Capitulo 5
Sejoel echaba de menos su vida en el campamento de los bisuteros. Allí era la mano derecha del jefe, incluso tal vez hubiera heredado el puesto. Gracias a las monedas que la niña les fabricaba no tenía ni que esforzarse en endilgar joyas de baja calidad a precio de alta, ni cambiar los carros de pueblo cada pocos días para buscar nuevos pardillos a los que estafar; podía pasarse todo el día de fiesta, cantando y bailando hasta la madrugada.
Pero como decía su yayo: todo lo bueno se acaba, siempre vendrá alguna desgracia. Esta vez la calamidad se manifestó en forma de tres puñeteros magos, que les jodieron el chiringuito. Se acabó la diversión y toda la música que oía era la de los picos y palas escavando. Y la iba a escuchar durante treinta años más, justo lo que le quedaba de su condena a las minas.
Aunque habían condenado a casi todos los habitantes del campamento, los dispersaron en varias minas, luego en túneles y después en barracones, despojándoles de la fuerza del número y los lazos familiares que tanto les habían ayudado en el pasado. Ahí no conocía a nadie y las alianzas ya se habían forjado antes de su llegada, dejándolo en lo más bajo de la jerarquía presidiaria.
—¡Menos meditar y más picar! —le espetó un capataz que apareció por el túnel—. ¡¿O quieres un par de caricias de mi látigo!?
Sejoel golpeó la pared con ganas, aún le dolían los azotes de la última vez que se hizo el remolón. Encima había descubierto por las malas que los vigilantes eran insobornables. La mayoría eran prisioneros que habían cumplido gran parte de su condena y tenían la confianza de los pocos hechiceros que controlaban las minas. Su castigo se había transformado en un trabajo del que incluso recibían un sueldo. Se cuidaban mucho de arriesgarse a volver al pico, cumpliendo y haciendo cumplir el reglamento a rajatabla . El capataz continuó su ronda al acecho de perezosos. El bisutero esperó hasta que los pasos desaparecieron y se dirigió al odre de agua para humedecer su boca reseca.
—Buenos días, Sejoel —sonó una voz de bajo a su espalda cuando bebía.
El bisutero se atragantó del susto. Se volvió sin dejar de toser para encontrarse con un hombre que le sonreía divertido.
—Tranquilo, Sejoel —dijo el tipo— esperaré a que se te calme la tos.
Algo en sus ojos color avellana y que conociera su nombre lo intranquilizó todavía más. Aprovechó la tregua para observarlo con su vista de timador. No puedes trabajar en una mina de magnitium sin aprender a reconocerlo a primera vista, y su interlocutor cargaba con muchas y grandes joyas de ese material. «Un mago, ¿qué hace aquí abajo?», pensó. «Se cuidaban mucho de tocar su precioso magnitium antes de tratarlo para crear acumuladores o monedas, para eso nos usan a los presos, incluso para los trabajos más duros. ¡Qué raro! Es la primera vez que veo a uno de ellos sin su capa. Creía que no se la quitaban ni para dormir».
Dejó de lado sus reflexiones para fijarse en el resto del hombre: cerca de los cincuenta años, pero mantenía el pelo rubio oscuro sin canas ni entradas, que peinaba en una media melena; un metro ochenta de altura y unos cien quilos, bastante gordo para lo estándar en un hechicero; ropas caras aunque informales; nariz fina; orejas pequeñas; labios carnosos, cruzados por una cicatriz en el lado derecho; y mandíbula cuadrada.
—¿Ya se te ha pasado? Toma un trago de aguardiente, que seguro lo has echado de menos —dijo el hombre mientras le ofrecía una petaca.
«No me parece que sea del Gremio. ¿Cómo habrá llegado aquí abajo?», pensó Sejoel a la vez que desenroscaba el tapón. El licor era fuerte y le provocó un par de toses más.
—'Ta rico, ¿eh? —inquirió el hechicero a la vez que hacía gestos de que se la devolviera. Tomó un largo trago y se limpió la boca con la manga—. Bueno, Sejoel, ¿quién más sabía que la niña os la dejó en custodia Maaguld?
—¿Qué niña?
—La niña que os fabricaba las monedas y os hacía vivir tan bien...
—No sé nada de nada.
—No me toques las pelotas y no te arrancaré las tuyas. Maaguld, aunque era un chapucero me contó bastantes cosas... así que ya puedes ir diciéndomelo todo.
—¿Era?
—Sí, murió. Además en manos de esa niñita de la que hablamos... Pero se me está agotando la paciencia...
Los ojos del mago brillaron, durante unos segundos, de forma sobrenatural para resaltar su amenaza.
«¿He visto su iris de color púrpura? Definitívamente no es del Gremio», pensó el bisutero antes de contestar:
—No, solo lo sabíamos Chardriel y yo. Al resto le contamos que era la hija de una sobrina de Chardriel con un guardia de caminos... que solo tenía media sangre bisutera.
—Es todo un alivio, pues me he enterado que están interrogando al resto de tu gente... y no quisiera que los metomentodos del Gremio conocieran las instrucciones que os dio el fenecido Maaguld.
—¿Qué instrucciones?
Algo exploto dentro de la rodilla izquierda de Sejoel, causándole un intenso dolor y haciéndole perder el equilibrio. Cayó al suelo con un grito ahogado que se amortiguó contra una barrera invisible.
—Shh, no produzcas ni un sonido hasta que yo te lo pida. Ya te había dicho que no me tocaras los huevos... la siguiente vez te haré algo mucho peor. —Los ojos le volvieron a centellear con el fantasmagórico resplandor violeta, ahora con más intensidad—. Las instrucciones que la putearais todos los días... que no le dierais ningún afecto... que fuera para vosotros peor que un perro.
—Ya recuerdo —contestó el bisutero con voz entrecortada—. Con la excusa de la deshonra para la familia no necesitamos decir nada más, todo el campamento la trataba con desprecio. —Se giró y sentó, subiéndose la pernera de la rodilla herida mientras se aguantaba las lágrimas de dolor—. ¡Está destrozada! —gritó al ver la herida—. No volveré a andar si no me curas.
—¿Qué te había dicho sobre que hablaras solo cuando yo lo dijera? —Sejoel perdió la mitad de su oreja derecha a causa de un nuevo hechizo dañino—. La cosa es que me habéis fallado dos veces. Dejasteis que los magos de la Unión Monetaria os encontraran y se la llevaran. —Aquí hizo una pausa, pero el bisutero continuó en silencio, concentrado en sujetarse con ambas manos la mitad de la oreja que todavía conservaba—. Veo que ya has aprendido la lección y no me interrumpes. —La sonrisa del hechicero se tornó en una mucho más sádica—. La segunda, no hace falta que me preguntes, es que no hicisteis que se volviera una salvaje. Veo en tus ojos llenos de odio que no tienes ni idea de lo que digo. Teníais que haber causado que la chica explotara, casi literalmente. Sí, podría haberlo hecho yo, pero la gracia es que os odiara a vosotros y a Maaguld... no a mí, que hubiera sido su rescatador y no esos del Gremio. Maaguld ya ha pagado por su incompetencia... ahora te toca a ti.
El rubio tapó la boca de Sejoel antes de que reaccionara, usando el Don de forma curativa, aunque imaginativa. En vez de cerrar las heridas fueron los labios del bisutero los que se fundieron uno con otro. El herido intentó apartar la mano que lo sujetaba, pero solo consiguió que las suyas se doblaran por las muñecas, rotas.
—Bueno, yo me tengo que ir —se despidió el pérfido hechicero—. Con el arreglo que te he hecho nos ahorraremos tener que ahogar tus molestos ruidos. Regocíjate, así solo tú tienes que morir, en vez de todo tu clan. —De repente, el mago desapareció de la vista del bisutero, aunque al poco se le oyó decir con alegría desde la distancia—: Cuidado con el techo, estos túneles son muy débiles.
Sejoel intentó levantarse, pero sus heridas se lo impidieron. El sonido del techo rescrebajándose le dio fuerzas. Cambió de táctica y se arrastró como pudo hacia la salida del corredor. No se había desplazado ni cinco metros cuando toneladas de roca cayeron sobre él, reduciéndolo a pulpa sanguinolenta.
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