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Capitulo 31

Hosco repasó por enésima vez los cuadros de los Maestres de Batalla y Primeros Consejeros ya retirados que poblaban las paredes de la sala donde esperaba que le llamaran. Tenía la sensación de que la mayoría lo miraban con desaprobación. Tampoco se lo reprochaba; el intento de arresto de Ave había costado demasiadas bajas: Gruñidos muerto, Martel desparecido y casi seguro fenecido también, los trillizos tardarían aún unas semanas en recuperarse de las heridas y el desgaste, pero sobre todo lo que tenían herido era el orgullo; Yerbas en cambio tendría que esperar más de medio año hasta volver de misión y las lesiones de Tapatino lo lastrarían el resto de su vida tras un largo y doloroso periodo de convalecencia. En un principio compartía responsabilidad con Vjales, mas en su fuero interno se atormentaba con que debería haberlo planificado mejor y sonsacarle las intenciones a su amigo, pero la preocupación por su ahijada le había nublado su buen juicio. Vjales ya había vuelto al trabajo, pues al final el Consejo, a pesar del alto coste, había considerado un éxito la operación al derrotar a Ave de la Noche y liberado a Meld.

Apartó aquellos remordimientos, para preocuparse por otros nuevos: se temía que lo retiraran del servicio activo o, mucho peor, lo degradaran a un simple recargador de acumuladores al que no le dejaran ni acuñar veraces: aquellos pederastas de Ciudad Concordia querían su cabeza. Sospechaba que el incidente diplomático se debía más al sentirse insultados y engañados que alguna preocupación por la banda de rebañacuellos exterminada.

El sonido de la puerta abriéndose le apartó de sus cavilaciones. Por ella entró el Maestre de Batalla.

—¡Qué sorpresa, Boughtino! —saludó Hosco—. ¿Tan secreta es la reunión del Consejo que tienes que ser tú quién haga de ordenanza?

—¿Llamas a tu Maestre de Batalla por su nombre?

—Así me lo ordenaron... bajo pena de un buen puñetazo si se me olvidaba.

—¿Quién sería el desconsiderado de semejante orden? Ah, sí, fui yo.

Ambos se echaron a reír. A pesar que su edad rondaba los setenta y las preocupaciones de su cargo, Boughtino conservaba casi toda su mata de pelo rubio de su juventud, casi sin canas. Él lo achacaba a que siempre lo había llevado muy corto; el resto de magos a que un gran sanador le regeneró el cuello cabelludo hacía muchos años, realizando un desmesurado buen trabajo. Tenía los ojos verdes de su sobrina nieta Tina, pero ahí acaban los parecidos. De cara cuadrada, nariz aguileña, anchos hombros, gran altura y mejor porte, parecía más un guerrero que un hechicero. Cuando las carcajadas acabaron, el Maestre dijo:

—En realidad he venido para poder hablar contigo antes y quitarte una preocupación para que te concentres en la reunión: nuestras chicas se encuentran sanas y salvas. Encima parece que están haciendo un buen papel en Daradem. Luego te daré los detalles. Ahora vamos, no hagamos esperar a esos burócratas.

«¿Reunión?», pensó Hosco mientras seguía a Boughtino por un largo pasillo. «¡Qué graciosos son estos del Consejo! Las formas parecen más de un juicio que una reunión».

Entraron a una sala mucho más pequeña que el de las juntas normales del Consejo. El Maestre le señaló una sencilla silla que se encontraba enfrente de una mesa semicircular. Detrás de ella se disponían los cuatro miembros más importantes del consejo, a los que pronto se les unió Boughtino, todos con los ojos fijos en el cazaherejes canoso, que se sentía rodeado por una manada de depredadores.

—Buenos días —habló el situado en el centro. Un delgado hombre castaño de unos cuarenta años, de mirada inteligente y calculadora—. Por favor, siéntese.

—Gracias, Primer Consejero —dijo Hosco siguiendo la orden.

—¿Sabe por que lo hemos convocado?

—Supongo que por las quejas de esos degenerados de Ciudad Concordia.

—Así es. Aunque ya hemos leído su informe, ¿nos podría decir qué le hizo pensar que era una buena idea hacerse pasar por unos compradores de esclavos en vez de ir como enviados del Gremio de la Moneda?

—Nadie quería hablar con nosotros cuando vestíamos las capas negras, así que seguí el asesoramiento de Kala, ya que es oriunda del lugar.

—¿Siempre le permite todos los caprichos a esa pelirroja? —dijo un hombre muy gordo y calvo, que llevaba la banda blanca con ribetes dorados de Zulan—. Debe ser muy buena... amiga.

Hosco quería a Kala como a una hija, así que ciertas sugerencias de que la dejaba hacer porque se acostaba con él lo enfurecían. Estuvo a punto de contestar de malas maneras, pero la mirada de Boughtino lo calmó justo a tiempo. Así que replicó:

—Su asesoramiento nos llevó a conseguir la información necesaria para derrotar a Ave de la Noche.

—Información que les dieron otros sujetos, sin la necesidad de sus... pesquisas, tras huir de la ciudad con tres centenares de esclavos, dejando tras de sí un reguero de cadáveres y a los gobernantes muy descontentos.

—Seguimos todos los protocolos adecuados.

—No me haga reír —le espetó una mujer de unos treinta años, morena y bastante alta—. Usted siempre va muy por libre. Los resultados hasta ahora lo han salvado, pero me tendrá que reconocer que cuanto menos se excedieron en su paso por Ciudad Concordia... ¡otra vez! Solo se salva de ir a vigilar las minas de magnitium porque el principe Nogisomi se ha puesto grosero y amenazante en exceso. Él ha conseguido lo imposible: que la Unión Monetaria se haya puesto de acuerdo en algo que no sea económico y dado el visto bueno a su chapuza.

—Entonces, Secretaria del Consejo, ¿cuál es el problema?

—Qué a partir de ahora cualquier visita de un mago gremial a Ciudad Concordia tiene que pasar por el visto bueno de su consejo. Se acabaron los permisos de persecución en caliente de herejes y las visitas privadas, aunque sea a familiares. Estará contento...

Hosco se mordió la lengua literalmente para no replicar.

—A lo que la Secretaria quiere llegar —explicó el Primer Consejero— es que se libra por los pelos... que le damos la última oportunidad. Tiene la suerte que Vjales, Alicates y el Maestre de Batalla han intercedido por usted, pero la próxima vez que se exceda prepárese para el destino más lejano y jodido que se nos ocurra. ¿Entendido?

—Sí, señor. Gracias por su comprensión y benevolencia, señores del Consejo.

—Bueno, pasemos al asunto siguiente. ¿Creé en los informes de la aprendiza Meld sobre su vinculo con el monje silencioso?

—Todo lo que hemos podido comprobar ha confirmado sus testimonios del tiempo que pasó prisionera.

—Pues sus temores sobre que si moría el preso lo haría ella eran infundados. Hace unos días que se suicidó tragándose la lengua y Meld sigue de buena salud.

—Supongo que tendrá un rango de distancia, pudimos comprobar que el vinculo funcionaba cuando drogaron al preso esperando que así pudiéramos sacarle alguna información: la chica cayó al suelo mucho antes que él se durmiera.

—Eso dice aquí la Bibliotecaria Mayor —dijo el consejero obeso señalando unos papeles de la mesa—, igual que confirmó que el sondeo mental era peligroso, aunque solo tenía sus informes, Hosco. Lo que nos lleva a preguntar: ¿no cree que es demasiada casualidad que el preso se suicide justo cuando su pupila se encuentra lo suficientemente lejos para que no le afecte su deceso?

—A lo mejor tenía esas órdenes de su ama: Ave de la Noche.

—Profundice en esa idea, por favor —pidió la Secretaria.

—Son parientes y está claro que quería algo de la chica, aparte de preocuparse por ella.

—¿Y que quería?

—Por las conversaciones que tenían, pues parecían más clases de filosofía, que Meld se aliase con ella.

—¿Para? —preguntó el Primer Consejero.

—No sé, pero su intención de desestabilizar a la Unión Monetaria con esos atentados también están claras. ¿Son la preparación de una invasión por parte de las Islas Doradas? Por cierto, casi no hay nada sobre ese lugar en la biblioteca, me gustaría investigar más sobre el tema.

—Ya nos encargaremos nosotros, no se preocupe —afirmó el Maestre de Batalla—. Será mejor que se prepare para ponerse al frente de su tríada de nuevo... porque esta vez no querrá decepcionar al Consejo, ¿verdad?

—No, señor. Le aseguro que no les defraudaré.

—Esta bien, puede retirarse —sugirió el Primer Consejero. Esperó a que Hosco saliera por la puerta antes de decir:

—Ya ha oído a nuestro hombre, embajador de las Islas Doradas.

Un hombre salió se abrió paso a través de unas gruesas y largas cortinas, situadas detrás del Consejo, que ocultaban otra entrada. Vestía un traje negro y purpura con filigranas de plata bordadas. Portaba muchas joyas de magnitium, de delicados y rebuscados diseños, muy distintas a los acumuladores que usaban los magos del Gremio. Rodeó la mesa para coger la silla y acercarla enfrente del Primer Consejero, para después sentarse con elegancia antes de contestar:

—Les aseguro que no viene de parte ni de mi gobierno ni de ninguna de las casas nobles. Si quieren podemos encargarnos de ella, pero no creo que quieran sentar un precedente.

—Nos costó mucho conseguir la paz hace siglos —replicó Boughtino—, cada uno en su lado. No creo que sea conveniente romper el acuerdo. Siempre que no acabemos invadidos por más de sus díscolos ciudadanos, no me gustaría tener que despertar a nuestros salvajes...

—¿Y los salvajes que están en activo?

—¿Se refiere a la pequeña Meld? La chica no ha aprendido a absorber la energía mágica de los seres vivos, no es ningún problema.

—Todavía no, pero lo será conociendo a su familia. Por otra parte a su tatarabuelo le gustaría que la devolvieran a su casa, las últimas generaciones han dejado de lado sus deberes con la próxima y tiene muy pocos descendientes aptos... aceptaría incluso a una educada por... hmm... plebeyos.

—¿Y su gobierno? —preguntó la Secretaria.

—Prefieren esperar y no ceder a los caprichos del viejo gruñón. Como ha dicho el Mestre: cada uno en su lado. No quieren una jovencita contaminada, con perdón, por esos medio hechiceros más interesados en la economía y las leyes que en la magia rondando por el país, contando historias de un continente que casi hemos olvidado.

—Ya veo —dijo el Primer Consejero—. ¿Y qué opina de que los senderos entre planos estén abiertos de nuevo?

—No los cerramos hace siglos, no los hemos abierto ahora... aunque me serán muy útiles para volver a casa con rapidez.

—Embajador, ¿saben algo que no conozcamos nosotros sobre los monjes silenciosos? —inquirió Boughtino.

—Tenemos los mismos antiguos libros que ustedes: desaparecieron hace mucho tiempo... su vuelta es cuanto menos... inesperada. De todas maneras, consultaré de nuevo. Con su alianza con ellos, nuestra amiga Warnä debe tener unos veinte cargos de traición sobre sus espaldas.

—¿Y qué más da si está muerta? —dijo otra miembro del consejo que había estado callada hasta ahora. Su aspecto era raro, por un lado parecía joven, pero las arrugas de sus ojos delataban que había visto muchos inviernos. Su pelo negro tenía reflejos rojos. Aunque de tamaño menudo, cuando hablaba su aura parecía llenar gran parte de la habitación—. ¿O no lo está, embajador?

—Muy bien observado, Consejera de Castigos. Su bisabuelo se ha negado a realizar su entierro. Dice que no se ha roto la figurilla que le regaló, como si pasó con su prima Astris, la madre de Meld. Eso me recuerda otra cosa... otro primo suyo puede que esté por su zona: un tal Sérpenos...

—Y por lo conocemos de su familia seguro que será un hijo de puta salvaje.

—Este es peor...

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