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Capitulo 14

—Tina —explicó Kala—, recuerda: para actuar como esclava baja los ojos siempre que te hablen, como cuando te avergüenzas.

—Es la cuarta vez que lo dices —contestó la aprendiza.

—Las veces que sea necesario... Y deja de intentar cubrirte cuando andas, la gracia del vestido de esclava doncella es esa: siempre tiene algo que revelar... Aquí siempre se les antoja ver carne.

—Pues tú vas bastante más tapada, y las ricachonas del lugar muestran mucho más.

—No querrás que se me vean las cicatrices, el gusto por ellas solo es para las esclavas.

—¡Hmmf de una hmmf vez!—farfulló Hosco.

—Sí, vamos a entrar ya —afirmó la pelirroja—. Ahora todos en el papel...

Abandonaron el oscuro callejón donde esperaban la hora. El edificio en el cual se habían citado, dedicado en exclusiva a espectáculos de lucha, era de estructura circular y había sufrido varias ampliaciones, en las que poco a poco se abandonaba el adorno por la simple funcionalidad. Se encontraba en medio de una amplia plaza, abarrotada del público concurrente a la gala. Hosco, interpretando al guardaespaldas de una opulenta dama, iba abriendo paso al grupo con ayuda de un cayado. Su mirada hacía cambiar de opinión con rapidez a los airados que se giraban buscando bronca.

Cuando llegaron a las taquillas Kala, metida en su personaje, le dio un pescozón a Martel que se había parado delante, mientras gritaba que una aristócrata como ella no se iba a rebajar a hablar con un simple vendedor por algo tan insignificante como un entrada, que para algo poseía esclavos, y que si no espabilaba lo utilizaría de carnaza en el siguiente espectáculo de fieras. El rubio realizó la gestión de un palco, que se había reservado en nombre de Gusarapo para una dama de pelo rojo. Retornó con la madera que indicaba el número de la localidad y frenó en el último momento el gesto de entregársela a su supuesta ama, al ver la cara de desdén, no tan fingida, con la que lo miraba. Bajó la cabeza en su mejor interpretación de sirviente y guardó la entrada entre sus ropajes.

Una vez dentro, al comienzo de las escaleras hacia los pisos superiores, la marcha se ralentizó pues todos los espectadores que se podían permitir un palco llevaban guardaespaldas. Llegaron justo a la localidad cuando se anunciaba el primer combate. Kala chascó la lengua, recordando a los otros tres hechiceros quién hacía de dueña. Todos los cojines fueron a parar a su trasero y alrededores, mientras Martel sacaba viandas de una cesta y Hosco protegía su espalda. En el último segundo se apiadó de Tina y le lanzó una de las almohadillas para que pudiera ponerse de rodillas sobre ella.

El edificio por dentro tenía una estructura escalonar, con la parte más baja cerca del circulo central, cubierto de arena, en el cual se luchaba. Los asientos comunales ocupaban las tres primeras gradas, el resto estaban divididas en palcos, a cual más lujoso. El público vocifero, con cierta desgana, cuando por fin se abrieron dos puertas enfrentadas, por las que salieron los contendientes. Estos se dedicaron a intentar animar al respetable, pero se encontraba frío, pues era el primer combate. Ni cuando hicieron alarde de su uso del Don consiguieron nada más que tibios aplausos.

Uno de los gladiadores iba ataviado con un casco con forma de dragón y dos espadas, a las que conseguía insuflar algo de magia y llameaban. También podía lanzar pequeños conos de fuego a unos tres o cuatro metros. El otro portaba un yelmo que imitaba la parte delantera de un siluro, un tridente, un pequeño escudo decorado con unas olas y, por supuesto, tenía un poco de Don que le permitía lanzar potentes chorros de agua. Kala informó a sus acompañantes que los adversarios se escogían adrede para que las habilidades tuvieran un aire antagónico. Solo en la cúspide de la popularidad o por rencores personales se saltaba la norma.

El público se impacientaba, así que la presidenta de los festejos, una mujer rubia de unos treinta años vestida solo con oro y diamantes en los puntos más estratégicos, se levantó en el palco principal e indicó a los árbitros, con un sensual ademán muy ensayado, que se iniciara el combate.

Retumbó el sonido de un gong por todo el lugar, advirtiendo a los contendientes que se dirigieran al centro a luchar. El siluro lanzo un chorro de agua menos potente, pero con más alcance que lo que había mostrado en la exhibición, a una de las espadas flameantes de su contrincante, que se apagó. El respetable estalló en carcajadas al ver el insulto. Dragón se paró y, con tranquilidad, volvió a encender las llamas. El siguiente proyectil líquido lo esquivó de un salto, con la potencia suficiente para indicar a los hechiceros que no solo podía canalizar el Don en forma de fuego, que aprovechó para disminuir la distancia con su adversario, al que atacó con ambos filos. Su enemigo los paró con el escudo y lanzó un contragolpe circular con el tridente, que a su vez lo evitó rodando por el suelo, colocándose a su espalda y conjuró un potente cono ígneo que a su vez un muro de agua lo neutralizó. Ambos contendientes se quedaron en pose defensiva, concentrándose en recuperar la energía mágica gastada.

—¡Qué acumuladores de tan baja calidad!—criticó Tina— Y vaya posición de ataque para un hechizo. Podría haber acabado con los dos a la vez con un simple golpe de viento.

—Claro, novata, porque tú eres una maga de verdad, así que compórtate como tal —replicó Kala.

—Te ha dado fuerte con llamarme novata.

—Acostúmbrate... ¡bisoña! Y no te rasques por debajo de los grilletes, que nos delatas.

La chica miró a Martel buscando ayuda, que contestó encogiéndose de hombros, pues tampoco sabía el motivo aquellos arrebatos. La chica giró la cara hacia Hosco, que sonreía de oreja a oreja; no recibiría ningún auxilio por su parte. «Basta de blandura», pensó la moza. «Algo en esta ciudad ha acabado de convencer a Kala».

Las hostilidades se habían retomado en la arena, aunque con mucha cautela por ambos lados. Se dedicaban a dar vueltas sin dejar de vigilarse y estudiarse, marcando con sus pisadas en la arena una irregular espiral. De vez en cuando se lanzaban algún ataque, que evitaban con facilidad. La pelirroja aprovecho para explicar algo más sobre los combates. A pesar de que la muerte no era una extraña, tampoco se daba de forma muy frecuente. Un gladiador costaba mucho dinero en entrenamiento y su precio se disparaba si poseía algo del Don, como los luchadores que estaban observando. Ningún propietario aceptaba perder su inversión con facilidad, así que los enfrentamientos solían acabar con la rendición de uno de los participantes o al sufrir heridas más o menos graves. Algunas veces se elegía la modalidad a muerte, bien porque los participantes se odiaban, alguna fecha importante o cuando el premio de los ganadores era la libertad. Los participantes sabían que su función consistía en dar una buena exhibición y diversión, por eso se dedicaban más a ataques espectaculares, pero poco efectivos, que a intentar dañarse de verdad.

El público comenzó a abuchear: aquel combate se alargaba en demasía incluso para lo acostumbrado en el combate inaugural. La presidenta se levantó y esperó a tener un buen número de miradas fijas en su figura antes de ordenar un nuevo toque de gong, avisando a los gladiadores que más les valía dejarse de florituras y lucharan con más ímpetu.

La refriega ganó intensidad y los golpes se intercambiaban a un ritmo mucho más rápido. Siluro al final consiguió que dragón cayera en una finta, dividiendo su chorro de agua en varios, cegándolo durante un momento y así pudo herirlo profundamente en la pierna con su tridente, para después alejarse fuera de su alcance. El de las espadas llameantes comprobó que su extremidad le fallaba y decidió rendirse arrojando las armas. La concurrencia rugió mientras el gong tocaba dos veces, dando por finalizada la batalla e iniciándose un tiempo de descanso para que los sanadores realizaran su trabajo y se alisara el terreno.

«¡Atención!», avisó mentalmente Kala. «Alguien se ha detenido en la puerta del palco. Esperad, no intensifiquéis mucho los escudos, es solo el niño esclavo de las oficinas de Gusarapo».

Se oyó como llamaban dando unos golpes en la madera. Hosco, aunque ya estaba preparado para abrir, espero unos segundos para hacerlo. El joven sirviente realizó una reverencia nada más ver al canoso y saludó:

—Buenas tarde. Quisiera hablar con su ama.

«No hace falta que lo registres», informó la pelirroja a su jefe. «Un ataque de un esclavo suyo en publico sería el fin de Gusarapo». Después habló en voz alta:

—¿Quién es?

El adolescente se inclinó de nuevo a pesar de que Kala le daba la espalda y dijo:

—Estimada clienta, mi amo espera que esté disfrutando del espectáculo. Y siente comunicarle que llegará un poco tarde a la cita, pues la resolución de otros negocios se han alargado. Si mira a tres palcos a la izquierda del presidencial, a unos siete de aquí, lo podrá ver conversando con el príncipe Nogisomi.

La localidad se encontraba bastante cerca. Gusarapo vio que lo observaban y saludó en su dirección sin dejar de charlar con su interlocutor: un hombre, de unos cuarenta años y tez cetrina, vestido de sedas rojas con un chaleco de cota de malla fabricado en plata, que no paraba de juguetear con su barba negra.

—Mi amo también querría echarle un ojo a vuestra esclava —continuó el muchacho—. Aunque un poco mayor y algo flaca, tanto mi amo como el príncipe Nogisomi estarían interesados en su adquisición.

Kala se rascó una cicatriz por debajo del brazalete. «Otro insulto premeditado», pensó. «¿A qué estará jugando con ese baboso? Comprobémoslo». Se volvió hacia la aprendiza y le ordenó:

—Tina, incorpórate. ¡Venga, más rápido, esclava! ¡Mira hacía allí, no a mí! —La pelirroja señaló con el dedo—. ¡Gírate entera un par de veces! ¡Más lento! Estira los brazos. ¡Con más gracia! Y ahora, una reverencia... Bien, ya puedes volver a tu sitio. —La aprendiza se puso de rodillas sobre el cojín, más sonrojada que una amapola, mientras todavía sentía las miradas libidinosas desde el palco de Gusarapo y de algunos cercanos—. Dile a tu amo y al príncipe que la esclava todavía está un poco verde, pero que posee otros talentos y que no creo que podrán pagar su precio.

—¿Es mercancía especial como la que hablaron el otro día con el amo?

—Sí. ¿Algo más?

—No radiante señora, con su permiso me retiro.

Kala agitó la mano con desdén, dejando marchar al chico. Se comunicó con los otros usando el Don: «Atentos todos al Gusarapo de las narices, cuando se marche del palco será la señal... ¡Pero disimula, Tina, no mires tan directo!».

La aprendiza decidió usar medios mágicos para seguir las órdenes de la pelirroja. Dio un respingo cuando sonó el gong anunciando el siguiente combate de la velada.

—¿Nos atacarán aquí en el palco, delante de todos? —preguntó Hosco.

—Nos dijeron que la señal era cuando Gusarapo se retire —contestó Tina.

—Tú te has criado aquí, Kala —afirmó Martel—. ¿Qué opinas?

—Que el novio de Tina se debió confundir. No será aquí, sino después... Me juego lo que queráis que las dos muchachas que se acercan por los pasillos nos van a invitar a una fiesta privada con el príncipe, que querrá comprarnos a Tina. Querrá una demostración privada de lo especial que es la chica...

—¿Muchachas? ¿Especial?

—Calla por ahora, novata, o te venderé de verdad a ese baboso.

Unos instantes después se oyó como llamaban a la puerta...

****

«¿No podemos atacar ya y sacarle la información con un par de hechizos», suplicó mentalmente Tina.

«¡No!», contestó Kala. «El príncipe es parte del consejo de la ciudad, como los otros tres invitados. Hosco no nos dejaría. Sonríe más».

—Haz otra vez el truco del viento, Tina —pidió Nogisomi.

«Este lo que quiere es verme los pechos», dijo la aprendiza.

«Pa' lo poco que hay...», replicó la pelirroja. «Incógnito, novata, recuerda que eres una puñetera cazaherejes»,

La chica pensó en Meld, que seguro lo estaría pasando peor, y superó la vergüenza. Creó una brisa que hizo ondular las telas de sus vestido, destapando lo poco que quedaba por cubrir, mientras movía los brazos como si danzara.

El príncipe y sus huéspedes, en un estado de ebriedad bastante avanzado, aplaudieron y rieron. Gusarapo, más sobrio, solo dio unas débiles palmas, mientras sus ojos calculaban los beneficios que podría darle aquella chica, aunque sospechaba que no era esclava... todavía. El más viejo de los invitados se acercó a Kala, le puso la mano en la pierna y le dijo:

—Hermosa señora, me la tiene que vender a mí, este trío de majaderos no sabría que hacer con tal delicada flor... la malgastarán en sus tontos juegos.

«Cómo siga subiendo la zarpa le voy a provocar una embolia», informó la pelirroja.

«Incógnito, cazaherejes», se vengó Tina.

Kala cogió la mano de su interlocutor y la colocó en el trasero de la aprendiza mientras le decía:

—No creo que sea adecuada para esas diversiones que está pensando, duque, como ve tiene poca carne.

«¡Me las pagarás!», exclamó la chica rubia. «Esto no estaba en el plan».

«¡Dejaros de chorradas!», ordenó Hoco.

—Venga, díganos el precio —pidió otro de los invitados, mientras se manchaba su caras ropas blancas al caerse unas gotas de la copa—. A mí me gustan los culos huesudos.

Hubo una nueva ronda de carcajadas.

—Recuerde que su culito es lo menos excitante... Puede, literalmente, hacer saltar las chispas —explicó la pelirroja.

—Cinco mil veraces pagaría con gusto —dijo el traficante de niños.

—Muchos veraces para ti, Gusarapo —bromeó el príncipe—. Claro que me los has sacado a mí... —Más risas—. Ofrezco diez mil.

—Debo confesar que me he encaprichado de ella... —se excusó Kala, mientras guiñaba un ojo.

—La entiendo, a mi mujer también le gustará —observó el tercer invitado que reía mucho, pero hablaba poco—. Quince mil.

—Tú mujer la dejará seca en dos semanas —se burló el más viejo—. Veinte mil.

Tina se encontraba impresionada, se nombraban cifras que hasta en la Casa Madre, donde se fabricaban las monedas, se consideraban muy altas.

—De verdad que me hace mucha compañía en las frías noches —dijo la pelirroja.

—La entendemos —replicó el de la ropa blanca—, pero veinticinco mil le ayudaran a buscarse otro calentador.

—Treinta mil, mi mujer me matará si la dejo escapar.

—Pero... —dijo Kala.

—Se acabó —exclamó Nogisomi—, cien mil. No busque más excusas porque no las hay... ¿De acuerdo, caballeros?

—Solo si me la dejas algún día —habló el viejo.

—Claro que sí, duque, ¿para que están los amigos? Nosotros somos de los mejores... también somos muy buenos enemigos —aclaró el príncipe mirando a la pelirroja. Esta se quedó meditando unos instantes hasta que por fin se pronunció:

—De acuerdo, si me lo piden con tanta insistencia...

«Kala, se me comerán viva», se quejó la aprendiza.

«Tranquila», la calmó Martel. «Tiene un plan».

—... mas me gustaría pedirles un favor.

—¿Cual? —se interesó Nogisomi, ya con una sonrisa en los labios.

—Quisiera tener unos pocos días para despedirme de ella...

—Concedido —dijo el príncipe—, un poco de espera hará que la degustemos con más ganas... En tres días nos la trae. Ahora si es tan amable: firmemos un contrato.

—Lo siento, no he traído mi sello...

—No se preocupe, sus esclavos pueden ir a por él.

La pelirroja intentaba pensar a toda velocidad, con escaso resultado. Dejándola sorprendida, Gusarapo salió en su ayuda:

—Si me lo permiten señores, yo les acompañaré y redactaré el documento y que la señora lo estampe, aún tienen que disfrutar de las últimas compras del príncipe y mañana tienen reunión del consejo.

—Para lo que sirven... —dijo el vestido de blanco—. Pero estoy de acuerdo con él, Nogisomi, dejemos los negocios y comencemos con el placer.

El príncipe cedió y los dejó marchar. Hasta la salida Gusarapo se regocijaba comentando a la pelirroja la buena venta que había realizado y los buenos contactos conseguidos. La maga se rascaba las cicatrices con fuerza, mas no perdía la sonrisa. No habían avanzado ni quince pasos desde la puerta, cuando el traficante de niños dijo:

—Uy, perdón, ¡qué tonto! Me he dejado el sello del príncipe adentro. Por favor, seguid, que ahora os alcanzo.

«Kala, no hagas nada», ordenó Hosco. «Desde el palacio nos vigilan».

«Pues ahora sí que ha dado la señal», informó la aludida.

«Tina, prepara unos buenos escudos», dijo Martel. «Los cuchillos esos que decía tu amigo seguro que no pueden sobrepasar los tuyos si invocas unos fuertes».

«¿Escudos? Fuego, suplicio y sangre es lo que les voy a dar yo a esta ciudad de pervertidos», contestó la chica.

«Calma, cazaherejes», le pidió Kala a la chica. Luego dijo en voz alta:

—Todavía tenéis una oportunidad de conservar la vida. Retiraros y volved a casa.

—Una sola —insistió el canoso.

De los oscuros callejones que nacían de la calle principal, salieron unos cuantos matones, pretendiendo ocultar su sorpresa de que los hubieran localizado, eliminando sus posibilidades de emboscada. Se dispersaron con calma por la vía.

—Sois solo cuatro —observó un asesino envalentonado al ver que más y más de los suyos se sumaban y rodeaban a los magos. Al final debería haber una centena de rebana-cuellos en posición agresiva, armados con una dispar colección de armas blancas y contundentes—. A lo mejor os podrías pesar en rendiros y puede que os podáis ir con solo las piernas rotas.

—¡Y una mierda! —contestó Hosco.

Hubo un tenso silencio, sin que ninguno de los dos bandos se decidiera a atacar.

—La esclava la compartiremos —dijo el más grande, animando a sus compañeros con la promesa de botín, levantando una enorme maza de madera tachonada con clavos de hierro —. Poca carne, pero seguro que grita y se retuerce.

—¡¡¡Te voy a dar a ti gritos, perro libidinoso!!! —replicó Tina lanzando un hechizo de fuego a las piernas del gigante, que cayó al suelo por la fuerza del golpe. Tras unos segundos, las llamas quemaban la carne hasta los huesos, arrancándole aullidos de dolor. Unos pocos de sus compinches intentaron apagar el incendio, sin éxito, mientras el resto se quedaron unos instantes mirando al que había hablado primero, esperando sus órdenes.

—¡¡¡Moriiid!!! —chilló la maga rubia.

El grito de guerra de la aprendiza les hizo girar la cabeza para ver como la destrucción les venía en forma de una adolescente flacucha y medio desnuda que les cargaba a toda velocidad. La chica explotó la cabeza de uno de un puñetazo con la mano derecha, con la mano izquierda creó una lanza de hielo que atravesó a otro. Se agachó para esquivar un tajo que apuntaba a su cuello y de una patada hizo añicos la rodilla a un tercero. La moza, presa de una furia rabiosa, deseaba la cercanía en la matanza, en vez de utilizar hechizos a distancia.

—¡Traga dolor! —gritó mientras le arrancaba el brazo a un criminal e ignoraba todas las llamadas vía mental por parte de sus maestros para que volviera a su lado.

El resto de magos no se había quedado solo mandando mensajes y los conjuros volaban por toda la calle, causando enormes y horribles heridas. Los asesinos se jactaban de haber acabado con varios hechiceros con anterioridad, pero nunca se habían enfrentado a cuatro entrenados en el combate y sin la ventaja de utilizar estrategias arteras.

Un joven criminal detuvo su ataque sobre Tina mientras exclamaba:

—¿Tú?

La chica también lo reconoció: era Pem, el compinche de Lim. Frenó el hechizo que estaba conjurando hacia él y utilizó su energía en lanzar un cono de fuego contra dos rebana-cuellos que portaban cada uno un par de dagas curvadas. Las llamas se disiparon alrededor de sus figuras, sin que aminoraran la velocidad. Debían ser los usuarios del Don sobre los que la había avisado el muchacho el otro día. Los asesinos sonrieron, creyendo que ya tenían a su presa. La moza se concentró en las armas, canalizando sobre ellas toda la carga de un acumulador. Las hojas de los cuchillos estallaron en pedazos que sobrepasaron las defensas de los atacantes, clavándose por todo su cuerpo.

La aprendiza se volvió en dirección de Pem, para pedirle que se marchara del lugar. El chico se sujetaba el cuello con las dos manos y respiraba con dificultad. Ella se las retiró con mimo, descubriendo una larga esquirla de metal que sobresalía de una fea herida. Intento curarla, tras arrancar con cuidado el pedazo de metal, pero le fue imposible. La maga recordó que Lim también le había advertido sobre los cuchillos mágicos. El ladronzuelo le agarró con fuerza las manos mientras la vida se le escapaba y sus ojos suplicaban ayuda, sin que los hechizos curativos de la aprendiza surtieran ningún efecto.

—¡Cuidado, Tina! —gritó Martel mientras detenía con un muro mágico el hacha arrojadiza que volaba a la cabeza de la chica.

¿Qué clase de gente atacaría a alguien que atiende a uno de los suyos?, se preguntó la moza. La gente de esta ciudad, claro, se respondió. Gente que esclaviza y abusa de niños... y de jóvenes. Como Meld y como yo. Como el tonto de Pem y el listillo de Lim. Como Kala... Estoy hasta el... De repente sintió como algo la llamaba, más allá de la furia. Lo quiso alcanzar y abandonó toda precaución, ansiando la promesa de paz que le cantaban desde ese extraño lugar. Comenzó a canalizar toda la energía mágica de los alrededores y transformarla en rayos eléctricos, mientras los ojos se le ponían en blanco y su cuerpo comenzaba a levitar.

La chica despertó de su trance al sentir que Martel la estrechaba con fuerza entre sus brazos, a la vez que le susurraba, tanto verbal como mentalmente usando el Don:

—Tranquila, Tina, cálmate. No queremos que explotes o te vuelvas una salvaje. Vuelve con nosotros.

La aprendiza vio toda la destrucción y muerte que había causado y echó a llorar. Kala también se le acercó y la abrazó. Cuando las lágrimas cesaron un poco, le levantó la barbilla con la mano y le dijo:

—Esta ciudad saca lo mejor de cada uno, ¿verdad?

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