un aparato que me enseñaba el idioma marciano mientras dormía y no se equivocaron, entiendo todo. Si solo hubiera seguido las indicaciones... El problema es que no sé obedecer, soy un mandón nato.

—No lo soltéis —pide uno de los últimos que se ha sumado a la fiesta—. No sabemos qué es. Creo que se trata de una forma de vida extraña.

—Sí, el depredador invisible de Marte —agrega otro, temblando—. Se cuela desde el exterior por los pasillos, nadie sabe cómo, y se alimenta de lo que encuentra. Es como una sombra, invisible, pero corpóreo a la vez.

—Tiene que ser eso. —El primero me aplasta más contra el suelo—. No hay duda de que lo hemos atrapado. Por desgracia el otro se nos ha escapado. ¡Y yo que pensaba que todo era una leyenda de abuelas asustadas!

  La conversación me recrea unas imágenes nada apetecibles. Mi estatus de polizón cae en picado y me convierto en una fiera al acecho, de la que van a librarse. Supongo que después de diseccionarme y comprobar de qué estoy hecho. Aunque no sé qué es peor: si enfrentarme a este destino o a los reproches de Andrómeda.

  ¿Para qué pensar en ella? Es obvio que como castigo me van a dejar tirado en Marte para que me las apañe a mis aires. ¿Cómo lo sé? Fácil, sigo aquí y ellos se han ido. No tengo la menor duda, mi primera misión es mi primer desastre. ¡Soy tan patético! ¡Vaya guerrero celoso y enamorado!

—¿Y qué hacemos con este bichejo? —pregunta uno de mis captores.

—Llevarlo a la cárcel, por supuesto —le indica el compañero.

—Pero para ir hasta la cárcel debemos salir al exterior de nuevo —gruñe, como si no le apeteciera de ninguna manera.

—Tenemos puesta la indumentaria correspondiente —insiste su interlocutor.

—¿Y si se nos escapa? —lo interroga, indeciso—. ¿Cómo volveríamos a atraparlo si no lo vemos?

—No se puede quedar cerca del núcleo. Esto es lo más importante para nosotros, del núcleo dependen nuestros planes de futuro —y les ordena—: ¡Vamos afuera ya mismo!

  Así, sujeto por todos los costados, empiezan a tirar de mí y a levantarme. Al principio planto los pies para dificultarles la tarea. Pero seis contra uno y en estas condiciones resulta una lucha infructuosa.

  Me arrastran sobre la escalerilla y me golpean las piernas contra los escalones. No quiero que sepan que soy humano, voy casi en cuatro patas. Además, el dolor me despeja y dejo de resistirme: en el exterior intentaré huir y esconderme en algún sitio. O moriré en un rincón perdido, es una alternativa mejor que quedarme en este lugar odioso.



  Sin embargo, a pesar de que me tiran sobre el infierno rojo los seis hombres permanecen amarrados a mí, como si los brazos fuesen cadenas.

—¡Agarrad bien a esta fiera! —les advierte el jefe—. No podemos permitirnos el lujo de que este bichejo se nos escape.

  ¡Como si en este lugar apartado de los dioses hubiera alguna forma de fuga que no fuese la muerte! Era imposible respirar sin depender de un traje. Me condenaría a vagar por algún cráter o a caer por uno de los barrancos o a congelarme por el frío inclemente.

  De este modo, totalmente descorazonado, doy mis primeros pasos. Ya que le he fallado a Andrómeda, al menos intentaré camuflarme en este estado bestial que me han conferido, para no poner en riesgo la labor de la federación. Más importante que mi vida es que hemos conseguido frenar el funcionamiento del núcleo. Y, me atrevo a pronosticar, todas las fuentes de alimentación. ¿Cómo podría ser de otro modo? Canopus es el hombre perfecto. Jamás falla, a diferencia de mí. Seguramente hasta es amigo del tal Beta Draconis y no le hace a Andrómeda escenas de celos.

—¡Adiós, mi amor! —susurro, aunque, con los daños que ha sufrido mi piel espacial, dudo que puedan escucharme—. Lamento haberos fallado. Dile a la Capitana Halley que lo siento mucho.

—¡Qué grande es este bicho! —exclama el mandamás de mis captores cortándome el rollo emotivo—. Por suerte ahora se ha quedado más tranquilo. No tiene otra opción, somos muchos contra él.

  Y me arrastran por el nacimiento de una duna. Las partículas de arena vuelan para todos lados, llevadas por el viento. Ignoro cómo conseguimos avanzar, pues los pies se me hunden igual que si estuviese en un pantano. Supongo que los zapatos de los marcianos están adaptados al terreno, pues no les sucede lo mismo que a mí.

  Respiran hondo y se quejan una y otra vez acerca de mi tamaño, mientras me empujan hasta la cima. Nos lleva horas recorrer unos pocos metros. Luchamos contra una brisa que, por momentos, se transforma en un huracán.

  Al llegar arriba del todo el jefe se lamenta:

—Estoy agotado.

—Al menos ahora solo nos resta bajar. —El colega señala una puerta negra decorada con una calavera trenzada—. La cárcel está ahí.

  Pero, antes de que podamos retomar el recorrido, me inunda un mareo y caigo desvanecido. No sé cuánto transcurre. Lo único importante es que, cuando abro los ojos, me hallo sobre mi sillón de la sala de mandos de la nave espacial, al lado de mi mujer.

—¿Has vuel...to? —tartamudeo, anonadado—. Pensaba que me to...caba colonizar Mar...te.

—¡Jamás un miembro de la federación deja a otro en la estacada! —grita Andrómeda, abrazándome con desesperación—. ¡Nunca abandonamos a un compañero de misión! ¡No te imaginas cuán preocupada he estado por ti, mi amor! Tu equipo emitía, pero no recibía, se ha debido de estropear durante la pelea.

  Me encuentro tan emocionado que soy incapaz de pronunciar la más mínima frase. Como sé que ante estas situaciones mi cuerpo habla mejor que las cuerdas vocales, me aparto un poco de ella y me quito lo que queda del traje. Luego me paro semidesnudo frente a Andrómeda, comiéndola con la vista, ya que está enfundada en su vestimenta roja habitual. ¡Estaba tan seguro de que jamás volvería a ceñirla entre los brazos!

  La atraigo hacia mí y comienzo a besarla como si no hubiese un mañana. Ávido, le recorro el cuello, el hueco de las orejas. Me lleno con su dulzura, con el amor del que mi novia no es consciente. Si antes creía que me amaba, ahora estoy seguro. Es la mejor manera para que entienda la dicha que me embarga al volver a su lado.

  Le bajo la piel espacial con lentitud, deteniendo la vista en los senos, que parecen esculpidos para mí. ¡Qué más da si ha tenido decenas o millones de compañeros ocasionales! Ahora sé que me quiere y que nada nos va a separar. ¡Me ha rescatado cuando lo único que he hecho es arruinarlo todo!

—Te amo, Lúgh. —Los ojos dorados le brillan—. Desconozco cómo expresarlo correctamente, pero has tenido razón todo este tiempo. Lo nuestro es único, especial. ¡Me da igual que seamos tan diferentes!

—No somos tan diferentes, Andrómeda, somos complementarios. —Termino de desnudarla, frenético.— Somos dos personas que desean lo mismo, seguir juntas.

  Y me bajo el slip, anhelante. Me siento sobre el sillón y me la coloco encima. Entro en ella con fuerza hasta el fondo, sin pensar en algo distinto que en las dulces curvas de mi novia, en nuestra necesidad. Me recibe ansiosa, comiéndome la boca con ganas. Se recrea con la lengua en mi cara y me besa los ojos, mientras danza sobre mí. ¡Cómo adoro sus caderas!

—¡Ay, te quiero, Lúgh! —gime en medio de un paroxismo erótico.

  Y yo solo soy capaz de girarla y poseerla con más fuerza sobre el sillón de la sala. Una y otra vez, hasta descargar de esta manera toda la angustia de mi paso por Marte. Dejo de sentirme agotado, perdido y abandonado entre los muslos de Andrómeda. Una hora más tarde, todavía seguimos abrazados. 

—Sabes que yo te amo, princesa, y acabas de darte cuenta de que también me correspondes...

—Lo sé, Lúgh —asiente, los ojos le brillan.

  Me pongo de pie y luego me agacho al lado de ella, aún se encuentra sobre el sillón. Le cojo las manos.

—¿Me haces el honor de casarte conmigo, Andrómeda? —le pregunto, besándole las palmas—. Deseo que construyamos una vida juntos.

—¡Por todo el polvo estelar que hay en el Universo! —exclama mi mujer, parándose y tirando de mí—. De verdad, Lúgh, deseo que no nos separemos. ¿Pero cómo algo así sería posible entre tú y yo? Olvidas que los miembros de la federación no creen en el matrimonio.

—Muy sencillo, amor mío —le respondo, mirándola a los ojos—. Sabes que soy príncipe de Taranis. Mi padre desea abdicar para que yo ejerza como rey. ¿Te acuerdas de las horas maravillosas que pasamos en Ferrum? Pues mi hogar es mucho más hermoso. Podríamos disfrutar de los palacios y de la Naturaleza de Pangea. No tendrías que estar confinada en este espacio metálico por años.

—Por más que te ame, Lúgh, jamás abandonaría a la federación —niega mi novia con voz apenada—. Me he preparado durante toda la vida para servirla y no renunciaré a mi puesto de Protectora ni a mi lugar en el concejo cuando sea un poco mayor.

—¿No te tienta la idea, siquiera? —insisto, analizándola—. ¿Conocer lo que es la familia, los hijos, estar siempre juntos?

—No sabría por dónde empezar —se lamenta ella, besándome—. Además, los neutrinos aprendemos qué es el deber desde antes de nacer, está en nuestro ADN. Jamás seríamos felices dándole la espalda a nuestra identidad, a lo que somos.

  Y vuelvo a pensar en cuánto la admiraría mi progenitor, porque este tipo de responsabilidad era lo que siempre intentaba inculcarme. Ahora, con el ejemplo, comprendo que él tenía razón, yo era indolente. Un tiro al aire, solo pendiente de mis satisfacciones sensuales y del entrenamiento para la guerra.

—Hay otra alternativa —le propongo, decidido.

—¿Otra alternativa? —me pregunta, dándome un beso cariñoso sobre la nariz.

—Si tú no te vienes a Taranis conmigo, yo me quedo contigo en la nave —y luego, exigente, agrego—: Eso sí, como mi esposa, nada de compañeros ocasionales. Sé que quiero pasar toda mi vida a tu lado y envejecer juntos.

—Lo veo difícil. —Lanza una carcajada—. Los miembros de la federación no envejecemos gracias a nuestra alimentación, olvidé mencionártelo. Y ahora tú tampoco.

—Pues mejor —le replico, riéndome, ¡al diablo con la imagen bucólica de pasear en los parques de la mano, luciendo nuestras canas y las pieles agrietadas!

—Si dependiera de mí, Lúgh, te diría que sí. —La levanto entre los brazos y giro con ella una y otra vez, hasta marearnos.

  Al final la poso sobre el suelo y pronuncio:

—Pero...

—Pero la decisión no es mía, el concejo debe autorizarte a permanecer en la Andrómeda I como un miembro más de la tripulación... Y con respecto a lo del matrimonio, no sé... Es algo inédito...

—Comuniquémonos ahora mismo con ellos y se lo explicamos —insisto, lanzado, el amor de Andrómeda me proporciona la energía que necesito para funcionar.

—Mejor esperamos. —Me observa, dudando—. Solo hace un año que estamos juntos. ¿Y si te has enamorado de mí porque no hay otra mujer en la nave? Quizá todo esto es irreal.

—Créeme, mi amor, te amaría aunque la nave estuviera colmada de doncellas. —Y la abrazo, besándola con pasión—. Mi padre se enamoró de mi madre a primera vista y tuvo que luchar por ella contra otros pretendientes. Yo no dudaría en hacerlo por ti hasta dejarme la piel. Es más, mi abuelo, el rey Dion, le encargó, después de vencerlos a todos ellos, que le trajera la piel de un tigre de Taranis que asolaba la región, nadie se animaba a acercársele. Luchando solo con una daga, te aclaro. Balar, mi progenitor, volvió con la piel de ese tigre y también con la de otro, demostrando que estaba dispuesto a sacrificar todo por mi madre. Y así siguen: juntos, felices y rodeados de sus hijos...

—Me has convencido, amor, comuniquémonos con el concejo ahora.

  Nos acomodamos la ropa y nos sentamos con recato en el sillón. El rostro alegre de la Capitana Halley se abre paso.

—¡Buenos días estelares, Andrómeda! ¡Encantada de verte, Lúgh! —Y roza nuestras manos dentro de la pantalla—. ¡El objetivo ha sido cumplido, felicitaciones! ¡Habéis estado geniales! Conseguisteis paralizar el núcleo y con daños mínimos.

—¿Daños mínimos? —le pregunto, todavía sintiéndome culpable.

—Bueno, hay seis revisionistas marcianos  vagando por las dunas sin rumbo fijo y desmemoriados —acota, riéndose a carcajadas—. Diría que ese es un daño mínimo... Pero vosotros os ponéis en contacto por otro motivo, ¿verdad?

—Sí, capitana. —La entonación de mi novia tiene un dejo de timidez—. Lúgh me ha pedido matrimonio y yo le he dicho que sí, si el concejo lo aprueba.

—Desde hace meses esperaba esta noticia. —Se ríe Halley—. ¡¿Por qué os habéis demorado tanto?!    

https://youtu.be/Czr06ZSbz-E



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