Capítulo 3
Al salir, Korrina se encontró nuevamente dentro de aquella tenebrosa habitación, donde todo lo que la rodeaba parecía ser tan viejo que causaba escalofríos. Luego, observó con horror que la libreta seguía ahí, tirada en un rincón, envuelta en una aura negra y nebulosa, que se retorcía de formas grotescas. También observó que el objeto emitía unas extrañas pulsaciones de energía negra, que se manifestaban en delgadas líneas de luz que se apagaban y se encendían de forma intermitente.
Ante eso, salió inmediatamente de ahí, y al cerrar la puerta tras de sí, sintió una inesperada oleada de calor, como si hubiera salido de una extraña dimensión espiritual. Caminó rápidamente por el pasillo y bajó las escaleras a toda velocidad. Bruno le dio la bienvenida y por primera vez suspiró aliviada. El canino le lamió el rostro y ella le acarició el pelaje.
—¿Korrina, eres tú? —se oyó a Sofía gritar desde la cocina.
—Sí, mamá —respondió Korrina y se dirigió a la cocina junto a Bruno.
Su madre se encontraba recostada contra una mesa de madera maciza, sosteniendo una copa de vino peligrosamente inclinada hacia abajo en su mano derecha. Veía el techo con una mirada distante, y Korrina notó que tenía los ojos rojos e hinchados. La chica avanzó lentamente y rodeó la mesa hasta estar al lado de su madre. La cocina, igual que el resto de la casa, era elegante y victoriana.
—¿Has explorado toda la casa? —dijo Sofía en voz baja.
Korrina se dio cuenta de que su madre parecía demasiado serena. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que subió a la habitación y sucedido todo ese desastre? ¿A caso su madre habrá escuchado el poderoso estruendo de aquel rayo que había enviado a esos monstruos a otras dimensiones? Tal parecía que ese no era el caso, y Korrina decidió no preguntar. A pesar de seguir confundida ante tan repentino cambio en su vida, supo que tenía que guardar el secreto de la magia y procurar que su madre supiera lo menos posible.
—Más o menos —dijo Korrina.
Unas horas más tarde, Korrina se revolvía en su cama, tratando de dormir. Había escogido una habitación lo más alejada posible de la de su bisabuela. Afuera el viento silbaba y la noche se tornaba mucho más oscura. Estando ahí, envuelta en cobijas y en la intimidad que solo la noche puede ofrecer, la realidad de los acontecimientos la golpeó de forma contundente. Todavía revoloteaban en su cabeza las palabras de Magnolia, luego la historia que le contó Shelby sobre la simbología mágica. Todo eso había ocurrido en menos de una hora, y ahora lo estaba asimilando, entre las tinieblas de su habitación. Se preguntaba cuándo llegarían esos monstruos, o si acaso lograrían llegar. No lo sabía con certeza, y la espera era una tortura.
Finalmente, con la llegada de la madrugada, Korrina cedió ante el sueño y se dejó caer en los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, la angustia nuevamente se apoderó de ella. Se apoyó con los codos en la cama y vislumbró la luz matinal que entraba a raudales por las ventanas. Aún nada. Las cosas seguían igual.
Durante las siguientes horas no pasó nada relevante. Su madre iba de un lugar a otro, ordenando objetos o desempolvando muebles. Hasta que una de esas puertas doradas, de las cuales Korrina ya se estaba acostumbrando, apareció de la nada en su habitación, mientras ella jugaba con Bruno y su pelota de goma. Shelby apareció en el umbral y le hizo un gesto a Korrina para que entrara. Del otro lado de la puerta se vislumbraba la misma habitación de la noche anterior, solo que ahora había una mesa en medio y unos objetos que Korrina no logró ver con claridad. Korrina siguió a Shelby y la puerta se disipó. Bruno por su parte se negó a seguir a su dueña otra vez. Probablemente esas cosas de la magia lo asustaban.
Shelby como siempre, caminaba meneando sus hermosas caderas, enfundadas en pantalones jeans. También usaba una chaqueta color verde y un sombrero ligeramente ladeado sobre su encrespado pelo. A Korrina le pareció que ahora Shelby parecía salida directamente de los años 80’s.
Una vez dentro de la habitación, Korrina pudo ver que en la gran mesa rectangular había una vela encendida, una maseta con tierra mojada y una jarra llena de agua hasta el tope. Shelby se colocó detrás de la mesa para explicar.
En la estancia se percibía un olor dulzón y casi embriagante, que de algún modo logró apaciguar un poco los nervios de Korrina. «Aromatizantes mágicos. Ayudan que purificar el espíritu y a expulsar las malas vibras», había dicho Shelby.
—Lo primero que todo aprendiz de magia descubre es su elemento. Muchos incluso lo hacen de forma involuntaria, así que eso harás tú, querida. —Shelby alargó la mano y con sus delicados dedos apartó la pequeño flama de la vela y la hizo danzar en su mano. A continuación la cerró en un puño y este se prendió en llamas doradas.
Korrina no pudo evitar su expresión de asombro ante tal demostración de magia. Por un momento todas sus preocupaciones se habían esfumado, y ahora solamente quería aprender brujería.
—Ahora hazlo tú —dijo Shelby, mientras la llamarada de su mano se apagaba lentamente.
Observó que Korrina se acercaba hacia la vela, que nuevamente volvía a estar encendida, y la detuvo súbitamente.
—Mejor comienza con la jarra de agua.
Korrina frunció el ceño, pero se dirigió, vacilante hacia la jarra de agua. Ya estando ahí no supo que hacer, así que miró a Shelby en busca de ayuda.
—Coloca tu mano sobre el borde de la jarra —indicó —. Si ves que el agua reacciona, entonces has despertado tu elemento.
Korrina lo hizo pero no pasó nada. El agua de la jarra seguía intacta. Ante eso, Shelby le indicó que hiciera lo mismo, pero esta vez sobre la maseta, dónde había una semilla a medio germinar debajo de la tierra mojada. Si veía que de la superficie brotaba un pequeño tallo verde, lo había logrado. Korrina lo intentó nuevamente y tampoco funcionó.
—Esto no está funcionando. ¿Cómo rayos voy a enfrentar esos monstruos con esto? —murmuró Korrina.
—Ten paciencia. Aún te faltan dos elementos —respondió pacientemente Shelby.
Korrina dio un profundo suspiro y se acercó a la vela. La miró fijamente antes de estirar la mano y tratar de quitar la flama de la mecha, pero antes de poder hacerlo, la pequeña llama ya estaba reaccionando, balanceándose de un lado a otro, como si la brisa la moviera. La muchacha titubeó un segundo ante la reacción, pero siguió adelante y consiguió separar esa pequeña lágrima dorada de la vela. A continuación, la dejó caer en la palma de su mano izquierda y la hizo danzar hasta que se apagó abruptamente.
—¡Bravo! Los has logrado —dijo Shelby mientras aplaudía.
Korrina parecía agotada y durante una fracción de segundo, el fantasma de una sonrisa cruzó su rostro.
Durante el resto de la clase, Shelby le mostró a Korrina cómo explotar su elemento. La chica evidentemente no era brillante, por lo que le costó muchísimo trabajo crear a penas una diminuta bola de fuego. Fue demasiado agotador, así que lo dejaron para otro día, si es que tenían tiempo para más lecciones. Shelby rogaba a los cielos que así fuera. Korrina no estaba lista y las criaturas que estaban por venir no eran un juego, ella lo sabía de sobra. Conocía la simbología mágica y el caos que ésta era capaz de provocar.
Al día siguiente Shelby apareció con la puerta dorada para llevarse a Korrina una vez más. Ese día la madre de la chica había comenzado a trabajar en el hospital de Villa Cristal, por lo que había salido de casa a muy tempranas horas del día, advirtiéndole a su hija que no estaría en casa si no hasta las 10 PM o más tarde si se alargaba su turno. Korrina no le dio demasiada importancia. Su madre también hacía eso en su antigua casa, después de la muerte de su padre. Al parecer, su trabajo era un especie de refugio.
Las lecciones de ese día trataron sobre la proyección de la magia. Algo incluso más difícil que explotar un elemento, ya que Korrina no hizo más que expulsar unas cuantas chispas azules de sus manos, que desaparecieron tristemente en el aire.
—No te desanimes —le gritaba Shelby, mientras Korrina trataba una y otra de vez de derribar unas dianas flotantes —. Has aprendido lo que un estudiante promedio aprendería en un mes, y sin teoría previa.
—¡Ya no puedo más! —dijo Korrina y se dejó caer, abatida, en el gélido suelo de baldosas.
Shelby se acercó a ella, meneando sus caderas como de costumbre y le tendió la mano.
—Lo dejaremos hasta aquí. Sigue practicando en casa.
—¿Y qué si los monstruos llegan esta misma noche?
—Si lo hacen, no vendrán todos al mismo tiempo —contestó Shelby.
Korrina tomó su mano y se puso de pie, con la frente perlada de sudor.
—¿Cómo estás tan segura?
Shelby dibujó en el aire una pequeña puerta y varias bolas de luz que se amontonaban en el umbral, tratando de cruzar juntas.
—Imagina que ésta es la entrada a nuestra realidad, y estos son los monstruos que, atraídos por la libreta, intentan entrar al mismo tiempo. Cómo ves, al hacerlo se amontonan y les es imposible cruzar.
—¿Significa que ahora mismo están queriendo entrar todos?
—En teoría, sí —prosiguió Shelby —. Cruzar a otras realidades es sumamente difícil, y tiene su razón de ser. Eso sumado con la relatividad del tiempo entre cada realidad, nos daría un buen margen de tiempo. Un monstruo puede haber escapado de nuestra realidad anoche e inmediatamente romper la línea que separa las realidades para regresar. Sin embargo, llegaría aquí dentro de un par de semanas, o incluso meses.
Entonces Korrina entendió, al menos lo básico como para dormir tranquila esa noche.
Dos días habían transcurrido y no había ni rastro de ninguna criatura asediando Villa Cristal. Korrina ya había empezado a experimentar ataques de ansiedad. Por las noches las pesadillas la atacaban sin piedad. Veía figuras gigantes atacando el pueblo. Un enorme pájaro en llamas que hacía que del cielo cayeran bolas de fuego, calcinando todo a su paso. También veía sombras furtivas que se deslizaban por las paredes y los tejados de las casas, mientras la gente gritaba y huía despavorida hacia cualquier dirección. Más allá, en el horizonte, la silueta gigante y negra de un hombre se acercaba lentamente, desplegando extrañas líneas moradas, como venas, que reptaban y consumían todo aquello que tocaran.
Korrina despertaba con el corazón latiendo sin control, bañada en sudor y con la respiración agitada. Apoyada con los codos en la cama, veía por su ventana, mientras las cortinas eran mecidas suavemente por la brisa helada de la noche. Aún nada.
Al día siguiente, Korrina no tuvo que esperar a que Shelby fuera por ella. El día anterior, después de enseñarle a materializar un escudo de energía, le había regalado una llave de plata idéntica a la suya. «Llaves maestras» se llamaban, y según Shelby, podían llevar al usuario a donde quisiera. Así que Korrina hizo aparecer la puerta dorada y entró en la habitación de Shelby. La mujer de pelo encrespado caminaba de un lugar a otro, con el rostro marcado por la preocupación. Francamente aquello no era un buen augurio para Korrina, pues a Shelby siempre se le veía tranquila.
—¿Qué ocurre? —preguntó Korrina, casi pudiendo adivinar la respuesta.
—¡Dios! Gracias al cielo que llegas —balbuceó Shelby —. Han detectado una brecha espacio-temporal. Al parecer, uno de ellos está a punto de entrar a nuestra realidad.
Al escuchar eso, Korrina sintió como su corazón comenzaba a latir muy deprisa, casi como si quisiera salir disparado de su pecho. Inmediatamente su boca se quedó sin saliva, y percibió un extraño hueco en su estómago.
—¿Qué? No es posible. Aún no estoy lista —dijo Korrina, tratando de que su voz no se quebrara.
—No hay tiempo —respondió Shelby, a la vez que tomaba su llave maestra y la puerta dorada aparecía —. Sígueme.
… En otra parte de Villa Cristal, Trevor VanDerpol salía con determinación de su casa. Era una mañana resplandeciente, sin nubes que opacaran el brillante sol. Ese día, luciendo una camiseta remendada y unos shorts descoloridos, el muchacho se dirigía al centro del pueblo a ver cuáles eran las nuevas adiciones en la librería de Florencia Bloom, o mejor dicho, a mirar los productos por los escaparates.
Al llegar, el pueblo parecía muy normal, demasiado normal de hecho. Cómo la típica calma antes de la tormenta. La librería de Florencia Bloom se encontraba frente al parque, dónde los niños se columpiaban o se deslizaban por los toboganes de plástico. Dónde las mujeres echaban el chisme mientras sus bebés dormían plácidamente en sus coches. Dónde los enamorados se comían a besos en un lugar apartado, mientras los perros hacían de las suyas, llenando de popó el césped verde. Qué gran panorama.
Contiguo a la librería de Florencia, estaba la heladería Zara's Cream, cuyo dueño en realidad era un hombre de barriga prominente, pero bonachón llamado Alberto Delchan. Más allá se encontraba el lúgubre Callejón Oscuro, atestado de ebrios y drogadictos.
El dependiente de la librería era Walter García, un hombre de mediana edad que se estaba quedando calvo. Siempre estaba de mal humor, y quienes le provocaban dicho estado de ánimo siempre eran los niños, por lo que no fue de extrañar que su rostro se tornara agrio cuando sonó la campanilla que anunciaba la llegada de un cliente, y entraba un muchachito escuálido con gafas redondas.
—Buen día, señor Walter —saludó alegremente Trevor.
El hombre no le devolvió el saludo y se limitó a gruñir. Trevor no le hizo caso y se dirigió hacia los estantes donde se exhibían los libros más recientes. En uno había un libro que captó su atención de inmediato. Tenía una portada que mostraba una misteriosa piedra azul y una cucaracha. EL PROTÓN DEL ATOMO EN LA PIEDRA AZUL, se llamaba. El autor era un tal Victor Pereira. Algún escritor que recién coge fama, pensó Trevor. Además se llamaba igual que su padre.
—Ojalá mi padre también fuera un escritor famoso —murmuró el muchacho.
Estaba dispuesto a comprarlo, pero al ver el precio sus esperanzas se desvanecieron más pronto de lo que canta un gallo. Sacó su billetera hecha de cinta adhesiva, y comprobó que ahí apenas tenía 30 miserables lempiras. El libro costaba 300. Suspiró lentamente y continuó buscando algún libro que estuviera de oferta, no sin antes echarle una última mirada al libro de Victor Pereira.
Un par de minutos después, el señor Walter apareció por un pasillo y Trevor sintió un escalofrío cuando lo oyó hablar:
—¿Vas a comprar algo o solo vienes a ver las portadas de los libros? Porque si es así, te voy a pedir que te largues ahora mismo.
—No, yo solo…
La respuesta de Trevor se quedó en el aire, interrumpida por la violenta sacudida que dio el suelo. Todo comenzó a temblar. Los libros caían en tropel de los estantes, mientras las luces del techo se mecían de un lado a otro. El chico estuvo a punto de correr a esconderse debajo de una mesa, pero observó cómo uno de los estantes se precipitaba hacia el señor Walter, amenazando con aplastarlo con pesados volúmenes de historia de Villa Cristal. Sin pensarlo dos veces concentró toda su atención y consiguió que tanto los libros como el estante permanecieran suspendidos en el aire. El hombre, que tenía las manos en la cabeza en un intento inútil de protegerse, observó sorprendido la hazaña.
—Corra, señor, no puedo sostenerlos más tiempo.
El hombre echó a correr lo más rápido que sus piernas se lo permitieron, esquivando libros caídos. Trevor lo siguió a continuación, pero el terremoto se detuvo abruptamente. De pronto, notó que las inmaculadas paredes de la librería comenzaban a cambiar de aspecto. El suelo también sufrió el mismo destino. Las baldosas fueron sustituidas por un suelo de piedra. Las paredes ahora eran de color café. Las luces se transformaron en antorchas encendidas. Los libros de los estantes adquirieron un aspecto viejo, como encuadernados con pieles.
De repente un hombre con túnica irrumpió en la librería y recorrió a los pocos que habían ahí con su mirada.
—Todos síganme. ¡Ahora!
Trevor, el señor Walter y un par de clientes más siguieron al recién llegado. Al salir, el pueblo entero tenía otro aspecto, como en los cuentos medievales, con calles de piedra, casas de madera y techo de paja; carretas y carromatos en lugar de autos. Se veía a la gente entrar por extrañas puertas doradas, siendo escoltados por más personas con túnicas, mientras todo comenzaba a adquirir el color del caos.
—Entren, rápido —ordenó el hombre y Trevor vio una puerta dorada frente a él.
Sin pensarlo dos veces atravesó el umbral para ser recibido en una gigantesca sala circular ocupada por muchos sillones de aspecto cómodo. Por todos lados se veían puertas doradas aparecer y desaparecer. Niños, mujeres y hombres con expresiones de confusión en sus rostros estaban por doquier.
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